Capítulo 13

«Se busca doncella que sea buena con la aguja e hilo, que sepa peinar, almidonar, leer y escribir, vestir a una joven dama, que pueda soportar una reclusión moderada y que sea formal, honesta y de buen comportamiento. Interesadas, pónganse en contacto con la señora Lambe, en la calle Stall».

Bath Chronicle, 1793

A la mañana siguiente, Margaret estaba aguardando en su habitación con la peluca y la camisa puestas y el corsé sin abrochar, cuando Fiona llamó a su puerta. Ella estaba esperando a Betty.

—Betty ya está en plena faena. Compensando lo de ayer, sin duda. Me pidió que te ayudara con el corsé esta mañana.

—Gracias, Fiona.

—Es un favor que le hago a Betty, no a ti.

Margaret se volvió para dar la espalda a Fiona, pero está la rodeó y empezó a mirar detenidamente las ballenas de marfil que le llegaban hasta la cadera y los tirantes de los hombros y las copas de refuerzo de satén. La parte delantera estaba decorada con un hermoso bordado.

—Vaya, vaya. Qué prenda más elegante para una criada. ¿Ya no la quería tu señora anterior?

—Mmm… Sí, pertenecía a una de las hijas.

Fiona asintió y se colocó detrás de ella. Después, tiró del único cordón que atravesaba los ojales con más fuerza de la necesaria.

—Gracias —dijo Margaret con los dientes apretados.

Esperó a que Fiona abandonara la habitación.

—Vamos con el resto —dijo la irlandesa.

Pero ella prefería ponerse la enagua y el vestido sola, por si se le movía la peluca cuando se lo metiera por la cabeza.

—Gracias, puedo yo sola.

Fiona se mordió el labio como si estuviera impresionada.

—Bueno, supongo que algo es algo.

Dos horas más tarde, cuando ya había terminado con su primera ronda de tareas, Margaret bajó las escaleras para ir a desayunar. De camino a la sala de servicio pasó por delante del salón del ama de llaves.

—¿Nora? —llamó la señora Budgeon desde el interior.

Margaret fue hacia la puerta.

—¿Sí, señora Budgeon?

El ama de llaves la miró desde el borde de la taza de té que estaba bebiendo.

—Parece que ayer causaste una grata impresión a la señorita Upchurch cuando decidiste por ti misma ayudarla a vestirse y peinarla. —Su tono no era nada complaciente.

—Betty estaba muy ocupada en otra cosa, señora. Yo solo quise ayudar.

—De ahora en adelante, vendrás a verme antes de ascenderte por tu cuenta.

—No tenía intención de ascend…

—No me interrumpas.

Margaret tragó saliva.

—Ni tampoco harás ningún otro cambio en las tareas que tienes asignadas. ¿He sido lo suficientemente clara?

—Sí, señora.

—Muy bien. —La señora Budgeon evitó mirarla. Luego respiró hondo y añadió—: Por lo visto, la señorita Upchurch quiere que vuelvas a peinarla. Así que, después del desayuno, irás inmediatamente a atenderla.

—Pero… Yo…

—No se trata de ninguna sugerencia, Nora.

—No, señora. Sí, señora.

Con el corazón latiéndole a toda prisa, Margaret llamó a la puerta de la señorita Helen. Una doncella no necesitaba llamar antes de entrar en el dormitorio de su señora. Pero la sirvienta que estaba temblando a la puerta de Helen Upchurch no era una doncella propiamente dicha. Se preguntó si la señorita de verdad quería que «Nora» la peinara… o si era otro el motivo por el que había requerido su presencia.

—Entra.

Margaret elevó una plegaria, abrió la puerta y accedió al interior. Helen estaba sentada frente al tocador, completamente vestida. Estaba claro que Betty había estado allí antes que ella.

La señorita Upchurch la miró desde el espejo.

—Nora, ¿verdad?

Asintió con la boca seca.

—¿Serías tan amable de peinarme, por favor?

«Por favor». ¿Cuántas veces había dicho esas dos palabras a Joan?

Se acercó a ella, contenta de que Helen le diera la espalda, aunque deseando poder tapar el espejo con un chal.

Tomó el cepillo y volvió a peinar el cabello de la dama. Bajó la vista y se dio cuenta de que el cuello alto del vestido de la señorita Upchurch estaba deshilachado y que los botones que lo adornaban estaban sueltos. No solo se había puesto muchas veces aquel vestido, sino que se había quedado muy anticuado. Helen Upchurch siempre había ido a la última moda cuando la había visto en las distintas veladas de la temporada de Londres. Pero aquello fue antes de que se le rompiera el corazón y se apartara de la sociedad.

Mientras le recogía el cabello con horquillas, notó cómo los ojos de la mujer la observaban a través del espejo. Tragó saliva y, como estaba muy nerviosa, clavó la última horquilla con excesiva fuerza.

Helen hizo una mueca.

—¿Qué haces?

A Margaret no le gustó el extraño brillo que reflejaron los ojos de Helen. ¿Era sospecha… o reconocimiento?

—¿Perdone, señorita? —dijo con su acento impostado.

La dama parpadeó.

—¿Por qué estás aquí, en Fairbourne Hall? —inquirió lentamente.

Otra vez esa pregunta. Margaret se humedeció los labios. Se preguntó una vez más si Helen lo sabría. ¿Habría visto más allá de su disfraz, todo lo contrario que sus hermanos? Seguramente estaba interpretando las preguntas de Helen de forma incorrecta. Al fin y al cabo, la mujer no la había puesto de patitas en la calle después de su último encuentro.

Margaret se armó de valor.

—Necesitaba el trabajo, señorita —empezó—. Me alegré mucho cuando el señor Hudson me ofreció el puesto.

Helen la miró con ojos entrecerrados.

—¿Y por qué ibas a querer trabajar precisamente aquí?

—Yo… No había trabajo en Londres.

Helen endureció el gesto.

—Siempre hay trabajo en Londres.

—No podía quedarme allí, señorita. Tenía que marcharme.

—Pero ¿por qué? —insistió Helen, perpleja y un tanto frustrada.

Margaret tragó saliva.

—Porque mi… —Odiaba usar la palabra «padre» en algo relacionado con Sterling Benton, pero no quería nombrar a ese hombre—. Mi padrastro me estaba presionando para que me casara con su sobrino; un joven al que no soporto. —La idea de casarse con Marcus Benton volvió a producirle un escalofrío.

Helen pareció considerar aquello unos segundos antes de decir despacio:

—No pueden obligarte a que te cases en contra de tu voluntad. La ley lo prohíbe. Puedes casarte o no; lo que prefieras.

—¿Igual que usted? —Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera detenerlas.

Durante un instante, la cara de Helen Upchurch se contrajo de dolor e indignación.

Margaret se sintió tremendamente culpable.

—Lo siento, señorita. No debería haber dicho eso. Pero ya sabe que los hombres tienen mil formas de conseguir lo que quieren y que las mujeres podemos hacer muy poco al respecto.

Los ojos castaños de Helen se quedaron mirando al vacío unos segundos.

—Cierto. —De pronto volvió a mirar al espejo—. ¿Con qué intenciones has venido aquí? Te advierto que si tienes algún plan en mente…

Margaret alzó ambas manos a la defensiva.

—No tengo ningún plan, señorita. Me hubiera gustado ir más lejos de Maidstone, pero no tenía dinero suficiente. Cuando el señor Hudson me encontró en la feria de empleo, ni siquiera sabía para qué familia iba a trabajar. Se lo prometo.

Durante varios segundos ambas se miraron a través del espejo.

Entonces Helen pareció tomar una decisión. Se levantó y se volvió hacia ella.

—Muy bien… Nora. Será mejor que sigas con tus tareas, ¿no?

A Margaret le temblaban tanto las rodillas que apenas pudo hacer una reverencia.

—Sí, señorita. Gracias, señorita.

Salió de la estancia sin estar muy segura de lo que acababa de suceder. ¿Helen Upchurch había aceptado que continuara con su disfraz? ¿O todas esas miradas cargadas de intención y preguntas sospechosas solo habían sido producto de su imaginación? Fuera lo que fuese, tendría que andar con mucho cuidado.

En el pasillo, Fiona la agarró del brazo sin ningún cuidado.

—¿Otra vez allí? ¿Qué estás haciendo? Arreglar a la señorita es tarea de Betty. Y si no fuera de ella, sería mía.

—Solo he ido porque la señorita Upchurch así lo ha querido.

—¿Y por qué lo ha querido? Porque tú misma te aseguraste de eso, ¿verdad? Te aprovechaste de la indisposición de Betty para ganarte sus favores. La señorita apenas sabía de tu existencia.

Si Margaret hubiera previsto que sucedería eso…

—Solo quería ayudar.

—Ayudarte a ti misma, querrás decir. Sabes que Betty espera que la señorita Helen la convierta algún día su doncella oficial. Así estará un paso más cerca para convertirse en ama de llaves en un futuro.

Margaret no había pensado en aquello. Estuvo tentada de decir que Betty carecía del talento necesario para hacer peinados decentes, renovar vestidos pasados de moda, ni ninguno de los trucos de belleza necesarios que se suponía que debía conocer una doncella. Pero hubiera sido muy poco amable por su parte. Y también poco aconsejable, a juzgar por la expresión furibunda de Fiona.

—Sé que no me vas a creer, pero no tengo el más mínimo deseo de convertirme en la doncella personal de la señorita Upchurch.

Fiona soltó un resoplido.

—¿Y por qué no? ¿Acaso prefieres pulir rejillas?

—No, no es eso. De hecho, me gusta hacer peinados, pero… —¿Cómo podía verbalizar sus objeciones reales? «No me gusta cómo me mira. Creo que me ha reconocido y que está jugando conmigo». Además, sabía que muchas damas iban acompañadas de sus doncellas a las visitas que hacían, a los eventos sociales, que se las llevaban de compras… y no quería salir de aquella casa y que aumentaran las probabilidades de que alguien la viera y la reconociera. En su situación, ser una sirvienta invisible era la mejor alternativa.

—¿Pero? —la presionó Fiona.

—Tienes que confiar en mí cuando te digo que no tienes que tener ningún temor. No quiero el trabajo de Betty… ni tampoco el tuyo.

Después de la oración matinal, mientras la familia desayunaba, Margaret subió a limpiar los dormitorios de los hermanos. Como de costumbre, se dio mucha prisa por temor a que Nathaniel la sorprendiera en la habitación. Como sabía que Lewis había regresado a Londres, el día anterior se había saltado su alcoba para poder terminar las tareas de Betty. El jovial Connor había dejado el cuarto hecho un desastre cuando hizo las maletas mientras los demás disfrutaban de su medio día libre, de modo que esa mañana tardó más tiempo de lo normal en limpiarlo. Así que, cuando entró corriendo en la habitación de Nathaniel, iba con retraso.

Mientras limpiaba el polvo, se paró para contemplar la maqueta de un barco que estaba sobre la cómoda. Desde luego no era ningún juguete infantil, sino un modelo a escala al que no le faltaba detalle. Tenía el casco de madera, pulida y barnizada, los aparejos hechos de crin de caballo y seda y los mástiles y palos de marfil. ¿Cómo se limpiaba el polvo de un barco así? Tomó la maqueta entre sus manos y lo Inclinó para leer el nombre que llevaba pintado en un costado: Ecclesia.

Crac.

Se quedó congelada al oír el sonido. El mástil principal acababa de romperse, llevándose con él una parte de la cubierta.

—No… —jadeó.

Justo en ese momento se abrió la puerta. Se dio la vuelta al instante. En medio del ataque de pánico, escondió las piezas rotas a su espalda como si fuera una niña a la que hubieran atrapado cometiendo una falta similar.

Nathaniel Upchurch cruzó la habitación sin apenas mirarla. ¿Acaso no creía que los sirvientes fueran dignos de su atención?

Le vio ir hacia el escritorio, recoger un libro y dar media vuelta para marcharse.

Sintió un enorme alivio. No se había dado cuenta. En cuanto se fuera se lo llevaría a hurtadillas a su habitación e intentaría arreglarlo por sí misma. Pero ¿y si acusaban a Betty, a Fiona o a ella misma de robarlo? Una maqueta de esas características costaría un buen dinero en la ciudad. No. No podía hacerlo. Además, era una mujer de veinticuatro años, no una niña asustadiza de siete.

—¿Señor? —soltó a toda prisa.

Nathaniel se detuvo en la puerta y frunció el ceño. Supuso que no le haría ninguna gracia ser abordado por las sirvientas.

—¿Sí?

—Me temo que he roto su barco —dijo, impostando el acento todo lo que pudo.

La mirada de él voló a las piezas que ahora tenía en las manos.

—Estaba limpiando el polvo, señor. Lo siento muchísimo. Debería haber tenido más cuidado.

Él atravesó la habitación a toda prisa, con los ojos fijos en el barco y los labios apretados en una línea firme. En ningún momento la miró, pero Margaret fue perfectamente consciente de la irritación, o algo peor, que brilló en sus ojos.

Nathaniel lanzó el libro sobre el escritorio con tal fuerza que se cayó al suelo, pero no le prestó atención ya que fue directo a quitarle el barco, observó el mástil roto e intentó volver a montar las piezas.

—Primero el real y ahora este.

La culpa se apoderó de sus entrañas cubriéndolas con remordimiento.

—Permita que lo arregle. Seguro que en la ciudad hay alguien que…

—Déjelo como está —espetó él. Luego colocó la maqueta sobre el escritorio, se dio la vuelta y se marchó.

El sonido del portazo reverberó en su corazón. Se acordaba perfectamente de esa mirada. De esa sensación. Odiaba haber vuelto a decepcionarle.

Soltó un suspiro y regresó al trabajo. Se agachó para recoger el libro que se había caído al suelo y le echó un vistazo. Se trataba de un libro de poemas de Robert Burns. Se fijó en la esquina de un trozo de papel, tal vez una tarjeta, que sobresalía de entre las páginas, como si fuera un niño sacando la lengua. Debía de haberse movido durante la caída. Algo en ese papel llamó su atención. Se preguntó qué poema merecería tanto la pena para Nathaniel Upchurch como para ponerle un marcador. Con la ayuda de una uña abrió el libro por la página señalada para leerlo.

En un primer momento se limitó a mirar. Después parpadeó atónita y, finalmente, frunció el ceño. Se olvidó por completo del poema y centró toda su atención en el pergamino rectangular y en el dibujo que contenía. Lo estudió con las lentes puestas y luego sin ellas. Sí… era lo que había sospechado. Una mezcla de rubor y escalofrío le recorrió todo el cuerpo.

Qué extraño que todavía conservara esa pequeña acuarela. No recordaba habérsela dado. ¿Sabría él que la había pintado ella misma? Tal vez la había colocado hacía tiempo en el libro de poesía para señalar una página y después se olvidó de ella. Y cuando la encontró más tarde, no se acordaba de que la autora era la misma mujer que lo había despreciado, que lo había rechazado. De haberlo sabido, seguro que se habría desecho de ella.

La pintura era uno de sus mejores intentos, aunque no tenía ningún valor, ni monetario ni sentimental. Solo era una bonita acuarela de Lime Tree Lodge, sin duda idealizada. La hiedra trepaba por las paredes, las rejas estaban cubiertas por clemátides que caían en cascada, el jardín rebosante de madreselva en flor y narcisos. Su gato, Claude, estaba tumbado en la escalera de entrada y la única persona que aparecía era una joven con un vestido amarillo, sentada en un columpio al lado de la casa, de espaldas y mostrando solo una parte de su perfil bajo el bonete blanco. Se había imaginado que la figura que se balanceaba en el patio lateral era Caroline, pero ahora que lo pensaba su hermana nunca había tenido un vestido de ese color. Ella, en cambio, sí.

Le entraron unas ganas enormes de quedarse con el dibujo. A fin de cuentas, era ella. Además, la acuarela le recordaba a Lime Tree Lodge. A los buenos tiempos.

Pero al final no se atrevió a hacerlo. No podía arriesgarse a que Nathaniel la echara de menos y se preguntara por qué la vieja acuarela de Margaret Macy se había perdido poco después de que entrara la nueva sirvienta. Cuando Nathaniel regresó a su habitación esa noche, se hizo con el ejemplar de poemas de Burns que había dejado antes y extrajo la pequeña acuarela de Lime Tree Lodge; lo último que había rescatado del barco en llamas. Se preguntó por qué insistía en torturarse. Aun así, se dejó llevar por los recuerdos.

Nathaniel conoció al reverendo Stephen Macy en un debate patrocinado por el Instituto Africano. El debate trataba sobre si era mejor una emancipación inmediata o gradual de los esclavos después de que se les educara para la libertad.

Ambas partes habían traído eminentes oradores, pero el que más le conmovió fue el sencillo y sentido alegato de un clérigo de un condado vecino. El señor Macy abogó por la inmediata liberación de los esclavos y dijo que las almas no tenían color alguno y que todo el mundo era igual de importante a los ojos de Dios, cuyo hijo murió para que todos los seres humanos fueran libres.

Nathaniel no estuvo de acuerdo con todo lo que dijo ese hombre, pero sí que le tocó el corazón. Mirándolo en retrospectiva, se dio cuenta de que ese día el señor Macy plantó en él una semilla que no fructificaría hasta que vivió en Barbados y vio con sus propios ojos las atrocidades que conllevaba la esclavitud.

Cuando terminó el debate, se presentó al señor Macy. El reverendo se mostró muy amable con él, incluso con sus discrepancias. De hecho, le invitó a que le visitara la próxima vez que pasara cerca de su casa.

Una visita a su tío Townsend en otoño de ese mismo año le llevó hasta Sussex. Nathaniel decidió entonces aceptar la oferta del señor Macy. El pueblo de Summerfield no estaba a mucha distancia y, tras preguntar al herrero, consiguió dar con Lime Tree Lodge.

Y qué casa más pintoresca se encontró. Dos plantas de piedra amarilla con hiedra que trepaba por las paredes y un tejado de pizarra. La propiedad estaba encuadrada entre árboles antiguos y espectaculares y una cerca, también de piedra, rodeaba el jardín inundado por los colores otoñales.

Nathaniel se sentó a horcajadas sobre su montura y se dirigió por el camino, parcialmente oculto por un gran sauce, contemplando la escena que tenía frente a sí y preguntándose si debía o no entrometerse. Oyó un traqueteo y enseguida apareció una calesa, tirada por un solo caballo, y cuyas riendas llevaba un hombre al que reconoció como Stephen Macy. A su lado iba una joven de pelo rubio que miraba con admiración al señor Macy mientras se reía por algo que este acababa de decir. Instantes después le besaba en la mejilla y se bajaba antes de que el vehículo se detuviera por completo. Luego se dirigió al columpio que había en el patio lateral y empezó a balancearse con el entusiasmo propio de un niño. Nathaniel se encontró sonriendo ante la imagen y sintió cómo su corazón saltaba de alegría.

Una muchacha mucho más joven y un niño salieron corriendo de la casa. La joven saltó del columpio, aterrizando con gracia sobre el suelo y se lo dejó a sus hermanos, columpiando primero a uno y luego a otro.

Stephen Macy apareció junto a su caballo sonriente y con un brillo que denotaba diversión en los ojos.

—¿Piensa quedarse aquí toda la tarde, disfrutando de la vista, o prefiere unirse a nosotros?

—Oh, lo siento señor. Quería que pasaran unos minutos para que les diera tiempo a entrar tranquilamente en la casa antes de llamar.

Stephen Macy miró por encima de la cerca de piedra a sus tres hijos.

—Esa es Margaret, mi hija mayor. Acabamos de llegar de visitar a los feligreses. Es un tesoro, como mis otros dos hijos. Soy un hombre con suerte.

—Ya lo veo, señor.

El clérigo le miró.

—Nathaniel, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Mi mujer no está en casa, pero entre y tome el té con nosotros.

—No quiero molestarles.

—No es ninguna molestia. Arthur vigilará su caballo.

Minutos después estaban sentados en un salón acogedor y un ama de llaves de avanzada edad les traía una bandeja con galletas y pastelitos con una pinta estupenda.

La joven rubia entró y, al verlo, vaciló un instante.

—Lo siento, padre. No me di cuenta de que tenías visita.

—Quédate con nosotros, querida. Este es Nathaniel Upchurch. Señor Upchurch, mi hija, Margaret.

Nathaniel se levantó e inclinó la cabeza.

—Señorita Macy.

Ella hizo una reverencia.

—Señor Upchurch.

Ahora que la tenía más de cerca, le resultó familiar.

—Creo que la he visto antes, señorita Macy. ¿En Londres, durante la temporada?

—¿Ah sí? —Se tocó el pelo despeinado por el viento con aire tímido y agachó la cara, que no llevaba empolvada—. Me sorprende que me haya reconocido, debo de estar hecha un desastre.

—En absoluto.

Todavía tenía las mejillas coloradas por el trayecto en la calesa y el columpio. Pero en su opinión, la Margaret Macy que tenía delante era mucho más atractiva que la dama maquillada y con un peinado impecable del salón de baile. Se la veía más natural, animada e increíblemente bella. Si su padre no hubiera estado en la sala se lo habría dicho sin pensárselo dos veces.

La joven se quedó con ellos a tomar el té. Al principio se sintió un poco tensa y claramente incómoda, pero las bromas de su padre pronto la hicieron reír. Por no hablar de la divertida y exagerada explicación que el señor Macy contó a su hija sobre cómo le había sorprendido «espiándoles» desde la cerca del jardín.

Nathaniel no podía recordar una visita en la que hubiera disfrutado tanto. Horas más tarde, cuando llegó el momento de marcharse, se fue con la intención de seguir en contacto con el señor Macy… y cortejar a su bella hija.

La siguiente primavera, después de Pascua, Nathaniel y Helen se trasladaron a Londres para la temporada social. Creían que su hermano Lewis no les acompañaría ese año ya que había viajado a las Indias Occidentales el verano anterior a petición de su padre. James Upchurch residía la mayor parte del tiempo en Barbados para gestionar sus negocios y había querido que su hijo mayor se fuera allí con él, con la esperanza de separarle de algunas relaciones desagradables que tenía en casa.

En el primer baile de la temporada, en cuanto vio a Margaret Macy le pidió un baile. Ella aceptó encantada y ambos comenzaron un cortejo que duró varias semanas. La señorita Macy parecía disfrutar de su compañía, le permitía escoltarla a la cena y recibía con agrado las visitas protocolarias que se hacían a la mañana siguiente. Todo iba viento en popa.

Hasta que llegó Lewis.

Nathaniel volvió a meter la acuarela en el libro con un chasquido. No le apetecía recordar lo que pasó a continuación.