Capítulo 30

«Lejos de casa, el ayuda de cámara cargaba las armas y esperaba (a su señor) en la mesa».

Arriba y abajo. La vida en una casa de campo inglesa

«Ha venido a terminar lo que empezó», pensó Margaret, que estaba de pie en la penumbra de la enfermería, incapaz de moverse o gritar para impedir que un hombre obligara a Lewis Upchurch a tragarse una hierba venenosa. Pero él estaba dormido y no podía ni masticar ni tragar. La hierba no atravesaba su garganta, por mucho que el hombre la empujaba.

En un momento dado, el asesino la miró y, horrorizada, se dio cuenta de que era Sterling Benton.

—No podrás casarte con él si está muerto —dijo Sterling, mientras hacía una mueca por el esfuerzo de meter los dedos en la boca de Lewis—. Y tendrás que casarte con Marcus…

Margaret abrió los ojos de repente, despertando del sueño, pero aún aterrorizada. Se estremeció al recordar las imágenes de forma muy vivida, como si hubieran sido reales. Le alivió darse cuenta de que solo había sido un sueño. Un mal sueño. «Lewis está bien», se dijo a sí misma. Nadie, ni Sterling, ni un hombre enmascarado, ni ningún pirata, había ido a la casa para acabar con él.

De todas formas, sintió un inquietante aguijonazo de miedo desde las extremidades hasta el estómago. No iba a poder dormirse otra vez. Desistió de ello, apartó la ropa y prácticamente saltó de la cama. Se puso la bata, deslizó los pies en las zapatillas y salió de su pequeña habitación. El ático estaba completamente tranquilo. Sin embargo, la sensación de inquietud no desaparecía; todo lo contrario, crecía con el paso del tiempo.

Bajó el primer tramo de escaleras y se detuvo a escuchar. ¿Había oído algo? No estaba segura. Siguió descendiendo hasta la planta baja. A la luz de la luna que entraba por los altos dinteles semicirculares, el vestíbulo parecía una especie de museo sin vida. Nada perturbaba el silencio, salvo el constante tictac de un alto reloj de pared, marcando el tiempo más lentamente que los latidos de su corazón.

Se dirigió hacia la escalera principal, pasó junto al despacho del señor Hudson y, pisando con mucho tiento el suelo de mármol, se acercó a la biblioteca. Durante la noche solamente debería haber dos personas en la improvisada enfermería, Lewis y la cuidadora. ¿Por qué estaba segura de que no estaban solos, aunque no lo viera? ¿Por qué ese sentimiento de peligro inminente?

Nathaniel estaba sentado en un banco, con la espalda apoyada sobre la parte baja del tronco de un sauce. Desde allí, a la luz de la luna, podía ver perfectamente la arcada y los jardines de detrás. Deseaba con todas sus fuerzas que Margaret saliera esa noche y se reuniera allí con él.

Por desgracia, inmediatamente se puso a pensar en Lewis y en la amenaza de Preston de acudir en cualquier momento, lo que diluyó los agradables pensamientos anteriores como se diluye una cucharada de sal en el agua. Aunque el bandido hubiera atacado el barco en Portsmouth hacía cinco días, no habría tenido el más mínimo problema en llegar ya a Kent. Al pensarlo, deslizó la mano hacia la espada que había dejado en el banco, a su lado. Desde que le dispararon a Lewis, siempre la tenía cerca.

Oyó pasos sobre las baldosas de la arcada. Volvió la cabeza, pero no era Margaret saliendo de la casa. Era un hombre, emergiendo de entre las sombras y vistiendo una larga capa.

Y un tricornio.

Nathaniel se levantó de inmediato y corrió hacia la arcada. A pesar de que le ardía la sangre, procuró mantener la calma, al menos exteriormente.

—Buenas noches.

Abel Preston se detuvo. Abrió mucho los ojos debido a la sorpresa y torció el gesto. Pero eso solo duró un instante. De inmediato endureció la mirada y apretó los labios.

—Hola, Nate. ¿Formas parte de comité de bienvenida?

Nathaniel adelantó la espada.

—Depende. Si es esta la bienvenida que esperabas, sí.

El individuo suspiró.

—Antes pensaba dedicarme a encontrar el resto del dinero. Sé que hay más, mucho más.

Nathaniel echó una mirada por detrás del asaltante, pensando que probablemente habría venido acompañado.

—¿Dónde están tus compañeros de fechorías?

—No les gusta alejarse tanto del mar. Además, les aseguré que este trabajito lo podía llevar a cabo sin ninguna ayuda. Supongo que no me permitirías buscar el dinero, si te prometo volver después y morir como un caballero, ¿no?

—No eres ni has sido nunca un caballero.

—No hay ninguna necesidad de ser groseros, Nate. No te maté cuando tuve la oportunidad de hacerlo, ¿verdad? Pero ahora sí que te mataré si te atreves a cruzarte en mi camino.

—Me atrevo. —Nathaniel elevó la espada.

Una vez más, el pirata suspiró como si estuviera sufriendo mucho y desenfundó su propia espada. El filo se movió a la velocidad del rayo y Nathaniel apenas tuvo tiempo de desviar la estocada. Era increíblemente rápido, tanto moviendo el arma como desplazándose. Le hacía retroceder una y otra vez. Nathaniel paraba los golpes perdiendo terreno, manteniéndose apenas fuera del alcance del brillante acero de su enemigo.

Pronto se dio cuenta de que el antiguo comandante del ejército seguía siendo mucho mejor espadachín que él, pese a sus muchas horas de práctica con Hudson. No iba a ser capaz de pararlo durante mucho más tiempo. «Señor, hágase tu voluntad…».

Seguro que no era nada más que una sensación equivocada, se dijo Margaret a sí misma. Aunque no lo suficientemente intensa como para justificar el que despertara al señor Hudson o a algún otro para que la acompañara. ¿Era una locura que entrara ella sola en la biblioteca? Sintió un escalofrío en la espina dorsal. Se acordó de lo que le habían contado Nathaniel y el señor Hudson acerca del pirata y su resentimiento. ¿Y si había sido él el que disparó a Lewis y había vuelto a completar el trabajo? ¿O si era Sterling el que estaba allí, como en su sueño? Esperándola después de que ese detective le hubiera contado que se escondía como criada en Fairbourne Hall. ¿Sería capaz Sterling de matar a un hombre para evitar que se casara con otro que no fuera Marcus? Volvió a estremecerse. Detestaba a Benton, pero no podía creer que fuera tan malvado. Levantó el pomo con muchísimo cuidado y abrió mínimamente la puerta.

Solo vio la luz débil de la lámpara de aceite y notó mucha quietud. Conforme se iba abriendo más el arco de la puerta, vio a la enfermera, la señora Welch, tumbada en el sofá del rincón, con la boca abierta y, por una vez, sin emitir ronquido alguno. Abrió un poco más la puerta y vio la cama, la silueta de Lewis, y a un hombre inclinado sobre él, apretando una almohada contra su cara…

—¿Qué pasa? ¿Esta noche no hay poesía? —jadeó Nathaniel, intentando distraer a su enemigo.

Se rodearon el uno al otro mientras recobraban el aliento.

—No pensaba que te gustaran mis poesías.

—Es verdad, son muy malas y no me gustan.

—De todas formas, ya que insistes, lo intentaré.

Durante una décima de segundo, Preston perdió la concentración y Nathaniel le golpeó, sorprendiéndole con la guardia baja y haciéndole perder pie. Preston cayó al suelo, pero pese a todo logró bloquear con su espada el salvaje ataque de Nathaniel.

—Baja la espada —gritó una voz.

Nathaniel se dio la vuelta. Robert Hudson apuntaba con una pistola al hombre que estaba en el suelo.

Preston miró la pistola del hombre que le apuntaba y después observó que estaba resuelto a disparar. Entonces decidió dejar la espada en el suelo y ponerse en pie, con las manos levantadas como si se estuviera rindiendo.

—¡Vaya, vaya! Si es nada menos que Robbie Hudson, mi antiguo secretario. Seguro que no serías capaz de dispararle a tu antiguo amo.

—Si tengo que hacerlo, no lo dudaré.

—Pero sin tirar a matar, recuerda.

—Tú has matado muchísimas veces. ¿Cuántos esclavos asesinaste con tus propias manos?

—Ya dejé atrás esa vida —dijo Preston, encogiéndose de forma manifiesta.

—Y, de paso, también a tu mujer y a tus hijos —dijo Hudson torciendo el gesto—. ¿Mandamos al cochero a buscar al alguacil? —preguntó, sin apartar los ojos del pirata.

De repente, Preston hizo un gesto rapidísimo, le dio un empellón a Hudson y, casi al mismo tiempo, sacó una pequeña pistola de una de sus botas. El administrador movió los brazos como si fueran las aspas de un molino al deslizarse hacia atrás, intentando mantener el equilibrio y consiguiéndolo a duras penas.

—No quiero ir a prisión, gracias —dijo Preston, apuntándole con su pistola al pecho.

Nathaniel soltó una exclamación al ver a su amigo en tan grave peligro.

Se oyó un disparo, y el ruido de un hombre cayendo al suelo.

A Nathaniel se le heló la sangre en las venas. Si Hudson había muerto, no se lo perdonaría nunca a sí mismo. Pestañeó y se volvió para ver cómo estaba.

Hudson estaba de pie, con cara de asombro. El Poeta Pirata yacía en el suelo, tumbado de espaldas, con la capa extendida y una gran mancha de sangre en la camisa.

Nathaniel se volvió para mirar. Si no era Hudson el que le había disparado, ¿entonces quién?

Allí, de pie, estaba la respuesta a su pregunta.

La acerada forma del señor Tompkins, tan calvo como el día anterior, con el brazo extendido y una pistola aún humeante en la mano.

Durante un pavoroso instante, Margaret se quedó mirando la escena, pestañeando de asombro y sin reaccionar, como si lo que estaba viendo no fuera real. Quizá se debió a la pesadilla, o a que había leído demasiadas novelas góticas, y por eso había creído ver a un hombre sobre la cama, ahogando a Lewis con una almohada que apretaba contra su cara. En realidad, el hombre estaba sentado en el borde de la cama. No se trataba de un enmascarado, ni de un pirata, ni de Sterling Benton. A la escasa luz de la lámpara de aceite de la mesita de noche, reconoció la familiar figura de Connor. El joven ayuda de cámara tenía los hombros hundidos y la cabeza baja, y sostenía, eso sí, una almohada en el regazo. Parecía vencido. ¿Habría sido una imaginación suya el haberlo visto intentando ahogar a su señor?

Se atrevió a volver a mirar la cara de Lewis, y después al pecho. ¿Había algún movimiento? ¿Habría llegado demasiado tarde?

—¿Nora? —Connor la miró, con rostro muy sombrío y ojos empañados. ¿Habría bebido para acumular el coraje necesario?

—Connor. —Se mojó los labios, repentinamente secos—. ¿Qué haces con esa almohada?

Bajó los ojos, como si solo en ese momento se estuviera dando cuenta de lo que tenía entre las manos.

—Pues… en realidad resulta que nada —susurró. Parecía que le hablaba a la propia almohada, o a sí mismo, en vez de a ella.

—¿El señor Upchurch está…?

—Vivo y bien —dijo entre dientes, con voz ronca.

Sintió un inmenso alivio.

—No exactamente bien… —corrigió.

—Lo estará. Eso ha dicho el doctor Drummond.

—¿Qué es lo que ha dicho? —preguntó Margaret, arrugando la frente.

—Que el señor Lewis se va a recuperar, que estaba seguro de ello. Y tú lo escuchaste hablar, recobrar el conocimiento. Solo es cuestión de tiempo.

Lo comprendió todo en ese momento.

—¿Y por eso estás aquí?

Asintió, como si estuviera conmocionado.

—Pero, finalmente, no he sido capaz de hacerlo.

Margaret dirigió una mirada preocupada a la señora Welch, que yacía en el sofá en una postura poco natural.

—Connor, ¿por qué sigue dormida la señora Welch?

—Solo un poco de láudano en el té, eso es todo —contestó, encogiéndose de hombros.

Claro, por eso la pobre mujer tenía tanta tendencia a dormirse.

—No es la primera vez, ¿verdad?

—No quería que me viera dándole… lo que le daba. Podría haber dicho algo. Solo quería que estuviera quieta y sin intervenir hasta que él muriera.

—¿Era eso lo que estabas haciendo cuando vine por aquí hace dos días?

—Hiciste que se me cayera al suelo. Y no es barato, por cierto… —Connor arrugó la frente—. El señor White estaba seguro de que no sobreviviría, y yo de que nos libraríamos de él por fin, pero aguantó y aguantó…

—Pero fuiste tú, ¿no es verdad? Tú le disparaste en el duelo.

—No hubo ningún duelo —espetó, soltando una risa llena de desolación.

—Pero la señorita Upchurch habló de una nota de desafío…

—Fui yo el que escribió esa nota y la deslicé bajo la puerta del señor Lewis la noche del baile. Cuando por fin volvió a su habitación y la leyó, pensó que el señor Saxby le estaba retando a causa de la señorita Lyons. ¡La cantidad de fanfarronadas e insultos que soltó al principio! Aunque después se calmó, y hasta pensé que se iba a echar atrás. Finalmente decidió que se encontraría con Saxby, pero que intentaría disuadirlo respecto al duelo. Dijo que iba a disculparse, porque lo de la señorita Lyons era solo un juego para él.

—Pero, de todas formas, preparó las pistolas y se las llevó.

—Fui yo quien lo hizo. Las había limpiado y cargado muchas veces y sabía cómo se hacía.

Una vez que había empezado a hablar, parecía que Connor quería confesarlo todo. Margaret hubiera deseado no ser la única en escucharlo.

—Cuando llegamos a Penenden Heath, atamos los caballos y el señor Lewis buscó a su rival. Le di una de las pistolas y le dije que era yo quien lo había retado. Se lo dije cara a cara, de hombre a hombre, pero él rehusó enfrentarse. «Los duelos son cosa de caballeros exclusivamente», me dijo. —Connor escupió las palabras, como si le resultaran asquerosas—. Y, al parecer, como simple sirviente, apenas soy siquiera un hombre, o sea que no digamos un caballero. Y el honor de Laura no era lo suficientemente importante como para arriesgar su vida; para él no valía nada, salvo las pocas baratijas que le había regalado.

—¿Quién es Laura? —susurró Margaret, aunque estaba prácticamente segura de saber la respuesta, y temía confirmarlo.

—Mi hermana pequeña. La criatura más adorable del mundo. Tiene solo dieciséis años.

Margaret dudó cuál de las dos acciones la ponía más enferma.

—Ver su sonrisa de superioridad cuando hablaba de la dulce Laura… ¡no! Era más de lo que podía soportar. Levanté el arma y le dije que dejara de sonreír, pero no paró. Me dijo que sabía que no le iba a disparar, y que yo lo sabía también. Estaba equivocado… —concluyó en un susurro, con la cara muy pálida.

Margaret le quitó la almohada muy despacio y con enorme cautela, como si fuera una pistola cargada.

—¿Tenías la intención de matarlo?

El muchacho inspiró con fuerza.

—Estaba furioso. Quería detenerlo. Castigarlo por haberla herido, por haberla utilizado. No pensaba en nada más aparte de eso. Pero después… después me di cuenta de lo estúpido que había sido. Intenté sembrar sospechas acerca de Saxby, e incluso sobre el Poeta Pirata. Nadie sospechaba de mí. Pero Lewis lo sabía, evidentemente. Si se salvaba… me colgarían.

—¿Le disparaste y no fuiste capaz de asfixiarlo? —preguntó con suavidad.

Connor negó con la cabeza, con la cara sombría, más que nunca.

—Haría lo que fuera por salvar a Laura. Pero parece que no para salvarme a mí mismo.