Capítulo 32

«Esfuércese en servir con buena voluntad y atención al interés de los que le han contratado; que se den cuenta de la suerte que tienen por tener tan magnífico sirviente, que les atiende no tanto para recibir parabienes, sino con la simplicidad del buen cristiano».

Samuel y Sarah Adams

The Complete Servant

El doctor Drummond se dispuso a marcharse, absolutamente satisfecho con el proceso de recuperación de Lewis. Nathaniel lo acompañó a la puerta. Al volver por el vestíbulo, Hudson le pidió que pasara a su despacho para hablar de los gastos estimados que supondrían las últimas reparaciones y de los progresos en la construcción de las casas para los nuevos arrendatarios. Antes de que Nathaniel se diera cuenta, ya tocaba vestirse para la cena.

Cuando entró en el comedor, a las siete en punto, se dio cuenta de que Helen llevaba un bonito vestido de tarde, de color azul, que no recordaba haber visto antes.

—Estás guapísima —le dijo.

Ella levantó la barbilla.

—Sí, ya lo sé. —Le dedicó una sonrisa—. Gracias por darte cuenta.

—¿Cómo te ha ido con el señor Tompkins? —preguntó ella al empezar con el primer plato.

—Muy bien.

—¿Le explicaste la situación?

Supuso que se refería a Lewis y su «duelo». Dada la presencia de Arnold y del lacayo, decidió esperar a contarle la verdadera razón de la visita del detective en un momento más propicio.

—Sí. Y se marchó satisfecho.

—Bien. —Helen soltó un suspiro de alivio, y la conversación que se desarrolló desembocó en asuntos intrascendentes, que podían escucharse sin problemas en la zona del servicio.

Cuando Nathaniel volvió a su dormitorio, ya dispuesto a acostarse, recordó el recorte de periódico que había guardado en el bolsillo de la levita que llevaba cuando recibió la visita de Tompkins. Esperaba que fuera un artículo laudatorio acerca del éxito del detective en la captura del Poeta Pirata, o algún cotilleo relativo a Sterling Benton, así que, sin demasiado interés, sacó el trozo de papel y lo desdobló para leerlo a la luz de una vela.

Cuando leyó la noticia le asaltó un cúmulo de emociones, que comenzaron por la sorpresa, y a la que siguieron el alivio y la preocupación. El hecho de que debía enseñárselo a Margaret, y cuanto antes, lo llenó de inquietud. Se sintió tentado de dejar el asunto para la mañana siguiente, o la otra. Sin embargo, haciendo de tripas corazón, salió al pasillo y lo recorrió hasta llegar a las escaleras traseras.

Nathaniel se sintió algo cohibido al llegar al estrecho pasillo del ático, como le ocurría siempre que estaba allí. Afortunadamente, hacía unas semanas que su perro le había mostrado cuál era la puerta de Margaret. No le seducía nada la idea de tener que llamar puerta por puerta hasta encontrar la que buscaba.

Si en realidad hubiera sido una criada, la habría mandado a buscar para que bajara a uno de los salones, o a la biblioteca, pero ya no le preocupaba en absoluto mantener el buen nombre de «Nora Garret». Miró alrededor, no vio a nadie y llamó lo más tenuemente que pudo a su puerta.

—¿Quién es? —preguntó Margaret con cautela desde dentro del cuarto.

—Soy Nathaniel. Siento molestarte, pero tengo noticias…

Descorrió el cerrojo y abrió la puerta unos centímetros, los suficientes como para revelar la cara y la figura de Margaret Macy en ropa de dormir. Se le aceleró el corazón y se quedó con la boca medio abierta. Por supuesto que sabía que era ella, pero, de alguna manera, hasta ahora le había resultado más sencillo hablarle como Nora. Y en ese momento ahí estaba, en camisón y con una bata por encima, el largo pelo rubio al descubierto, recogido en una trenza que le caía sobre el hombro, con reflejos casi plateados a la luz de la vela que había en la mesilla. Sin la desaliñada cofia, ni la peluca oscura, ni las cejas oscurecidas, ni delantal. Solo ella. Disfrutó de la visión.

La joven miró hacia abajo, muy cohibida.

—Lo siento, pero iba a meterme en la cama.

—No pasa nada. Es solo la sorpresa de verte así.

Bajó la cabeza, tocando nerviosamente el extremo de la trenza.

No pudo contenerse. La tomó de la mano y, al mismo tiempo, acarició los mechones de la trenza a la altura de su clavícula.

—Casi se me había olvidado lo rubio que era tu pelo.

«¡Mentiroso!», se amonestó a sí mismo. Estaba deseando desatar la cinta para deshacer la coleta y pasar los dedos por la sedosa melena. Tragó saliva.

Al fondo del pasillo se cerró una puerta, haciendo que ambos se sobresaltaran.

—Igual deberías pasar un momento —susurró ella.

Dudó, pero, estando tan cerca, el sentido común y el del decoro desaparecieron. Entró, cerró la puerta y se quedó allí de pie, mirándola embobado.

—¿Tienes noticias? —le urgió.

¿Las tenía? ¡Se había olvidado de todo! De todo menos de su deseo de acercarse, tomarla en sus brazos y besarla. Notó que ella se estremecía y, en ese momento, se dio cuenta de que él también tenía la carne de gallina.

—Hace frío aquí arriba —dijo. Se obligó a apartar la mirada de ella y a echar un vistazo al cuarto, pequeño y muy sencillo—. Qué extraño me resulta ver a la señorita Macy en unos aposentos tan humildes.

—No me importa.

—Casi te creo. —Volvió a mirarla y a degustar sus rasgos—. ¡Cómo has cambiado!

Ella volvió a estremecerse.

—Tienes frío. —Le deslizó las manos por los hombros y los brazos, sobre las mangas de la bata. Le tomó una mano, después la otra, y las frotó contra las suyas, más grandes y calientes—. Esto te hará entrar en calor.

—Desde luego —dijo, e inspiró.

Dejó de mover las manos, pero no soltó las suyas. Ella ni se movió hacia atrás ni hizo ningún intento de soltarse, y Nathaniel tuvo la esperanza de que eso fuera una señal de que sentía lo mismo que él. ¿O era solo que pensaba que estaba en deuda y temía perder su escondite si lo rechazaba? Esa idea enfrió su ardor. De repente se acordó de para qué había ido a verla a su cuarto a esas horas de la noche.

Se aclaró la garganta.

—He leído una noticia que me ha dejado muy sorprendido —dijo.

—¿Sí? —Se puso inmediatamente en guardia, con los ojos muy abiertos y llenos de interés. Todavía le daba cierto miedo contárselo, aunque sabía que debía. Tenía miedo de lo que fuera a hacer.

Margaret se quedó quieta, esperando la anunciada noticia.

Él sacó del bolsillo un recorte de periódico.

—Es el anuncio de un compromiso matrimonial.

Margaret se asustó mucho. ¿Se habría atrevido Sterling a publicar un falso anuncio de compromiso entre ella y Marcus, para así forzarla a aparecer y aceptar lo inevitable?

—El compromiso entre Marcus Benton y la señorita Caroline Macy —concluyó Nathaniel.

Margaret se quedó conmocionada. El corazón casi le hacía daño al golpear las costillas.

—¿Caroline Macy? ¿Estás seguro?

—Sí. —Le pasó el papel y esperó a que lo leyera a la luz de la vela—. Creo que no son buenas noticias —dijo con voz sombría.

—¿Cómo van a serlo?

—En fin, un hombre con el que no te querías casar, aunque te forzaban a hacerlo, ahora está prometido con otra.

—¡Pero esa «otra» es mi hermana pequeña! Que apenas tiene diecisiete años. Demasiado joven y demasiado inocente como para casarse con un sinvergüenza como Marcus Benton.

—Eso era lo que me temía —dijo él, soltando un suspiro.

A Margaret le empezó a doler la cabeza y se le volvió el estómago del revés. ¿Realmente tenía Marcus la intención de casarse con Caroline, o simplemente era un ardid de Sterling para obligarla a aparecer al enterarse de la noticia? Margaret se acordó de lo feliz que parecía Caroline bailando entre los brazos de Marcus. Sí, no era nada extraño que una chica que aún no había salido de la escuela perdiera la cabeza por el joven Benton con mucha facilidad. Y cuando Caroline se diera cuenta de la verdadera naturaleza del individuo con el que se había casado, sería demasiado tarde.

Se dio la vuelta y empezó a andar por la pequeña habitación.

—Permíteme que te ayude —dijo Nataniel.

—¿Y qué podrías hacer tú? —preguntó, sin dejar de andar.

—Puedo casarme contigo.

—¿Casarte conmigo? —Se volvió en redondo, mirándolo incrédula.

Se encogió como si ella le hubiera dado una bofetada.

—Sé que era Lewis a quien querías. Si aún es ese el caso, haré todo lo que esté en mi mano para convencerlo. De hecho, seguramente ahora que sabe lo de tu próxima herencia, estará más dispuesto.

—No tengo la menor intención de casarme con Lewis. —Frunció el ceño—. Pero, en todo caso, ¿cómo podría ayudar a mi hermana el que yo me casara, fuera con quien fuese?

—Si Marcus ha pedido en matrimonio a tu hermana para que salgas de tu escondite… y todavía alberga la intención de casarse contigo por tu herencia…

—Mi cumpleaños es dentro de dos semanas. Si puedo permanecer soltera hasta que reciba mi herencia, concederé a Caroline una dote muy generosa, para que pueda casarse con alguien que merezca la pena. Y yo puedo casarme o no, depende de mí.

Él negó con la cabeza.

—Llevas unos meses viviendo bajo nuestro techo, Margaret. En esta situación tan inusual, un caballero contrae ciertas obligaciones, ciertos deberes…

Ella sintió un escalofrío, y reaccionó alzando la barbilla y hablando con mucha formalidad, como si la magia hubiera desaparecido.

—Le aseguro que no ha contraído la más mínima obligación, señor Upchurch. Ni usted ni su hermano sabían que yo estaba aquí, aunque sospecho que su hermana sí que lo supo desde el primer momento. No tiene por qué preocuparse. No debe proteger mi honor, tal como se han desarrollado las cosas, si, por lo que veo, es eso lo que le preocupa.

—No me lo tomo como una obligación, se lo prometo. —Se acercó un paso hacia ella, con una ligera sonrisa en los labios—. De hecho, no puedo pensar en ninguna otra mujer a la que me apeteciera encadenarme.

Se puso muy rígida. El enfado le salía por todos los poros.

—No quiero que esté «encadenado» a mí. No quiero que nadie «tenga» que casarse conmigo. Ni Marcus Benton, ni Lewis, ni usted.

—Margaret, solo estaba bromeando. No…

Ella abrió la puerta.

—Ahora, debo rogarle que se vaya, señor, en este mismo instante. —Pronunció las palabras susurrando, pero con aspereza.

Nathaniel dudó. Después, con un gesto de pena y arrepentimiento, se marchó.

Margaret cerró la puerta, se echó en la cama y se puso a llorar. La invadían la pena y la confusión. Un matrimonio de conveniencia con un buen hombre no podía ser la única alternativa a un matrimonio con un hombre despreciable. ¿Acaso Nathaniel le había propuesto el matrimonio por sentido del deber, tal como ella le había espetado? ¿O de verdad quería casarse con ella? Nunca había dicho que la amaba. Recordó el beso. No le cabía duda de que la deseaba físicamente. Pero ¿la amaba? ¿No sería como en el caso de Lewis, que solo la deseaba? ¿Pudiera ser que, olvidándose de su desprecio anterior con él, quisiera darle una segunda oportunidad, sobre todo ahora que había una herencia de por medio?

Odiaba la idea de que los Benton se hicieran con el dinero, sobre todo ahora que no faltaban más que dos semanas para su cumpleaños. Estaba muy cerca de lograr la independencia total. Pero si esperaba para salvar su dinero, ¿sería a costa de perder a su hermana?

No obstante, Margaret sabía que también los Upchurch necesitaban dinero. Si renunciaba a su herencia para comprar la libertad de Caroline, ¿estaría renunciando para siempre a su oportunidad con Nathaniel Upchurch?

¡Menudo desastre! Nunca debía haber dicho que estaba dispuesto a casarse con ella para proteger su reputación. ¡Qué comportamiento más absurdamente altivo por su parte! Deseaba con todas sus fuerzas casarse con Margaret. Intentó que la reacción negativa no lo obsesionara como un cielo oscuro y el ambiente cálido y sofocante previo a una tormenta de verano. Pero ¿es que se estaba engañando a sí mismo? ¿Acaso no había vuelto a rogarle que se casara con él, igual que hacía dos años, y solo para que volviera a rechazarlo, casi de la misma manera?

Intentó ponerse en la piel de ella, en una situación límite como la que estaba viviendo. Pero si ya resultaba difícil saber qué podía pensar y sentir una mujer en un día bueno, no digamos en el lío en el que Margaret Macy estaba metida.

Nathaniel se pasó los dedos por la cara, completamente frustrado. ¿Quién podía ser capaz de entender a las mujeres? Puede que otra mujer, pensó. Le preguntaría a su hermana. Pero era tarde, seguro que ya se habría ido a la cama. Sería lo primero que haría a la mañana siguiente.

Nathaniel se despertó pronto. Puede que lo despertara el ruido que había hecho una de las sirvientas al llevar agua caliente, aunque no vio a nadie. Lo más probable es que fuera su deseo de arreglar la debacle de la noche anterior lo que le sacó de la cama. No podía esperar hasta el desayuno. Quería hablar con su hermana ahora y trazar un plan respecto a Margaret.

Helen contestó nada más llamar a la puerta y lo invitó a entrar, sentada en la cama y con una sonrisa somnolienta.

—Bueno, bueno… No habías venido a mi habitación tan temprano desde que éramos unos crios. ¿Qué pasa?

—Se trata de Margaret, eh… de Nora…

—Está bien, ya lo sé. Lo supe desde el primer momento. Bueno, casi.

—Me lo imaginaba. Siempre has sido la más inteligente de todos.

—No me digas que te ha rechazado otra vez por Lewis —espetó ella, frunciendo el ceño—. Eso era lo que más temía. Si lo ha hecho, le daré un buen coscorrón.

—No, no es eso.

—¿Entonces qué es lo que pasa? Cuéntamelo todo.

Se lo contó. Todo. Bueno, casi todo. No mencionó exactamente lo del apasionado beso en su habitación…

Helen escuchó sin intervenir su relato de los acontecimientos y su última conversación con Margaret.

—¿Se lo has dicho? —preguntó cuando terminó.

—¿Qué si le he dicho qué?

—Que la amas.

Nathaniel notó que sus mejillas se encendían por la vergüenza de hablar de tales cosas con Helen. ¿Cómo se le habría ocurrido hablarle de cuestiones tan íntimas, y que no solo le afectaban a él, sino también a Margaret? Pero entonces, sus palabras traspasaron toda la capa de vergüenza que lo envolvía y se clavaron como un aguijón en su cerebro.

¿Se lo había dicho? Se estrujó el cerebro. ¡Ella lo tenía que saber! Todo lo que le había dicho, el modo como la miraba, como la tocaba, su ofrecimiento para casarse con ella… Pero ¿se lo había dicho?

—No con esas palabras —admitió. ¡Mira que era imbécil!

Helen puso los ojos en blanco, como pidiendo paciencia al cielo.

—Nathaniel Aaron Upchurch, ¿qué voy a hacer contigo?

—Supongo que podrías castigarme a escribir un soneto, o cualquier cursilada de ese tipo.

Ella negó con la cabeza.

—La verdad es que no me gusta la poesía, al menos la cursi. Dile simplemente lo que sientes. Dile la verdad.

Asintió, pensando en todo lo que debía haberle dicho.

—¿Y bien? —preguntó ella, arqueando las cejas.

—¿Y bien qué? —preguntó Nathaniel.

Helen le lanzó una almohada.

—¡Corre a decírselo!

Esquivó el almohadazo y se volvió hacia la puerta.

—¡Ah! —añadió Helen—, y dile también que necesito que…

Nathaniel se detuvo con la mano en el pomo.

—¡Bueno! —suspiró Helen—. Supongo que tendré que renunciar a ella a ese respecto. Una pena. Nunca había tenido el pelo tan bien arreglado.

Le guiñó el ojo y le hizo una seña para que se marchara corriendo.

Nathaniel bajó primero a la planta principal y miró en los salones, que era donde solía estar Margaret por las mañanas, pero no la encontró. Así que volvió a subir las escaleras del servicio, hasta hace poco una especie de tabú para él. Si no estaba allí, tendría que atreverse a ir a la sala de los criados.

Llamó a la puerta de su habitación, pero no obtuvo respuesta. La puerta se abrió con el simple toque de sus nudillos. La había dejado sin cerrar.

La empujó despacio, hasta abrirla del todo.

—¿Margaret? Soy yo.

Silencio.

Entró con el corazón latiéndole a toda velocidad. La cama no tenía sábanas. Tampoco había ninguna toalla en el toallero, ni ningún uniforme ni delantal colgando del gancho. La habitación estaba vacía. Sin vida.

Se había marchado.

Bajó las escaleras casi corriendo, pensando que igual podría alcanzarla todavía.

Hudson lo detuvo antes de que entrara por el estrecho pasillo hacia la zona del servicio. Tenía cara de preocupación.

—Precisamente iba a buscarle, señor. Tengo una nota para usted. De Nora.

El hombre le pasó el papel sellado.

—Estaba dentro del sobre con las notas que ha dejado para la señora Budgeon y para mí. Informando.

—¡Maldita sea! —murmuró Nathaniel cerrándolos ojos con fuerza. Se llevó la nota a la biblioteca para leerla en privado.

Querido señor Upchurch:

Por la presente le hago saber que dejo Fairbourne Hall y vuelvo a Londres. Sé que esta decisión va a desconcertarle después de nuestras últimas conversaciones, pero espero que, por muy sorprendentes que sean las noticias que pueda recibir y que me atañan, no piense lo peor de mí.

Quiero agradecerle el que me haya permitido permanecer bajo su techo, incluso después de saber quién era en realidad. He aprendido muchísimo de la experiencia. He aprendido, por ejemplo, que uno de la larga lista de defectos que llevo a cuestas es mi tendencia a juzgar a las personas por sus apariencias y, en general y por desgracia para mí, a juzgarlas erróneamente. También he aprendido otras muchas cosas. Por ejemplo, a querer a su hermana y a entender a su hermano y, me atrevo a decir, a admirarle a usted. Quien despreció estúpidamente su propuesta de matrimonio de hace dos años era una muchacha descerebrada y superficial, y ahora, una mujer joven y algo más experimentada ha aprendido lo que significa arrepentirse de una acción estúpida. No hay forma de reparar aquel error, ni nada de lo que arrepentirse en este momento, pero quería que lo supiera.

Le deseo mucha felicidad y mucha salud a toda su familia.

M.E.M.

P. D. Su amigo el señor Hudson es una joya. Espero que no dude en darles sus bendiciones a él y a su hermana Helen.

Se le aceleró el pulso. Lo notaba errático. ¿Adonde iría y qué iba a hacer? ¿Por qué no le habría dejado absolutamente claros sus sentimientos y sus esperanzas? ¿Por qué no le había prometido hacer todo lo que estuviera en su mano para ayudarla, para que no se sintiera obligada a enfrentarse ella sola a Sterling Benton?

Notó que alguien lo estaba mirando y levantó la vista. Robert Hudson estaba en el umbral, mirándole con precaución.

El hombre sostenía otra nota entre sus manos. La levantó como si estuviera en una subasta.

—En la nota que me ha dejado dice que Betty Tidy merece que se le suba el salario. —Echó otra mirada a la carta—. Y que debería contratar a Joan Hurdle, de Hayfield, para sustituirla. —Hudson lo miró de nuevo—. ¿Ya a ti que te dice?

—Que tendría que dejar que te casaras con mi hermana —respondió Nathaniel parpadeando.

—¿En serio? —El hombre levantó las cejas, completamente asombrado.

—En serio.

Nathaniel no pensaba en otra cosa que en pedir su caballo y salir de inmediato para alcanzarla, pero no podía marcharse. Todavía no.

«Por favor, Dios mío, protégela de Benton. Y no dejes que haga ninguna tontería antes de que yo pueda llegar allí después de hacer lo que tengo que hacer».