Capítulo 10
«Las sirvientas de rango superior llevaban a cabo los trabajos más livianos, como hacer las camas en los mejores dormitorios y supervisar a las criadas inferiores. Estas últimas se encargaban de encender y limpiar las chimeneas, arreglar los salones, pulir los metales, subir el agua para lavarse y vaciar los orinales».
Margaret Willes
Household Management
—No es justo, Betty, y lo sabes —se quejó Fiona a la mañana siguiente mientras las tres sacaban sus cajas de la limpieza del armario del servicio.
—Lo sé, Fiona. Pero…
—Pero ¿qué? En todos mis anteriores empleos, la sirvienta de menor rango era la que se encargaba de los orinales. Así ha sido siempre. No me parece bien que tenga que llevar agua y vaciar los orinales de toda la familia, sobre todo ahora que el señor Lewis ha regresado. Y Connor, por muy apuesto y agradable que sea, no se ha ofrecido a hacerlo.
—Basta, Fiona. No quiero oír ni una palabra en contra de Connor. Envía todo lo que gana a su casa para sus hermanos y hermana. Y a pesar de lo joven que es, mira lo lejos que ha llegado. Es normal que deje que nos encarguemos nosotras de esos menesteres.
—Querrás decir que me encargue yo. Y ya estoy harta. Al menos podíamos compartir esa carga.
Betty soltó un suspiro.
—Muy bien. —Se volvió y miró a Margaret con los ojos muy abiertos y expectantes—. Nora, Fiona tiene razón. Ha estado cargando agua y vaciando los orinales todas las mañanas mientras yo me dedicaba a enseñarte. Pero ahora ya sabes cómo funciona todo. Más o menos. Lo justo es que ahora seas tú la que se encargue de esa obligación.
Margaret hizo un gesto de asentimiento, pero se estremeció por dentro. Una cosa era entrar en los dormitorios de los caballeros cuando ya se habían levantado, vestido y salido de allí, pero ¿presentarse cuando todavía estaban en la cama? ¿Llevando (o no) quién sabía qué? Le dieron escalofríos solo de pensarlo y rezó en silencio para que nadie se enterara de que había hecho tal cosa.
Minutos más tarde, después de que Fiona y Betty bajaran a la planta principal para limpiar las estancias comunes, Margaret se paró delante de la puerta de la habitación de Lewis Upchurch, con una jarra de agua en la mano y el corazón a punto de salírsele del pecho. ¿Debería despertarle? ¿Aprovechar la oportunidad de revelar su verdadera identidad y pedirle ayuda? Se le hizo un nudo en el estómago. No, no podía mostrarse como Margaret Macy mientras Lewis Upchurch estaba tumbado en la cama. Tendría que esperar a otro momento más propicio.
Se recordó a sí misma que lo único que tenía que hacer era entrar con el agua y sacar el orinal sin despertar a nadie. Más adelante, cuando el tiempo cambiara, también tendría que encender la chimenea en cada habitación lo más silenciosamente posible. Se acordó del tiempo que había vivido en Berkeley Square, e incluso antes, durante su infancia en Lime Tree Lodge. Ahora se daba cuenta de lo buena profesional que había sido Joan, porque en invierno y en otoño se había despertado con la habitación caldeada sin plantearse cómo había llegado el fuego allí. También recordó que, en Lime Tree Lodge, una de las innumerables sirvientas que habían pasado por allí (no se acordaba de su nombre) hacía demasiado ruido con los utensilios para encender la chimenea y mascullaba una y mil veces sobre la yesca, despertando a toda la casa cuando se ocupaba del fuego. No duró mucho, la verdad.
Respiró hondo y abrió la puerta; el chirrido que se oyó hizo que un escalofrío le recorriera la espina dorsal. Entró e inspeccionó la habitación bajo la tenue luz del amanecer. Las cortinas de la cama no estaban cerradas, así que echó un vistazo con una mueca de dolor por lo que podría encontrarse, pero allí no había nadie. Es más, seguía perfectamente hecha. Frunció el ceño. Estaba segura de que Lewis seguía en la casa. Si él y el encantador Connor hubieran partido de Fairbourne Hall, habría oído algo. Qué extraño. ¿Habría pasado la noche con algún amigo? ¿O estaría durmiendo abajo? Por un lado, se sentía profundamente aliviada de no encontrárselo allí, de no tener que estar a solas con él en su cuarto. Por otro, se sentía un tanto decepcionada. Qué tontería. Se apresuró a cumplir con sus tareas. Dejó el agua y comprobó el orinal. Estaba vacío. Lewis había estado fuera toda la noche.
Sin dejar de pensar en ello, salió del cuarto y se dirigió por el pasillo hasta la habitación de Helen. Cuando estaba a punto de abrir la puerta, oyó unos pasos subiendo las escaleras. Con un sobresalto, miró por encima del hombro. Una figura oscura rodeó la columna de la escalera. Reconoció a Lewis Upchurch completamente vestido y con una capa de calle. ¿Sería aquella su oportunidad? Aunque no tuviera el más mínimo interés en casarse con ella, seguro que podía ayudarla a encontrar un refugio más adecuado.
Mientras Lewis se acercaba a ella por el pasillo, se quedó parada, con la mano temblando sobre el picaporte de la puerta de Helen. «Hazlo», se dijo a sí misma. «Abre la boca. Di algo».
Pero no emitió ningún sonido.
Cuando pasó a su lado, le dio una palmada en el trasero. Margaret se puso roja como un tomate. Volvió la cabeza para mirar por encima del hombro y vio pasar a Lewis como si tal cosa. Cuando llegó a la puerta de su dormitorio, se dio la vuelta, le guiñó un ojo y entró en su alcoba sin mostrar ni un ápice de arrepentimiento.
¡Qué insolencia! Se acordó de que no sabía quién era ella en realidad. Pero ¿acaso no era igual de impertinente tocarle el trasero a una sirvienta?
Con la rabia todavía bullendo en su interior, se metió en la habitación de Helen y se tomó unos segundos para recuperar el aliento. Las cortinas de la cama estaban cerradas, pero el suave ronquido que oyó le dejó claro que a la mujer no le había perturbado su presencia. Completó sus tareas sin ningún incidente.
Con la habitación de Nathaniel, sin embargo, no tuvo tanta suerte. Las cortinas de la cama estaban recogidas, permitiendo una clara visión del hombre tumbado sobre el estómago y con los brazos alrededor de la almohada. Estaba tapado hasta la cintura y llevaba puesta una camisa de dormir que le cubría el torso y los brazos.
Se acercó de puntillas, consciente de que debía apartar la mirada y completar sus tareas lo antes posible. Pero en vez de eso, se detuvo a un metro de la cama y se dedicó a contemplarlo. Se le veía tan tranquilo. Sin las lentes, el pañuelo de cuello y el eterno ceño fruncido parecía mucho más joven. La barba de pocos días empezaba a cubrir sus hermosas mejillas. ¿Se afeitaría él solo, o lo haría el señor Arnold?
Mientras lo miraba, un pensamiento inesperado le cruzó la mente. «Podría haber sido mi marido. Ahora mismo podría estar compartiendo su cama». Tragó saliva. Notó un intenso calor en el cuello por estar pensado en algo tan íntimo en un lugar como aquel.
«Pero en lugar de eso estoy vaciándole el orinal».
Con eso, hizo a un lado aquellas consideraciones sin sentido y regresó al trabajo.
Margaret estaba de pie al lado de la barandilla mientras Betty le enseñaba cómo limpiar el polvo de la colección de jarrones de la familia que estaban dispuestos sobre la estantería construida en un hueco de la parte superior de la escalera principal. Desde abajo, les llegó el sonido de la puerta de entrada abriéndose y el señor Arnold dando la bienvenida a un visitante masculino.
Desde el vestíbulo también oyeron la voz animada de Lewis Upchurch.
—No te preocupes, Arnold. Yo mismo le llevaré arriba.
Betty le lanzó una mirada significativa, pero los pasos ya subían a toda velocidad por las escaleras. No les daba tiempo a salir por el pasillo y meterse en cualquier habitación vacía. Betty se apartó de la barandilla y se metió todo lo más que pudo en el rincón, de espaldas a los hombres que ascendían por los escalones. Sintiéndose un poco tonta y avergonzada, Margaret hizo lo mismo.
Los hombres pasaron delante de ellas sin pararse ni dirigirles una palabra, como si encontrarse con dos mujeres adultas de cara a la pared fuera lo más normal del mundo. Entonces se dio cuenta por primera vez en su vida de que probablemente sí lo fuera. Recordó que en Berkeley Square las sirvientas hacían algo muy parecido cuando se cruzaban por casualidad con Sterling o con su madre. Nunca se había detenido a pensarlo, pero en ese momento decidió que, cuando tuviera casa propia, se aseguraría de que el personal supiera que aquello no era necesario.
Los hombres entraron en la sala de estar de la familia. Uno de ellos cerró la puerta con suavidad, pero esta quedó un poco abierta, de modo que pudieron oír voces saludándose amistosamente. Se preguntó quién podría ser el visitante.
Betty continuó con su demostración en voz baja, mirando de reojo la puerta parcialmente abierta.
—Ahora, toma el trapo del polvo… No, ese es el de los cristales. Sí, ese. Tenemos que tener un cuidado exquisito porque, según la señora Budgeon, estos jarrones cuestan un ojo de la cara.
Eran preciosos. Aunque no se imaginaba que los hombres Upchurch realmente los apreciaran. Seguro que alguna antepasada se había encargado de coleccionarlos y había ordenado que se dispusieran en aquel lugar en lo alto de las escaleras.
Betty recogió el primer jarrón con suma delicadeza, sosteniéndolo como si fuera un pajarillo recién nacido.
—Ahora lo sujetas con muchísimo cuidado con una mano, mientras deslizas el paño de dentro hacia fuera.
—¿Margaret Macy? —gritó un hombre desde el interior de la sala.
La aludida gritó horrorizada. ¿Sterling Benton la había encontrado ya? Betty se asustó tanto por su chillido que se echó hacia atrás. El movimiento hizo que el jarrón se le escurriera de las manos y cayera al suelo, rompiéndose en mil pedazos.
Al ver el estropicio, Betty también gritó y se llevó una mano a la boca.
Margaret se quedó petrificada, sin saber muy bien qué hacer. ¿Debía salir corriendo, lo que llamaría aún más la atención sobre su persona, o debía confiar en que el disfraz protegiera su auténtica identidad?
Al final se arriesgó a mirar por encima del hombro, pero se acobardó en cuanto vio a Nathaniel Upchurch saliendo de la sala de estar con gesto de enfado.
—¿Qué es todo este escándalo? —preguntó él.
Betty agachó la cabeza.
—Lo siento, señor. Le ruego que nos disculpe, señor.
Oyeron unos pasos subiendo por las escaleras. A los pocos segundos apareció la señora Budgeon con los labios apretados en una tensa línea.
Margaret quería decir: «Ha sido por mi culpa». No, no solo quería decirlo. Sabía que era su deber decirlo. Y lo habría hecho sin pensárselo dos veces si solo hubiera estado la señora Budgeon. Pero ¿con el señor Upchurch delante? Las palabras se le quedaron atascadas en la garganta.
El ama de llaves lanzó a Betty una mirada acerada e inmediatamente después se volvió hacia el señor Upchurch.
—Lo siento, señor. Betty nunca ha roto nada. Deduciremos el valor de la pieza de su salario, por supuesto.
Nathaniel exhaló un resoplido seco.
—Podría estar doce años sin sueldo y no sería suficiente. Ese jarrón era una reliquia.
Vio cómo la criada palidecía a su lado.
La señora Budgeon juntó ambas manos.
—Vuelvo a ofrecerle mis más sinceras disculpas, señor. ¿Quiere que la despidamos?
Betty se quedó sin aliento.
—Yo no… —Dudó un segundo—. Eso es algo que tienen que decidir usted y el señor Hudson. Lleven las piezas al estudio para que el señor Hudson pueda hacer una anotación en el inventario cuando regrese.
—Muy bien, señor.
En el umbral de la puerta, vio el rostro preocupado de Helen detrás de Nathaniel, pero nadie más se unió a ellas. Ni Lewis, ni ningún invitado. Estaba claro que quien quiera que hubiera ido a visitarlos no era Sterling Benton. Qué tonta había sido. Ahora por su culpa se había roto un jarrón de valor incalculable… y al mismo tiempo había arruinado la reputación intachable de Betty.
A Nathaniel no podía importarle menos el jarrón antiguo, aunque sabía que su padre se irritaría bastante cuando se enterara de su pérdida. Su mente todavía estaba tratando de asimilar la noticia que les había traído el amigo de Lewis desde Londres.
Cuando Piers Saxby había anunciado con voz alegre: «¿A que no adivináis quién ha desaparecido de la ciudad y a la que nadie ha visto ni se tienen noticias suyas desde hace una semana? ¡Margaret Macy!», había sentido como si le dieran un puñetazo en el estómago. Se había quedado tan consternado que, sin darse cuenta, había repetido su nombre con más fervor del que le hubiera gustado. Desde luego no le había pasado por alto la expresiva mirada que intercambiaron su hermano y su hermana. El estrépito del pasillo fue una distracción más que bienvenida.
—Santo cielo, Nate. ¿Te encuentras bien? Tienes un aspecto horrible —dijo Saxby cuando regresó a la sala de estar.
Nathaniel soltó un suspiro prolongado y tembloroso.
—Estoy bien. Una sirvienta ha roto una reliquia familiar, eso es todo.
—¡Qué alivio! —exclamó Saxby—. No por la reliquia, por supuesto, sino porque tenía miedo de haber metido la pata con lo que he dicho. Por si todavía sentías algo por esa muchacha…
Nathaniel hizo una mueca.
—Eso fue hace años.
—Me alegra oírlo —continuó Saxby—. Odio imaginarte languideciendo por alguna mujer. No se ofenda, señorita Upchurch, pero no suelo mostrarme muy sentimental en lo que a las féminas se refiere. Aunque he de reconocer que no todos los hombres son tan afortunados como yo.
Lewis se frotó la barbilla.
—Ahora que lo pienso, oí algo al respecto antes de venir aquí. Por lo visto Sterling Benton se puso en contacto con todas las amigas de la señorita Macy, provocando un montón de rumores.
Helen volvió a sentarse.
—Deberías habérnoslo dicho antes.
Lewis alzó una mano en su defensa.
—Sinceramente, se me olvidó. Aunque no me extraña, desde que llegué, Nate no ha hecho más que hacerme preguntas y llenarme la cabeza con reproches, facturas y qué sé yo.
Nathaniel apretó los labios. «No voy a perder los estribos. No lo haré».
—Tampoco es que los Macy tengan una estrecha relación con la familia —prosiguió Lewis—. Conozco a la chica, por supuesto… como todos. —Su hermano se volvió hacia él—. ¿Todavía sientes algo por ella?
—Por supuesto que no, pero…
Saxby se puso una mano sobre el corazón.
—Te ruego que me perdones, Nate. No debería haber dejado caer la noticia de la forma en que lo hice.
—Hiciste bien en contárnoslo —insistió él—. Conocemos tanto a los Macy como a los Benton. Claro que nos interesa saber qué ha pasado. Y también nos preocupa pensar que una dama de nuestro círculo pueda… pueda haber tenido un destino fatal.
—Oh, no creo que se trate de nada tan catastrófico —señaló Lewis.
—Si mal no recuerdo, la muchacha tenía cierta inclinación por el drama —añadió Helen.
Lewis se encogió de hombros.
—Lo más seguro es que se haya escapado después de discutir con algún nuevo admirador. O porque su madre se haya negado a comprarle algún capricho o algo por el estilo. Volverá en cuanto se quede sin dinero y eso será todo.
—Tienes toda la razón —dijo él, queriendo terminar con aquella conversación. Le sorprendió lo mucho que ansiaba que la señorita Macy estuviera bien. A pesar de lo resentido que había estado con ella (para desearle incluso que algún día le rompieran el corazón) no quería que sufriera ningún daño. La simple idea hacía que le entraran unas ganas locas de cabalgar de inmediato hasta Londres, espada en mano y acudir en su rescate. Seguía siendo un estúpido.
Al final Margaret consiguió que el corazón volviera a latirle con normalidad. Vaya una sorpresa que se había llevado. En realidad, habían sido varias. Primero, al oír su nombre y temer que Sterling se hubiera presentado en Fairbourne Hall, y después cuando se rompió el jarrón y Nathaniel salió para ver qué había pasado. «No me reconoció», se dijo a sí misma antes de tomar otra profunda bocanada de aire.
Se secó las manos en el delantal y tragó saliva. Había visto la cara que había puesto Betty. Sintió su miedo ante la idea de perder su empleo, y encima por algo de lo que ni siquiera había tenido la culpa. Margaret no tenía intención de dedicarse el resto de su vida al servicio doméstico, pero Betty sí. Y para ella, que la despidieran sería el fin del mundo.
Aunque Margaret tampoco quería perder aquel empleo; apenas había llegado allí y detestaba la idea de que la echaran sin apenas haber ganado un chelín. Así que se había quedado allí quieta, sin decir ni una palabra, mientras Betty recogía los trozos del jarrón y seguía a la señora Budgeon hasta el salón del ama de llaves para hablar del asunto.
Unos veinte minutos después, cuando acababa de limpiar el polvo del resto de los estantes, Betty había regresado con el rostro ceniciento.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó con un susurro.
—Que tiene que hablar con el señor Hudson, pero que ahora no está porque ha ido a visitar a unos arrendatarios. Así que tengo que ir a verle mañana después de la cena.
Las palabras «lo siento» volvieron a atascársele en la garganta.
—Fue un accidente —repuso en lugar de eso—. Seguro que no te despiden por algo así.
Betty frunció el ceño con incredulidad.
—A las criadas las despiden solo porque falten unas pocas monedas o se rompa alguna pieza de porcelana. El jarrón era una reliquia familiar. Vale muchísimo dinero.
—No… no quise asustarte. Yo…
Betty hizo una mueca.
—¿Por qué gritaste? ¿Viste un ratón o algo parecido?
—No. —Margaret negó lentamente con la cabeza—. Un ratón, no. Un fantasma.
A las cinco y media de la mañana siguiente, Margaret ya tenía los brazos metidos en las mangas del corsé y se había medio puesto el vestido, esperando a que en cualquier momento llegara el golpe seco de Betty en su puerta, dispuesta a atarle los lazos y meterle prisa con su enérgico: «Las contraventanas te esperan, mi niña».
Pero no llegó ningún golpe.
Cuando un reloj en algún lugar de la casa dio las seis y al ver que Betty todavía no había llegado, se dejó el corsé sin atar debajo del vestido, salió corriendo por el pasillo, dobló la esquina y siguió por el pasillo principal del ático hasta la habitación de la criada. Después, llamó suavemente con los nudillos y la puerta se abrió con un chirrido. Miró dentro y vio a Betty sentada sobre la estrecha cama pulcramente hecha, mientras se miraba las manos que tenía apoyadas sobre el regazo.
—¿Betty? ¿Estás bien?
—Mmm.
—Las contraventanas te esperan, mi niña —bromeó Margaret.
Ninguna sonrisa. Sin duda Betty seguía molesta por lo del jarrón.
Entró en la habitación. Al ver que la joven criada no hacía ningún ademán por levantarse, se sentó con cuidado a su lado. Entonces se dio cuenta de que la sirvienta tenía algo en las manos. Un gran broche dorado adornado con una cabeza de ciervo y con varias cadenas que colgaban de él. Un chatelaine.
—Qué bonito.
Betty hizo un gesto de asentimiento.
—Me lo dio mi madre. Fue el ama de llaves de Mote Park durante muchos años. La señora se lo regaló cuando cumplió veinte años a su servicio. Estaba tan orgullosa de llevarlo. Tendrías que haberla visto, llevándolo a la cintura, con la llave de Mote Park colgando y estos otros objetos. —Betty levantó un par de pequeñas tijeras y acarició las tres cajitas doradas que colgaban como apéndices del chatelaine—. Aquí hay un palillo de dientes, en esta otra una aguja e hilo y en esta un escarbaorejas.
—Es muy bonito —repitió Margaret. Supuso que estaba hecho de bronce y no de oro, aunque el dorado no había perdido su brillo después de todos esos años. Obviamente lo habían cuidado muy bien.
Betty seguía mirando el chatelaine que tenía en el regazo. Las lágrimas empezaron a inundar sus ojos.
—Ahora nunca tendré uno de estos cuando lleve veinte años…
—No digas eso. —Intentó calmar a la sirvienta, acariciándole el brazo.
Las lágrimas fueron decisivas. En ese momento supo que tenía que decir algo, hacer algo, antes de que la señora Budgeon y el administrador llegaran a un veredicto sobre Betty. Esperaba que el amable señor Hudson se mostrara benevolente.
Después de un rato, la joven guardó el chatelaine en una caja de terciopelo que tenía en la mesita de noche y se puso de pie con un suspiro.
—Bueno, date la vuelta para que pueda atarte ese elegante corsé que tienes y podamos ponernos en marcha de una vez. Como siempre digo…
—Las contraventanas esperan —terminó por ella Margaret.
Betty enarcó una ceja.
—Y también los orinales.
Margaret se dio prisa en cumplir con sus tareas. Los nervios le dieron la energía necesaria que no tenía por la falta de sueño. No había nada mejor para distraerse que la presión de saber que había hecho algo mal y que, con cada minuto que pasara sin hacer lo correcto, podría traer más problemas a otros o a ella misma. Ese día cumplió con sus obligaciones en tiempo récord (si bien o mal, no sabría decirlo).
Con las palmas de las manos húmedas, llamó a la puerta del despacho del señor Hudson, situada en la planta baja, detrás de la escalera principal.
—Entre —oyó decir desde el interior.
Empujó la puerta y se secó las manos en el delantal.
Cuando vio que delante del escritorio del administrador también estaba la señora Budgeon, tuvo serias dudas de lo que estaba a punto de hacer.
—¿Qué pasa, Nora? —preguntó el señor Hudson.
—Yo… no importa, señor. Volveré cuando no esté tan ocupado.
—Bueno, ya está aquí. Cuénteme qué le pasa.
—Quisiera… yo… necesito contarle que Betty no tuvo la culpa de que se rompiera el jarrón. Yo fui la responsable. La asusté y… —Sintió la mirada de la señora Budgeon y bajó la cabeza—. Por favor no la despidan por algo que yo hice mal.
—¿Por qué lo confiesas ahora y no en el momento en que sucedió? —quiso saber la señora Budgeon.
Empezaron a arderle las mejillas, así que continuó con la cabeza gacha.
—Tenía miedo, señora. Eso también estuvo muy mal por mi parte.
¡Qué avergonzada se sentía con esos dos pares de ojos fijos en ella! Se arriesgó a alzar la mirada un instante y vio que el señor Hudson la estaba estudiando.
—Muy bien, Nora. Ya habíamos decidido no despedir a Betty, pero le agradezco que nos lo haya contado.
Sintió un enorme alivio.
—Gracias, señor.
Cuando Betty salió del despacho del señor Hudson media hora más tarde, Margaret esperaba verla contenta y aliviada, pero ella iba cabizbaja y con la boca apretada.
—¿Qué pasa, Betty? —La siguió hasta las escaleras traseras—. No te han despedido, ¿verdad?
La sirvienta negó con la cabeza.
—No, no me han despedido. Pero me descontarán el sueldo de este trimestre.
—Oh, no. Yo pensaba que…
—Creo que ha sido decisión de la señora Budgeon. Para recordarme que tengo que tener más cuidado en el futuro.
—Pero les dije que fue por mi culpa.
—Ya lo sé. El señor Hudson me lo contó y te lo agradezco mucho. Sin embargo, soy la sirvienta principal y estás bajo mi responsabilidad.
Margaret hizo una mueca.
—¿Estarás bien?
Betty suspiró.
—Me las apañaré. Pero mi… —Dejó la frase sin terminar.
—¿Tu qué? —insistió Margaret.
Betty alzó la barbilla temblorosa.
—Da igual. Ya veré lo que hago.