DÍA 3

TARDE DEL SÁBADO

Por una vez, Beth lamentó que la lluvia cesara.

Mientras había estado cayendo con fuerza sobre el tejado de la cabaña, había sido complicado hablar. Las cinco mujeres se distribuyeron por la mayor de las dos habitaciones y se quedaron allí, mientras el viento de última hora de la tarde ululaba por los marcos sin ventana. En realidad, no hacía mucho más calor dentro que fuera, eso había que reconocerlo, pero al menos allí no se mojaban. Beth se alegró de que hubieran decidido quedarse. Cuando al fin dejó de llover, un silencio profundo y pesado se adueñó de la cabaña.

Beth se removió con una cierta sensación de claustrofobia. Distinguía un borde del colchón en la otra estancia.

—Voy a echar un vistazo ahí fuera —anunció.

—Te acompaño —dijo Bree—. Tengo que hacer mis necesidades.

Lauren se incorporó.

—Yo también.

En el exterior, el aire era cortante y húmedo. Cuando Beth entornó la puerta, oyó que Alice le susurraba algo inaudible a Jill. Fuera lo que fuese lo que le hubiera dicho, Jill no contestó.

—Dios mío, ¿en serio que eso de ahí es un retrete exterior? —exclamó Bree señalando un punto situado al otro lado del pequeño claro.

La diminuta choza quedaba a cierta distancia; el tejado estaba podrido y uno de los lados se abría a los elementos.

—No te emociones mucho —dijo Lauren—. Será un agujero en el suelo.

Beth observó cómo su hermana avanzaba con dificultad entre la maleza en dirección a la destartalada estructura. Bree echó un vistazo al interior y dio un paso atrás con un chillido. Las gemelas intercambiaron una mirada y se pusieron a reír. A Beth le pareció que aquella era primera carcajada en días. Años incluso.

—¡Ay, Dios! Eso es un no —exclamó Bree.

—¿Está asqueroso?

—Lleno de arañas. Mejor te lo ahorras. Hay cosas que uno no puede quitarse de la cabeza después de verlas. Voy a probar suerte en el bosque.

Se dio la vuelta y desapareció entre los árboles. Lauren logró esbozar una sonrisa, se marchó en la dirección opuesta y dejó sola a Beth. Ya estaba oscureciendo y el cielo iba adquiriendo un tono gris más oscuro.

Ahora que ya no llovía, Beth fue consciente de que habían tenido suerte al encontrar la cabaña. Entre los árboles había dos o tres huecos que podían haber sido antiguos senderos, pero no había nada que ayudara a descubrir el claro a quien fuera que pasase cerca de allí. Sintió una inquietud repentina y buscó a las otras con la mirada. Se habían esfumado. Por encima de ella, los pájaros se lanzaban sus reclamos, agudos y urgentes, pero cuando miró hacia arriba fue incapaz de ver a ninguno.

Se metió la mano en el bolsillo para buscar el tabaco. Había encontrado la cajetilla hundida en el barro de un charco después de que Alice la tirara. Se había echado a perder, el agua sucia la había empapado completamente, pero no había querido decírselo a nadie. No le apetecía darle esa satisfacción a Alice.

Rodeó con los dedos la cajetilla, cuyas marcadas esquinas estaban ahora mojadas, y sintió la abrumadora llamada de la nicotina. Abrió el paquete y comprobó una vez más que no había forma de salvar los cigarrillos. El olor húmedo del tabaco despertó algo en ella y, de repente, le resultó insoportable tenerlos tan cerca y tan lejos. Le entraron ganas de llorar. Por supuesto, no quería ser adicta. Ni al tabaco ni a ninguna otra cosa.

Beth ni siquiera sabía que estaba embarazada cuando sufrió un aborto espontáneo. Se quedó sentada en la aséptica sala de la clínica universitaria, mientras el médico le explicaba que aquello no era infrecuente en las primeras doce semanas. Probablemente llevaba poco tiempo embarazada y no podría haber hecho gran cosa por evitarlo. A veces esas cosas pasaban.

En aquel momento, Beth se limitó a asentir. Explicó en voz baja que solía salir y beber casi todos los fines de semana. Y también algunos días laborables. Era una de las pocas chicas que estudiaban Informática en esa época, y los chicos de su clase eran muy divertidos. Eran jóvenes e inteligentes, y todos ellos esperaban poder ser los creadores del próximo gran pelotazo puntocom, hacerse millonarios y jubilarse con treinta años. Pero hasta que eso sucediera les gustaba beber, bailar, flirtear con las drogas blandas, trasnochar y seducir a aquella chica que, a los veinte años, todavía se parecía mucho a su despampanante hermana gemela. Y a Beth también le gustaban todas esas cosas. Quizá demasiado, mirándolo con perspectiva.

Aquel día, bajo las brillantes luces de la aséptica sala de la clínica, confesó todos sus vicios. El doctor negó con la cabeza. Seguramente aquello no había influido. ¿Seguramente? Casi con certeza. Pero no podía estar seguro, ¿no? El médico le contestó que podía asegurarle que no había influido casi con absoluta certeza y le dio un folleto informativo.

De todas formas, había sido una suerte, pensó mientras salía del centro con el folleto en la mano; lo tiró en la primera papelera que vio. No iba a seguir dándole vueltas a aquello. Tampoco tenía ningún sentido contárselo a nadie. No en ese momento. En todo caso, Bree no lo entendería. No pasaba nada. Beth no podía echar de menos algo que ni siquiera sabía que tenía.

Su intención era volver directamente a casa, pero su piso de estudiante le parecía un lugar un poco solitario. Así que bajó del autobús, se fue al bar y se vio con los chicos. Para tomar una copa, y después varias más, porque tampoco tenía ningún motivo para evitar el alcohol o alguna pastillita que otra, ¿verdad? Ya era un poco tarde para pensar en eso. Cuando se despertó a la mañana siguiente, le dolía la cabeza y tenía la boca seca, pero la verdad es que no le importó. Esa era una de las pocas cosas buenas de una resaca en condiciones. Que no dejaba mucho espacio para sentir nada más.

Beth contempló el bosque que la rodeaba y apretó la cajetilla mojada. Sabía que se habían metido en un marrón tremendo. Todas lo sabían. Sin embargo, mientras había podido seguir fumando le había parecido que continuaba conectada a la civilización de algún modo. Pero ya habían conseguido estropearle incluso eso. Con una oleada de rabia, Beth cerró los ojos y lanzó el paquete a la maleza. Cuando los abrió, había desaparecido. No pudo ver dónde había aterrizado.

Una ráfaga de viento recorrió el claro y Beth sintió un escalofrío. Las ramas y las hojas que la rodeaban estaban empapadas. Por allí no sería fácil encontrar leña. Se acordó de la primera noche, cuando Lauren había buscado madera seca en las inmediaciones. Beth se rascó la palma de la mano, vacía sin la cajetilla, y dirigió la mirada a la cabaña. Estaba algo inclinada y el tejado de hojalata sobresalía más por un lado que por otro. Seguramente eso no bastaba para que el suelo de debajo estuviera seco, pero aquella era la mejor opción que tenían.

Caminó hacia su refugio y, al acercarse, oyó que unas voces salían del interior.

—Ya te he dicho que la respuesta es no —dijo Jill, cuyas palabras sonaban entrecortadas a causa del estrés.

—No te estoy pidiendo permiso.

—Oye, guapa, te conviene recordar cuál es tu posición.

—No, Jill. Te conviene a ti abrir los ojos y mirar bien dónde estamos. Esto ya no tiene nada que ver con el trabajo.

Jill se quedó callada unos segundos.

—Yo siempre estoy en el trabajo —replicó finalmente.

Beth dio un paso adelante y, de pronto, tropezó sin querer cuando el suelo desapareció debajo de su bota. Aterrizó frenando el impacto con las manos y se le torció el tobillo bajo el peso de su cuerpo. Miró hacia abajo y el gruñido que estaba a punto de soltar se transformó en un grito cuando vio encima de qué había caído.

El sonido atravesó el aire y los reclamos de las aves se apagaron. Un silencio conmocionado se apoderó de la cabaña. Poco después, dos rostros aparecieron en la ventana. Beth oyó unas pisadas que corrían hacia ella mientras se incorporaba a duras penas. Su maltrecho tobillo torcido palpitó en señal de protesta mientras lo arrastraba.

—¿Estás bien?

Lauren fue la primera en alcanzarla, con Bree siguiéndola a poca distancia. Las caras de la ventana desaparecieron y, un instante después, Jill y Alice se reunieron con ellas en el exterior. Beth logró incorporarse del todo. Al caer, había dispersado un montón de hojas muertas y broza, dejando al descubierto un agujero poco profundo en el terreno.

—Ahí hay algo —dijo Beth, notando que se le quebraba la voz.

—¿El qué? —preguntó Alice.

—No lo sé.

Con un bufido de impaciencia, Alice se acercó, pasó la bota por encima del agujero y apartó algunas hojas más. Las mujeres se inclinaron hacia delante a la vez y después hacia atrás casi de inmediato. Sólo Alice se quedó inmóvil, mirando hacia abajo. Pequeños, amarillentos, cubiertos en parte por el barro: incluso para un ojo no experto resultaban inconfundibles. Huesos.

—¿Qué es eso? —susurró Bree—. Por favor, decidme que no es un niño.

Beth extendió el brazo y le cogió la mano a su hermana. Sorprendentemente, la sensación que tuvo le resultó muy poco familiar. Le alivió que Bree no se zafara de ella.

Alice volvió a pasar la bota por el agujero y apartó más hojas. Beth advirtió que ahora lo hacía con cierta vacilación. Su pie tropezó con algo duro, que salió despedido a escasa distancia a través de las hojas. A Alice se le tensaron los hombros de un modo evidente y entonces se agachó poco a poco y lo cogió. Su rostro se congeló, luego soltó un leve suspiro de alivio.

—Madre mía —dijo—. No pasa nada. Tan sólo es un perro.

Sostuvo una pequeña cruz carcomida, torpemente fabricada con dos trozos desiguales de madera unidos con clavos. En el centro, con letras tan antiguas que apenas se leían, alguien había tallado la palabra «Butch».

—¿Por qué estás segura de que es un perro? —preguntó Beth con una voz que no parecía del todo la suya.

—¿Tú llamarías Butch a un hijo tuyo? —contestó Alice, mirándola—. Bueno, puede que sí. En todo caso, esto no tiene pinta de ser humano.

Alice señaló con el pie algo que parecía ser un cráneo parcialmente desenterrado. Beth se fijó en él. Era cierto, tenía que ser de un perro. O al menos eso suponía. Se preguntó cómo habría muerto, pero prefirió no plantear la cuestión en voz alta.

—¿Por qué no está enterrado en condiciones?

Alice se puso en cuclillas al lado del agujero.

—Es probable que el suelo se haya erosionado. Aquí hay poca profundidad.

Beth se moría de ganas de fumar. Dirigió la mirada a la linde del bosque. Tenía exactamente el mismo aspecto que hacía unos minutos, pero sintió un hormigueo en la piel y la turbadora sensación de que las observaban. Apartó la vista de los árboles e intentó centrarse en otra cosa. En el movimiento de las hojas que se mecían al viento, en la cabaña, en el claro…

—¿Qué es eso?

Señaló un punto por detrás del agujero poco profundo en el que estaba el perro. Las otras siguieron su mirada y Alice se incorporó enseguida.

La depresión se hundía en el terreno junto a la pared de la cabaña, formando una discreta curva. El hueco era tan leve que casi no se distinguía. La hierba que lo cubría estaba húmeda y se mecía con el viento. Tenía un tono ligeramente distinto al de la vegetación del otro lado. Beth supo de inmediato que esa pequeña diferencia bastaba para indicar que ahí habían removido la tierra. En este caso, no se veía ninguna cruz.

—Ese es más grande —dijo Bree, como si estuviera a punto de echarse a llorar—. ¿Por qué?

—No es más grande. No es nada —replicó Beth, que trataba de recordar conocimientos ya olvidados. Aquello sólo era una hondonada natural, seguramente debida a la erosión o a un corrimiento de tierras, o a cualquier cosa relacionada con alguna disciplina científica. ¿Qué sabía ella sobre la forma en que volvía a crecer la hierba? No tenía ni la más remota idea.

Alice seguía sosteniendo la cruz de madera con un gesto poco habitual en ella.

—No pretendo asustaros —dijo con una voz extrañamente apagada—, pero ¿cómo se llamaba el perro de Martin Kovac?

Beth respiró de forma entrecortada y replicó:

—Estarás de coña…

—No… Claro que no. Cierra el pico, Beth. Por supuesto que no. Pensadlo bien. ¿No os acordáis? Pensad en esa época, cuando pasó todo aquello, dijeron que tenía un perro con el que atraía a las senderistas y…

—¡Cállate! ¡Déjalo ya! —gritó Jill.

—Pero… —Alice miró a Lauren—. Tú te acuerdas, ¿verdad? Salió en el telediario. Cuando estábamos en el colegio. ¿Cómo se llamaba el perro? ¿No era Butch?

Lauren miraba a Alice como si fuera la primera vez que la viera.

—No me acuerdo —contestó, muy pálida—. Es posible que tuviera un perro. Mucha gente los tiene. No lo recuerdo.

Beth, que no había soltado la mano de su hermana, notó que una lágrima cálida le caía en la muñeca. Se volvió hacia Alice y sintió que una emoción se apoderaba de ella. No era miedo, sino rabia, se dijo.

—¡Eres una zorra y una manipuladora! ¿Cómo te atreves a hacer que todo el mundo se muera de miedo sólo porque por una puñetera vez en tu vida no hayas logrado salirte con la tuya? ¡Debería darte vergüenza!

—¡No es eso! Yo…

—¡Sí es eso lo que estás haciendo!

Las palabras resonaron por todo el claro.

—Tenía un perro —añadió Alice en un susurro—. No deberíamos quedarnos aquí.

Beth inspiró profundamente mientras sentía cómo la ira le estremecía el pecho, y se obligó a coger aire de nuevo antes de replicar.

—Y una mierda. Todo eso pasó hace veinte años. Y se va a hacer de noche dentro de media hora. ¿Jill? Tú ya estabas de acuerdo. Si salimos ahora y vamos por ahí dando tumbos en la oscuridad, sólo conseguiremos que una de nosotras acabe muerta.

—Beth tiene razón —empezó a decir Lauren.

Pero Alice se volvió hacia ella y la interrumpió.

—¡A ti nadie te ha preguntado nada, Lauren! Tú podrías ayudarnos a salir de aquí, pero estás demasiado asustada, así que no te metas.

—¡Alice, déjalo ya! —Jill miró primero los huesos de perro, luego los árboles y de nuevo los huesos. Beth se dio cuenta de que no sabía qué hacer—. Bueno —dijo al fin—, la verdad es que tampoco me emociona mucho quedarme aquí, pero las historias de fantasmas no van a hacernos ningún daño. Caminar por ahí fuera, en cambio, sí podría hacerlo.

En el rostro de Alice se dibujó un gesto de incredulidad.

—¿De verdad? ¿En serio vas a quedarte aquí?

—Sí. —El rostro de Jill se oscureció. Tenía el pelo mojado y pegado a la cabeza, lo que le dejaba al descubierto un mechón canoso en la raya—. Sé que no te parece bien, Alice, pero por una vez resérvate tu puñetera opinión. Estoy harta de escucharte.

Las dos mujeres estaban cara a cara, con los labios apretados y los cuerpos en tensión. Algo invisible se movió entre la maleza y ambas dieron un respingo. Jill se echó hacia atrás.

—Ya está bien. Hemos tomado una decisión. ¡Que alguien haga un fuego, por Dios!

Los eucaliptos se estremecieron y observaron cómo las mujeres buscaban leña y se sobresaltaban ante cualquier ruido insignificante, hasta que se hizo tan oscuro que ya no se veía nada. Alice no colaboró.