Capítulo 2
«La mujer casada no puede ser propietaria, firmar documentos legales, contratar o percibir salario alguno».
Principio Coverture
Derecho Consuetudinario inglés
Durante el breve trayecto que había hasta Berkeley Square, Margaret permaneció en silencio mientras Emily detallaba a sus padres la pelea. Su mente estaba en otro lugar, preocupada, revisando las turbadoras imágenes, los inquietantes recuerdos y el aplastante fracaso que había obtenido a la hora de lograr su objetivo.
El majestuoso carruaje se detuvo poco antes de llegar a la espaciosa casa adosada de Sterling Benton. Margaret se despidió de los Lathrop, dándoles las gracias y deseándoles buenas noches. Después de que el mozo la ayudara a bajar, caminó los pocos pasos que la separaban de la puerta principal. Cuando el lacayo abrió y la vio sola no le pasó desapercibido cómo arqueó las cejas. Tal vez el hombre temiera que Sterling terminara culpándole por no haber cumplido con su obligación de perro guardián.
Margaret pasó al lado del sirviente, saludándole con poco más que un gesto de asentimiento. Mientras cruzaba el vestíbulo, se alzó la falda para evitar tropezar cuando subiera las escaleras.
Al llegar a la tercera planta, se dirigió al dormitorio de Gilbert de puntillas. Asomó la cabeza por la puerta abierta y sintió un nudo en la garganta cuando vio a su hermano acostado en la cama, con una mano debajo de la mejilla y el pelo cayéndole de lado. Con esa postura se parecía al niño que ella todavía creía que era. Entró en la habitación y le tapó hasta la barbilla. Luego rezó en silencio porque Sterling no sacara a Gilbert de Eton, como había amenazado hacer. Gil necesitaba aprender todo lo que pudiera si quería ir a Oxford y posteriormente entrar al servicio de la iglesia, tal y como su padre siempre deseó.
A continuación, se detuvo en la alcoba de su hermana, mucho más modesta que la de su hermano. La puerta estaba cerrada. Margaret la abrió y miró dentro. También estaba dormida. Con dieciséis años, a Caroline le quedaba poco para empezar a asistir a bailes. Se inclinó sobre la cama y retiró los mechones color caramelo de la frente de su hermana. Qué inocente se la veía. Qué dulce. Una oleada de amor inundó su pecho. La quería como si fuera su hija.
Caroline abrió los ojos despacio, pero volvió a cerrarlos inmediatamente después.
—¿Cómo ha estado el baile? —murmuró con voz somnolienta.
—Ha sido muy agradable —susurró ella. No quería preocuparla—. Duérmete, dulzura. —«Dulzura», como siempre solía llamarla su padre. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se ganó ese apodo?
Salió de la alcoba de su hermana y, aprovechando su ausencia, se coló en las habitaciones contiguas que Sterling y su madre compartían. Le sorprendió no encontrar por ninguna parte el retrato en miniatura de Stephen Macy en el vestidor de su madre. Estaba segura de haberlo visto en el tocador no hacía mucho tiempo. Entendía que no estuviera en el dormitorio, donde Sterling podía verlo. ¿Pero en el vestidor privado de su madre? Abrió el primer cajón superior de la cómoda y allí estaba, bocabajo. «Qué desleal», pensó. Dio la vuelta al retrato y se quedó mirándolo, sacudiendo la cabeza con asombro. Gil cada vez se parecía más a su padre.
—No te hemos olvidado —susurró al apuesto y juvenil rostro de la imagen—. Yo por lo menos.
Devolvió el retrato a su lugar y fue hacia el vestidor de Sterling. Todo estaba pulcramente ordenado. Esperaba que su maniático ayuda de cámara no la sorprendiera allí.
En el tocador de Sterling vio un puñado de monedas: guineas, coronas y algunos chelines.
¿Se atrevería?
No tenía dinero para alquilar un medio de transporte, ni mucho menos para un alojamiento, si la situación continuaba volviéndose intolerable o directamente se deterioraba por completo y tenía que huir. Debería tener alguna cantidad reservada en caso de necesitarla. No podía estar a merced de Sterling hasta que recibiera su herencia.
Sin embargo, era la hija de un clérigo y sabía que robar estaba mal. Aunque, teniendo en cuenta que él se había quedado con todas sus joyas, ¿aquello podía considerarse un robo en sentido estricto?
Decidió que más bien sería un préstamo. Le pagaría todo en cuanto pudiera acceder a su herencia. Cuando llegara ese momento unas pocas monedas serían una minucia… ¿pero ahora? Ahora podían marcar la diferencia entre escapar o caer en la trampa. Seleccionó varias, pero no se llevó todas (habría sido demasiado obvio). Qué frías las sintió al tacto cuando se las metió en el bolsillo de su traje de «lechera». De camino a su dormitorio, percibió todo el peso de las monedas con cada paso que daba.
En cuanto llegó a la seguridad de su alcoba, metió las monedas en su bolso de mano. Minutos después, entró Joan y la ayudó a desnudarse y a ponerse su ropa de cama. En el momento en que se metió en la cama se sorprendió al oír el sonido de la puerta principal cerrándose.
Habían regresado muy pronto del baile.
Mientras Joan terminaba de recoger la ropa desordenada de su habitación y se marchaba, apagó a toda prisa la vela de su mesita de noche.
Instantes después, alguien llamó suavemente a su puerta. Se le encogió el estómago. ¿Sería su madre o Sterling?
—¿Margaret? —susurró una voz.
¡Marcus! ¿En la puerta de su habitación? ¿Y en plena noche? El corazón amenazó con salírsele del pecho. Seguro que no se atrevía a entrar.
Se fijó en la tintineante luz de las velas bajo el umbral de la puerta y oyó susurros en el pasillo. Marcus y una mujer.
Con los nervios a flor de piel, se levantó y fue de puntillas hacia la puerta.
—Sí, señor. La señorita Macy está en casa —dijo Joan—. Se ha ido a la cama.
Margaret se arrodilló y miró a través del ojo de la cerradura.
—Muy bien, Joan, entonces no hay nada que te impida… —La voz de Marcus se apagó. Cuando los ojos de Margaret se acostumbraron a la luz parpadeante pudo ver a Marcus presionando la cara contra la garganta de Joan como si estuviera susurrándole al oído… o como si estuviera besándola. No podía ver la cara de la doncella, pero sí observó cómo Marcus capturaba la mano de la muchacha y empezaba a tirar de ella por el pasillo.
—Aquí está, señor Benton. —La voz amortiguada de Murdoch, el mayordomo, interrumpió la escena—. Su tío requiere su presencia en el estudio.
Joan se zafó de Marcus antes de que este maldijera por lo bajo y desapareciera.
Margaret soltó el suspiro que no se había dado cuenta que estaba conteniendo y regresó a la cama. Mucho después de que dejaran de oírse los pasos de Marcus y de que la casa volviera a sumirse en el más absoluto silencio, seguía sin poder dormir, con un sinfín de imágenes arremolinadas en su mente. Sterling y Marcus. Marcus y Joan. La señorita Lyons y Lewis. Lewis y Nathaniel…
Pero lo último que vio antes de que el sueño la venciera fue la mirada de desprecio que Nathaniel Upchurch le dirigió a través del salón de baile y que le abrasó la piel.
A la mañana siguiente, Margaret entró en el salón del desayuno y se sorprendió al encontrarse a Sterling Benton, solo, en la mesa. Su intención había sido evitarlo a toda costa, esperando que, como era un madrugador nato, ya se hubiera marchado a esa hora; a diferencia de su sobrino que con toda probabilidad seguiría en la cama.
Sterling estaba removiendo una taza de café, a pesar de que sabía de buena tinta que no le agregaba ni azúcar ni leche. Con el espeso cabello plateado, los rasgos cincelados y ese aire de sofisticación y confianza en sí mismo que desprendía, entendía lo que las mujeres como la señorita Lyons o su madre podían ver en él. Sin embargo, a ella le sorprendió, por no decir que se puso prácticamente enferma, cuando su progenitora anunció su compromiso con aquel hombre cuando apenas habían pasado doce meses de la muerte de Stephen Macy.
Margaret se obligó a mostrar su tono más educado.
—Buenos días.
Él alzó la mirada y clavó en ella sus fríos ojos azules.
—¿Lo son? Tú me dirás.
Margaret se sirvió un plato del aparador, más como una excusa para darle la espalda que porque tuviera muchas ganas de comer. Estar a solas con él le había quitado el apetito.
—Tengo entendido que anoche no disfrutaste mucho de la velada —dijo él—. Aun así, no apruebo que te marcharas sola.
—No estaba sola. Me fui con Emily Lathrop y sus padres.
—Y no bailaste ni una sola vez, aunque estoy seguro de que Marcus te lo pidió.
Margaret sabía perfectamente que cualquier petición que le hiciera Marcus (ya fuera para bailar o para contraer matrimonio) era a instancias de su tío.
—No me apetecía mucho bailar —repuso ella. «Sobre todo porque Lewis Upchurch no me lo pidió».
Sterling dio un sorbo a su café.
—Te marchaste en el momento más interesante de la noche.
—¿Ah sí?
—Nathaniel Upchurch ha vuelto de las Indias Occidentales tan salvaje como un pagano. Y golpeó a su hermano, Lewis, sin mediar provocación alguna, delante de todos los invitados.
Margaret, que sí que había oído parte de la conversación, sospechaba que sí que medió alguna provocación (al menos desde el punto de vista de Nathaniel), pero prefirió no decir nada al respecto.
Así que Sterling no la había visto regresar al salón de baile. La idea de que los ojos de halcón de ese hombre no eran tan perfectos como él creía le supuso un pequeño consuelo.
—Tu madre me ha dicho que una vez te cortejó —continuó Sterling.
Margaret se sirvió un panecillo en el plato de forma mecánica.
—Eso fue hace años, antes de que se marchara de Inglaterra.
—¿Y tú le rechazaste?
—Sí.
—Fuiste muy inteligente, pequeña. Muy inteligente.
Sí, fue una decisión acertada. Así le pareció en su momento y, teniendo en cuenta la demostración de violencia de la noche anterior, también ahora. Sin embargo, le molestó sobremanera el tono presuntuoso del marido de su madre.
—¿Por qué?
—Porque ahora estás libre para casarte con Marcus. Como tiene que ser. No puedes luchar contra el destino, pequeña.
Contempló horrorizada como se ponía de pie a su lado y la agarraba del brazo. Sus largos y bien cuidados dedos presionaron dolorosamente su carne.
—Me gustaría darte un consejo. Nunca te opongas al destino, Margaret. El destino siempre gana. Igual que yo, querida.
Margaret se estremeció de la cabeza a los pies, pero no dijo nada.
Sterling le dirigió una última mirada de advertencia y salió de la estancia.
Margaret soltó un suspiro y se quedó sentada delante de su triste desayuno consistente en un té, un huevo y un panecillo. Al notar cómo se le revolvía el estómago, apartó la comida y se centró en el té.
No le haría ningún daño perderse unas pocas comidas. Con los ricos almuerzos y cenas que se ofrecían durante la temporada, siempre subía un poco de peso. ¿Prefería Lewis Upchurch a mujeres esbeltas como la señorita Lyons? Por lo visto sí.
Regresó a su dormitorio sin probar bocado. Una vez allí, abrió el último cajón de la cómoda y sacó la caja de caoba donde guardaba algunos recuerdos de su padre. Levantó la hermosa tapa tallada e inhaló profundamente. El aroma de la bolsita de tabaco que había hecho para la pipa de su padre la envolvió al instante. Ese olor a tierra, picante, tan familiar… «Oh, papá. ¡Te echo tanto de menos!». Acarició con los dedos las pertenencias de su padre: el Nuevo Testamento, las dos cartas que él le había escrito, las lentes y un par de guantes desgastados. Agarró los dedos de cuero. ¡Lo hubiera dado todo por volver a sostener su mano una vez más!
Esa misma tarde, Margaret ofreció una conmovedora despedida a su hermana bajo la atenta mirada de Sterling y su madre.
Caroline volvía a la Escuela para niñas de la señorita Hightower, a la que Margaret también había acudido años antes. Como no quería quedarse sola en casa con los hombres Benton, pidió poder acompañarlas.
Su madre vaciló. Joanna Macy Benton era una mujer alta y hermosa, aunque su otrora cabello rubio se había oscurecido hasta convertirse en un apagado castaño y su rostro ya mostraba algunas arrugas. Era unos pocos años mayor que su flamante y apuesto marido y ninguna de las cremas faciales que se vendían en todo Londres podían disimular ese hecho. Como tampoco su tenue sonrisa podía ocultar que era profundamente infeliz. Aunque Sterling Benton la había cortejado con admiración y desplegando todos sus encantos, todo aquello desapareció después de la boda. La nueva esposa había quedado confundida y desesperada por corregir cualquier error que hubiera podido cometer.
Los enormes y vulnerables ojos de su madre miraron a Sterling antes de volver su atención hacia ella.
—Querida, sabes que disfrutaría enormemente de tu compañía, pero el carruaje ya va demasiado lleno con Caroline y su compañera de la escuela. Por no hablar de sus innumerables baúles.
Volvió a mirar a Sterling, ansiosa por obtener su aprobación. Estaba claro que ambos tenían otras razones para querer que se quedara en Berkeley Square.
Unas horas después, su hermano también había hecho el equipaje y estaba listo para partir. Gilbert tenía planeado pasar las últimas semanas de las vacaciones escolares en la finca de un amigo, montando a caballo y cazando, hasta que ambos regresaran a Eton a principios de septiembre. Margaret se alegraba por él (sabía que echaba de menos la vida en el campo tanto como ella) pero no podía evitar sentirse triste. Se iba a quedar muy sola.
Esforzándose por contener las lágrimas, abrazó a su hermano y le dio un beso en la mejilla.
—Pero ¿qué es todo esto? —protestó Gilbert por la fuerza de su abrazo. Cuando vio sus lágrimas hizo una mueca—. Venga, Mags. No me voy para siempre. Sabes que volveremos a vernos en cuanto tenga las siguientes vacaciones.
Ella forzó una sonrisa.
—Por supuesto. Me estoy comportando como una tonta.
Él le guiñó un ojo.
—Bueno, eso no es ninguna novedad.
Aunque nunca hablaban de ello, sabía que su hermano pequeño era muy consciente de la tensión que reinaba en la casa. Como no quería preocuparle, le golpeó en el hombro antes de que saliera por la puerta, como haría toda buena hermana que se preciara.
A continuación, Margaret se fue arriba para cambiarse para la cena. Le horrorizaba la idea de tener que compartir mesa sola con Sterling y Marcus. Le iba a resultar de lo más incómodo. Contempló su armario con apatía, sin saber qué ponerse. ¿Dónde estaba Joan? Tiró del cordón de la campanilla para llamar a la doncella y que la ayudara a vestirse. Después de un rato, nadie se había presentado. Cuando por fin oyó el familiar sonido de los desgastados botines de la sirvienta en el pasillo, le sorprendió que pasaran de largo por su cuarto.
Abrió la puerta.
—¿Joan?
La doncella, que iba corriendo hacia las escaleras, se dio la vuelta.
—¿No has oído la campana?
Se la veía muy pálida.
—Ahora no puedo atenderla, señorita. Theo me ha dicho que el señor Murdoch quiere verme de inmediato.
Su angustiada expresión decía a las claras que Joan creía que se había metido en un lío. Durante unos segundos se preguntó qué podría haber hecho la muchacha que fuera tan malo, pero enseguida dejó de preocuparse. Ya tenía bastantes problemas.
—Pero es la hora de vestirse para la cena.
Vio una puerta abrirse en el otro extremo del pasillo. Un segundo después, Marcus Benton salía de su habitación, vestido para la cena. Joan se puso rígida, pero continuó alejándose a toda prisa. Marcus la miró con el ceño fruncido antes de darse la vuelta y dirigirse a ella con una mirada llena de recelo.
—No crea que no me di cuenta de lo que intentó hacer anoche —dijo mientras se acercaba.
Como no quería quedarse a solas con él, ni arriesgarse a que la siguiera hasta su dormitorio, se volvió y se dirigió hacia las escaleras, fingiendo que no le había oído. No se había cambiado para la cena, pero ¿qué más daba?
Marcus bajó las escaleras detrás de ella.
—Abordar así a Lewis Upchurch… —la amonestó, chasqueando la lengua.
A Margaret le hirvió la sangre en las venas.
—No hice tal cosa.
Al llegar al rellano, Marcus se adelantó y la arrinconó contra la pared, bloqueándole el paso.
—Reconozco que no me dio ninguna pena ver cómo la rechazaba. Porque ese hombre nunca podrá sentir lo que yo siento por usted. —Acompañó aquella declaración de una caricia en el brazo con un dedo. Margaret se apartó al instante—. ¿En serio cree que si no le ha pedido matrimonio antes iba a hacerlo anoche, con todo ese aleteo de pestañas y alardeando de escote?
Se puso roja de rabia y mortificación, pero no pudo refutar la acusación.
—Mi querida Margaret. No estoy tan ciego ni soy tan imbécil como Upchurch. No soy inmune a sus encantos. ¿Por qué insiste en desalentarme? He sido paciente todos estos meses, pero ya me estoy cansando de esperar.
Las cálidas y dulces palabras fueron un bálsamo para su orgullo herido. Volvió a acariciarla con el dedo, enviando un escalofrío por su columna que no le resultó desagradable del todo. Al igual que su tío, Marcus personificaba la persistencia masculina y una seguridad en sí mismo que siempre la habían atraído. ¿Acaso ella adolecía de esa confianza? ¿Sería siempre tan maleable con personas así, olvidándose incluso de sus escrúpulos y autoestima?
—Oh, Margaret… —suspiró él, antes de besarla en el dorso de la mano. Durante un instante, permitió que se la sostuviera. ¿De verdad sería tan malo casarse con Marcus Benton? Era un hombre joven y apuesto, aunque más de un año menor que ella. A pesar de que no era muy alto, tenía un porte elegante y era admirado por muchas jovencitas. Y Marcus la quería, quería casarse con ella. ¡Qué feliz sería Sterling! Incluso su madre lo aprobaría (no porque le gustara Marcus, sino porque estaba desesperada por complacer a un marido que parecía dispuesto a mostrarse perpetuamente insatisfecho con ella). Margaret conseguiría sembrar la paz en su hogar. La bendita y ansiada paz.
¿Pero a qué precio?
Cerró los ojos y se obligó a dejar a un lado sus ensoñaciones. ¿En qué estaba pensando? Cualquier interés que Marcus pudiera tener en ella obedecía únicamente a la pura codicia, inducida por y para beneficio de su tío. ¡Como si su madre nunca le hubiera hablado de su herencia!
Marcus debió de malinterpretar su silencio como una aquiescencia porque, de pronto, la agarró por los hombros y presionó su boca contra la suya.
Margaret se apartó con brusquedad.
—Nunca le he dado permiso para usar mi nombre de pila, señor Benton —dijo con toda la frialdad que pudo—. Mucho menos para besarme. Por favor, téngalo en cuenta en el futuro.
Después bajó el último tramo de escaleras corriendo, no sin antes oírle maldecir por lo bajo.
Después de tener que soportar una cena tensa, de solo tres personas a la mesa, Margaret se retiró temprano a su habitación, no solo porque quería evitar a esos dos hombres sino porque estaba cansada tras haberse pasado toda la noche anterior dando vueltas en la cama. Una vez en su alcoba, tiró del cordón de la campanilla para llamar a Joan para que la ayudara a desvestirse y le trajera un poco de leche caliente. Cinco minutos más tarde, volvió a llamar, pero seguía sin venir nadie.
Irritada, se acercó refunfuñando por lo bajo a la puerta. Si nadie era capaz de presentarse, entonces lo haría ella misma y, de paso, estiraría un poco las piernas y calmaría la agitación interior que sentía. Nunca se había aventurado a bajar a las estancias inferiores en la casa de Sterling Benton. De niña, sin embargo, solía pasar muchas horas en la cálida cocina y despensa de Lime Tree Lodge, haciendo galletas por las tardes con la señora Haines o escuchando las historias que contaban el ama de llaves y la niñera sobre cómo eran sus vidas antes de entrar al servicio.
Descendió dos tramos de escaleras. Cuando atravesó en silencio la planta baja para dirigirse a las escaleras que daban al sótano, oyó unas voces apagadas que provenían del estudio. Decidió detenerse frente a la puerta, que estaba ligeramente entreabierta, se inclinó y pegó la oreja.
—Lo he intentado —dijo la voz de Marcus.
—Inténtalo con más fuerza —replicó Sterling.
—¿Qué más quieres que haga? He sido lo más encantador y atento que he podido. Simplemente no le gusto.
—Le gustaste una vez. La primera vez que vino.
—Bueno, ha debido de cambiar de opinión. Ahora se muestra de lo más fría conmigo.
—Pues vuelve a conquistarla. ¿No te tengo viviendo bajo mi techo? ¿No te he dado todas las oportunidades que me has pedido?
Marcus masculló algo que no llegó a oír.
—Y anoche la vi hablar con Lewis Upchurch. Un hombre que le prestó toda su atención a principios de la temporada. Mucho me temo que volverá a despertar su interés y entonces la perderemos.
—Querrás decir que perderemos su dinero.
—¿Tengo que recordarte que quien se case con esa mocosa controlará su herencia?
—Pero si no se casa, la controlará ella misma.
—Y seguro que se la gastará en baratijas, chismes y qué sé yo. —Margaret oyó el sonido típico que se hacía al colocar un vaso de cristal sobre una mesa. Sterling había elevado la voz, pero volvía a moderar el tono—. Voy a ordenar a Murdoch que no permita que Upchurch venga a visitarla, ni a ningún otro caballero ya que estamos.
—Tío, te digo que Lewis Upchurch ya no está interesado en Margaret.
—Esperemos que tengas razón. Aun así, si has estropeado tanto las cosas como dices, no podemos permitir que se fugue con cualquier oportunista por no prestar la atención debida.
—Menos mal que lo de la herencia es un secreto bien guardado —comentó Marcus—. Si fuera conocido por todo el mundo, los caballeros se agolparían todos los días a nuestra puerta. —Su voz estaba impregnada de sarcasmo—. Qué lástima que no te enteraras antes, tío.
—Estás yendo demasiado lejos, Marcus. —El tono helado de Sterling encerraba una clara advertencia—. Y ahora —continuó entre dientes—, me da igual como lo hagas, pero consigue que se case contigo.
—¿Qué sugieres?
—¿Cuánto dinero me he gastado en tu educación, Marcus? ¿En serio eres tan imbécil?
—¿Qué quieres decir?
—Venga. El encanto y la adulación nunca fallan, al menos en lo que a las mujeres Macy se refiere. Cortéjala, hazle cumplidos, háblale de amor. Y si todo eso no da sus frutos… comprométela.
—¿No estarás insinuando que…?
—¿Por qué no? Como si no lo hubieras hecho antes.
—Pero es una dama —siseó Marcus.
—Y su reputación se restaurará en cuanto se case contigo.
Margaret se llevó una mano a la boca para ahogar el grito de indignación que quería soltar y contener la bilis que le subía por la garganta.
Se olvidó de la leche y subió a toda prisa por las escaleras. ¡Menudos bellacos!
Nada más entrar en su dormitorio, aseguró la puerta colocando una silla contra ella, aunque dudaba que pudiera contener por mucho tiempo a un hombre. Después se puso a pasear de un lado a otro. No podía vencer físicamente a Marcus. Si entraba en su alcoba a la fuerza, se quedaría atrapada como un pájaro en una jaula, como una liebre arrinconada.
En ese momento se acordó de uno de los sermones de su padre; ese en el que hablaba de que todo el mundo debía tomar como modelo al joven José. Cuando la lasciva mujer de Putifar intentó seducirle, se negó a yacer con ella.
Y huyó.
Tenía que hacer lo mismo. No pasaría ni una noche más en casa de Sterling Benton.
Pero ¿adónde podía ir? Solo tenía las pocas monedas que había encontrado en el tocador de Sterling y con ellas no llegaría muy lejos. Si su madre estuviera en casa… Porque aunque hasta ese momento siempre se había puesto del lado de Sterling, ¡no permitiría que nadie arruinara la reputación de su hija!
De repente oyó un ruido y se quedó inmóvil, aguzando el oído. ¿Estaría ya Marcus en su puerta?
Pero se trataba de un sollozo ahogado. ¿Qué diantres…? Fue hacia su vestidor y abrió la puerta. Joan chocó contra la pared. Bajo el pelo castaño rojizo y la cofia blanca, pudo ver su rostro pálido y los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué pasa? —preguntó. Un hormigueo de terror le recorrió la columna vertebral, como si ya supiera cuál era la respuesta. ¿Había Marcus…?
—Es el señor Benton. Me ha acusado de robarle dinero de su tocador. Pero no he hecho tal cosa, señorita. ¡Jamás!
A Margaret se le secó la boca y se le encogió el estómago.
—Lo siento mucho, Joan. No sé qué decir.
Joan buscó con sus ojos redondos su mirada.
—Usted me cree, ¿verdad?
Margaret apretó los labios.
—Sí.
En ese momento algo cambió en la cara de la doncella. Frunció las cejas y la miró directamente de una forma desconcertante.
Margaret fue la primera en apartar la mirada.
—Me ha dicho que me marchara de inmediato, pero he venido aquí a hurtadillas para verla con la esperanza de que me creyera y me escribiera una carta de recomendación. No encontraré otro trabajo sin una.
La mente de Margaret empezó a bullir. No tenía tiempo de escribir cartas. No en ese momento.
—No sé muy bien cómo redactar unas buenas referencias, Joan. Aunque estaré encantada de recomendarte… más adelante.
Joan frunció el ceño.
—Fue usted la que se llevó el dinero, ¿no?
Margaret se tragó la culpa que revolvió sus entrañas como si acabara de comerse un pescado en mal estado. ¿Cómo se había dado cuenta? No solía ser tan mala actriz.
—Solo fueron unas cuantas monedas. No era mi intención que te echaran la culpa.
Joan tenía los ojos húmedos. Le brillaron de ira.
—¿Y a quién si no responsabilizan cuando falta dinero? Siempre es la criada.
—Pensé que… Esperaba que nadie se enterara.
—¿Un hombre como él?
—Sí, fue una estupidez. Ahora me doy cuenta.
—Pero no tiene ninguna intención de ir y decirle que yo no fui la que le quité el dinero, ¿verdad?
Margaret vaciló un instante, pero terminó negando con la cabeza.
—Me temo que no. Al menos no por ahora. No puede enterarse de que tengo dinero.
El rostro de la joven se tiñó de puntos rojos y blancos.
—De todas las mentiras viles que…
Margaret se echó hacia atrás.
—¿Cómo te atreves? Eres una desagradecida…
—¿Que yo soy una desagradecida? —A Joan se le marcaron los tendones en el cuello—. ¿Qué ha hecho usted por mí? Yo soy la que ha estado dándolo todo por usted estos meses, trabajando desde antes de que se levantara hasta bastante después de que se fuera a la cama. ¿Y para qué? ¡Para que me despidan por unas monedas que usted robó!
Se quedó estupefacta por el veneno que desprendían las palabras de su doncella. Nunca se imaginó que Joan pudiera sentirse así con respecto a ella.
De pronto se le ocurrió una idea y decidió cambiar de táctica.
—¿Dónde irás?
Joan sorbió por la nariz.
—A casa de mi hermana. Pero ¿a usted qué le importa?
—Claro que me importa. Yo… Quiero ir contigo.
Joan alzó ambas cejas.
—¿Conmigo? ¿Tiene alguna idea del lugar al que voy?
—A casa de tu hermana, o eso es lo que he entendido.
—Mi hermana, que vive en un edificio medio en ruinas en Billingsgate. Me apuesto lo que sea a que nunca se ha atrevido a entrar en un barrio así. Y con razón.
—Déjame ir contigo. Tengo que salir de aquí. Ahora. Pero no puedo ir a ninguna parte sola por la noche. No es seguro.
—Tampoco es seguro el sitio al que voy.
—Pero juntas estaremos a salvo —insistió—. Mira, me llevé ese dinero porque lo necesitaba para escapar.
—¿Escapar? ¿Y por qué iba a necesitar escapar una dama como usted? —Joan hizo un gesto de desprecio con los labios—. ¿Es que el señor Benton no le ha comprado las últimas medias de seda que se le han antojado?
«Por Dios». Ahora que Joan no tenía ningún empleo que perder había dado rienda suelta a su lengua. Margaret se tragó la iracunda réplica que se moría por soltar y dijo completamente seria:
—No, tengo que escapar porque temo por mi virtud.
Joan volvió a enarcar las cejas.
—¿Por el joven señor Benton?
Margaret asintió.
—Si no se siente cómoda con la atención que le está prestando, dígaselo a su tío.
—¿Quién crees que es el instigador de dicha atención?
La doncella abrió los ojos asombrada.
—Pero ¿por qué…?
—Ya te lo explicaré. Ahora mismo estoy convencida de que va a entrar por esa puerta de un momento a otro y no quiero que me encuentre aquí dentro.
Joan se cruzó de brazos y preguntó resentida.
—¿Y por qué debería ayudarla?
«Está claro que no por lealtad o porque me tengas ningún cariño», pensó Margaret con ironía.
—Porque te escribiré la mejor carta de recomendación que jamás hayas leído. Y porque cuando haya terminado con ella, ni el propio santo Tomás dudará de tus capacidades.
La joven suavizó la cara de sospecha que había puesto.
—Muy bien. Trato hecho. Pero mi idea es quedarme con mi hermana solo hasta que encuentre otro lugar. Cuando me vaya, usted también tendrá que marcharse.
—De acuerdo.
Joan la miró de la cabeza a los pies.
—Aunque no va a ir a ninguna parte conmigo vestida de esa forma.
Margaret se miró el vestido de vuelo de muselina blanca de día que llevaba y que no se había quitado para la cena y empezó a pensar con rapidez qué prendas de su guardarropa podrían servirle.
Pero Joan tenía otra idea en mente.
—Todavía tenemos ropa de la pobre señora Poole en el ático. —Se refería a una sirvienta de avanzada edad que había fallecido hacía unos meses, inclinada sobre su cubo de fregar y cepillo—. Le traeré uno de sus vestidos y cofias.
—¿Qué tiene de malo mi ropa?
—Nada. Si quiere que Theo nos siga y llamar la atención de todos los carteristas de Londres.
Tenía razón. Si el lacayo la veía bajar las escaleras vestida para salir, estaría pisándoles los talones antes de que llegaran a la calle.
—Vuelvo enseguida —dijo Joan—. Mientras tanto, tápese el pelo.
Su pelo. Margaret miró preocupada su reflejo en el espejo. Sí, su cabello rubio sería como un faro en la noche. De pronto se acordó de la peluca oscura que había pensado llevar al baile de disfraces. Corrió hacia el tocador, se hizo con ella y la examinó detenidamente bajo la luz de la lámpara. Después, buscó en un cajón hasta que encontró un par de tijeras y cortó los rizos que tenían que caer por los hombros hasta que solo quedó una sencilla peluca rizada con un flequillo sobre la frente. Tendría que conformarse con eso.
Joan todavía tenía que volver. Cada vez más ansiosa por abandonar aquella casa, decidió que era mejor que se fuera cambiando sin esperarla. Empezó a quitarse las mangas del vestido, se retorció de atrás hacia delante hasta que se aflojaron las cintas y dejó caer la prenda al suelo. Ahora solo estaba vestida con la camisa interior y el corsé. «Que el cielo me ayude si Marcus entra en este momento». Se puso una enagua, metiéndosela por la cabeza, y se sentó en el borde de la cama para ponerse unas medias y sus botines. Luego se dirigió al armario, encontró el vestido azul y el delantal blanco con los que se disfrazó de lechera y los tendió sobre la cama. Seguro que podía usarlos si Joan no encontraba nada adecuado en el ático. Puede que si alguien la viera la confundiera con una segunda sirvienta o una amiga de Joan que había venido a visitarla.
Sacó su bolso de mano más sencillo y una bolsa de viaje y comenzó a llenarla con algunas pertenencias que sin duda necesitaría. La cabeza le iba a toda velocidad; se sentía confusa y estaba a punto de sufrir un ataque de pánico. «Piensa», se dijo a sí misma. «¡Piensa!». Pero era muy difícil planear nada cuando no sabía adonde iría ni por cuánto tiempo.
¿Por qué no llegaba Joan? ¿Habría pasado algo?
Nerviosa, se puso una bata sobre la ropa interior y salió al pasillo, aguzando el oído por si alguien se acercaba (ya fuera amigo o enemigo).
¿A qué bando pertenecería Joan?
Se dirigió de puntillas hacia la escalera y se detuvo. Entonces oyó voces en la esquina y se apretó contra la pared.
—¿No te despedí esta misma tarde? —dijo la voz de Sterling con tono desafiante.
—Sí, señor —replicó Joan.
—¿Entonces qué haces todavía aquí?
—Estaba recogiendo mis pertenencias, señor. —La voz de la doncella era extrañamente alta, temblorosa.
—Confío en que sean «solo» tus pertenencias. Enséñame lo que llevas en esa maleta.
—Solo es ropa y enseres, señor.
Margaret oyó el chasquido de una cerradura abriéndose y cerrándose.
—Asegúrate de que eso es todo lo que te llevas o contrataré a un cazarrecompensas para que vaya en tu busca y te capture.
—Sí, señor.
—¿Señor Benton? —llamó Murdoch desde el rellano de abajo—. Perdone que le moleste, señor. Pero ha venido a verle ese hombre de la calle Bow.
«¿Qué hombre de la calle Bow?», se preguntó ella.
—Gracias, Murdoch. Bajo ahora mismo.
Margaret se arriesgó a asomarse por la esquina justo a tiempo de ver a Sterling dirigir sus gélidos ojos azules a la acongojada doncella.
—Espero que abandones esta casa sin causar ningún alboroto.
La joven asintió.
—Si en diez minutos no estás fuera ordenaré a Murdoch que te eche.