7

Fue un alivio salir del sendero de Mirror Falls. Falk respiró profundamente cuando vio que las copas de los árboles se abrían y empezaba a divisarse el cielo. Más allá, la luz se reflejaba en las ventanas de la casa rural, aunque su resplandor apenas llegaba a iluminar la maleza oscura del camino. Los dos agentes siguieron a Chase por el aparcamiento, sintiendo cómo la gravilla crujía bajo sus botas. Cuando ya estaban cerca de la casa, Falk notó que Carmen le daba un golpecito en el brazo.

—Ahí tenemos a dos por el precio de uno —le susurró.

Daniel Bailey estaba al lado de su BMW negro con una mujer a quien Falk reconoció enseguida. Era su hermana, Jill. Pese a la distancia, distinguió la marca de un moratón en la mandíbula de la mujer y recordó lo que el sargento King les había dicho. «Algunas lesiones». Jill no tenía ese moratón en la foto de grupo del primer día, de eso estaba seguro.

Ahora los dos hermanos estaban frente a frente, enzarzados en una discusión. Era una de esas peleas en las que los músculos se tensan y los labios se mantienen apretados, para no montar una escena en público.

Jill se inclinaba sobre Daniel mientras hablaba. Hizo un movimiento brusco con una mano en dirección al bosque y luego en la dirección contraria. Él replicó negando con la cabeza una sola vez, y ella insistió y se acercó un poco más. Daniel Bailey dirigió su mirada a la lejanía, más allá de su hermana, para evitar encontrarse con los ojos de ella. Volvió a negar con la cabeza. «He dicho que no».

Jill lo miró fijamente con expresión impasible y luego, sin añadir nada más, se dio la vuelta, subió los escalones de la entrada y se metió en la casa. Bailey se apoyó en el coche y se quedó mirando a su hermana hasta que desapareció. Negó con la cabeza y, justo en ese momento, su mirada se posó en Ian Chase y su forro polar rojo de Aventuras para Ejecutivos. Por un instante pareció azorado porque lo hubieran pillado en plena discusión, pero se repuso enseguida.

—¡Hola! —Bailey levantó un brazo, y su voz resonó por todo el aparcamiento—. ¿Alguna novedad?

Se acercaron a él. Era la primera vez que Falk tenía la oportunidad de ver a Daniel Bailey de cerca. Tenía los labios apretados y era evidente la tensión alrededor de los ojos, pero aun así mantenía un aspecto juvenil y no aparentaba sus cuarenta y siete años. De hecho, se parecía muchísimo a las fotos que Falk había visto de Leo Bailey, que seguía perteneciendo a la junta directiva y siempre aparecía en el folleto de la empresa. Daniel iba menos encorvado y lucía menos arrugas que su padre, pero la semejanza era clara.

Bailey escudriñó a Falk y a Carmen con un educado interés. Falk aguardó un momento, pero no detectó signo alguno de que el director general lo hubiera reconocido. Sintió un leve cosquilleo de alivio. Eso ya era algo, al menos.

—Me temo que no —contestó Chase—. Por lo menos, nada nuevo de momento.

Bailey negó con la cabeza.

—Por amor de Dios, si dijeron que hoy ya la habrían encontrado.

—Que hoy esperaban encontrarla.

—¿Serviría de algo que les diera más dinero? Ya les he dicho que estoy dispuesto a pagar lo necesario. Lo saben, ¿no?

—No es algo que se solucione con dinero. Lo que cuenta son otras cosas. —Chase dirigió su mirada al bosque—. Usted ya sabe cómo es este sitio.

Antes de que Falk y Carmen salieran del centro de operaciones, el sargento King había desplegado un mapa con cuadrículas y les había mostrado las áreas que aún tenían que peinar. Añadió que en la zona donde el bosque era menos denso se tardaba unas cuatro horas en cubrir un kilómetro cuadrado, aunque la búsqueda se complicaba si había más vegetación, si el terreno era empinado o si lo cruzaba una corriente de agua. Falk había empezado a contar el número de cuadrículas; lo había dejado al llegar a veinte.

—¿Han recorrido ya la cordillera del noroeste? —preguntó Bailey.

—Este año no se puede acceder a ella, y es demasiado peligroso con este tiempo.

—Razón de más para inspeccionarla, ¿no? En esa parte es fácil perderse.

Había algo en el tono imperativo de Bailey que sonaba un poco falso.

Falk carraspeó y decidió intervenir:

—Todo esto debe de ser muy difícil para usted y sus empleados. ¿Conocía bien a la desaparecida?

Bailey se fijó en él por primera vez, con un gesto de pocos amigos y una mirada interrogante.

—¿Y usted es…?

—Son agentes de policía —intervino Chase—. Nos están ayudando en la búsqueda.

—Ah, muy bien. Eso está bien. Gracias.

Alargó una mano y se presentó. Tenía la palma fría y callos en las yemas de los dedos. No era la mano de un hombre que se pasa la vida sentado tras una mesa. Era evidente que Bailey pasaba tiempo al aire libre de una forma u otra.

—Entonces, ¿la conocía bien? —repitió Falk mientras se estrechaban la mano.

—¿A Alice? —La expresión poco amistosa de Bailey se endureció aún más—. Sí, bastante bien. Lleva cuatro años trabajando con nosotros…

«En realidad, cinco», pensó Falk.

—… y por eso es un miembro del equipo a quien apreciamos mucho. Bueno, como a todos, claro. Pero que haya desaparecido sin dejar rastro de este modo… —Hizo un gesto de incredulidad—. Es muy preocupante —añadió, y pareció que lo decía en serio.

—Usted no vio a Alice Russell antes de que ella se marchara con su grupo el jueves, ¿verdad? —preguntó Carmen.

—No, me retrasé, me lie con una cosa y no llegué a tiempo para subir al vehículo en el que iba todo el grupo.

—¿Le puedo preguntar por qué?

Bailey la miró de hito en hito:

—Por un asunto familiar privado.

—Supongo que, al gestionar una empresa familiar, nunca puede desconectar del todo —dijo Carmen con tacto.

—Sí, eso es cierto. —Bailey esbozó una sonrisa forzada—. Aunque intento separar las cosas en la medida de lo posible. Si no, me volvería loco. Por desgracia, de esto no pude zafarme. Les pedí disculpas a los otros miembros del equipo. Lógicamente, no era lo que tenía pensado, pero sólo nos retrasamos una hora como mucho. Al final, tampoco nos condicionó demasiado.

—¿Su equipo no tuvo ningún problema para llegar a tiempo al punto de encuentro? —preguntó Falk.

—No. El terreno es complicado, pero las rutas en sí no son demasiado difíciles. O no deberían serlo, al menos.

Bailey dirigió la mirada a Chase, que bajó la vista.

—Da la impresión de que conoce usted la zona, ¿no? —dijo Falk.

—Un poco. He venido a hacer senderismo un par de fines de semana. Y en los últimos tres años hemos organizado aquí varias actividades empresariales con Aventuras para Ejecutivos. Normalmente es un sitio estupendo. Aunque, desde luego, no es el mejor lugar para perderse durante mucho tiempo.

—¿Y usted siempre participa en las actividades?

—Es la mejor excusa que tengo para salir de la oficina. —Bailey empezó a esbozar una sonrisa automática, pero se detuvo a medio camino convirtiéndola en una mueca poco afortunada—. Siempre nos ha parecido que estas actividades eran muy positivas y que, en general, estaban bien organizadas. Siempre hemos quedado satisfechos, hasta… —Se interrumpió unos segundos—. Bueno, hasta ahora.

Chase seguía con la vista clavada en el suelo.

—Pero sí que vio usted a Alice Russell durante la ruta —dijo Falk.

Bailey pareció sorprendido.

—¿Se refiere a la primera noche?

—¿Hubo algún otro momento?

—No. —Su respuesta fue casi demasiado rápida—. Sólo esa primera noche. Fue una visita de cortesía a los miembros del otro equipo.

—¿De quién fue la idea?

—Mía. Creo que es positivo que nos relacionemos en un espacio que no sea la oficina. Todos formamos parte de la misma empresa, vamos en el mismo barco.

—¿Habló entonces con Alice Russell? —preguntó Falk, observando detenidamente a Bailey.

—Un poco al principio, pero no nos quedamos mucho tiempo. Nos marchamos cuando empezó a llover.

—¿De qué hablaron?

Bailey frunció el ceño.

—De nada importante, fue una charla superficial sobre asuntos de la oficina.

—¿Incluso en un encuentro social? —preguntó Carmen.

—Bueno, como han señalado ustedes —repuso Bailey con una sonrisita—, nunca aparco del todo el trabajo.

—¿Y qué impresión le dio esa noche?

Bailey dudó un instante:

—Parecía estar bien. Pero no hablamos mucho.

—¿Vio usted algo en ella que le preocupase? —inquirió Falk.

—¿Como qué?

—Cualquier cosa. Su salud, su estado mental… Su capacidad para completar la ruta.

—Si hubiera tenido alguna duda sobre Alice, o sobre cualquiera de nuestros empleados, habría hecho algo al respecto.

Desde algún lugar de las profundidades del bosque llegó el canto de un ave, agudo e intenso. Bailey frunció el ceño y miró el reloj.

—Oigan, lo siento. Gracias por colaborar en la búsqueda, pero voy a tener que irme. Quiero acercarme en coche al centro de operaciones para llegar a la reunión informativa de la noche.

Chase cambió el peso de una pierna a la otra y después dijo:

—Yo también voy a ir, ¿quiere que le lleve?

Bailey dio un golpecito al techo del BMW.

—No hace falta, gracias.

Sacó las llaves y, tras otra ronda de apretones de manos y un breve gesto de saludo, se marchó, oculto tras los cristales tintados del vehículo.

Chase observó cómo se alejaba el BMW y después miró con cierta tristeza el microbús de Aventuras para Ejecutivos, que parecía una carraca, aparcado en una esquina del aparcamiento.

—Yo también debería acercarme. Si hay alguna novedad os aviso —dijo, y se alejó con las llaves en la mano.

Falk y Carmen volvieron a quedarse solos.

—Me encantaría saber por qué Bailey llegó con retraso —dijo la agente—. ¿Tú te crees eso de que fue por un problema familiar?

—No lo sé. BaileyTennants es una empresa familiar. Cualquier cosa podría entrar en esa categoría.

—Ya. Aunque debo decir que, si yo tuviera un coche como el suyo, también habría pasado de ir en ese microbús.

Se aproximaron a su sedán, que estaba estacionado en la zona más alejada del aparcamiento. En las rendijas se habían acumulado polvo y hojas, que salieron volando, formando una nube, cuando abrieron el maletero. Falk sacó su maltrecha mochila y se la colgó al hombro.

—Creía que habías dicho que no te gusta el senderismo —comentó Carmen.

—Y no me gusta.

—Pues cualquiera lo diría viendo tu mochila. Parece estar en las últimas.

—Ah, sí, es que ha tenido mucho trote. Aunque no por mi parte. —Falk no dijo más, pero Carmen se lo quedó mirando, esperando que continuara. Falk suspiró—. Era de mi padre.

—Es algo bonito. ¿Te la regaló él?

—Más o menos. Murió, así que me la quedé.

—Ay, mierda. Lo siento.

—No pasa nada. Él ya no la necesita. Vamos.

Falk se dio la vuelta antes de que ella pudiera decir nada más; atravesaron el aparcamiento y llegaron a la recepción de la casa rural. Comparado con el exterior, aquello parecía un horno y Falk empezó a sentir el hormigueo del sudor en la piel. Tras el mostrador estaba el mismo guarda forestal de antes. Revisó la lista de las habitaciones reservadas para los agentes de policía y para los miembros del equipo de rescate, y les entregó una llave a cada uno.

—Volved a salir por donde habéis venido y seguid el sendero que tuerce a la izquierda —les dijo—. Vuestras habitaciones están al final de la hilera, una al lado de la otra.

—Gracias.

Salieron y rodearon la casa hasta llegar a una larga y recia cabaña de madera, que estaba dividida en habitaciones individuales con un porche compartido que se extendía a lo largo de la fachada. Mientras avanzaban, Falk oyó que la lluvia comenzaba a golpetear el techo de hojalata. Sus habitaciones estaban al final, como les había dicho el guarda.

—¿Nos vemos de nuevo dentro de veinte minutos? —dijo Carmen, y desapareció por su puerta.

Una vez en el interior, Falk comprobó que su habitación era pequeña pero sorprendentemente acogedora. La cama ocupaba casi todo el espacio; había también un armario, que a duras penas cabía en el rincón, y una puerta que daba a un baño minúsculo. Se quitó el abrigo y miró el móvil. Ahí tampoco tenía cobertura.

Apoyó la mochila de su padre en la pared, que era de un blanco inmaculado. Se veía hecha polvo en contraste con la pintura de la habitación. No sabía muy bien por qué la había llevado. Tenía otras que le habrían servido igualmente. La había encontrado en el fondo del armario mientras buscaba las botas de senderismo. Casi había olvidado que la tenía. Casi, pero no del todo. La había sacado y se había quedado largo rato sentado en el suelo de su silencioso apartamento, mirándola.

No había sido del todo sincero con Carmen. No se había llevado la mochila cuando murió su padre siete años antes, sino que se la había entregado una enfermera del servicio de oncología de un hospital para enfermos terminales. Pesaba poco, pero no estaba vacía; contenía las escasas pertenencias de Erik Falk.

Había tardado mucho en revisar el contenido y todavía más en decidir qué iba a donar y qué iba a conservar. Al final, sólo se había quedado con la mochila y otros tres objetos: dos fotografías y un sobre sin cerrar, grande y desgastado, arrugado y con los bordes deteriorados.

Falk abrió el bolsillo superior de la mochila y lo sacó. El sobre estaba todavía más maltrecho de lo que recordaba. Extendió el contenido por la cama. Ante él había varios mapas con curvas de nivel, pendientes, zonas sombreadas y símbolos. Cumbres, valles, bosques y playas. La naturaleza en todo su esplendor reproducida sobre el papel.

Mientras iba revisando los mapas, sintió una repentina sensación de familiaridad que casi le dio vértigo. Había más de dos docenas. Algunos eran antiguos, unos se habían consultado más que otros, tenían el papel fino y muy manido. Su padre los había corregido, desde luego. Él conocía mejor que nadie el territorio. O, al menos, creía conocerlo mejor. La caligrafía de Erik Falk trazaba florituras y curvas en las rutas de las principales regiones de senderismo del estado. Eran las observaciones que hacía cada vez que se calzaba las botas, se echaba la mochila a la espalda y abandonaba la ciudad con un suspiro de agradecimiento.

Hacía mucho tiempo que Falk no miraba aquellos mapas. De hecho, nunca había sido capaz de estudiarlos con detenimiento. Pero en ese momento pasaba de un mapa a otro, hojeándolos, hasta que encontró el que buscaba: el de Giralang Ranges y sus alrededores. Era uno de los más antiguos, con los bordes amarilleados. Los lugares por los que se había plegado se veían quebradizos y desdibujados.

Se quitó las botas, se tumbó en la cama y hundió la cabeza en la almohada, sólo un minuto. Sentía los párpados pesados. Hacía mucho más calor dentro que fuera. Abrió el mapa al azar, entrecerrando los ojos a causa de la luz. Con el paso de los años, las marcas grisáceas a lápiz se habían ido borrando en algunos puntos, y las palabras que había escritas en los bordes no se leían bien. Falk se acercó el mapa un poco más y experimentó una punzada de irritación que conocía muy bien: la caligrafía de su padre siempre había sido condenadamente difícil de leer. Trató de concentrarse.

«Lugar con agua. Campamento no oficial. Camino bloqueado».

Falk volvió a parpadear, ahora con mayor insistencia. En aquella cabaña la temperatura era agradable.

«Atajo. Mirador. Árbol caído».

Un parpadeo. El viento ululaba en el exterior y golpeaba el cristal de la ventana.

«Poco seguro en invierno. Atención».

El eco de un aviso.

«Caminar con cuidado. Zona peligrosa».

Falk cerró los ojos.