13

La oscuridad en la habitación de Carmen era absoluta. Falk le alargó su linterna y oyó cómo su compañera maldecía en voz baja mientras se dirigía a la ventana dando traspiés y corría las cortinas. Las luces de emergencia del sendero bastaban para que se distinguieran los contornos de los muebles.

—Siéntate —le dijo Carmen.

Al igual que en la habitación de Falk, no había sillas, de modo que este se sentó en el borde de la cama. La estancia era exactamente igual que la suya, pequeña y austera, pero el olor era algo distinto. Tenía algo agradable, liviano y sutil que recordaba un poco a los meses de verano. Se preguntó si Carmen siempre olía así, y le extrañó no haberse dado cuenta de ese detalle hasta entonces.

—Me he encontrado con Lauren fuera —le dijo.

—¿Ah, sí?

Carmen le dio una toalla y se sentó sobre los talones delante de él. Se pasó el pelo por encima de un hombro y se lo frotó con ambas manos para secárselo mientras Falk le contaba su conversación con Lauren. Le explicó lo de la discusión en la cabaña, lo de Alice. En el exterior, la lluvia golpeaba la ventana.

—Pues espero que Lauren esté infravalorando a Alice —comentó Carmen cuando Falk terminó—. Uno de los forestales me ha dicho que incluso él lo pasaría mal en el bosque con este tiempo. Eso si damos por hecho que efectivamente Alice se marchó por voluntad propia.

Falk se acordó otra vez del mensaje de voz: «… Le haga daño».

—¿Has cambiado de idea al respecto?

—No sé qué pensar —contestó Carmen, que puso el libro de recortes entre ambos y empezó a pasar las páginas. Estaban llenas de noticias de periódicos con las esquinas arrugadas en los sitios en los que se había secado el pegamento—. He estado hojeando esto mientras te esperaba. Es una crónica de este lugar para los turistas.

Encontró la página que buscaba y se la puso delante a Falk.

—Mira. Pasan de puntillas por los años de Kovac, lo que no me sorprende, aunque supongo que no podían omitirlos del todo.

Falk miró el libro. Había un artículo sobre la sentencia que había recibido Martin Kovac. Según el titular, cadena perpetua. Era fácil adivinar por qué habían incluido ese recorte de periódico y no otros. Aquello suponía un punto y final. Una línea que ponía fin a un período oscuro. Era un artículo de fondo en el que se hablaba de toda la investigación y del juicio. Casi al final de la página, había tres fotos, una de cada víctima; tres mujeres que sonreían a la cámara. Eliza. Victoria. Gail. Y una cuarta, Sarah Sondenberg, con un breve pie de foto: «En paradero desconocido».

Falk ya había visto imágenes de las víctimas de Kovac, pero hacía tiempo de eso y nunca juntas, como ahora. Estaba sentado frente a Carmen en la habitación oscura e iluminó cada rostro con la linterna. Cabello rubio, rasgos atractivos, esbeltas… Eran mujeres guapas, sin duda. De pronto, se dio cuenta de lo que había visto Carmen.

Eliza, Victoria, Gail, Sarah.

¿Alice?

Falk se fijó en los ojos de las fallecidas y luego negó con la cabeza.

—Es demasiado mayor. Estas cuatro eran adolescentes o tenían veintitantos.

—Alice es demasiado mayor ahora, pero no lo habría sido en esa época. ¿Cuántos años debía de tener cuando pasó todo esto? ¿Dieciocho? ¿Diecinueve? —Carmen inclinó el libro para ver mejor las imágenes; las fotografías mostraban un matiz grisáceo y espectral bajo la luz de la linterna—. Si vivieran, tendrían la misma edad que Alice.

Falk no contestó. Al lado de los cuatro rostros de las víctimas había un gran retrato de Martin Kovac, hecho poco antes de su detención. Era una fotografía informal, probablemente hecha por un amigo o un vecino. Una imagen que se había reproducido cientos de veces a lo largo de los años, en prensa y en televisión. Kovac estaba al lado de una barbacoa. Un verdadero australiano de los pies a la cabeza, con camiseta sin mangas, pantalones cortos y botas. El inevitable botellín de cerveza en la mano y una sonrisa en la cara. Por encima de esa sonrisa, los ojos entrecerrados a causa del sol, el pelo rizado y desgreñado. Se le veía delgado pero fuerte, incluso en una foto en blanco y negro como aquella podían adivinarse los músculos de sus brazos.

Falk conocía bien la imagen, pero ahora, por primera vez, advirtió otra cosa. Al fondo, cortada por la mitad en el borde de la imagen, se distinguía la parte trasera y borrosa de una bicicleta infantil. No se apreciaba gran cosa. Una piernecita desnuda, una sandalia de niño en un pedal, la espalda de una camiseta de rayas, un atisbo de cabello moreno. Era imposible identificar al pequeño, pero, mientras lo miraba, a Falk se le puso el pelo de punta. Apartó la vista del niño, de Martin Kovac, de esas miradas pretéritas que le dirigían las cuatro mujeres.

—No sé —dijo Carmen—, la posibilidad es muy remota, pero se me ha ocurrido.

—Ya. Entiendo por qué.

Su compañera contempló la línea de árboles del exterior y añadió:

—Imagino que, sea lo que sea lo que haya pasado, por lo menos sabemos que Alice está ahí. La zona es inmensa, pero finita. En algún momento la encontrarán.

—No fue así en el caso de Sarah Sondenberg.

—No, pero Alice tienen que estar en algún sitio. No habrá vuelto a pie a Melbourne.

El simple nombre de la ciudad despertó algo en la mente de Falk. Por la ventana a duras penas distinguía el espacio que el coche de Daniel Bailey había ocupado hasta ese día. Un BMW negro, espacioso. Cristales tintados. Un maletero enorme. En su lugar ahora se veía un todoterreno.

—Nos va a hacer falta volver a hablar con Daniel Bailey —dijo—. Tendremos que regresar a Melbourne y averiguar de qué habló con Alice esa primera noche.

—Llamaré a la oficina para informar —convino Carmen.

—¿Quieres que yo…?

—No, no pasa nada. Tú te encargaste la última vez. Lo haré yo esta noche, a ver qué les parece.

Esas palabras les hicieron sonreír a los dos. Ambos sabían perfectamente lo que iban a decirles. «Conseguid los contratos. Es esencial que consigáis los contratos. Tened en cuenta que es imprescindible que consigáis los contratos». A Falk se le borró la sonrisa. Lo tenía muy presente. Aunque no sabía cómo iban a conseguirlos.

Mientras el viento ululaba en el exterior, se permitió plantearse la pregunta que le había estado acuciando. Si Alice seguía en el bosque por culpa de ellos, ¿merecía la pena todo aquello? Lamentó no conocer más detalles de toda la operación, aunque era consciente de que probablemente eso no cambiaría nada. Fuera cual fuese el contexto general de la investigación, en esas situaciones siempre se daba el mismo fenómeno: unas pocas personas en lo alto de la pirámide se aprovechaban de las que estaban por debajo y eran más vulnerables.

—¿Por qué pediste el traslado a esta unidad? —le preguntó a Carmen.

—¿La de investigación financiera? —La agente sonrió en la oscuridad—. Esa es la pregunta que suelen hacerme en la fiesta navideña de la oficina y normalmente me la suelta un tío borracho con cara de perplejidad. —Se removió en la cama—. Cuando empecé me propusieron que entrara en el departamento de Protección de Menores. Ahora gran parte de ese trabajo consiste en manejar algoritmos y programas, pero cuando estuve allí haciendo las prácticas… —Se le entrecortó la voz—. En fin, no pude aguantar lo que se veía en primera línea.

Falk no le pidió detalles. Conocía a varios agentes que trabajaban en ese departamento. De vez en cuando, a todos se les entrecortaba la voz.

—Duré un tiempo, pero sólo porque empecé a ocuparme más de los aspectos técnicos —prosiguió Carmen—. A perseguir a los criminales a través de las transacciones que llevaban a cabo. Se me daba bastante bien, así que acabé aterrizando en esta división. Esto es mejor. En mi última etapa allí apenas conseguía dormir. —Se quedó callada unos instantes—. ¿Y tú?

Falk suspiró.

—Lo mío fue poco después de que muriera mi padre. Al principio estuve un par de años en la brigada de estupefacientes. Ya sabes, ahí es donde está toda la emoción, que es lo que buscas cuando empiezas…

—Eso me cuentan en las fiestas de Navidad.

—Bueno, pues nos dieron un chivatazo sobre un sitio al norte de Melbourne, un bungaló que usaban de almacén.

Falk recordó el momento en que detuvo el coche frente a un bungaló familiar de una calle poco recomendable. La pintura estaba descascarillada y el césped de delante crecía amarillento y de forma desigual, pero al final del camino de entrada se alzaba un buzón hecho a mano con la forma de un barco. En ese instante pensó que, en otro tiempo, alguien había valorado lo bastante la vida en esa casa para fabricarlo o comprarlo.

Uno de sus compañeros aporreó la puerta y, al no obtener respuesta, decidieron entrar por la fuerza. La derribaron sin problemas, la madera se había deteriorado con el paso de los años. Falk vio brevemente su propio reflejo en un espejo polvoriento del vestíbulo, una sombra oscura con el equipo de protección y, por un segundo, apenas se reconoció. Doblaron la esquina que llevaba al salón gritando, con las armas en alto, sin saber muy bien qué iban a encontrarse.

—El dueño era un viejo con demencia —explicó Falk.

Aún podía verlo, allí, diminuto en su butaca, demasiado aturdido para asustarse, con ropa mugrienta que le iba muy grande.

—En la casa no había comida. Le habían cortado la luz y alguien utilizaba sus armarios para guardar droga. Su sobrino, o un tipo al que él consideraba su sobrino, dirigía una de las bandas locales de narcotraficantes. Él y sus colegas entraban y salían de la casa a su antojo.

La vivienda apestaba. El papel con motivos florales de las paredes estaba pintarrajeado con grafitis, y por la moqueta estaban tiradas cajas de cartón mohosas de comida para llevar. Falk se sentó junto al viejo y hablaron de críquet mientras el resto del equipo registraba la casa. El anciano creyó que Falk era su nieto, y él, que había enterrado a su padre tres meses antes, no lo sacó de su error.

—Por lo visto, hacía tiempo que le habían vaciado las cuentas bancarias y se quedaban con su pensión. Habían solicitado tarjetas de crédito a su nombre y lo habían endeudado comprando cosas que él jamás habría adquirido. Era un anciano enfermo y lo dejaron sin nada. Menos que nada. Y todo se veía en los extractos, sólo hacía falta que alguien se fijara. Todo lo que le pasaba a ese pobre hombre se podría haber detectado meses antes si alguien hubiera advertido el problema con el dinero.

Falk lo había explicado así en el informe. Semanas después, un agente de la Unidad de Investigación Financiera se había pasado a verlo para tener una charla informal con él. Al cabo de unas semanas, Falk volvió a visitar al anciano en una residencia. Parecía estar mejor, y habían seguido hablando de críquet. Al volver a la oficina, consultó los requisitos para cambiar de departamento.

Su decisión suscitó cierta incredulidad en su momento, pero él sabía que empezaba a perder la motivación. Aquellas redadas no eran más que un parche a corto plazo. Lo único que hacían era apagar un fuego tras otro cuando el daño ya estaba hecho. Comprendió que, para la mayoría de aquella gente, el dinero era lo más importante en la vida. Había que cortar la cabeza para que las extremidades se pudrieran y murieran.

Al menos eso era lo que siempre le venía a la cabeza cuando se enfrentaba a alguien que, desde su flamante despacho, se creía que su título universitario le daba licencia para saltarse las reglas a su antojo. Alguien como Daniel, Jill o Leo Bailey, de quienes sabía que seguramente pensaban que en realidad lo que hacían tampoco era para tanto. Sin embargo, cuando Falk miraba a personas como ellos, veía a todos los que se encontraban en el otro extremo: ancianos, las mujeres que luchaban por salir adelante y los niños tristes, sentados solos y asustados, vestidos con ropa sucia. Y esperaba, de un modo u otro, poder atajar la podredumbre antes de que los alcanzara.

—No te preocupes —le dijo Carmen—. Ya se nos ocurrirá algo. Sé que los Bailey creen que saben muy bien lo que se hacen después de tanto tiempo, pero no son tan listos como nosotros.

—¿Ah, no?

—No. —La agente esbozó una sonrisa. Incluso sentada era tan alta como él. No tenía que hacer ningún esfuerzo para mirarlo directamente a los ojos—. Para empezar, tú y yo sabemos cómo blanquear capitales sin que se note.

Falk no pudo evitar devolverle la sonrisa.

—¿Y cómo lo harías? —le preguntó.

—Con inversiones inmobiliarias. No tiene más misterio. ¿Y tú?

Falk, que había escrito un estudio detallado sobre el tema, sabía exactamente cómo lo haría: con dos buenos planes de contingencia. La inversión inmobiliaria era uno de ellos.

—No sé. En un casino, tal vez.

—Venga ya. Tendrías que recurrir a algo más sutil.

—No te metas con los clásicos —respondió él, sonriendo de nuevo.

Carmen soltó una carcajada.

—A lo mejor no eres tan listo, después de todo. Para eso tendrías que andar de juerga por las mesas, y cualquiera que te conociera de antes se daría cuenta de que te traías algo entre manos. Sé de qué estoy hablando. Mi prometido se pasa horas en sitios como esos. Y no se dedica a lo mismo que tú.

Era cierto: aquel era uno de los motivos por el que un casino ni siquiera era una de las tres opciones que prefería Falk. Demasiado trabajo preliminar. Pero se limitó a sonreír.

—Me lo tomaría con calma. Crearía una pauta de comportamiento. Puedo ser paciente.

Carmen soltó otra pequeña carcajada.

—Eso sí que me lo creo.

La agente se removió en la cama y extendió las piernas bajo la tenue luz. Todo estaba en silencio cuando volvieron a mirarse.

Les llegó un murmullo y un zumbido desde el edificio principal y, sin previo aviso, volvió la luz. Falk y Carmen se miraron con los ojos entornados. El ambiente de confesión se disipó al mismo tiempo que la oscuridad. Los dos se movieron a la vez y la pierna de ella rozó la rodilla de Falk mientras él se levantaba. Ya de pie, titubeó.

—Bueno, quizá debería irme a mi habitación antes de que se vuelva a ir la luz.

Una pausa brevísima.

—Sí, quizá.

Carmen se incorporó y lo acompañó hasta la puerta. Cuando Falk la abrió, una fuerte ráfaga de aire frío lo golpeó. Notó que ella lo observaba mientras recorría la escasa distancia que lo separaba de su habitación. Falk se dio la vuelta.

—Buenas noches.

Tras un breve instante de duda, Carmen contestó:

—Buenas noches.

Luego volvió al interior y desapareció.

Ya en su habitación, Falk no encendió la luz enseguida. Se acercó a la ventana y repasó las ideas que le rondaban por la cabeza.

La lluvia había cesado al fin y distinguió algunas estrellas en los pocos huecos entre las nubes. Hacía mucho tiempo que no contemplaba el firmamento nocturno. Las luces de la ciudad siempre eran demasiado intensas. Ahora alzaba la vista hacia el cielo en cuanto se le presentaba la ocasión. Se preguntó qué vería Alice en ese momento si hiciera lo mismo. Si es que podía ver algo.

La luna se veía luminosa y blanca, con jirones plateados de nubes flotando frente a su resplandor. Falk sabía que la Cruz del Sur se ocultaba tras ellas. De pequeño, en el campo, la había visto muchas veces. En uno de sus primeros recuerdos, su padre lo llevaba al exterior y señalaba hacia arriba. Las estrellas refulgían en el cielo y su padre lo abrazaba con fuerza mientras le enseñaba las constelaciones que, según él, siempre estaban ahí, en algún sitio a lo lejos. Falk siempre le había creído, aunque no siempre pudiera distinguirlas.