8

Cuando Falk se despertó con un sobresalto, viró hacia la ventana y vio que fuera estaba más oscuro de lo que recordaba. Oyó el crujido de un papel y desvió la mirada hacia su propio cuerpo: aún tenía abierto en el pecho el mapa de su padre. Se frotó los ojos y, entornándolos, se fijó en la lluvia que golpeaba el cristal de la ventana. Tardó unos segundos en darse cuenta de que los golpes venían de la puerta.

—¡Sí que has tardado! —dijo Carmen cuando por fin le abrió; una ráfaga de aire frío entró junto con ella.

—Lo siento, me he dormido. Pasa. —Falk recorrió la estancia con la mirada. No había sillas. Estiró la colcha de la cama, que estaba arrugada—. Siéntate.

—Gracias. —Carmen se hizo un hueco entre los mapas desplegados encima de la colcha—. ¿Qué es todo esto?

—Nada. Eran de mi padre.

Carmen cogió el mapa de Giralang Ranges, que estaba abierto en lo alto del montón.

—Está lleno de anotaciones.

—Sí, como todos. Era su gran afición.

—Imagino que no habrás encontrado una enorme equis negra con las palabras «Alice está aquí», ¿verdad? —bromeó Carmen mientras estudiaba las marcas a lápiz—. Mi abuela hacía lo mismo con sus libros de cocina, anotaba comentarios y correcciones. Todavía los tengo. Me gusta, es como si aún me hablara. Además, tenía razón: si mezclas media cucharadita de zumo con la ralladura, te sale el mejor bizcocho de limón que hayas probado en tu vida. —Dejó el mapa que tenía en las manos y cogió otro—. ¿Recorristeis juntos todas estas rutas?

—No —contestó Falk, negando con la cabeza.

—¿Cómo? ¿Ni una sola?

Falk se puso a recoger los mapas lentamente.

—La verdad es que él y yo no nos llevábamos demasiado bien.

Notó que se le secaba la boca y tragó saliva.

—¿Por qué no?

—Es una larga historia.

—¿Hay una versión corta?

Falk miró los mapas.

—Cuando yo tenía dieciséis años, mi padre vendió nuestra granja y nos trasladamos a Melbourne. Yo no quería que la vendiera, pero había muchos problemas en nuestro pueblo. Las cosas se pusieron feas rápidamente y supongo que pensó que era lo mejor para mí. No sé, imagino que creía que debía sacarme de allí.

Años más tarde, siendo ya adulto y con la perspectiva que dan los años, Falk había acabado entendiéndolo, al menos en parte. Pero en aquel momento se había sentido traicionado. No le había gustado nada huir a la ciudad de ese modo, sintiendo en la nariz el olor del miedo y la sospecha.

—En teoría íbamos a empezar de cero —continuó—, pero la verdad es que las cosas no salieron bien. Mi padre detestaba la ciudad, y a mí me pasó más o menos lo mismo. —Se detuvo. Su padre y él nunca habían hablado del tema. Ni de su vida anterior ni de la nueva. Las palabras que no habían pronunciado se interpusieron entre ellos como un velo, que se fue engrosando año tras año. Al final acabó siendo tan grueso que Falk casi no reconocía al hombre que vivía con él. Suspiró—. En cualquier caso, casi todos los fines de semana mi padre preparaba la mochila, se subía al coche y se iba a hacer senderismo. Con estos mapas.

—¿Nunca estuviste tentado de acompañarlo?

—No. No sé… Él me preguntaba si quería acompañarlo. Al principio. Pero ya sabes cómo son estas cosas. Yo tenía dieciséis o diecisiete años y estaba enfadado.

—Como casi todos los chavales a esa edad, ¿no? —dijo Carmen con una sonrisa.

—Supongo.

Sin embargo, no siempre había sido así. Falk recordaba que había habido una época en la que seguía a su padre como una sombra. Cuando todavía era tan pequeño que la cabeza no le llegaba siquiera al travesaño más bajo de las cercas, corría por los prados de la granja detrás de las largas y regulares zancadas de su progenitor. La brillante luz del sol hacía que sus sombras fueran más alargadas aún y que el cabello rubio de ambos brillase con un tono casi blanco. En aquellos días quería ser igual que su padre. Ahora, con el paso de los años, había entendido que lo había puesto en un pedestal demasiado alto.

Carmen estaba diciéndole algo.

—¿Perdón?

—Te estaba preguntando qué pensaba tu madre de todo esto.

—Ah. Nada. Murió cuando yo era muy pequeño.

Mientras daba a luz, de hecho, aunque Falk evitaba aludir a ese detalle siempre que podía. Por lo visto, aquello incomodaba mucho a la gente y llevaba a algunas personas —normalmente a las mujeres— a mirarlo con un brillo acusador en la mirada. «¿Crees que valió la pena que muriera para traerte al mundo?». Él trataba de no plantearse esa cuestión, pero a veces no podía evitar preguntarse cuáles habrían sido los últimos pensamientos de su madre. Esperaba que no sólo hubieran sido de arrepentimiento.

—Bueno. Pues así es como he acabado con estos mapas.

Añadió el último de ellos al montón y los apartó. Era suficiente. Carmen captó la indirecta. El viento silbaba y ambos se volvieron cuando uno de los postigos golpeó en el marco.

—Entonces no se sabe nada de Alice —dijo Carmen.

—Todavía no.

—¿Y ahora qué hacemos? ¿Crees que servirá de algo que nos quedemos aquí mañana?

—No lo sé.

Falk suspiró y se recostó en el cabecero de la cama. La búsqueda estaba en manos de profesionales, pero, aunque consiguieran localizar a Alice en el transcurso de la hora siguiente —en un estado que podía ir de sana y salva a con hipotermia y ensangrentada—, Falk sabía que iban a tener que buscar otro modo de conseguir los contratos que necesitaban. Alice Russell no iba a volver pronto al trabajo, si es que llegaba a hacerlo.

—Daniel Bailey no nos ha reconocido —dijo Falk—. O si lo ha hecho, lo ha disimulado muy bien.

—Sí, estoy de acuerdo contigo.

—Así que me inclinaría a creer que todo esto no tiene nada que ver con nuestra investigación, si no fuera por…

Señaló con la mirada en dirección a su móvil, que permanecía sobre la mesilla de noche sin emitir ningún sonido.

—Desde luego —convino Carmen.

La grabación. «… Le haga daño».

Falk se frotó los ojos.

—Olvidemos por un momento lo que decía. ¿Por qué intentó llamarme Alice desde ahí fuera?

—Ni idea. Por lo visto antes intentó llamar a emergencias, pero no pudo contactar con ellos. —Carmen se quedó cavilando unos instantes—. Aun así, la verdad es que tú no serías la primera persona a la que yo llamaría si me perdiera en ese bosque.

—Gracias. ¿Ni siquiera con todos los mapas que tengo?

—Ni siquiera. Pero ya me entiendes, la llamada tiene que estar relacionada con nosotros. O contigo. Lo único que se me ocurre es que quisiera echarse atrás. ¿Parecía preocupada la última vez que hablaste con ella?

—Tú estabas delante. Fue la semana pasada.

—Ah, es verdad… ¿Y no habéis vuelto a contactar desde entonces?

Aquel había sido un encuentro para olvidar. Cinco minutos en el aparcamiento de un gran supermercado. «Necesitamos los contratos —le habían dicho—. Los vinculados con Leo Bailey. Por favor, dales prioridad». Se lo habían planteado como una petición. Pero el tono había dejado claro que se trataba de una orden. Alice les había contestado que estaba haciendo todo lo que podía.

—¿La presionamos demasiado? —preguntó Falk—. ¿Hicimos que metiera la pata de un modo u otro?

—No fuimos más duros de lo habitual con ella.

Falk no estaba seguro de que aquello fuera cierto. Ellos también se habían visto sometidos a la presión que les llegaba desde arriba y no tardaron en transmitírsela a quien estaba por debajo. Los marrones se los acababa comiendo el eslabón inferior, ese era el modelo de negocio clásico, y Falk estaba convencido de que Alice lo conocía bien. «Tienes que conseguir los contratos de Leo Bailey». Igual que en el juego del teléfono roto, las palabras que ellos habían escuchado se las habían transmitido a Alice Russell. Ni a Falk ni a Carmen les habían revelado por qué aquello era tan importante, aunque el secretismo que rodeaba a esa orden era de lo más elocuente. «Conseguid los contratos». Sí, Alice Russell tal vez hubiera desaparecido, pero la presión de arriba, no. «Conseguid los contratos». Esa era la prioridad. Falk volvió a observar el móvil. «… Le haga daño».

—Si Alice metió la pata, alguien tuvo que darse cuenta para que eso se convirtiera en un problema —señaló Carmen—. ¿Y si hablamos con la asistente de Alice, Breanna McKenzie? Si pasa algo con el jefe, el asistente suele ser el primero en enterarse.

—Sí, aunque la cuestión es si querrá decírnoslo o no.

Falk pensó que eso podía depender de en qué medida Alice le hubiera encasquetado a su asistente aquellos marrones a lo largo del tiempo.

—Ya. —Carmen cerró los ojos con fuerza y se pasó una mano por la cara—. Deberíamos informar a la oficina. ¿Has hablado con ellos hoy?

—Desde anoche, no.

Falk había contactado con sus superiores después de su conversación telefónica con el sargento King. La noticia de la desaparición de Alice Russell no había sido bien recibida.

—¿Acaso quieres que me lleve yo la bronca?

—No te preocupes —contestó Falk con una sonrisa—. Esta vez me encargo yo.

—Gracias. —Carmen soltó un suspiro y se recostó—. Si Alice hubiera tenido algún problema antes de iniciar esa excursión, nos habría llamado. De modo que, sea lo que sea lo que haya ocurrido, ha sido en ese bosque, ¿no crees?

—Eso parece. Ian Chase nos ha asegurado que Alice parecía estar bien cuando salieron. Aunque es cierto que él no tenía por qué darse cuenta de cómo estaba.

Si algo sabían de Alice, era que se le daba bien ocultar sus sentimientos. O al menos, eso esperaba Falk.

—¿Dónde están las imágenes de la cámara de vigilancia de la gasolinera? —preguntó Carmen—. Las que muestran al grupo cuando venía hacia aquí.

Falk sacó el portátil de la mochila. Buscó el lápiz de memoria que le había dado el empleado y echó la pantalla hacia atrás para que Carmen pudiera verla bien. La agente se acercó un poco.

La grabación era en color, pero casi toda la pantalla era una gran mancha gris porque la cámara apuntaba a la zona delantera y asfaltada que rodeaba los surtidores. No había sonido, aunque la calidad de la grabación era decente. Las imágenes registradas abarcaban los siete días anteriores; los coches entraban y salían a toda velocidad de la pantalla mientras Falk pulsaba el botón de avance rápido para llegar al jueves. Cuando el reloj de la cámara indicó la media tarde, apretó la tecla de reproducción y se dedicaron a observar durante unos minutos.

—Ahí —señaló Carmen cuando un microbús se detuvo en la gasolinera—. Es ese, ¿verdad?

En las imágenes tomadas desde lo alto, se veía cómo se abría la puerta del conductor. Chase bajaba del vehículo y se dirigía al surtidor. Su figura larguirucha, con el forro polar rojo, se reconocía perfectamente.

En la pantalla también se veía cómo se abría la puerta lateral del vehículo, con un brusco y silencioso movimiento sobre sus goznes. Un tipo de origen asiático bajaba del microbús, seguido por dos individuos de cabello moreno y por otro que se estaba quedando calvo. Este último se dirigía a la tienda mientras los otros formaban un corro disperso y se estiraban y charlaban. Tras ellos, se veía a una mujer corpulenta que salía del vehículo con dificultad y descendía con pasos pesados.

—Esa es Jill —dijo Carmen.

Observaron cómo Jill Bailey sacaba el móvil, pulsaba la pantalla, se lo llevaba al oído, lo apartaba y se quedaba mirándolo. A Falk no le hizo falta distinguir claramente la cara de Jill para percibir su frustración.

—¿A quién estaría intentando llamar? —se preguntó—. ¿A Daniel, quizá?

—Es posible.

Justo entonces, bajó del vehículo otra mujer con una coleta morena que se mecía entre sus hombros.

—¿Y esa es Breanna? —preguntó Carmen—. Se parece a la de la foto.

Mientras la mujer de cabello moreno miraba a su alrededor y se daba la vuelta, una tercera descendía del vehículo.

—Ahí la tenemos —dijo Carmen con un suspiro.

Rubia y esbelta, Alice Russell bajaba y estiraba los brazos como si fuera un gato. Le decía algo a la morena, que estaba a su lado. Las dos sacaban los móviles; el lenguaje corporal de ambas reproducía el de Jill un minuto antes. Miraban los móviles, pulsaban las pantallas, volvían a mirarlos, nada. Un leve encogimiento de hombros, un gesto de frustración.

La morena guardaba el teléfono, pero Alice seguía sosteniendo el suyo. Se acercaba de nuevo al microbús y miraba a través de las ventanillas hacia el interior, donde se intuía la forma de un cuerpo robusto apoyado en el cristal. El vídeo no era lo bastante claro para que pudieran distinguir los detalles, pero, para Falk, todo parecía indicar que Alice estaba contemplando la vulnerabilidad relajada de un cuerpo dormido.

Siguieron observando. Ahora Alice acercaba el móvil a la ventanilla, se veía un destello y luego ella miraba la pantalla y se la enseñaba a los tres hombres que estaban cerca. Todos se reían sin que se oyera nada. Alice también se lo enseñaba a la chica morena, que se detenía un momento y luego esbozaba una sonrisa pixelada. En el interior del vehículo, el cuerpo se movía, y a cada cambio de postura la ventanilla se iluminaba y se oscurecía. El atisbo de un rostro aparecía tras el cristal, con los rasgos invisibles pero un lenguaje corporal inequívoco: «¿Qué está pasando?».

Alice se alejaba en el acto, moviendo la mano con un gesto de desdén. «Nada. Sólo es una broma».

El rostro seguía pegado a la ventana hasta que Chase salía de la tienda, acompañado por el empleado de la gasolinera. Falk reconoció la gorra del tipo. Los dos hombres se quedaban charlando en la zona de surtidores, hasta que el equipo de BaileyTennants volvía a subir al microbús.

Alice Russell era la última en entrar; sus rasgos de porcelana desaparecieron cuando la puerta se cerró con un golpe tras ella. Chase le daba un golpecito en la espalda al empleado y ocupaba el asiento del conductor. La parte delantera del vehículo se estremeció cuando el motor se puso en marcha y los neumáticos empezaron a rodar.

El empleado contemplaba cómo se alejaba el microbús. Se quedaba solo.

—Qué trabajo tan solitario —comentó Falk.

—Desde luego.

Al cabo de unos segundos, el hombre se daba la vuelta y salía de la imagen. La zona de los surtidores volvía a ser una desierta mancha gris. Falk y Carmen siguieron viendo cómo avanzaba la grabación, aunque nada se movía en la pantalla. Finalmente, Carmen se echó hacia atrás.

—Bueno, son sorpresas. Alice es una borde que saca de quicio a la gente. Eso ya lo sabíamos.

—Sí, pero en ese momento parecía bastante relajada —objetó Falk—. Más de lo que nunca lo ha estado con nosotros.

Pensó que eso tampoco era ninguna sorpresa.

Carmen se tapó la boca con la mano, reprimiendo un bostezo.

—Lo siento, estoy empezando a acusar el madrugón.

—Es normal. —En el exterior, el cielo había adquirido un tono azul oscuro. Falk vio los rostros de ambos reflejados en el cristal de la ventana—. Ya está bien por hoy.

—¿Llamas tú a la oficina? —preguntó Carmen mientras se levantaba para marcharse; Falk asintió—. Mañana iremos al hospital, a ver qué nos cuenta la asistente de Alice. Quién sabe. —Esbozó una sonrisa sombría—. Si a mí me mordiera una serpiente en horario laboral, te aseguro que me pillaría un buen cabreo. A lo mejor tiene ganas de hablar.

Cuando abrió la puerta para marcharse, entró de nuevo una ráfaga de aire frío.

Falk miró el teléfono fijo de la mesilla de noche. Lo cogió, marcó un número que se sabía de memoria y se reclinó en la cama mientras escuchaba los tonos, que sonaron a varios cientos de kilómetros al oeste, en Melbourne. Le respondieron enseguida.

¿Habían encontrado a la mujer? No. Todavía no. ¿Habían conseguido los contratos? No. Todavía no. ¿Cuándo iban a tenerlos en su poder? Falk no lo sabía. Una pausa al otro lado de la línea. Era imprescindible. Sí. Era fundamental. Sí, lo entendía. Estaba el factor tiempo, otras personas esperaban. Sí, lo sabía. Se hacía cargo.

Se quedó sentado, escuchando, dejando que le cayera encima toda la porquería. De vez en cuando decía que sí. Entendía lo que le transmitían. No era de extrañar, no era la primera vez.

Posó la vista en el montón de mapas y, mientras escuchaba, desplegó el de Giralang Ranges. La ordenada cuadrícula estaba llena de caminos serpenteantes que mostraban rutas a otros lugares. Siguió las líneas con el dedo mientras permanecía al teléfono. ¿Estaría ahora Alice por allí, estudiando las mismas líneas bajo la luz de una linterna o de la luna, escudriñando el paisaje mientras trataba de relacionar la imagen impresa con la realidad? ¿O era ya demasiado tarde para eso?, le susurró una voz. Falk esperaba que no.

Alzó la mirada hacia la ventana. La habitación estaba demasiado iluminada y sólo distinguió su reflejo, que sostenía el teléfono. Alargó el brazo y apagó la lámpara de la mesilla. Se hizo la oscuridad. A medida que sus ojos iban acostumbrándose a la penumbra, los detalles entre azules y negros del exterior empezaron a concretarse. Divisó a lo lejos el inicio del sendero de Mirror Falls. Daba la impresión de que los árboles de ambos lados respiraban y palpitaban en medio del viento.

En el inicio del camino apareció un destello repentino, y Falk se inclinó hacia delante. ¿Qué había sido eso? Mientras miraba, una silueta salió de entre la línea de los árboles, con la cabeza gacha y encorvada para resistir las inclemencias del tiempo, caminando todo lo rápido que el viento le permitía. Iba casi corriendo. A sus pies se bamboleaba el fino haz de luz de una linterna.

Estaba muy oscuro y hacía demasiado frío para salir a dar un paseo. Falk se puso en pie y acercó la cara al cristal, todavía con el auricular pegado a la oreja. En la oscuridad, a lo lejos, los rasgos de la figura apenas se apreciaban. Aunque, por la forma en que se movía, le pareció que era una mujer. No veía el destello de la ropa reflectante, así que, fuera quien fuera, no formaba parte del equipo de rescate oficial.

En su oído, el monólogo iba perdiendo intensidad.

Conseguid los contratos. Sí. Y pronto. Sí. No nos falléis. No.

Un chasquido y se acabó, al menos por el momento. Falk se quedó sosteniendo el auricular, oyendo el pitido de la línea.

En el exterior, la figura bordeaba el camino, evitando la luz que salía de la casa, y llegaba al aparcamiento. La mujer, o quien fuera, rodeó el edificio, y Falk la perdió de vista.

Colgó y miró el móvil, que permanecía inservible al lado del fijo. «… Le haga daño». Titubeó un instante, luego cogió la llave y abrió la puerta. Maldiciendo el hecho de que su habitación estuviera en un extremo, avanzó deprisa por el sendero mientras el aire helado se le metía por debajo de la ropa y le subía por la piel. Lamentó no haber cogido el abrigo. Dobló la esquina de la casa y recorrió con la mirada el aparcamiento vacío, sin saber muy bien qué esperaba encontrar.

El lugar estaba desierto. Se detuvo y aguzó el oído. El viento ahogaba cualquier sonido de pisadas. Falk subió las escaleras de la entrada, entró en la casa rural y distinguió el sonido metálico de los cubiertos y las conversaciones apagadas que le llegaban de la zona de la cocina. El guarda forestal que le había atendido antes había sido sustituido por una compañera.

—¿Ha entrado alguien?

—¿Aparte de usted?

Falk se la quedó mirando y la empleada dijo que no con la cabeza.

—¿No ha visto a una mujer ahí fuera?

—No he visto a nadie en los últimos diez minutos.

—Gracias.

Falk abrió la puerta y volvió al exterior. Aquello era como zambullirse en una piscina, y cruzó los brazos por encima del pecho para protegerse del frío. Escudriñó el bosque y avanzó por la gravilla en dirección al inicio de la ruta.

Ante él reinaba la oscuridad; las luces de la casa brillaban a su espalda. Al mirar atrás, distinguió lo que le parecía que era la ventana de su habitación, que ahora estaba relativamente lejos: un cuadrado vacío. Bajo sus botas, podía ver un sinfín de pisadas en el camino. Oyó un aleteo cuando un murciélago pasó disparado por encima de él, una sombra recortada contra el firmamento nocturno. Al margen de eso, el camino estaba desierto.

Falk se dio la vuelta lentamente mientras el viento le mordía la piel. Estaba solo. Fuera quien fuera quien hubiera estado allí, había desaparecido.