Capítulo 6
«Los jóvenes que por primera vez entran a formar parte del personal de servicio deben olvidarse de los antiguos hábitos y consagrarse a la autoridad de aquellos para los que van a trabajar».
Samuel y Sarah Adams
The Complete Servant, 1825
Al cabo de un rato, la estoica cocinera soltó un sonoro suspiro, alzó uno de sus rollizos tobillos sobre la cuerda y se marchó con dificultad por la calle adoquinada. El hombre mayor enfundó su cuchillo y se levantó.
—Será mejor que te vayas a casa, muchacha.
«A casa». Margaret no podría regresar, aunque quisiera. Además, tampoco consideraba que su hogar fuera la vivienda de Sterling Benton. Su auténtica casa seguía siendo la de su infancia. Incluso el nombre Lime Tree Lodge le producía una profunda melancolía y evocaba recuerdos de deliciosos olores, cálidos abrazos, risas, paseos a caballo y mucho amor. ¿Alguna vez volvería a tener un hogar de verdad? Sintió el escozor de las lágrimas agolpándose en sus ojos, pero parpadeó para evitar que se derramaran. Claro que lo tendría. Encontraría una manera de sobrevivir a esos tres meses y después reclamaría la herencia. Se compraría su propia casa (puede que hasta Lime Tree Lodge, si alguna vez se ponía a la venta) e invitaría a sus hermanos a que se fueran a vivir con ella en cuanto fueran mayores de edad.
Sin embargo, incluso con esas ideas bullendo por su mente, en el fondo de su corazón sabía que no estaba siendo realista. Su hermana se casaría. Su hermano tendría una profesión, a la larga también contraería matrimonio y también querría su propia casa (tal vez una vicaría si al final terminaba consagrando su vida a la Iglesia). Aun así, los pensamientos sobre su futura independencia le proporcionaron el valor que necesitaba y evitaron que se pusiera a llorar.
A su alrededor, los agricultores y granjeros cargaban las mercancías sobrantes en sus carretas y los últimos compradores se iban con sus cestas hacia los carros y carruajes que los esperaban. El estómago le empezó a rugir, esta vez de manera escandalosa. Tal vez algún vendedor podría darle alguna manzana un poco picada o el carnicero regalarle uno de los últimos trozos sin vender del pastel. Pero aquello sería lo mismo que mendigar; algo que le produjo un nudo en la boca del estómago que casi aplacó el hambre. ¿Qué debería hacer ahora? ¿Seguir su propio consejo e ir de puerta en puerta en busca de trabajo? ¿O encontrar alguna casa de beneficencia o iglesia donde le permitieran pasar la noche? «Oh, Dios misericordioso. Sé que te he tenido un poco abandonado y que no tengo derecho a pedirte ayuda. Pero por favor, hazlo. Ayúdame».
—¿Hola…?
Margaret alzó la vista sobresaltada y se encontró con el rostro de un hombre que estaba a pocos metros de ella. Sumida en sus pensamientos como estaba, no se había dado cuenta de que se había acercado a ella. Era un hombre robusto, de unos treinta y cinco años, con unos hombros anchos y caídos y el vientre ligeramente prominente. Tenía el pelo de color castaño claro y los ojos marrones. Su rostro era redondo, agradable y le resultaba extrañamente familiar.
Se fijó en que la estaba observando detenidamente, lo que la desconcertó un poco. Esperaba que no fuera uno de «esos» hombres, en busca de una de «esas» mujeres. No le parecía que lo fuera, y esperaba que ella tampoco diera esa impresión, aunque ya no confiaba en su intuición sobre las personas.
En ese momento él debió de darse cuenta de su contacto visual tan directo y bajó la vista. Ella siguió su mirada y vio que estaba fijándose en el cepillo de pelo que tenía en la mano.
—¿Está…? —empezó él, alzando ambas cejas de forma interrogante.
Impaciente como estaba ante la presencia de un posible patrón, no le dejó terminar.
—¡Oh! Sí, estoy buscando trabajo. —Se recordó a sí misma que tenía que disimular su acento, pero solo un poco. Al fin y al cabo, no quería que la contrataran como ayudante de cocina—. A ser posible como institutriz o dama de compañía. ¿Tiene usted hijos?
Él inclinó la cabeza.
—No, no tengo hijos, pero…
—O como doncella personal… de ahí el cepillo. —Lo levantó un segundo—. O incluso como una simple criada —agregó. Odió lo desesperada que parecía.
El hombre se quedó mirándola, con la cabeza ladeada.
—¿Está buscando un trabajo aquí en Maidstone?
Parecía una pregunta obvia.
—Bueno… sí.
El hombre frunció el ceño.
—No me recuerda, ¿verdad?
Ahora fue ella quien frunció el ceño.
—Pues…
—¿No es usted la joven que anoche mismo me ayudó a evitar una pelea con un grupo de maleantes?
Margaret abrió la boca sorprendida.
—¡Oh! Por eso me resultaba tan familiar.
—Reconozco que me he quedado atónito en cuanto la he visto aquí. Creía que nuestro ángel de la guarda seguía en Londres. Espero que no tuviera que abandonar la capital por culpa nuestra. ¿Tuvo algún problema con esos granujas?
—Bueno, sí… —Parecía la explicación más fácil—. Y como solo era una invitada… —Dejó las palabras suspendidas en el aire.
—Entiendo. Tuvimos mucha suerte de toparnos con usted cuando nos perdimos. Ahora, permítame que se lo agradezca.
—No fue nada. Estuve encantada de servirles de ayuda.
El hombre inhaló a través de sus anchas fosas nasales.
—Entonces, ¿está buscando trabajo?
—Sí, eso parece.
Sus ojos brillaron divertidos y en sus mejillas aparecieron sendos hoyuelos.
—¿Se ha dedicado alguna vez al servicio doméstico?
—No… Bueno, en mi último… puesto, me encargaba de una joven dama. La ayudaba a vestirse, le arreglaba el pelo, le leía, la acompañaba en sus salidas, escuchaba sus oraciones… —Se dio cuenta de que estaba divagando. En realidad, había hecho todo eso con Caroline. Aun así, detestaba mentir. Su padre le había enseñado a valorar la honestidad y a huir de las mentiras. Durante un segundo, casi se alegró de que no estuviera vivo para verla en ese momento.
—La señora está convencida de que no necesita otra doncella personal, aunque la última ya se haya retirado —dijo el hombre—. Así que no puedo ofrecerle la opción de que use ese cepillo tan elegante que tiene. No obstante, una buena acción siempre se merece otra. Puedo ofrecerle un puesto como sirvienta, siempre que esté dispuesta a aprender.
Margaret Macy una sirvienta. La idea era humillante y aterradora a la vez. No tenía ni idea de lo que había que hacer.
Pero tampoco podía permitirse el lujo de desaprovechar aquella oportunidad; asumiendo que la oferta fuera cierta y aquel hombre digno de confianza.
De modo que dijo con cautela:
—¿Puedo preguntarle por qué su esposa no quiere una doncella personal?
El hombre se puso colorado.
—No es mi esposa. Ni yo soy el señor de la propiedad. Ha debido de entenderme mal. Soy el administrador de la finca. En cuanto a por qué la señora no quiere una doncella personal, no soy quién para decírselo. Creo que la sirvienta principal la ayuda… —Se puso aún más colorado—… a vestirse y todas esas cosas.
—Comprendo.
Le ofreció diez libras anuales. Se percató con pesar de que era una cifra superior a la que habían ofrecido a Joan, una trabajadora mucho más cualificada que ella.
—¿Le parece justo? —preguntó él.
Margaret forzó una sonrisa.
—Sí.
—¿Cuándo puede empezar?
—Ahora mismo, supongo.
—¿Necesita comunicárselo a alguien, recoger sus cosas o…?
—Esto es todo lo que poseo. —Levantó su bolsa de viaje, pensando en que no tenía nada más, ni siquiera un lugar para dormir.
—Muy bien. Venga por aquí.
Pasó por encima de la cuerda y le siguió por la calle High hasta una fila de carruajes que estaban esperando. Le incomodaba la idea de ponerse en manos de un extraño, por muy amable que pareciera a primera vista.
—He olvidado presentarme —dijo el hombre mientras caminaban—. Soy el señor Hudson. ¿Puedo saber cómo se llama?
Decidió dar el mismo nombre que le había puesto Joan. Nora Garret. «Nora» por su segundo nombre, Elinor. Y «Garret» por Margaret.
—Un placer conocerla, Nora.
El administrador se detuvo frente a un antiguo y majestuoso carruaje; se percató de que se trataba del mismo que había visto desde la ventana de Peg en Londres. Todavía le sorprendía que la hubiera reconocido y que la hubiera contratado de la manera en que lo había hecho. Aquello aplacó en parte la constante preocupación de que tuviera intenciones deshonestas. Ni siquiera le había pedido referencias, y desde luego no lo había hecho en base a sus habilidades. Aunque podía vivir perfectamente con la idea de que le había ofrecido aquel empleo única y exclusivamente por gratitud.
Solo esperaba que el resto de sirvientes fueran tan comprensivos.
—¿Me permite ayudarla a subir?
Ella extendió la mano, pero entonces se dio cuenta de que no se refería al interior del carruaje sino al lado del asiento del cochero.
—El señor está dentro, espero que lo entienda.
Después de que el señor Hudson la ayudara a subir, vio cómo abría la portezuela del coche e intercambiaba unas pocas palabras con el hombre que había en el interior. Luego desató las riendas, subió (haciendo que el vehículo se balanceara ligeramente por su peso) y ocupó el puesto del cochero.
Margaret había ido al lado de su padre en la calesa en innumerables ocasiones, pero ir sentada junto a un desconocido era mucho menos agradable. Se preguntó dónde estaría el cochero y por qué el administrador se encargaba de esos menesteres.
—¿Está muy lejos? —preguntó ella, mientras aceleraban por el camino, dejando atrás rápidamente el atestado centro de la ciudad.
—No mucho. Fairbourne Hall está a un kilómetro y medio de distancia, más o menos.
¿Fairbourne Hall? El nombre resonó en su memoria a medida que las náuseas se apoderaban de su estómago, y no precisamente por el traqueteo del coche. No podía ser. Seguro que estaba equivocada. Nunca había estado en la casa de campo de los Upchurch, solo en la vivienda que tenían en Londres. Aun así, recodaba que tanto Nathaniel como Lewis Upchurch habían hablado en alguna ocasión de la propiedad de la familia. ¿Cómo se le había podido olvidar que estaba cerca de Maidstone?
Y ahora el «señor» estaba en el interior del carruaje. Puede que el señor Hudson se refiriera al señor Upchurch padre. Pero estaba convencida de que James Upchurch todavía estaba en Barbados. Aunque también había creído que Nathaniel seguía allí, hasta que descubrió lo contrario la noche del baile de disfraces.
Se humedeció los labios resecos.
—¿Puedo preguntarle por el hombre que vi anoche en el carruaje? ¿Se encuentra bien?
—Resultó herido ayer, cuando se incendió su barco.
—¡Qué horror!
El administrador asintió.
—Lo llevé a un cirujano después de que ocurriera. Pero no me gustó el aspecto de ese hombre, así que, después de dejarla a usted, pasamos la noche en una posada y esta mañana hemos ido a ver a un médico antes de abandonar la ciudad. Nos ha dicho que está bien. De hecho, había parado en Maidstone para comprar el ungüento que nos ha recetado, cuando la he visto.
Se fijó en su mano vendada.
—¿Usted también se vio afectado?
Él sacudió la cabeza, restándole importancia.
—No es nada.
—Pero ¿también estaba en el barco?
—Sí, aunque por desgracia no pude ayudarle. El señor Upchurch fue el que me sacó del barco en llamas.
«El señor Upchurch». Le dio un vuelco el corazón. Así que era cierto. La habían contratado como sirvienta en la casa de dos antiguos pretendientes…
—Dios bendito —murmuró ella. Casi no se lo podía creer. Pero si solo hacía unos días que había tenido en mente hablar en privado con Lewis Upchurch, incluso comentarle la posibilidad de que contrajeran matrimonio. Claro que verle tan prendado de otra mujer había dado al traste con esos planes. Sin embargo, ni loca quería que la viera así, tan desaliñada y bajo unas circunstancias tan humillantes.
Ardía en deseos de preguntar a qué señor Upchurch se refería, pero si daba a entender que conocía a la familia, se arriesgaba a que la descubrieran. Hasta donde sabía, Lewis ya no se encargaba del negocio familiar, así que era poco probable que estuviera en alguna de las naves azucareras de los Upchurch.
—¿Se vio sorprendido por el humo? —preguntó entonces.
—No. El humo no fue lo que me sorprendió, sino un astuto canalla que me golpeó en la cabeza con un garrote.
—¡No!
—Sí. ¿Ha oído hablar de ese ladrón al que la gente llama el Pirata Poeta?
—Sí, pero pensé que solo se trataba de una leyenda.
—Una leyenda de carne y hueso. Y muy rencoroso. Ahora, será mejor que me calle. Al señor Upchurch no le gusta que me dedique a chismorrear de sus problemas.
Margaret recordó lo que Emily le había dicho en el baile de los Valmore: que Nathaniel parecía un pirata y que podría ser el Pirata Poeta. Estaba claro que su amiga se había equivocado.
Aun así, el señor Hudson podría estar hablando del padre, pensó con cierta desesperación. Puede que hubiera regresado con Nathaniel y fuera el hombre que ahora estaba en el interior del carruaje. Quizá Lewis y Nathaniel todavía seguían en Londres.
Decidió arriesgarse un poco.
—¿Es el señor Upchurch un hombre muy mayor? —preguntó.
—No. A menos que crea que veintinueve años es ser mayor, que para mí no es el caso.
—Oh. Como le llamó señor, pensé que…
—El padre vive en Barbados, así que ahora mismo el hijo es el señor del lugar a todos los efectos. Tiene un hermano mayor, pero Lewis Upchurch se pasa la mayor parte del tiempo en Londres. No creo que le vayamos a ver muy a menudo.
—Seguro que ahora vendrá más a casa —dijo ella, pesando en la demanda que Nathaniel le había hecho en el baile.
El señor Hudson se quedó mirándola fijamente.
—Quiero decir… Ahora que su hermano ha vuelto.
El administrador la observó detenidamente un buen rato antes de volver a mirar hacia el camino. ¿Se habría delatado por esa simple frase?
—Tal vez. —El hombre se aclaró la garganta—. Pero usted, Nora, al ser una sirvienta no verá mucho a la familia. Tengo entendido que una de las virtudes de toda buena criada es ser lo más invisible posible.
Margaret asintió distraídamente. En ese momento, lo que menos le preocupaba eran las sirvientas invisibles. No, su mente ahora estaba centrada en el apuesto Lewis Upchurch.
Si él decidía volver a casa, ¿qué debería hacer? ¿Buscarle y contarle la situación en la que se encontraba? Aunque su interés por ella se hubiera enfriado en los últimos meses, seguro que podría ayudarla.
Unos minutos más tarde, el señor Hudson dirigió a los caballos a través de un camino en curva hasta que tiró de las riendas con un «so». El carruaje se detuvo frente a una casa señorial de ladrillo rojo con una puerta principal de color blanco. En las dos primeras plantas se podían ver ventanas altas, con marcos blancos, mientras que en la planta superior aparecían ventanas de buhardilla mucho más pequeñas. El techo estaba coronado por anchas chimeneas y una hierba verde y bien cuidada con setos recortados y macizos de flores que se encargaban de añadir color y calidez al conjunto.
¿Sería este ahora su hogar si no hubiera rechazado la proposición de Nathaniel hacía años? La ironía de la situación le dejó un sabor amargo en la boca.
Un lacayo con librea se acercó corriendo. Margaret se movió en su asiento, dispuesta a descender, pero el señor Hudson la detuvo, agarrándola del brazo.
—Aquí no, Nora. Después de que dejemos al señor Upchurch dentro, conduciré el coche hasta la puerta de servicio.
Sintió cómo le ardían las mejillas.
—Por supuesto.
No podía creer que Nathaniel Upchurch estuviera en el mismo carruaje sobre el que ella iba. Se estremeció al pensar en lo que él podría imaginarse si la veía allí.
—Han herido al señor Upchurch —gritó Hudson—. Por favor, ayúdale a bajar.
El lacayo ofreció una mano al ocupante. El coche se balanceó al verse liberado del peso de un pasajero. Margaret se puso completamente rígida, mirando al frente, sin volver el rostro. Tenía miedo de que Nathaniel Upchurch alzara la vista, la reconociese y la enviase de vuelta antes de haber empezado siquiera.
—Muy bien, señor. Despacio —murmuró el lacayo.
—No soy ningún inválido, hombre. Déjame.
—Solo estoy intentando ayudar.
Margaret echó un discreto vistazo hacia abajo y vio a un hombre alto y moreno, vestido con ropa arrugada, sacudir la mano del sirviente. Llevaba la cabeza envuelta con un vendaje y un brazo colgado en cabestrillo. Un segundo lacayo acudió también corriendo con rostro preocupado.
—Por favor, aseguraos de que el señor Upchurch llegue a su habitación y preparadle un baño.
—Sí, señor.
Margaret contempló como Nathaniel se dirigía cojeando a la puerta, rechazando la mano del segundo lacayo igual que había hecho con el primero. Desde luego no era el hombre apacible que recordaba. En ese momento se acordó de la mirada de profunda aversión que le dirigió hacia unos días en el baile y que le había transmitido un claro mensaje: «Te detesto». Seguro que disfrutaría si se le presentaba la oportunidad de vengarse por la forma tan fría en que lo rechazó.
No podía arriesgarse a revelar su identidad.
El señor Hudson condujo el carruaje hasta la parte trasera de la casa. Allí, un mozo de cuadra se acercó a toda prisa y se hizo cargo de los caballos y el vehículo. Hudson la ayudó a bajarse y la escoltó hasta las escaleras exteriores que conducían al sótano. En el interior, la llevó a través de un pasillo hasta una puerta cerrada. Necesitó varios segundos para que sus ojos se acostumbraran a la iluminación más tenue. Entonces, el administrador le pidió que esperara mientras él entraba solo en el salón del ama de llaves. Después, llamó a la puerta con los nudillos y se oyó un débil «adelante», antes de que desapareciera, cerrando la puerta tras de sí.
En cuanto se vio sola, se permitió apoyarse contra la pared que había al lado de la puerta. Estaba agotada por el día tan largo y todo el estrés acumulado. Al otro lado de la puerta cerrada oyó el profundo murmullo del señor Hudson, seguido de un silencio y finalmente una voz femenina cargada de sorpresa y preocupación. Incapaz de resistir la tentación, pegó la oreja a la puerta.
—Señor Hudson —dijo una mujer—, entiendo que como administrador de la propiedad tiene todo el derecho a contratar a quien le plazca, pero reconozco que esperaba que me lo consultara antes, sobre todo teniendo en cuenta que prácticamente acaba de empezar en el puesto.
El hombre intentó apaciguarla con su respuesta, pero no distinguió tan bien sus palabras como las de la mujer y solo entendió unas pocas: «Londres… ayuda… prueba».
¿Prueba en el sentido de que tenerla allí sería una prueba o que la iban a contratar en período de prueba? Oyó un sonoro suspiro. Bueno, fuera lo que fuese, estaba claro que al ama de llaves no le hacía mucha gracia el asunto.
La puerta se abrió y el señor Hudson apareció con rostro sombrío.
—La señora Budgeon la recibirá ahora mismo —dijo en voz baja—. Intente causarle una buena impresión.
La mujer que había dentro era muy diferente a lo que Margaret había esperado. Se había imaginado a alguien parecido a la persona que había contratado a Joan (una matrona de aspecto lúgubre, con un vestido de cuello alto y una cofia pasada de moda). Pero la mujer que tenía delante debía de rondar los cuarenta y cinco años. Llevaba un vestido negro, aunque a la moda, con rayas grises y con un bonito encaje en el cuello. Ninguna cofia adornaba su espeso cabello, peinado en un pulcro recogido. Tenía los ojos castaños, la piel clara y unos rasgos muy agradables, aunque la cara un poco alargada y la línea de la barbilla empezaba a suavizarse. Tenía que haber sido toda una belleza en su juventud, pensó. Y todavía era atractiva, excepto por la forma tan estricta como apretaba los labios y el aire de sospecha que reflejaron sus ojos cuando la miró.
—Nora, ¿verdad?
—Sí, señora. Nora Garret.
—En Fairbourne Hall los sirvientes solo usamos nuestro nombre de pila.
Excepto cuando tenemos a más de una Mary, por ejemplo.
Margaret asintió.
—El señor Hudson me ha dicho que ha trabajado como doncella de una joven. ¿Dónde?
—En Lime Tree Lodge, en Summerfield.
—¿Y quién te contrató?
Tragó saliva.
—La señora Haines.
—En circunstancias normales escribiría a la última persona para la que trabajaste y le pediría que me enviara algún tipo de referencia. Pero dado que el señor Hudson ha iniciado todo el proceso, he accedido a tenerte un mes de prueba. Que luego sigas o no dependerá de cómo desempeñes tus responsabilidades, si obedeces las reglas de la casa y si te llevas bien con el resto del personal. ¿Ha quedado claro?
—Sí, señora.
—Bueno. Ya veremos. —La mujer se levantó—. Por tu aspecto parece que has tenido un día duro. Vamos arriba y te enseñaré tu habitación para que puedas descansar.
La señora Budgeon tomó un candelabro y la guio por el pasillo del sótano. Luego le pasó las velas a Margaret, abrió un cuarto de almacenaje con una de las muchas llaves que colgaban de su cintura y extrajo un juego de sábanas y una toalla. Después, con el candelabro en una mano y la bolsa de viaje en la otra, siguió al ama de llaves por un par de tramos de escaleras estrechas que llevaban hasta un mostrador de servicio en la planta principal y continuaron por otros dos tramos más de escaleras traseras. En Berkeley Square estaba acostumbrada a subir escaleras, ¡pero no a ese ritmo!
—Usarás las escaleras traseras para todas tus idas y venidas —informó la señora Budgeon—. Solo se te permite usar las escaleras principales en las reuniones del personal o si tienes que barrer y abrillantar los pasamanos.
Margaret se limitó a asentir; apenas tenía aliento para responder.
Cuando por fin llegaron al ático, el ama de llaves continuó con las explicaciones:
—Los dormitorios que hay en este pasillo están todos ocupados o los usamos como almacenaje. Pero detrás de la antigua aula hay una pequeña habitación que puedes usar. —Al doblar la esquina añadió con orgullo—. En Fairbourne Hall todo el personal femenino tiene su propia habitación. Eso es algo que no encontrarás en todas las casas en las que trabajes.
¿Había compartido Joan alcoba, incluso cama, con alguna otra cridada en Berkeley Square? No tenía ni idea.
La señora Budgeon abrió la última puerta y el típico olor a rancio de una estancia que lleva sin usarse durante mucho tiempo inundó sus fosas nasales. El cuarto era pequeño, estrecho y con paneles blancos. Una ventana con el cristal deslustrado permitía entrar los débiles rayos del atardecer. En una pared había una cama de hierro con un colchón; en otra, una cómoda y una silla de madera. La señora Budgeon se cambió las sábanas de brazo y colocó la toalla sobre la cómoda, frunciendo el ceño al ver la jofaina vacía donde debía encontrarse una jarra.
—Diré que te traigan agua.
En ese momento le rugió sonoramente el estómago. Se sintió tremendamente avergonzada.
El ama de llaves la miró.
—¿Cuándo comiste por última vez?
Margaret dejó el candelabro y la bolsa de viaje.
—Esta mañana.
—Te has perdido la cena y el refrigerio nocturno no es hasta las nueve. —Soltó un suspiro—. Mandaré a alguien para que te suba algo de comer. Pero no te acostumbres a que te sirvan.
«Demasiado tarde», pensó ella.
La mujer le pasó el juego de sábanas.
—Supongo que eres capaz de hacer tu propia cama, ¿verdad?
—Por supuesto —replicó con un murmullo. Lo cierto era que no había hecho una cama en la vida.
—Por la mañana, Betty te enseñará lo que se espera de ti en Fairbourne Hall. Y no quiero oír ninguna excusa del tipo «en mi anterior empleo las cosas se hacían de otra forma», ¿entendido?
—Sí, señora.
«Aunque no tiene que tener ningún temor en ese aspecto».
Cuando el ama de llaves se marchó, Margaret colgó el bonete en la percha que había detrás de la puerta y puso todo su empeño en hacer la cama. Las sábanas y la funda de la almohada estaban hechas de un áspero algodón (ni la mitad de suaves de lo que solía usar ella) pero estaban limpias y olían bien. Extendió las sábanas y las metió debajo del colchón, demasiado cansada como para preocuparse por las arrugas. Después, colocó encima una manta de lana fina y por último una colcha de algodón blanco.
De pronto, oyó un breve toque en la puerta y, antes de que pudiera responder, esta se abrió de golpe, dando paso a una mujer delgada, de pelo negro con cofia y delantal que irrumpió en la estancia con una jarra en una mano y un plato en la otra.
—Oh. —Margaret miró alrededor de la diminuta estancia e hizo un gesto a la sirvienta para que las dejara sobre la cómoda.
La mujer apretó la boca.
—Sí, milady —murmuró con acidez. Dejó caer el plato sobre la cómoda con un sonoro golpe y después empujó la jarra contra el pecho de Margaret con tanta fuerza que el líquido se desbordó un poco, mojándole la parte superior del vestido. Y el agua estaba fría.
—¿Acaso soy tu criada? —se quejó amargamente. Tenía ese tono cadencioso típico de los irlandeses—. He tenido que subir todas esas escaleras para traerte esto; no sigas mandándome.
—No lo he hecho. —Margaret se mordió el labio y dejó la pesada jarra encima de la jofaina. Cuando se dio la vuelta se encontró a la sirvienta mirando con sorna la cama.
—Espero que sepas hacer mejor las camas… o no durarás aquí ni una semana.
Margaret contempló las sábanas arrugadas.
—Bueno —continuó la mujer—. No te acuestes muy tarde. Las cinco y media llegarán antes de que te des cuenta. —Dicho aquello, giró sobre los talones y abandonó la habitación con el mismo aire majestuoso que cualquier dama de la alta aristocracia que acabara de rechazar a alguien.
Margaret se sentó en la dura silla y comió el pan, el trozo de queso y los encurtidos en rodajas que le habían traído. Volvió a mirar la cama arrugada y tuvo la sensación de que la estaba invitando a acostarse en ella. Estaba exhausta y emocionalmente agotada. Solo debían de ser las seis o siete de la tarde, pero la inconsciencia del sueño le parecía demasiado tentadora. Dejó el plato, se levantó y fue hacia la cama. Entonces se quedó petrificada.
¿Cómo se suponía que iba a desvestirse ella sola? Debería haber pensado en aquel inconveniente antes de que la sirvienta de nariz y lengua afiladas se marchara, aunque por lo grosera que se había mostrado tampoco había estado muy predispuesta a pedirle ningún favor.
Bueno, tendría que apañárselas como pudiera. Tampoco tenía que ser muy difícil. En primer lugar, se quitó el delantal y lo colgó en la percha. Después le tocó el turno a la cofia y a la peluca, que dejó al lado de la cama para tenerlas a mano. El vestido, de cuello ancho y holgado sí podía plantearle algún problema. Se bajó una manga del hombro, luego la otra y giró el vestido de forma que los pocos lazos que se ataban en la espalda quedaran ahora en la parte delantera para poder aflojarlos con facilidad. Luego deslizó la prenda por las caderas y lo dejó caer al suelo. «Bueno, esto va viento en popa», pensó. Para que luego Joan dejara entrever que era una inútil. «¡Ja!».
Ahora solo le quedaba quitarse el corsé. Intentó usar el mismo método que con el vestido y trató de bajarse los tirantes primero. Unos tirantes muy ajustados. Logró bajar uno en parte, pero el otro, ahora más tenso por haber tirado de su compañero en la dirección opuesta, le fue imposible. Intentó llegar hasta los cordones que tenía en la espalda, pero la prenda le restringía los movimientos y, aunque no la hubiera tenido puesta, tampoco era una experta contorsionista para semejante hazaña. Se ayudó de su peine con la esperanza de atrapar algún cordón, pero terminó doliéndole el hombro por el movimiento tan poco natural.
Dándose por vencida, se sentó sobre la cama para quitarse las medias. Lo que era bastante difícil, ya que las rígidas ballenas del corsé le inmovilizaban el pecho hasta la parte inferior del abdomen y le costaba mucho doblarse sobre la cintura. Aun así, pudo desatar las cintas que las sujetaban por encima de las rodillas. Después levantó las piernas para desenrollar las medias y sacarlas por los pies. Cuando terminó se sentó hacia atrás, prácticamente sin aliento por la constricción del corsé.
Se limpió de pasada los dientes. Se lavó la cara y las manos con el agua fría y se secó con la toalla que le había dado el ama de llaves. Luego movió el candelabro de la cómoda a la mesita de noche, abrió la cama y se metió en ella, todavía con el corsé y con una camisa de algodón fino. Entonces miró la peluca tirada en el suelo. ¿Y si alguien entraba? La puerta no tenía cerradura. Odiaba la idea de dormir con aquella calurosa maraña de rizos, que además le picaba un montón. Al final optó por ponerse la cofia y tapar con ella todo su cabello rubio. Sí, con eso bastaría, pensó antes de soplar la vela.
A pesar de estar mentalmente exhausta, estuvo dando vueltas un buen rato, preocupada por su futuro, por cómo reaccionaría su madre y preguntándose qué estaría pasando en Berkeley Square… hasta que, por fin, se abandonó a los brazos de Morfeo.