Capítulo 15

«Sin duda esta mano es demasiado fina, este pie es delicado y pequeño.

La manera que tengo de hablar, mi cintura, mi polisón, nunca los encontrará, ¡en una doncella personal!».

André Rieu

Mein Herr Marquis

Cascos de caballo. El tintineo de los arneses. Como estaba en el ático, solo los oyó en la distancia.

Esa tarde de septiembre lloviznaba y a Margaret le habían asignado limpiar la antigua aula que ahora se usaba como cuarto de almacenaje. Bajo la ventana, varios cubos recogían las gotas que caían desde el deteriorado tejado. A lo largo de la pared del fondo, había varios baúles dispuestos en fila, como si fueran ataúdes. En uno de ellos había hecho sitio para meter los libros, pizarras y mapas que llevaban años cubiertos de polvo, apiñados junto a la chimenea. Otro baúl estaba repleto de vestidos de baile que hacía por lo menos una década que habían pasado de moda. Supuso que de la temporada en la que debutó la señorita Helen.

La señora Budgeon también le había ordenado que limpiara el hogar y el conducto de la chimenea que llevaban años sin usarse. ¿Por qué ahora y no antes?, se había preguntado Margaret cuando se lo mandó, pero logró morderse la lengua. Por lo visto, el ama de llaves quería asegurarse de que la nueva sirvienta no tuviera un concepto muy elevado de sí misma.

Estaba intentando limpiar el conducto con el, sí, cepillo para limpiar la chimenea (estaba muy orgullosa por haber logrado identificar el correcto), cuando oyó pasos corriendo a lo lejos y el sonido de las campanillas, pero como estaba tan concentrada en su trabajo no prestó mucha atención.

La postura que tenía que adoptar para limpiar el conducto como correspondía era muy incómoda. Estaba arrodillada sobre el hogar, inclinada y con la cabeza dentro de la chimenea. Durante un fugaz segundo, se alegró de llevar una peluca oscura, porque si no tenía cuidado en breve terminaría con el pelo negro. Con ese pensamiento en mente, se quitó la cofia blanca y la tiró fuera de la chimenea ya que no quería mancharla. Después, comenzó a raspar el interior del conducto de humo con el cepillo, desincrustando un tapón de hollín. Una nube de polvo se cernió sobre ella, haciendo que tosiera y le picaran los ojos. Seguro que el hollín era perjudicial para los pulmones y los ojos. Siguió rascando.

La puerta del aula se abrió de repente y Margaret se dio un golpe en la cabeza al intentar ver de quién se trataba.

Era Betty, haciéndole gestos frenéticos mientras decía:

—¡Aquí estás! —jadeó—. ¿No has oído las campanillas?

Margaret comprobó con una mano manchada que la peluca estuviera en un sitio y salió de la chimenea.

—No mucho. Con la cabeza ahí metida es difícil oír nada. ¿Por qué?

—Porque nos han convocado para una reunión. En el vestíbulo principal. —Betty le inspeccionó la cara e hizo una mueca—. Tienes hollín en las lentes. Y por toda la cara. Pero no hay tiempo. Todo el mundo está abajo ya. —Se inclinó, sacó un trapo limpio de la caja de la sirvienta que había cerca y se lo entregó—. Toma.

Margaret lo agarró, se incorporó con las rodillas escocidas y se limpió las manos.

—¿Una reunión para qué? —preguntó—. Si ya hemos rezado.

—Ha venido alguien y nos han convocado a una reunión de inmediato. Es lo único que sé. Pero de eso hace diez minutos. —Betty le colocó una mano en la espalda y tiró de ella en dirección a la puerta—. ¡Vamos!

Margaret dejó el trapo, se agachó a toda prisa para recuperar la cofia y se la puso encima de la peluca.

—¿Estoy bien? —Le mostró la cara a Betty mientras corrían hacia las escaleras.

Betty hizo una mueca.

—Toma mi pañuelo y limpíate las lentes por lo menos.

—Pero si es el mejor pañuelo que tienes.

—Venga, ya tendremos tiempo de discutir luego.

Margaret se quitó las lentes y las limpió al mismo tiempo que bajaban las escaleras del ático (estuvo a punto de dar un traspiés).

—¿Mejor? —preguntó, poniéndose las lentes una vez más.

Betty la miró y suspiró.

—Tendrá que valer. Intenta quedarte lo más atrás posible.

Cuando llegaron a la siguiente planta y Margaret se disponía a continuar bajando por las escaleras traseras que llevaban a la planta principal, Betty le agarró por la muñeca y la llevó por los dormitorios de la familia hasta la escalera que los sirvientes nunca usaban (excepto cuando tenían que barrerla y pulirla). Se preguntó cuál sería la razón de aquello, pero no dijo nada.

Entonces lo supo. Todo el personal estaba reunido en el vestíbulo principal que había abajo. Tanto los sirvientes de la casa como los trabajadores de la finca. El guardabosques, el carpintero, los peones, los mozos de cuadra, los jardineros y otros que no conocía estaban de pie a un lado del vestíbulo. Detrás de ellos empezaron a colocarse las lavanderas, la mujer encargada del gallinero y la lechera. Cuando el vestíbulo empezó a estar demasiado lleno, otros sirvientes se colocaron en fila detrás, sobre los escalones más anchos, llenando las escaleras hasta un poco más del primer rellano. Monsieur Fournier, Hester, las ayudantes de cocina y la encargada de fregar los platos. Detrás de ellos, Fiona, los lacayos y el sirviente del vestíbulo. Los trabajadores de la finca no estaban obligados a asistir a las oraciones matinales, así que Margaret nunca había tenido oportunidad de ver a todo el personal al servicio de Fairbourne Hall.

Siguió a Betty, bajando los escalones, con la esperanza de unirse a la multitud del modo más silencioso y discreto posible. Agachó la cabeza para hacerse invisible o llamar la atención lo menos posible sobre la suciedad que la cubría de la cabeza a los pies.

Se detuvo en la escalera al lado del segundo lacayo rubio. Betty se quedó a su lado.

—¿Qué ha pasado Craig? —preguntó Betty en un susurro.

El joven se encogió de hombros.

Margaret miró hacia abajo, más allá del grupo de sirvientes, hasta las cuatro personas que estaban al otro lado del vestíbulo, frente a ellos. Un poco más apartada de los tres hombres, la señora Budgeon supervisaba al personal, como si estuviera contando mentalmente a los presentes. Aparentemente satisfecha se volvió hasta los tres hombres: el señor Hudson, Nathaniel Upchurch y…

Se quedó petrificada. «Sterling Benton. ¿Aquí? ¿Ahora?». ¿Qué hacía en la misma habitación que ella? Se le aceleró el corazón, latiendo con una fuerza inusitada.

Sterling tenía una presencia imponente con su pelo plateado, el abrigo azul marino y el bastón de ébano. Se fijó en que había dado el sombrero al segundo mayordomo, pero seguía con el abrigo puesto. Eso significaba que no se quedaría mucho tiempo.

El señor Hudson dijo algo a Nathaniel, que asintió y avanzó medio paso al frente. Después los miró a todos y se aclaró la garganta.

—Buenas tardes a todos. Este caballero es el señor Sterling Benton de Londres. Dejaré que sea él el que les cuente por qué está aquí. Por favor, préstenle toda su atención.

Sterling también se adelantó y movió algo que tenía entre las manos.

—He venido aquí porque mi hijastra lleva casi un mes desaparecida. Como se pueden imaginar, mi amada esposa, su madre, está desesperada.

Margaret apenas podía respirar.

—No sé por qué se marchó. Tuvo una pequeña… pelea amorosa… con su prometido y tal vez se escapó por despecho. Reconozco que es una muchacha impulsiva. Pero sean cuales sean sus razones, lo único que quiero es encontrarla y devolvérsela sana y salva a su madre y a su arrepentido futuro marido. No habrá ningún reproche. Se lo perdonaremos todo. Solo queremos que regrese a casa.

Levantó el objeto que tenía en la mano. Un retrato en miniatura.

—Esta es ella hace unos años. Me gustaría que se pasasen el retrato de uno en uno para que todos puedan verlo. Se llama Margaret Macy. Tiene veinticuatro años. Si alguno de ustedes la ha visto, por favor díganlo. O, si alguien la ve después de que me vaya, coméntenselo al administrador y él me lo comunicará de inmediato.

Le zumbaban los oídos. Sentía el pecho, el cuello y la cara calientes y pegajosos. Mientras los sirvientes se iban pasando el retrato, Sterling Benton los miraba detenidamente, en busca de una reacción… o puede que buscándola directamente a ella.

Los minutos empezaron a parecerle horas, tenía la sensación de estar con los pies descalzos sobre un montón de cristales rotos. Ante el temor de desmayarse, se obligó a respirar hondo, aunque cada vez le costaba más resistirse al impulso de agazaparse o, mejor, salir corriendo de allí.

Por fin el retrato llegó a su fila. Craig echó un rápido vistazo, negó con la cabeza y se lo pasó a Betty. La sirvienta principal lo miró, dudó un instante, volvió a mirarlo y se lo dio a ella. Margaret tragó saliva. Qué extraño le resultó ver su antigua imagen en sus circunstancias actuales. Qué joven parecía la muchacha del retrato, con su pelo rubio claro y rizado, recogido hacia arriba; aquellas cejas rubias sobre unos orgullosos ojos azules, las pálidas mejillas y los labios rosados. Ya no se veía como ella. Nunca más.

—¿La reconoce? —la llamó Sterling Benton.

Se dio cuenta demasiado tarde de que se había quedado mirando el retrato demasiado tiempo y había terminado llamando la atención sobre su persona. Se lo pasó rápidamente a Betty, negando con la cabeza y dándole un codazo en el costado.

—Mmm, no, señor —respondió Betty por ella—. Lo siento, señor. Es una muchacha muy bonita.

—El señor Benton no te ha pedido que hagas ninguna valoración sobre su belleza, Betty —señaló la señora Budgeon—, pero gracias.

El retrato volvió rápidamente hacia abajo de mano en mano. La señora Budgeon se lo dio al señor Hudson, que lo miró una vez, luego otra, y al final murmuró:

—Betty tiene razón.

A continuación, se lo dio a Nathaniel Upchurch que se lo devolvió a Sterling Benton sin detenerse a mirarlo.

Sterling miró a su alrededor una vez más antes de clavar la vista en Nathaniel.

—¿Y dónde está su encantadora hermana?

Nathaniel respondió sin alterarse.

—Lleva un tiempo sin hacer vida social, así que es altamente improbable que se haya cruzado con Mar… con su hijastra.

Sterling esbozó una leve sonrisa.

—Pero es una mujer y las mujeres pueden ser mucho más observadoras que los hombres, ¿no cree?

Nathaniel se quedó mirando al hombre. Después, sin apartar la vista de él, dijo con firmeza:

—Señora Budgeon, ¿podría avisar a la señorita Upchurch, por favor?

—Sí, señor.

Pero el ama de llaves miró al grupo de sirvientes que bloqueaban las escaleras, clavó la vista en Margaret y le ordenó:

—Nora, por favor, pídale a la señora que se reúna con nosotros.

Margaret no se movió. Las palabras apenas penetraron en su congelado cerebro. Ahora fue Betty la que le dio un codazo. Gracias a eso, recobró la compostura y corrió escaleras arriba sin dejar de sentir un par de ojos vigilándola atentamente.

Se precipitó por el pasillo y entró en la habitación de la señorita Helen sin llamar, yendo directamente al palanganero.

—Se requiere su presencia en el vestíbulo, señorita.

Helen Upchurch la miró expectante desde el escritorio, con el ceño fruncido.

—Vaya. ¿Por qué?

Margaret se lavó las manos, nerviosa, y sacó una pañoleta de un cajón.

—Ha venido un hombre —informó. Apenas podía disimular el acento—. Un tal señor Benton.

Helen la miró al instante.

—¿Sterling Benton?

Margaret asintió, colocó la pañoleta sobre los hombros de Helen y la anudó al cuello de su desgastado vestido de día gris.

—¿Y qué es lo que quiere?

Margaret tragó saliva.

—Dice que su hijastra ha desaparecido. Nos ha enseñado un retrato de ella y ha preguntado si alguien la ha visto.

—¿Y ha reconocido alguien… a la mujer del retrato?

Margaret colocó a Helen un mechón de pelo que se le había salido del moño.

—Creo que solo el señor Upchurch.

—¿Y por qué ha preguntado el señor Benton por mí?

—No lo sé, señorita. Supongo que para saber si ha visto a la chica.

Durante un segundo, ambas se miraron fijamente. Entonces Helen inquirió con rostro serio:

—¿Y la he visto?

Margaret apretó los labios para evitar que le temblaran. Se le secó la garganta.

—Es usted la que tiene que decirlo.

Helen ladeó la cabeza.

—¿Pero?

Durante el silencio que siguió a esa pregunta, sonó el reloj de la repisa.

Con la esperanza de ofrecerle una vía de escape, Margaret balbuceó:

—Pero… su hermano le ha dicho que… era altamente improbable que usted la hubiera visto ya que, últimamente, no ha tenido mucha vida social.

Helen frunció el ceño.

—Pero, aunque sea cierto, también tengo ojos en la cara, ¿no?

Margaret bajó la vista.

—Sí, señorita.

Había dicho lo que no debía. ¿Qué diría Helen ahora?

Margaret siguió a Helen de vuelta a las escaleras con el mismo paso majestuoso que ella, aunque se mantuvo alejada un par de metros. No le apetecía regresar al vestíbulo; todas las fibras de su ser la conminaban a salir de corriendo de allí cuando antes.

En vez de eso, puso un pie delante del otro y siguió a su señora. ¿La delataría Helen? ¿Qué pasaría si lo hiciera? Perdería el techo bajo el que ahora vivía, su dignidad, su libertad… ¿La obligarían a regresar con Sterling? No tenía ningún otro sitio adonde ir.

Las personas que estaban en las escaleras se apartaron como las aguas del mar Rojo para permitir el paso a la señora de la casa.

Margaret regresó al lado de Betty.

—Ah, señorita Upchurch. —Sterling Benton esbozó su helada y enigmática sonrisa—. Qué alegría que se haya unido a nosotros. Un placer volver a verla, aunque me hubiera gustado que fuera en mejores circunstancias.

—Señor Benton.

Él le pasó el retrato.

—Seguro que recuerda a mi hijastra, Margaret Macy.

Helen contempló la imagen en miniatura.

—Sí que la recuerdo, aunque la última vez que la vi en Londres todavía no era su hijastra, sino la hija del señor Stephen Macy, un caballero y clérigo excepcional que se marchó de este mundo demasiado pronto.

A Margaret se le encogió el corazón al oír aquellas palabras. No pensaba que Helen conociera tanto a su padre.

Benton apretó los labios.

—Qué amable de su parte dedicar esas palabras tan cariñosas al señor Macy.

Helen bajó la cabeza.

—Supongo que ya se habrá enterado de la desaparición de Margaret.

—Sí. El señor Saxby nos comunicó la noticia hace unas cuantas semanas. ¿Tiene miedo de que le haya sucedido algo malo?

—Esperemos que no. Por eso estoy haciendo todo lo que está en mi mano para encontrarla.

—¿Sí? —preguntó Helen con aire de superioridad.

«Cuidado, señorita Helen…», pensó Margaret, preocupada porque la señorita Upchurch revelara una pista sin querer.

—¿Se fue sola? —inquirió Helen.

—Hasta donde sé, sí, aunque podría haberse llevado consigo a una sirvienta.

—¿La sirvienta también ha desaparecido?

Sterling cambió de postura.

—Fue despedida el mismo día que desapareció Margaret.

—¿Puedo preguntarle por qué está tan preocupado? Por lo que recuerdo, Margaret era una joven insensata. Incluso impulsiva.

Margaret se encogió por dentro.

«Eso ha dolido».

—Espero que no se ofenda, señor Benton —se disculpó Helen.

—Para nada.

Nathaniel Upchurch se aclaró la garganta, seguramente consciente de que les estaban escuchando un montón de oídos inquietos.

—¿Por qué no continuamos con esta conversación en la biblioteca? ¿En privado? —sugirió.

La señora Budgeon y el señor Hudson intercambiaron sendas miradas de alivio. Mientras el señor Hudson urgía al personal a proseguir con sus obligaciones, Margaret también sintió el mismo alivio, pero también un ramalazo de miedo. No podía evitar preguntarse qué dirían de ella cuando no pudiera oírlos.

En la biblioteca, Nathaniel se apoyó en el escritorio con los brazos cruzados. Su cerebro latía dolorosamente por las palabras de Benton. «Prometido… futuro marido…».

Helen tomó asiento e hizo un gesto a Benton para que hiciera lo mismo, pero él rechazó la oferta y siguió de pie.

—¿Cómo sabe que Margaret no se ha fugado por una simple travesura? ¿Que no se ha ido a otro sitio para hacer compras o visitar a una amiga? —preguntó Helen.

Benton hizo una mueca.

—¿Durante casi un mes?

—Bueno, seguro que tiene el dinero necesario —señaló su hermana—. Una mujer siempre dispone de fondos suficientes en su bolso, ¿verdad?

Benton apartó la mirada.

—En realidad, no. Nos vimos… forzados a restringirle su asignación. Sus gastos empezaban a ser exorbitantes.

—Ah. ¿Y qué me dice de las amigas o familia con la que podría haberse ido?

—He hablado con todas sus amigas y he enviado a un hombre para visitar a los pocos familiares que aún le quedan. Nadie la ha visto.

—¿Así que les cree cuando le dicen que no la han visto, pero duda de la palabra de mi hermano e insiste en verme?

Benton se removió incómodo. Era la primera vez que Nathaniel le veía en ese estado.

—Puede que no esté al tanto de que su hermano Lewis bailó con Margaret y le hizo varias visitas en el pasado y también al comienzo de esta temporada.

Su hermana le miró significativamente.

—¿Ah sí?

Nathaniel hizo caso omiso de la irracional punzada de celos.

—Como bien sabe, Lewis ha bailado con muchas mujeres —respondió con frialdad—. Le puedo asegurar, Benton, que su hijastra no ha sido la única en recibir sus atenciones.

—¿Sospecha de una fuga por amor? —inquirió Helen incrédula—. Lewis nunca haría algo así. ¿Y por qué aprobaría Margaret tal cosa? Creí que había dicho que estaba comprometida con su sobrino.

Sterling se puso tenso.

—Yo nunca he mencionado a mi sobrino. ¿Quién le ha dicho eso?

Helen vaciló solo un segundo.

—Yo… supongo que el señor Saxby debió de mencionarlo con el resto de rumores.

Benton se quedó mirándola.

—Sí, Margaret estaba a punto de comprometerse con mi sobrino, Marcus Benton. Reconozco que tuvieron una pelea, pero nada serio. Él es un joven bastante comprensivo que todavía alberga la intención de casarse con ella.

Otra punzada de celos. Nathaniel cerró el puño y se esforzó por mantener un gesto de indiferencia.

—Todavía no nos ha explicado por qué está aquí. Lewis ha vuelto a la capital.

—Ya he hablado con su hermano. Por supuesto que niega conocer el paradero de Margaret. Supuse que tal vez mi hijastra vino a ver a Lewis y, cuando este la rechazó, se quedó por la zona.

—¿Y por qué iba Margaret a esperar una proposición de matrimonio de mi hermano si, como acaba de decir, estaba a punto de comprometerse con su sobrino? —quiso saber Helen.

—¿Quién entiende a las mujeres? Tal vez trataba de darle celos.

Helen frunció el ceño.

Sterling se pasó una mano por su espeso cabello plateado.

—He venido aquí porque ya no sé dónde más buscarla. Estoy desesperado.

—¿Por qué «desesperado»?

Sterling miró a Helen con recelo.

—¿No me ve capaz de preocuparme por los hijos de mi mujer? Si al menos supiéramos que está bien. Recibir alguna carta de ella… —Volvió a pasar el retrato a Helen—. ¿Está segura de que no la ha visto u oído hablar de ella, señorita Upchurch?

Helen contempló la aparentemente sincera mirada del hombre durante un buen rato. Después miró el retrato una vez más.

—Una mujer no vería una cara tan adorable como la de su hijastra y no la reconocería, señor Benton. Y un hombre tampoco, no con esa preciosa cabellera rubia. —Miró a Nathaniel—. ¿Verdad, hermano?

El aludido la miró estupefacto.

—Yo… no sabría qué decirte.

Helen se levantó y devolvió el retrato al señor Benton.

—Bueno, ¿eso es todo señor Benton? Si yo fuera usted, no me preocuparía demasiado. Estoy segura de que su mujer recibirá noticias de su hija cualquier día de estos, asegurándole que se encuentra sana y salva. —Helen movió lentamente la cabeza y dirigió a Sterling una sonrisa felina—. Una mujer joven como Margaret Macy… ¿quién sabe lo que es capaz de hacer llevada por un capricho?

Margaret estudió su imagen en el pequeño espejo que tenía en su habitación. Qué cambiada estaba. No era de extrañar que nadie hubiera relacionado a la Margaret Elinor Macy del retrato con la Nora Garret que ahora le devolvía la mirada. El pelo y las cejas oscuras eran diferentes, por supuesto. Y las lentes manchadas también disimularon sus ojos de alguna forma. La señorita Macy nunca se habría puesto una cofia con tan poco estilo ni un delantal de sirvienta tan sucio. Pero los cambios eran mucho más profundos. Tenía la cara más fina. Tras casi un mes de trabajo duro y constante, comidas sencillas y escasos dulces, había perdido peso. Tenía los pómulos más marcados, con nuevos huecos por debajo y la mandíbula más pronunciada.

Se quitó las lentes de su padre. De hecho, veía mejor con ellas. Seguro que llevaba tiempo necesitando lentes, pero había sido demasiado vanidosa para admitirlo. Sin ellas, sus ojos también se veían diferentes, aunque no sabía explicar muy bien en qué. ¿Quizá con menos ojeras ahora que dormía un poco mejor? ¿Menos cansados?

E incluso sin las lentes, estaba empezando a verse a sí misma con más claridad que antes.