Capítulo 9

«Antes del desayuno, la casa al completo se congregaba por la mañana para unirse en oración».

Memorias del reverendo Alexander Waugh, 1830

Esa noche, cuando Margaret caminaba por el pasillo del sótano en dirección a la sala de servicio, oyó murmullos y risas. Cuando entró vio a Fiona, Betty y a Jenny, la ayudante de cocina, alrededor de Hester, hablando entre sonrisas y susurros.

Se acercó al pequeño grupo de mujeres con curiosidad. Los ojos verdes de Fiona la miraron de reojo, pero hizo como que no la había visto y enseguida volvió a centrarse en Hester. Betty le dirigió una breve sonrisa, pero no detuvo la conversación ni la invitó a unirse a ellas. Margaret se quedó de pie, alejada del grupo, sintiéndose un poco fuera de lugar.

En ese momento, Thomas entró al comedor del servicio con un hombre joven al que nunca había visto antes. Era de estatura media; no tan alto como Thomas pero sí más ancho de hombros. O al menos eso parecía bajo el abrigo negro de corte perfecto, el chaleco a rayas grises y el impecable pañuelo de cuello. De porte atlético, estaba sonriendo a Thomas mientras ambos hablaban. Tenía el pelo ligeramente ondulado, pelirrojo oscuro y peinado sobre la frente. De tez pálida, nariz recta y ojos de un tono azul brillante. Margaret se dio cuenta de que debía de estar mirándole sin ningún disimulo. Cuando él se fijó en ella, apartó la mirada avergonzada. Estaba segura de que Fiona estaría frunciéndole el ceño en ese momento, pero las demás sirvientas también lo estaban mirando.

Betty se acercó a su lado y le susurró.

—Es Connor. Lo conozco desde que era un muchacho. ¿A que es muy apuesto?

—Sí. ¿Quién es?

—El ayuda de cámara del señor Lewis —señaló Betty con evidente orgullo—. Han llegado de Londres esta misma tarde.

A Margaret se le aceleró el corazón. «¡Lewis Upchurch está aquí!». Bajo el mismo techo que ella. Quizá le viera pronto. Tal vez pudiera encontrar una forma de hablar con él en privado.

El ayuda de cámara cruzó la estancia para saludarlas.

—¿Qué tal, señoras?

Las mujeres le respondieron con un coro de sonrisas y buenas noches.

Connor besó a Betty en la mejilla y después miró a la sirvienta encargada de la despensa con un brillo especial en los ojos.

—Hester, pequeña, ¿cómo estás?

La muchacha sonrió, su rostro de mejillas redondeadas resplandecía de forma adorable.

—Mucho mejor ahora que estás aquí. —Se volvió hacia ella—. Esta es Nora. Es una nueva incorporación después de tu última visita.

—¿Qué tal, Nora? Un placer conocerte. —Su sonrisa era genuina, pero rápidamente volvió a dirigirse a Hester—. Qué alegría volver a estar con todos vosotros.

A las nueve en punto de la mañana siguiente, el personal de la casa volvió a congregarse en el vestíbulo para la oración matutina. Connor, el ayuda de cámara, también había acudido, situándose entre Hester y el segundo lacayo, Craig, que no hacía más que lanzarle miradas sombrías.

Margaret, como ya era habitual, encontró un espacio detrás de alguien que fuera más alto que ella, normalmente monsieur Fournier. Se había dado cuenta de que todos ellos eran animales de costumbre y ocupaban el mismo lugar todas las mañanas. Connor había alterado ese orden. ¿Era por eso por lo que Craig parecía tan resentido? ¿O por la más que evidente popularidad del ayuda de cámara entre las mujeres? «Pobre Craig».

Se asomó disimuladamente por detrás del hombro con bata blanca del chef y observó la puerta de la biblioteca con el corazón latiéndole con fuerza.

Cuando la puerta se abrió, se le hizo un nudo en el estómago. Nathaniel Upchurch entró desde la biblioteca con su hermana al lado. Pero ni rastro de Lewis. Sintió una mezcla de decepción y alivio. Supuso que todavía estaría en la cama o habría salido a dar un paseo a primera hora.

Nathaniel ya no iba con el brazo en cabestrillo, pero sí continuaba con un pequeño vendaje en la sien. Y en esa ocasión también llevaba las lentes. Ah… lo recordaba con las lentes. Por lo visto, ahora solo se las ponía para leer. Con ellas se parecía más a un clérigo que a un pirata.

Nathaniel encontró el pasaje que quería leer de la Biblia y se aclaró la garganta. Vaciló un instante, marcó con el pulgar izquierdo el punto de lectura, los miró a todos y volvió a bajar la vista.

—Muchos de ustedes llevan con nosotros desde hace años y me recuerdan como el joven arrogante que sin duda era. Tal vez piensan que soy un hipócrita por estar aquí delante de ustedes, como si me considerara digno de ser su director espiritual. Les aseguro que no lo hago. No estoy convencido de mi valía, sino de la de Dios. Yo mismo necesito oír las palabras de este libro, su verdad, perdón y esperanza, tanto como el que más. —Levantó de nuevo la vista y esbozó una sonrisa de disculpa—. Sé que no soy un gran orador. Pero les pido a todos que me aguanten mientras intento afrontar esta nueva responsabilidad.

Margaret sintió cómo se aliviaban la tensión y el resentimiento que habían impregnado la estancia hacía solo unos minutos. El señor Hudson sonrió de oreja a oreja mientras que la señora Budgeon y el segundo mayordomo intercambiaban una mirada impresionados. En el extremo de la primera fila, Betty hizo un gesto de asentimiento con lágrimas en los ojos.

—«El Dios de la paz —empezó a leer Nathaniel—, que por la sangre de una alianza eterna resucitó de entre los muertos a nuestro Señor Jesús, el gran Pastor de las ovejas, os disponga con todo bien para que cumpláis su voluntad y obre en nosotros lo que es grato en su presencia, por medio de Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén».

Tras las oraciones, cuando la familia Upchurch se marchó para desayunar, Margaret, Betty y Fiona fueron al piso de arriba y recogieron sus cajas con los utensilios de limpieza del armario de la servidumbre. Los días previos, Betty y ella habían trabajado codo con codo en las dependencias de Helen y del ausente James Upchurch, y Betty le había enseñado cómo tenía que hacerlo todo. Pero hoy la sirvienta principal había decidido que se encargara ella sola de dos habitaciones diferentes: los dormitorios de los hermanos Upchurch.

¿Una dama soltera en la alcoba de un caballero? En circunstancias normales aquello habría significado la ruina inmediata de su reputación. Pero su situación actual no tenía nada de normal.

Antes de marcharse, Betty le dijo que avisara a Fiona cuando fuera a hacer las camas, pues aquella era una labor que necesitaba de dos personas para hacerse correctamente, y más cuando se trataba de una sirvienta nueva.

Margaret suspiró y se preparó mentalmente para su cometido. El único consuelo que le quedaba era que, a esas horas del día, los dormitorios estarían vacíos.

Abrió la puerta, entró en el primero de los cuartos y echó un vistazo a su alrededor. Tenía paneles de madera oscura y unas exuberantes cortinas de color burdeos. Corrió las cortinas, quitó las sábanas, las dejó sobre una silla y abrió la ventana para airear la habitación. Después se armó de valor y metió la mano debajo de la cama para sacar el orinal con la nariz tapada. Agradeció encontrárselo con la tapa puesta. Con un poco de suerte, Fiona ya lo habría vaciado al cumplir con su obligación matutina de renovar el agua.

Llevó el orinal al vestidor. En cuanto vio el pañuelo de cuello arrugado, la camisa sucia y las medias en el suelo hizo una mueca de disgusto. Se preguntó cuál de los hermanos Upchurch dormía en esa habitación, aunque, teniendo en cuenta el aspecto descuidado con el que se presentó al baile, supuso que sería Nathaniel. Seguro que Lewis era más cuidadoso con su ropa. Solo había que ver lo exquisitamente vestido y arreglado que iba siempre. Aunque puede que el mérito fuera de su ayuda de cámara, Connor. Dejó a un lado el orinal y empezó a ordenar la habitación, preguntándose por qué la ropa estaba echa un desastre. No recordaba que nadie le hubiera mencionado que Nathaniel tuviera un ayuda de cámara, así que tal vez esa labor la hacía alguno de los lacayos o el segundo mayordomo; sin mucho éxito, todo había que decirlo.

Tiró el agua jabonosa de la jofaina en un cubo, limpió el recipiente y cambió el agua de la jarra. Después dejó ambas en el palanganero. Postergó todo lo que pudo la limpieza del orinal, pero al final no le quedó otra que abrir la tapa. Respiró solo por la boca y vertió el recipiente en el cubo. Después de oír el chapoteo, se arriesgó a mirar de reojo. Había algo pegado en la parte inferior. Golpeó el orinal contra el cubo para que cayera solo. «¡Puf!». ¡No había pasado dos años en la Escuela de la señorita Hightower para terminar haciendo eso!

Cuando el orinal estuvo vacío del todo, se limpió las manos y continuó con el resto de sus obligaciones. Barrió el suelo y las alfombras y empezó a limpiar el polvo. En la mesita de noche había varias monedas y papeles arrugados. Cuando los recogió para limpiar el polvo de la superficie, se detuvo a mirarlos. Uno de ellos era un mensaje escrito. «Nos vemos a las 11. Donde siempre. L». Los otros eran recibos de White’s, un club de caballeros de Londres. Sintiéndose un poco culpable, volvió a dejar en su sitio los papeles y el dinero.

En ese momento se acordó de las monedas que le había quitado a Sterling y de Joan y volvió a pedir perdón en silencio antes de proseguir.

Cuando terminó, dejó la cama como le habían enseñado para que se aireara y entró en el segundo dormitorio y vestidor contiguo que le habían asignado. Miró el reloj y se dio cuenta de que tenía que darse más prisa si quería tenerlo todo listo a las once en punto. Por suerte, aquellas dependencias estaban mucho más recogidas que las anteriores. Supuso que se trataba de la alcoba de Lewis. No había ninguna prenda de ropa tirada en el suelo y los libros y papeles que había sobre el escritorio del rincón estaban perfectamente ordenados.

Inició su metódica rutina y le alivió comprobar que ya habían vaciado el orinal (no supo si Fiona o Connor, pero se lo agradeció en silencio a ambos). Se fijó en el libro abierto que había en la mesita de noche y miró por encima de las lentes para poder leerlo. Era la Biblia, abierta por el Evangelio de Juan. Se quedó parada y empezó a dudar sobre quién ocupaba realmente aquella habitación. Por mucho que le hubiera gustado estar equivocada, no creía que Lewis fuera el tipo de hombre que leía la Biblia en privado. Al fin y al cabo, su padre sí que había sido uno de esos hombres.

Cuando se inclinó sobre la cama, para intentar quitar las sábanas arrugadas y airearlas, oyó la puerta abrirse de golpe.

Se quedó sin aliento, molesta porque la encontraran a cuatro patas sobre el colchón, mostrando todo el trasero. Se volvió para ver quién había entrado. ¿Sería Fiona que venía a ayudarla a hacer la cama?

No.

Era Nathaniel Upchurch, aunque apenas se molestó en mirarla.

Se dispuso a salir corriendo de allí, pero él levantó una mano.

—Por favor, continúe con su trabajo. Enseguida me marcho.

Margaret se sintió como si acabara de subir corriendo por las escaleras. Tomó una profunda bocanada de aire e intentó calmarse. Agarró la almohada y empezó a ahuecarla, mirando furtivamente por encima del hombro hacia el escritorio, donde Nathaniel estaba buscando en un cajón. Así que ese era el dormitorio de Nathaniel. La Biblia de Nathaniel. Sí, aquello tenía sentido. Lewis era el desordenado. Bueno, ¿qué más daba si el otro hermano no era tan limpio? Para eso estaban los sirvientes, ¿no? Se mordió el labio por haber pensado algo así.

Qué extraño le resultaba estar… bueno, prácticamente abrazando la almohada de ese hombre. Acariciar sus sábanas. Notó cómo le ardían las mejillas.

Instantes después, Nathaniel debió de encontrar lo que fuera que estaba buscando porque abandonó la alcoba sin dirigirle una segunda mirada.

Pues claro, un hombre como Nathaniel Upchurch nunca se percataría de la presencia de una sirvienta, ni le prestaría una atención no deseada como haría Marcus Benton. Nunca la miraría tan de cerca como para reconocerla o encontrarla atractiva. Debería sentirse aliviada.

Todavía estaba al lado de la cama de Nathaniel Upchurch cuando Fiona entró en la habitación.

—¿Aún no has terminado? Jamás he conocido a una sirvienta que fuera tan lenta. Venga, vamos. He venido para ayudarte con las camas. Está claro que no eres capaz de hacerlas sola.

Aquella reprimenda hizo que volviera a acordarse de Joan. Seguro que su antigua doncella disfrutaría de lo lindo al verla en aquella tesitura.

Esa noche, Nathaniel entró en el comedor vestido para la cena. Helen estaba sentada a la larga mesa, sola, con un vestido de noche color burdeos que no le hacía ningún favor a su tez.

—¿Dónde está Lewis? —preguntó mientras tomaba asiento.

—Esta noche no se unirá a nosotros. Dijo que iba a visitar a unos amigos en Maidstone.

Aquello hizo que se enfadara bastante. Su hermano apenas acababa de llegar y ya estaba poniendo excusas para dejar Fairbourne Hall.

—¿Qué amigos?

—No me lo ha dicho.

Nathaniel pensó en los conocidos que tenían en Maidstone: lord Rommey de Mote Park, los Whatman de Vinters, los Langley, los Bishop. A él no le importaba lo más mínimo, pero ¿por qué no habían incluido a Helen en su invitación? Si es que se trataba de una invitación. Se sintió ofendido en nombre de su hermana. ¿O acaso Lewis se habría presentado sin que le convidaran?

—¿Cómo están los Whatman? —preguntó con cautela—. ¿Les has visto últimamente?

Helen negó con la cabeza.

—Creo que están pasando mucho tiempo en la costa. Tengo entendido que el señor Whatman ahora solo quiere bañarse en el mar. Dice que por su salud.

Su hermana miró al lacayo que, captando la señal, procedió a retirar la tapa de la sopera. Siguiendo la costumbre familiar, Helen sirvió primero a Nathaniel y después a sí misma.

—Y dime —preguntó él mientras removía la sopa de calabaza—, ¿qué has estado haciendo en mi ausencia?

Helen se encogió de hombros y metió la cuchara en la sopa.

—Oh, he leído mucho. Y mientras Lewis estaba en Londres he hecho lo que he podido como señora de la casa.

—¿Cuánto tiempo hace que no acudes a ninguna reunión social?

Su hermana vaciló y bajó la vista al plato.

—Llevo fuera dos años —insistió él—. No me digas que no has salido de casa en todo este tiempo.

Ella frunció el ceño.

—¡Por supuesto que no!

—Y no cuenta ir a la iglesia, ni pasar la Navidad y la Pascua en casa del tío Townsend.

Helen se puso colorada.

—Alguien tenía que quedarse para cuidar de la casa. Y Lewis nunca me ha presionado para que atienda las invitaciones que llegaban. Él me entiende.

Mientras se servían la salsa de camarones volvió a mirar el vestido de noche que ya le había visto puesto en varias ocasiones. Esperó hasta que el lacayo se llevó la sopera y trajo una bandeja con chuletas de cordero.

—Me he fijado en que no has comprado muchos vestidos nuevos —dijo.

Helen tomó un sorbo de vino.

—¿Qué necesidad tengo de comprarme ropa nueva? La doncella de mamá me arregló algunos vestidos antes de retirarse para que no se notara que estaban muy gastados. Pensé que te alegrarías de que mirásemos un poco más por nuestra economía.

—No somos tan pobres como para que no puedas vestir bien, Helen. O para que disfrutes de alguna velada de vez en cuando. Te aseguro que Lewis no ha renunciado a la última moda ni se ha perdido una sola fiesta importante de la temporada.

Ella sacudió la cabeza.

—No hables mal de Lewis, Nathaniel. No quiero oír una sola palabra más en su contra.

Su hermano respiró hondo.

—No era mi intención menospreciar a Lewis, sino expresar mi preocupación por ti. Odio que estés encerrada entre estas cuatro paredes. Que no disfrutes de la vida.

Helen negó lentamente con la cabeza.

—¿Es que no puedes entender, aunque solo sea un poco, cómo me siento? Perdí la oportunidad que tenía de ser feliz.

«Sí, te entiendo», pensó él, pero se negó a reconocerlo en voz alta.

—Siento tu pérdida, Helen. En serio. Pero aquello sucedió hace años. ¿Quieres seguir viviendo como si fueras una viuda eterna?

—¿Y por qué no? —Su hermana echó chispas por los ojos—. ¿Por qué tengo que acudir a cualquier entretenimiento frívolo o fingir un interés por otros hombres que no siento? Ahora… Ahora soy una solterona. ¿Sabes lo que diría la gente si voy a un baile después de todo este tiempo? «¿No se da cuenta de que es demasiado mayor?». «¿Qué se cree que es? ¿Una debutante?».

—Si esperas que después de tantos años vas a ser el centro de atención de cualquier baile es que te sobreestimas demasiado.

Helen le miró con la boca abierta.

—¡Qué grosería!

—No me refería a… —Hizo una mueca—. ¿Por qué malinterpretas siempre mis palabras? Lo único que quería decir es que te preocupas demasiado. Los chismes van y vienen y enseguida se olvidan.

Su hermana hizo un gesto de dolor.

—Entonces todavía esperas que me case. Así podrías deshacerte de mí.

—Por supuesto que no, Helen. No he dicho que tengas que salir a la caza de un marido. Pero ¿por qué no puedes relacionarte con otras mujeres?

—¿Y hacer qué? ¿Jugar a las cartas? ¿Cotillear? No me gusta ninguna de las dos cosas.

—Pero tampoco te hace bien vivir todo el tiempo recluida.

—¿Cómo lo sabes? Perdóname, Nathaniel, pero ¿cómo puedes saberlo? Has estado fuera dos años sin apenas pensar en mi bienestar. ¿A qué viene esta repentina preocupación?

—Eso no es justo, Helen. Sabes que cuando Lewis decidió regresar a Inglaterra fue nuestro padre el que quiso que me fuera a Barbados. Sé que no soy muy prolijo con las cartas, pero estaba todo el tiempo ocupado con la plantación.

Helen enarcó una ceja.

—¿Todo el tiempo? —Se recostó en la silla. Sus ojos color avellana lo miraron con recelo—. ¿No conociste a ninguna dama interesante en estos dos años?

Nathaniel tomó una profunda bocanada de aire.

—No. Bueno, sí, una.

—¿Ah sí?

—Ava DeSante. Su padre era el propietario de una plantación vecina. Era una joven de formación muy completa, inteligente, guapa…

—¿Pero?

—Pero no entendía ni respetaba mis objeciones a la esclavitud.

Helen parpadeó.

—Siento oír eso, aunque, ¿de qué te sorprendes? Por lo que tengo entendido los esclavos son el alma de las plantaciones. Sin esclavos no hay beneficios… o muchos menos beneficios.

Ahora fue él el que se recostó en la silla.

—Sí. Nuestro padre nunca se cansa de decirme lo mismo.

Su hermana le observó por encima de la copa, mientras los lacayos retiraban los entrantes y colocaban el siguiente plato.

—Mientras estabas fuera has cambiado, Nathaniel.

Miró pensativamente su vaso.

—Odio tener que preguntártelo, pero ¿para mejor o para peor?

—Para ambas, creo. Reconozco que ese nuevo fervor me hace desconfiar. Pero respeto tu postura. —Ladeó la cabeza y lo miró—. Aunque ahora pareces… bueno… más duro. Menos confiado. ¿Quién te ha hecho eso? ¿Barbados o ella?

Nathaniel tragó saliva. ¿Se refería Helen a Ava o a «ella»? Lo cierto era que cuando terminó su cortejo en Barbados se sintió extrañamente aliviado. Negó con la cabeza.

—Si hubieras visto lo que yo vi, Helen. Las crueldades que los hombres pueden llegar a hacer a otros hombres en nombre del dinero.

—¿De verdad eso es todo?

No respondió. ¿Qué quería ella que le dijera? ¿Que después de todo ese tiempo todavía estaba dolido por la decepción que se había llevado con Margaret Macy? Era una estupidez. Y nunca lo admitiría en voz alta.

Helen se limpió los labios con una servilleta.

—Estoy a favor de la emancipación y de la necesidad de reducir gastos. —Torció la boca hacia un lado—. Incluso si eso significa que tengo que reducir mis «excesivas» visitas a la modista.

Nathaniel esbozó una amplia sonrisa, agradeciendo el intento de su hermana de aligerar un poco el ambiente. Puede que su hermana todavía le tuviera cariño.

Pero la sonrisa le duró poco y siguió comiendo con desgana. Por mucho que intentó que no fuera así, su mente se empeñó en recordarle el todavía doloroso día en el que la señorita Macy le rechazó sin miramientos.

Nathaniel esperaba en la sala de recepción de la modesta casa de campo de los Macy mientras el lacayo iba a anunciarle. Le temblaban las manos y el corazón le latía desaforado. Caminó de un lado a otro por la habitación, repitiendo mentalmente las palabras que cambiarían sus vidas para siempre. Sí, en el fondo de su alma sentía una cierta incertidumbre. No estaba ciego. No se le había pasado por alto la atención que Lewis había prestado a Margaret desde su regreso. Sin duda su hermano solo estaba coqueteando con ella. Así era él. Los sentimientos de Margaret, la propia Margaret, no significaban nada para Lewis y sí todo para él. Seguro que ella lo sabía.

Unos minutos más tarde, Margaret entró en la habitación con una sonrisa expectante en su adorable rostro.

Nathaniel se levantó. El corazón le había dado un vuelco nada más verla.

—Señorita Macy.

—Oh… —balbuceó ella—. Señor Upchurch. —Vio cómo miraba el reloj de la chimenea.

¿Esperaba a alguien más? Nathaniel se quedó de pie. De pronto se sentía tremendamente incómodo.

Margaret se sentó en un sillón e hizo un gesto en el sofá que tenía enfrente. Se la veía muy tensa.

—¿No quiere sentarse?

Él se lo pensó durante un instante y al final se sentó en la silla en la que podía estar más cerca de ella.

—Me gustaría hablar con usted —empezó. Una gota de sudor le cayó por la frente—. Sobre Barbados. Sobre… nosotros. Sobre nuestro futuro. —¿Por qué le temblaba la voz como si fuera un crío?

Ella le miró con los labios abiertos.

Nathaniel continuó con premura.

—Debido al regreso de Lewis, mi padre me ha pedido que viaje a Barbados y ocupe su lugar.

Margaret seguía sin decir nada.

Tragó saliva y prosiguió.

—Soy consciente de que puede que le resulte difícil que vivamos en Barbados durante un tiempo, pero cuando hablé con su padre, él…

—¿Vivir en Barbados? —escupió ella—. No me voy a mudar a Barbados, señor Upchurch. Espero no haberle dado nunca esa impresión. Jamás podría dejar a mi familia. Irme a vivir tan lejos de ellos.

Nathaniel vaciló desconcertado. Por ella, renunciaría sin pensárselo a Barbados, pero detestaba contrariar a su padre.

—Ah… Bueno. Escribiré a mi padre para informarle de que…

Ella se puso de pie al instante.

—No. Por favor, no diga ni una palabra más, señor Upchurch. Me temo que ha habido un malentendido entre nosotros. No tengo intención de casarme en un futuro próximo. De casarme con nadie. Si le he dado una impresión diferente, le pido disculpas. Entiendo que al principio de la temporada pudiera pensar lo contrario. Pero en este momento, no.

Sintió como si un puño invisible le golpeara. El dolor se apoderó de su pecho y se le nubló la visión. ¿Qué estaba pasando? Parpadeó una vez. Y luego otra.

Margaret juntó las manos.

—Lo siento, señor Upchurch, no puedo casarme con usted. Hubo un tiempo en que creí que podría. Pero las cosas han cambiado y lo lamento.

La bilis ascendió por su garganta.

—¿Es por Lewis?

Vio que el rubor le teñía mejillas, pero alzó la barbilla desafiante.

—Sí, admiro a su hermano. No puedo negarlo.

Otro golpe. Esta vez en las costillas. Consiguió respirar a duras penas.

—Creo que es mi deber advertirle —dijo en un murmullo—. Es poco probable que Lewis se case con usted.

La irritación se reflejó en su bello rostro.

—¿Y por eso he de hacer caso omiso de lo que siento por él y aceptar su propuesta de matrimonio?

Se le cayó el alma a los pies. Todas sus esperanzas se hicieron añicos.

—Margaret… Señorita Macy… Yo… —Cerró los ojos con fuerza y se aclaró la garganta—. No tenía ni idea de que las cosas habían llegado tan lejos… Debo decirle que… Estoy profundamente decepcionado.

—¿No puede simplemente alegrarse por Lewis y por mí?

Él la miró desconcertado.

—No, no puedo. Ni tampoco puedo quedarme esperando… y verles a los dos y fingir que… —Hizo un gesto de negación con la cabeza—. Creo que al final zarparé cuanto antes para Barbados.

—Entonces le deseo buen viaje, señor Upchurch.

Se estremeció ante su indiferencia. Volvió a negar con la cabeza, aturdido. Nunca se había imaginado que pudiera pasar algo así. A medida que cruzaba la habitación se le retorcieron las entrañas. Cuando llegó a la puerta, se dio la vuelta.

—Espero que nunca tenga que sentirse como me siento yo en este mismo momento, señorita Macy. —Abrió la puerta y volvió a vacilar—. Un momento… Sí, espero que lo haga.

—Le repito que lo sient…

Él alzó la mano con rabia.

—Basta. No quiero su lástima. Adiós, señorita Macy. Que tenga un buen día.

Se volvió sobre sus talones y abandonó la estancia, cerrando la puerta detrás de él.

Nathaniel todavía podía oír el sonido de ese portazo cerrando su pasado… y su sueño más anhelado.