DÍA 4
MAÑANA DEL DOMINGO
«Pues tu hija es igualita a ti».
Esas palabras aún resonaban en la noche cuando Lauren embistió a Alice. El movimiento la sorprendió incluso a ella. Su cuerpo chocó contra el de Alice y ambas se tambalearon mientras se golpeaban con las manos. Lauren sintió una quemazón cuando las uñas de su contrincante le arañaron la muñeca derecha.
—¡Eres una zorra! —gritó Lauren, que notaba ardor y un nudo en la garganta.
Su grito quedó amortiguado por la caída. Las dos rodaron por el suelo, entrelazadas, hasta que chocaron contra una roca situada al otro lado del sendero.
Un golpe seco resonó en el bosque y Lauren notó que se quedaba sin aire al estrellarse en el suelo. Respiraba entrecortadamente y se dio la vuelta, sintiendo que las piedras del camino se le clavaban en la espalda y fuertes palpitaciones en los oídos.
A su lado, Alice emitió un leve gemido. Aún tenía un brazo sobre Lauren y estaba lo bastante cerca como para que esta pudiera percibir el calor de su cuerpo a través de la ropa. La mochila se había quedado a un lado.
—¡Suéltame! —gritó Lauren mientras la empujaba para apartarla—. Eres una puta mentirosa.
Alice no contestó; se quedó tumbada, completamente inerte.
Lauren se incorporó y trató de recuperar el aliento. El subidón de adrenalina caía en picado, y había empezado a temblar y a sentir frío. Miró hacia abajo: Alice seguía tumbada boca arriba, mirando al cielo. Le temblaban los párpados y tenía los labios levemente abiertos. Gimió de nuevo y se llevó una mano a la nuca. Lauren observó la roca que estaba al lado del sendero.
—¿Qué pasa? ¿Te has dado un golpe en la cabeza?
No hubo respuesta. Alice parpadeó, abriendo y cerrando los ojos con lentitud. La mano seguía en la cabeza.
—Mierda. —Lauren aún podía sentir la rabia, pero esta empezaba a desvanecerse, mitigada por cierto sentimiento de culpa. Quizá Alice había ido demasiado lejos, pero ella también. Todas estaban cansadas, tenían hambre, y ella se había dejado llevar por la ira—. ¿Estás bien? Deja que…
Lauren se incorporó, la cogió por las axilas y la sentó. Le apoyó la espalda en la roca y le puso la mochila al lado. Alice parpadeó despacio. Tenía la mirada vidriosa y perdida, y las manos lacias en el regazo.
Lauren le miró la nuca. No había sangre.
—No te pasa nada. No estás sangrando, seguramente sólo estás un poco aturdida. Espera un minuto.
No hubo respuesta.
Le puso una mano en el pecho para comprobar cómo subía y bajaba, igual que hacía con Rebecca cuando era muy pequeña, sentada al lado de su cuna en la oscuridad de la madrugada, asfixiada por lo estrecho de su vínculo, temblando por el peso de la responsabilidad. «¿Sigues respirando? ¿Sigues a mi lado?». Ahora, mientras contenía el aliento, Lauren notó la respiración superficial de Alice bajo la mano. Soltó un suspiro de alivio perfectamente audible.
—Madre mía, Alice.
Se puso de pie y dio un paso atrás. ¿Y ahora qué? De pronto, se sintió muy sola y muy asustada. Estaba agotada. Cansada de todo. Demasiado exhausta para seguir discutiendo.
—Mira, Alice, haz lo que quieras. No voy a despertar a las demás. No voy a decirles que te he visto, si tú no les cuentas… —se interrumpió— que he perdido los estribos por un momento.
Alice seguía sin responder, con la vista fija en el suelo de delante y los párpados medio cerrados. Parpadeó una vez más, su pecho se elevó y después descendió poco a poco.
—Me vuelvo a la cabaña. Y tú deberías hacer lo mismo. No desaparezcas.
Los labios de Alice se movieron muy levemente y del fondo de su garganta salió un débil sonido. Lauren se acercó, llevada por la curiosidad. Otro débil sonido, casi un gruñido, pero a pesar del silbido del viento en las copas de los árboles, a pesar de las palpitaciones en las sienes y del dolor en su interior, a Lauren le pareció entender lo que Alice trataba de decirle.
—No pasa nada. —Alice se incorporó y se volvió—. Yo también lo siento.
Apenas recordaba cómo había vuelto a la cabaña. En el interior, tres cuerpos tumbados e inmóviles respiraban suavemente. Lauren buscó su saco de dormir y se metió en él. Aún estaba temblando y, cuando se tumbó sobre las tablas del suelo, tuvo la sensación de que todo daba vueltas. Sentía una opresión dolorosa en el pecho. Pensó que no era sólo rabia. Tampoco tristeza. Era otra cosa.
Culpa.
La palabra ascendió por la garganta como si fuera un reflujo de bilis. Tragó con fuerza para que descendiera.
Le pesaban mucho los párpados y estaba exhausta. Estuvo atenta a cualquier ruido durante un buen rato, pero no oyó que Alice entrara después de ella. Al fin, agotada, tuvo que rendirse. Sólo cuando estaba a punto de dormirse advirtió dos cosas. La primera: que se le había olvidado coger el móvil. La segunda: que no llevaba nada en la muñeca derecha. La pulsera de la amistad que le había hecho su hija había desaparecido.