Capítulo 8

«No olvides que las posibilidades de sir Thomas quedarán bastante mermadas si la Hacienda de Antigua ha de darle beneficios tan menguados».

Jane Austen

Mansfield Park

NNathaniel encontró a Helen sentada en su sillón favorito de la sala de estar de la familia; donde sospechaba pasaba la mayor parte del tiempo. Se fijó en el sencillo vestido gris de su hermana, su cabello recogido hacia atrás con austeridad y la palidez de sus mejillas. Helen solo era un año mayor que él, pero en ese momento parecía mucho mayor de los treinta años que tenía.

En cuanto se percató de su presencia, levantó la vista del libro que estaba leyendo.

—¿Cómo te encuentras hoy?

—¿Físicamente? Mejor. Aunque no puedo decir lo mismo desde el punto de vista mental y espiritual. —Se sentó en el sofá, enfrente de su hermana.

—¿Qué te ha dicho la policía del río? ¿Hay alguna esperanza de que atrapen a ese vándalo?

Nathaniel soltó un triste bufido.

—¿Atrapar a un hombre que la mayoría de la gente cree que es solo una leyenda? No te imaginas lo que se rieron cuando les confesé que Hudson y yo habíamos caído en manos de un solo atacante; un hombre que se llama a sí mismo el Pirata Poeta, ni más ni menos. Lógicamente también les dije cuál era su verdadero nombre, pero no estoy seguro de que me creyeran.

—Lo siento, Nathaniel. —Helen sacudió la cabeza—. Por lo menos no se ha perdido el barco. Porque podéis repararlo, ¿verdad?

Apenas acababa de regresar y, por el momento, no quería agobiarla con la realidad de las finanzas de la familia. Así que exhaló una profunda bocanada de aire y respondió:

—Ya veremos. Ahora, hablemos de otra cosa. ¿Qué tal lo has llevado mientras estábamos todos fuera?

—Bien. ¿Cómo se quedó nuestro padre cuando te marchaste? Espero que goce de buena salud.

Detestaba aquella educada compostura con la que se trataban.

—Sí. El clima cálido parece sentarle mejor. Dice que ya casi no nota el reuma.

Helen lo miró detenidamente.

—Pero… ¿no le importa haberse quedado allí solo?

Vaciló un instante, pero al final se tragó el sarcástico comentario que iba a hacer sobre la encantadora viuda de una plantación cercana con la que su padre pasaba una cantidad de tiempo desmesurada. Le pareció cruel mencionarlo, teniendo en cuenta que su hermana vivía sola. En cambio, dijo:

—Ya lleva viviendo allí mucho tiempo, Helen. Tiene muchos amigos.

—¿Y tú? ¿Lamentas haber regresado?

Se detuvo a pensarlo un momento. ¿Debería hablarle sobre las peleas cada vez más encendidas que tenía con su padre?

—En retrospectiva, parece que Dios eligió el momento propicio para que recibiéramos la carta de Stephens cuando lo hicimos.

Helen negó con la cabeza.

—Todavía no me puedo creer que Stephens escribiera a nuestro padre. Siempre decía que los sirvientes tenían que saber cuál era su lugar. Es increíble que dijera algo en contra de Lewis.

Nathaniel recordó el rostro sombrío de su antiguo y solemne mayordomo. El hombre había escrito para decir que consideraba que era su deber informar a James Upchurch sobre las circunstancias en las que se encontraba Fairbourne Hall, para hacerle partícipe del declive de la gran propiedad en la que había tenido el honor de servir durante más de veinte años. También se había disculpado por sus palabras, añadiendo sin embargo que, si no lo decía, su conciencia no podría estar tranquila. El mayordomo también había presentado su dimisión, no a Lewis o a Nathaniel, sino a su padre, el verdadero dueño de la casa, según él, ausente o no.

—El tono de la carta fue muy respetuoso… bastante triste, en realidad.

Helen apretó los labios.

—Aun así, creía que era más leal.

Nathaniel luchó contra el asombro que le produjeron aquellas palabras.

—Helen, el hombre llevaba seis meses sin cobrar. Y no solo eso, Stephens pagó una cuarta parte del salario de los sirvientes de rango inferior con sus propios ahorros. Intentó protegernos para que la reputación de los Upchurch no quedara en entredicho.

Su hermana lo miró fijamente.

—No tenía ni idea de que había llegado a ese extremo. Si Lewis lo hubiera sabido, seguro que habría hecho algo. Stephens tendría que habehablado con él.

Nathaniel lo dudaba. Sabía que su hermana adoraba a Lewis. Todo el mundo lo hacía. Y también era consciente de que a ella no le haría ninguna gracia que dijera nada en contra de su hermano mayor.

—Así que nuestro padre te ha enviado de vuelta a casa para que pongas las cosas en orden, ¿verdad? —preguntó ella.

—Sí, por así decirlo. Reconozco que tenía miedo de que todo el personal se hubiera marchado antes de llegar aquí.

—Tuviste una reacción exagerada; ambos la tuvisteis. Como ves las cosas no están tan mal por aquí. No hacía falta que vinieras.

¿Acaso su hermana hubiera preferido que no fuera? Lo más probable, pensó. Se encogió de hombros.

—De todos modos, padre y yo estábamos en un punto muerto. Yo me había negado a dirigir la plantación si seguía usando esclavos y él no quería contratar trabajadores asalariados.

—Lewis dice que nuestras ganancias se verían muy mermadas.

—Cierto. Pero la vida consiste en algo más que en obtener ganancias.

Helen alzó la barbilla.

—No tenías tantos escrúpulos antes de irte a Barbados.

Tenía razón; algo que le recordaba su conciencia cada dos por tres.

—Porque en ese momento no sabía cómo funcionaba de verdad, Helen. Para mí no era real, solo teoría. Ahora he sido testigo de la crueldad de los supervisores y de los amos como Abel Preston. He oído los llantos de esos hombres y he visto con mis propios ojos las cicatrices.

Helen se estremeció.

—En principio estoy de acuerdo contigo. Pero nuestro padre y los demás no han debido de ver lo mismo que tú y no han llegado a la misma conclusión. ¿Cómo lo explicas?

Él negó lentamente con la cabeza.

—No lo sé. Supongo que se trata de una ceguera deliberada. Apatía. Avaricia. Desinformación o ignorancia. No sabría decirte. Lo único que sé es que estoy profundamente convencido de que está mal.

Su hermana se puso a juguetear con el tapete que había en el brazo del sillón.

—Por lo menos nuestro padre y los dueños de las otras plantaciones no lucharon contra el parlamento cuando abolió la esclavitud.

Nathaniel asintió.

—Y aunque ya han pasado años de eso, todavía sigue la esclavitud. La única razón por la que los dueños de las plantaciones no se opusieron a su abolición fue porque Barbados ya no dependía de la importación de esclavos. —Se le revolvió el estómago—. En lugar de eso, alentaron su reproducción.

Helen se miró las manos, claramente desconcertada.

Ahora fue él el que se estremeció.

—Perdóname.

Su hermana se aclaró la garganta y levantó la cabeza.

—Pero ¿no vivimos gracias a esas ganancias? ¿No te has comprado el barco con el dinero que obtuvimos del azúcar cosechado con el sudor de los esclavos, al igual que la educación que recibiste en Oxford y la ropa que llevas puesta?

—Empiezas a hablar como padre —repuso él con sequedad—. Y claro que tienes razón. Para mi vergüenza. Sin embargo, no tenemos por qué seguir como en el pasado. El azúcar no es nuestra única fuente de ingresos, Helen. Esta temporada pasada hemos tenido una buena cosecha, sí. Pero el mercado ya no es lo que era y las ganancias están disminuyendo, con esclavitud o sin ella. Creo que deberíamos vender. Si intentamos reducir gastos, hacemos buenas inversiones y nos conducimos con modestia, podríamos vivir de los rendimientos que nos da esta propiedad. —Se dio cuenta de que estaba sonando como un niño entusiasmado. O como un evangelista. Soltó un suspiro—. Pero padre no quiere dar su brazo a torcer.

—¿Está muy enfadado contigo? —preguntó su hermana con dulzura.

Nathaniel respiró hondo.

—Está decepcionado, no te lo voy a negar. Dice que respeta mis convicciones pero que las encuentra demasiado incongruentes. —Al menos su padre era honesto; tenía que reconocérselo. Se enderezó—. Te digo todo esto para hacerte ver que ya era hora de que volviera a casa. Aquí puedo ser mucho más útil. Puedo supervisarlo todo.

—Pero, por favor, no eches la culpa a Lewis —dijo Helen—. Si no teníamos dinero, ¿qué esperabas que hiciera?

Nathaniel se frotó los ojos con una mano. De nuevo se mordió la lengua para no decir lo que estaba deseando soltar: «Esperaba que dejara de gastarse los ingresos que no tenemos en ropa nueva, un carruaje nuevo, caballos nuevos, cenas copiosas, mejoras en la casa de Londres y yo qué sé más». Se le volvió a revolver el estómago al pensar en la pila de facturas que había descubierto los días que pasó en la capital.

Al ver que se quedaba callado, su hermana continuó:

—Tal vez deberíamos haber tenido más cuidado, pero ¿de dónde iba a sacar Lewis dinero para pagar a los sirvientes? Supongo que no esperabas que se pusiera a trabajar.

—Hace dos trimestres que no recaudamos las rentas de nuestros arrendatarios. Lewis debería haberse encargado de hacerlo. Por ahora, Hudson y yo estamos intentando poner las cuentas en orden. Si el maldito Preston no nos hubiera robado la mitad de nuestras ganancias, nos habría resultado mucho más fácil sanear nuestras finanzas. Me alegro de no haber dejado todo el dinero en ese cofre.

—¿Lo sabe él? —quiso saber Helen.

Nathaniel se había preguntado lo mismo.

—No lo sé. Dijo que había oído a padre alardear de nuestras ganancias. Espero que no diera una cantidad específica. —Suspiró—. Solo rezo para no volver a verlo. —Aunque en el fondo lo dudaba.

Helen le miró con seriedad, con aquellos ojos color avellana que tanto se parecían a los de su madre, fallecida hacía tantos años.

—Me alegro de que no te hiciera daño de verdad.

—Gracias.

Hacía mucho tiempo que no recibía ningún comentario amable por parte de su familia. Y las palabras suaves de una mujer siempre eran un bálsamo, aunque fueran de su hermana. Deseó volver a tener la relación de camaradería que había compartido con Helen en su juventud, a pesar de que ella siempre prefirió a Lewis.

Durante un instante, se preguntó cómo Helen podía tener tan idealizado a su hermano (como sucedía con el resto de féminas que conocía, que solo veían su físico apuesto y sus encantadoras y despreocupadas maneras). Pero entonces se dio cuenta de que en realidad no lo conocía tanto como él. Lewis se había ido de casa cuando solo era un niño; primero al internado, luego a Oxford, después se fue de viaje y, desde entonces, pasaba mucho tiempo en Londres o en la finca de un amigo.

De niño, Nathaniel tuvo un tutor, pero enseguida siguió los pasos de Lewis en Oxford. Su primer año allí coincidió con el último curso de su hermano mayor y pasó mucho tiempo en su compañía, viendo cómo se comportaba cuando no estaba sujeto a las restricciones y obligaciones que regían en su casa. ¿Cuánto tiempo había pasado su hermana con Lewis, aparte de las vacaciones y algún que otro fin de semana? A Nathaniel no le gustaba menospreciar a su hermano. Lo quería y siempre lo haría, aunque no siempre respetaba lo que hacía. Lewis parecía reservar su encanto para el sexo femenino, hermana incluida. Pero ¿quién podía culparle? ¿Cuántas veces había intentado él mismo desplegar sus mejores habilidades y logros para obtener una fracción de ese encanto en lo que a mujeres se refería, sobre todo a una en concreto?

Esa noche, Margaret marchaba a duras penas detrás de Betty y bajaban las escaleras una vez más. Lo único que quería era regresar a su habitación y dormir. Pero en lugar de eso, siguió a Betty como lo haría un patito cansado con su madre.

—Esta noche tenemos una sorpresa, Nora. Monsieur Fournier ha preparado un banquete para dar la bienvenida al señor Upchurch. Y podremos comernos las sobras para la cena.

Y desde luego que era un banquete, aunque no estaba acostumbrada a servirse de platos a los que les faltaban porciones, trozos sueltos de pudín o salsas que ya se habían espesado. Pero las caras de los demás sirvientes brillaron de felicidad al ver los platos, sin importarles estar ante un festín que alguien había comido con anterioridad.

Monsieur Fournier extendió su largo brazo y fue señalando con uno de sus dedos peludos cada plato: sopa de fideos, Matelote de trucha, paloma guisada, judías verdes y calabaza en salsa blanca. Y luego el postre: tarta de grosella y piña fresca. Un postre que despertó murmullos de admiración ya que la piña era una delicia difícil de encontrar.

El señor Hudson elevó una plegarla para dar las gracias y todos empezaron a cenar, pasándose los platos y cuencos con educada cortesía cada vez que se lo pedían y comiendo en silencio. ¡Pero qué formalidad! De repente se vio transportada a aquella incómoda velada en la que su tía abuela la invitó a cenar con una condesa viuda de lo más gruñona. Nunca se hubiera imaginado que las comidas de la servidumbre se desenvolvieran de esa forma.

De pronto, unos pocos empezaron a levantarse, Betty entre ellos, y Margaret se dispuso a seguirles. Pero en esa ocasión, Fiona la agarró del brazo y la obligó a volver a sentarse.

—¿Qué estás haciendo? Solo se van los superiores.

Los sirvientes de mayor rango: el señor Hudson, la señora Budgeon, el señor Arnold y Betty, como sirvienta principal, abandonaron la estancia en solemne procesión.

—¿Adónde van? —preguntó Margaret en un susurro.

—A la luna. ¿Adónde van a ir? Al salón del ama de llaves.

El señor Arnold se detuvo un momento en el umbral de la puerta y miró hacia atrás.

—Fred, espero que recuerdes que tienes que sacar al perro cuando termines de cenar.

—Sí, señor.

Margaret se dio cuenta de que el segundo mayordomo llevaba una botella de oporto debajo del brazo, mientras que los sirvientes tuvieron que conformarse con un poco de cerveza.

Margaret ya había oído hablar de la costumbre que tenía la crème de la crème del personal de servicio de tomar el postre y los platos y bebidas más refinados en el salón del ama de llaves. Aun así, sintió una ligera opresión en el pecho al darse cuenta de que ahora estaba en la parte más baja de la jerarquía social.

No obstante, aquella sensación se evaporó rápidamente porque el ambiente en la sala de servicio se volvió mucho más distendido en cuanto los «jefes» se marcharon.

Thomas, el primer lacayo de pelo negro, levantó su vaso de cerveza.

—Por el regreso del señor Upchurch.

—Me gustaría que también volviera el señor «Lewis» Upchurch —señaló una voz femenina a su derecha.

Margaret volvió la cabeza sorprendida y vio la expresión soñadora de la sirvienta entrada en carnes encargada de la despensa que había conocido en el desayuno.

—¿En serio? ¿Por qué? —No pudo evitar preguntar. En cierto modo encontraba desconcertante que no fuera la única criada que esperara el regreso de Lewis.

Hester se quedó mirando al vacío, pero no respondió.

Thomas la miró de reojo.

—Si lo hubieras visto no lo preguntarías. Todas las mujeres revolotean alrededor del señor Lewis.

—No entiendo por qué. —El segundo lacayo, Craig, se encogió de hombros.

—Venga ya —dijo Jenny—. Todos sabemos que Hester no languidece por el señor Lewis, sino por el joven que le acompaña.

Margaret se volvió hacia la ayudante de cocina.

—¿Y quién es?

Jenny la miró atónita.

—¿Quién va a ser? Su ayuda de cámara.

—Ah, claro —murmuró ella. Se dio cuenta de lo coloradas que se le habían puesto ahora las mejillas a Hester.

—Pues tampoco entiendo lo que las mujeres ven en ese otro hombre —se lamentó con un mohín el rubio Craig—. ¿Qué tiene él que no tenga yo?

—Clase —respondió Jenny—. Y buenos modales.

—Y está tan guapo con esa ropa tan elegante —señaló otra ayudante de cocina.

Craig frunció el ceño.

—Bueno, yo también llevo ropa elegante.

Thomas le lanzó su servilleta.

—¿Crees que una librea es elegante? —El lacayo torció los labios—. Tal vez para los monos entrenados.

A Margaret le sorprendió que el primer lacayo despreciara tanto una librea que él mismo llevaba.

—Oh, no hagas caso a Thomas —indicó Jenny—. Creo que ambos estáis muy guapos con vuestras libreas. Y muy elegantes.

—Gracias, Jenny —dijo Craig. Después añadió con tono esperanzado—. No tendrás una hermana, ¿verdad?

—O una abuela —se burló Thomas—. Craig no es muy exigente.

Craig le miró ofendido, pero los demás se echaron a reír, disfrutando de la broma casi tanto como del postre.

A la mañana siguiente, Margaret empezó su primera ronda completa de trabajo. Si el día anterior le había resultado complicado, este prometía serlo más. Había dedicado la jornada anterior a aprender mientras observaba a Betty o la echaba una mano. Hoy, sin embargo, tendría que hacerlo sola. Betty le había mandado limpiar la sala de recepción, la galería, el vestíbulo y el despacho del administrador antes del desayuno, mientras ella se encargaba de la biblioteca, el salón, la sala del desayuno, el comedor y el mostrador de servicio. Mientras tanto Fiona se ocuparía de las tareas de la planta de arriba: llevar agua y vaciar los orinales de las habitaciones así como limpiar la sala de estar de la familia.

En la sala de recepción hizo lo que Betty le había enseñado. Primero llevó todos los muebles que podían trasladarse con facilidad al centro de la habitación: sillas, sofás, mesas de té y mesas auxiliares. Luego los cubrió con telas para protegerlos del polvo que estaba a punto de levantar al cepillar la alfombra. Se hizo con un puñado de hojas de té húmedas que había en una jarra de boca ancha, las escurrió y las extendió sobre la alfombra. En teoría, aquello servía para refrescar el tejido y purificar el aire, pero no le parecía muy lógico ensuciar algo que luego tenía que limpiar.

Agarró el cepillo para las alfombras de su caja de limpieza y se puso a trabajar de rodillas. Luego barrió la poca tierra y los ocasionales guijarros de la chimenea, a la que previamente había quitado el protector para pulir las rejillas. Después se limpió las manos con un trapo y procedió a quitar las telas que cubrían los muebles y volvió a colocarlos en su lugar. El sudor se filtraba por debajo de la peluca y le caía por la espalda, haciendo que le picara la parte de piel que tenía bajo el corsé. Cuando dejó el (esperaba) último mueble en su sitio, respiraba con dificultad y le dolía la espalda.

Metió de nuevo los utensilios de limpieza en la caja e hizo una pequeña pausa para secarse la frente con la mano.

Una habitación hecha. Ahora solo le quedaban otras tres.

Después del desayuno, Betty subió a toda prisa las escaleras para ayudar a la señorita Upchurch a vestirse, dejando que Margaret barriera la escalera principal y frotara la barandilla con un poco de aceite.

Cuando terminaron, asistieron a las oraciones matinales y luego ayudó a Betty a limpiar las estancias de la señorita Upchurch (Betty todavía no confiaba en ella para que hiciera sola los dormitorios ni las camas de la familia). Le echó una mano a la hora de atar las cortinas de la cama, airear el colchón, vaciar el lavamanos y ordenar el vestidor.

A medida que transcurría la tarde, empezaron a dolerle las rodillas y a agarrotársele las manos; unas manos que ahora tenía resecas. Ayudó a Fiona a recoger la ropa sucia de toda la casa y después le ordenaron que fregara el pasillo del sótano que iba desde la entrada del servicio hasta los aposentos del personal masculino.

Y así fue como, apoyada sobre manos y rodillas, con un cubo de agua calentada en la estufa, Margaret fregó un suelo por primera vez en su vida. Después de un rato, las rodillas le palpitaban al restregarse contra la dura superficie y las manos le ardían por el áspero jabón. Había llegado a la mitad cuando Fred, el lacayo del vestíbulo, entró por la puerta con un lebrel irlandés larguirucho que venía con el pelaje gris completamente sucio y empapado.

Margaret se sentó sobre los talones.

—Acabo de fregar ese suelo —se quejó.

—No pasa nada —dijo Fred—. Jester está más limpio que cualquiera de nosotros. Se acaba de dar un baño en el estanque.

De pronto, el animal se sacudió con fuerza, salpicando de barro a Fred en las piernas y a Margaret en la cara y el pecho.

—Oh, no —lloriqueó ella, cerrando los ojos y escupiendo.

—Lo siento, señorita —se lamentó Fred.

En ese momento, la señora Budgeon salió de una puerta contigua.

—¿Qué está pasando aquí? —inquirió, mirando alternativamente a Fred, a Margaret y al perro. Cuando vio el estado en que se encontraba, apretó los labios y soltó un suspiro—. Muy bien, Fred, acabas de ganarte el honor de terminar de fregar el suelo. Nora, te diría que te bañaras, pero no tenemos tiempo para eso ahora. Ve a tu habitación y lávate todo lo que puedas. Espero que tengas otro vestido.

—Sí, señora. Bueno, solo uno.

—Entonces confiemos en que sirva.

Margaret subió a su cuarto y se lavó la cara, el cuello y las manos lo mejor que pudo en la jofaina con la pastilla de jabón que le habían asignado para esa semana. Había podido echar un vistazo al baño de los sirvientes del que le había hablado la señora Budgeon. La pequeña estancia estaba al final de un estrecho pasillo lateral, pasada la sala de servicio, pero todavía no había podido usar la bañera que había allí. Hasta que no descubriera cómo quitarse sola el corsé, tendría que asearse con una esponja en su habitación.

Mientras se ponía el vestido azul miró su cama con añoranza, pero al final hizo acopio de toda su fuerza de voluntad, salió de allí y bajó las escaleras.

Después de que la familia terminara de cenar, ayudó a la señora Budgeon a lavar la porcelana en el almacén que había al lado de la sala (un cuarto que estaba equipado para ese propósito con un fregadero de madera especial revestido con plomo). Tras secarla, el ama de llaves examinó meticulosamente cada pieza en busca de daños antes de volver a colocarla.

A medida que empezaba a oscurecer, Margaret empezó a desear su estrecha cama del ático con todas sus fuerzas, aunque se preguntaba si sus temblorosas piernas podrían subir todas aquellas escaleras. ¡Y al día siguiente tendría que volver a hacer lo mismo! Se le llenaron los ojos de lágrimas por el cansancio y la autocompasión que sentía. No lograría sobrevivir otro día más en esa casa, mucho menos tres meses y medio.

Cuando por fin terminó con todas sus obligaciones, Betty la acompañó hasta el ático y la siguió hasta su dormitorio. Una vez allí, la mujer cerró la puerta detrás de ella y la miró. Después de un duro día de trabajo, varios mechones de color caoba sobresalían por debajo de la cofia. Sus pequeños ojos azules irradiaban preocupación. Margaret esperaba que fuera a echarle alguna reprimenda cuando estuvieran a solas, pero en vez de eso la oyó decir:

—Cuando te conocí me fijé en que habías dormido con el corsé. ¿Sigues con él puesto?

Margaret asintió un poco avergonzada.

—No llego a los cordones.

Betty negó con la cabeza y soltó un suspiro resignado.

—Está bien. Vamos a quitártelo.

En cuanto se deshizo de la prenda respiró aliviada. Después de llevarlo puesto durante veinticuatro horas y con todos los esfuerzos que había hecho, las ballenas le habían dejado marcas en la piel. Betty se apiadó de ella e insistió en que a partir de ese momento la ayudaría a ponérselo por las mañanas y a quitárselo por las noches.

«Si es que vivo tanto tiempo», pensó ella.

Betty debió de leerle el pensamiento porque le dio un apretón en el brazo y dijo:

—Te irá resultando más fácil conforme pasan los días. Ya lo verás.

Cuando por fin pudo meterse en la cama (después de las diez), se quedó allí tumbada, despierta, arropada con las sábanas y con una manta a los pies del colchón, pues la cálida noche de verano no pedía más abrigo. Había abierto la pequeña ventana, pero no corría ni un soplo de aire fresco. Se bajó las sábanas hasta la cintura. Incluso ese pequeño esfuerzo la hizo gemir. Jamás en la vida había estado tan cansada. Le dolían los brazos por el extenuante trabajo: barrer, escurrir, fregar, pulir barandillas, airear sábanas, hacer camas, limpiar ventanas, quitar telarañas, transportar pesados baldes con agua y cosas peores. Su rutina de costura, acuarelas y tocar el pianoforte no habían preparado a sus tiernos brazos para tales actividades.

Se cruzó de brazos y masajeó cada antebrazo con la mano contraria; unas manos llenas de ampollas y secas por el agua caliente, la suciedad y la lejía. Menos mal que no la habían contratado como lavandera o saldría de Fairbourne Hall con muñones.

Se puso de lado. También le dolían las piernas de tanto subir y bajar escaleras con cubos, montones de ropa, sábanas, cestas de la lavandería o su caja con utensilios de limpieza. Al paso que iba se terminaría transformando en una mula de carga.

Estaba tan, pero que tan cansada… Y a pesar de eso no podía conciliar el sueño. Tenía la mente llena de objetos, obligaciones, instrucciones y consejos. Cepillos de zapatos, cepillos de rejilla, cepillos de cama. Abrir las ventanas a las siete, hacer las camas a las once. Nunca dejar que la cera de la vela gotee. Nunca encerar los muebles de caoba. Lavarse las manos después de limpiar y antes de hacer las camas. Y jamás de los jamases hablar con la familia a menos que ellos se dirijan a ti. Y suma y sigue. Nunca imaginó que el trabajo de una sirvienta fuera tan agotador.

Aún le costaba entender que estuviera haciendo todo ese trabajo en la propiedad de la familia Upchurch. ¡Qué extraño le parecía estar bajo el mismo techo que Nathaniel! Le había visto durante las oraciones matinales, por supuesto, pero según le había dicho el señor Hudson primero, y después Betty, era poco probable que viera a los miembros de la familia, excepto de pasada. ¿Qué diría Nathaniel si se enteraba de que estaba viviendo en su casa, comiendo su comida y limpiando sus suelos? Seguro que disfrutaría de lo último, pero se opondría fervientemente a lo primero. Sí, era mejor que no se topara con ella.

Pensó en Helen Upchurch, a la que también había visto durante las oraciones. Helen solo era cinco años mayor que ella y apenas se conocían. Aun así, a Margaret la entristeció enormemente enterarse de la desilusión que se había llevado en el amor cuando el hombre con el que quería casarse falleció hacía unos años. Por lo visto, al final se había resignado a llevar una vida de soltera.

El que no había dado señales de vida era Lewis Upchurch, el único miembro de la familia a quien podría haber acudido en busca de ayuda (siempre que hubiera tenido el coraje suficiente para confiarle su secreto).

Empezó a masajearse los dedos. De pronto, oyó un gemido. Durante un segundo, creyó que lo había soltado ella misma, pero entonces alguien arañó en su puerta. Se incorporó en la cama y, frenética, intentó hacerse con la peluca. La puerta se abrió.

—¡Un momento! —murmuró desesperada. Pero era demasiado tarde. Los pasos que oyó le dijeron que, quienquiera que fuera, ya había entrado en la habitación. Cuando sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad, sintió un hocico húmedo empujándole el codo. Extendió la mano y tocó la cabeza gris del lebrel, que brillaba plateada bajo la tenue luz de la luna.

Jester… —le regañó con cariño—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Has venido para darme otro baño de barro? —Acarició las enormes orejas del perro—. Seguro que a tu amo no le gusta que un animal con tu pedigrí pase el rato con una sirvienta.

En cuanto pronunció aquella palabra en voz alta se detuvo.

—Soy una sirvienta —susurró para sí misma con incredulidad.

Y así se quedó, tumbada, agotada y dolorida, pensando que debería recoger sus cosas y marcharse de allí. Salir a hurtadillas e irse a… algún sitio. A cualquier lugar. Pero en ese momento estaba demasiado cansada para moverse.

La tarde siguiente, Nathaniel fue a la biblioteca para escribir a su padre y al abogado de la familia e informarles sobre el incidente con el barco y la situación en la que se encontraba Fairbourne Hall. Había tenido la esperanza de poder usar parte de las ganancias de la cosecha de azúcar para empezar a reparar el Ecdesia, pero ahora se daba cuenta de que primero tendría que ocuparse de la lamentable situación en que se encontraba la propiedad. Hudson y él habían terminado de realizar una inspección ocular del lugar. La antigua escuela tenía filtraciones, algunas casas de los arrendatarios necesitaban reparaciones, el huerto estaba completamente descuidado, una de las granjas arrendadas estaba vacía, una valla se había caído… y la lista seguía y seguía. Soltó un suspiro. Por mucho que quisiera no se quedaría con la conciencia tranquila si invertía dinero en su barco. No podía hacerlo. Todavía.

A través de la puerta abierta de la biblioteca, vio a su hermano entrar en el vestíbulo sin anunciarse. Supuso que Lewis no creía necesario cumplir con esa etiqueta en su propia casa, a pesar de las pocas veces que se quedaba a dormir allí.

Nathaniel firmó la carta, dejó la pluma y se levantó para saludar a su hermano. Esperaba poder hacer las paces con él, pero tenía que mostrarse firme con respecto a poner en orden los asuntos familiares y en la necesidad de gastar de acuerdo a unos ingresos más reducidos.

Arnold apareció en el umbral.

—Lo siento, señor, pero su hermano acaba de llegar. No desea que lo anuncien, pero creí que le gustaría saberlo.

Se dio cuenta de que le irritaban las formas tan aduladoras del segundo mayordomo, pero se esforzó por responder con un tono cortés:

—Gracias. ¿Dónde está?

—Creo que en la sala de estar, con la señorita Upchurch.

Nathaniel volvió a dar las gracias al hombre, cruzó el vestíbulo y subió las escaleras. Su familia siempre había preferido la sala de arriba al salón formal de la planta principal. Mientras se acercaba a la sala de estar, oyó la sonora voz de su hermano y la más suave y alegre de su hermana.

—Lewis, no te imaginas lo feliz que estoy de verte.

—Ya me lo has dicho. Dos veces. ¿Te ha contado Nate lo que me hizo en Londres?

—¿Pedirte que volvieras a casa?

—Me pegó. En medio del baile de los Valmore.

—¿En serio? ¡No me lo creo!

—De verdad. Aunque yo también le di lo suyo. Un hombre siempre tiene que saber defenderse.

—Oh, Lewie. ¿Por eso tienes ese hematoma? Temía que hubieras vuelto a romper algún corazón.

—Solo dos o tres por semana.

—Lewie… —Le amonestó su hermana con cariño—. Uno de estos días el padre o el hermano de alguien o algún enamorado te va a hacer algo más que un hematoma.

—Tal vez debería renunciar a las mujeres. Al y fin al cabo eres mi preferida, Helen, y siempre lo serás.

—Oh, venga ya. Sabes que sé diferenciar perfectamente entre el encanto y el parloteo sin sentido.

—¿Y qué te está dando el bueno de Nate?

—Ni lo uno ni lo otro. Aunque desde que llegó a casa se ha mostrado un poco autoritario.

Aquellas palabras le hicieron un poco de daño. Entró en la estancia a tiempo para ver a Lewis frotándose la mandíbula.

—Soy dolorosamente consciente de ello. Si hubiera sabido que las cosas estaban tan mal por aquí hubiera venido antes.

Helen enarcó una ceja.

—Te escribí.

—Sí, pero siempre eras tan cuidadosa con las palabras y te preocupabas tanto por no alarmarme, que no me di cuenta de cuál era la verdadera situación.

—La servidumbre se ha rebelado, los comerciantes están viniendo a casa, el mayordomo se ha ido sin avisar… ¿Eso era cuidar las palabras?

Lewis le pellizcó la mejilla.

—Bueno, ya estoy aquí. Por favor, di que me perdonas. No soporto que mis dos hermanos estén enfadados conmigo.

Helen sonrió con adoración a su apuesto hermano.

—Sabes que no podría seguir enfadada contigo por mucho tiempo, Lewis.

—Esa es mi chica. Eso es lo que quería oír.

Nathaniel se aclaró la garganta y cruzó la estancia.

—Hola, Lewis. Me alegro de que hayas venido.

—Te aseguraste de que lo hiciera, ¿verdad?

Nathaniel vio el moratón que tenía su hermano en la mandíbula e hizo una mueca.

—Lo siento.

—No pasa nada. Te aseguro que me he aprovechado todo lo que he podido. Las damas se han apresurado a ofrecerme consuelo, no lo dudes.

—No lo hago.

—¡Pero mírate! —Lewis señaló su cabestrillo y el vendaje que llevaba en la cabeza—. Ya te dije que le di lo suyo, Helen.

Nathaniel y Helen intercambiaron una mirada. Decidido a no preocuparla más con discusiones sobre ladrones (ya fueran piratas o banqueros) preguntó a Lewis:

—¿Te importaría acompañarme a la biblioteca? Me gustaría presentarte a nuestro nuevo administrador y que echemos un vistazo a los libros juntos.

Helen frunció el ceño.

—Pero si Lewis acaba de llegar.

—Por desgracia hay asuntos que no pueden esperar.

Helen parecía dispuesta a seguir protestando, pero Lewis le dio una palmadita en la mano y después se puso de pie.

—Está bien, ya voy, no seas tan estirado.