DÍA 3

MAÑANA DEL SÁBADO

El viento helado del sur no les daba tregua. Las cinco mujeres avanzaban sin decir nada y con dificultad, con la cabeza gacha por culpa del vendaval. Habían encontrado un sendero estrecho, o al menos algo que se le parecía bastante, tal vez un camino que utilizaban animales. Por una especie de acuerdo tácito, ninguna de ellas decía nada cuando el sendero desaparecía bajo sus pies de vez en cuando. Se limitaban a levantar un poco más las botas sobre la maleza y a mirar el suelo con ojos entrecerrados, hasta que el sendero reaparecía.

Bree se había despertado horas antes, de mal humor y completamente helada, sin saber muy bien cuánto había dormido. Oyó los ronquidos de Jill un poco más allá. Por lo visto era de esas personas que duermen profundamente. O a lo mejor sólo estaba exhausta. Ni siquiera se había despertado cuando el viento había desmontado el toldo improvisado durante la noche.

Allí tumbada en el duro suelo, contemplando el pálido cielo matutino, Bree sintió que le dolían los huesos hasta la médula y que tenía la boca seca a causa de la sed. Vio que las botellas que Lauren había colocado para recoger el agua de la lluvia se habían volcado. Con suerte cada una podría dar un trago. Bueno, al menos la comida que Bree había dejado a su hermana sobre el saco de dormir había desaparecido. Aunque aquello le inspiraba tanto un sentimiento de alivio como de decepción.

Aún no sabía por qué no les había dicho a las demás que no había comido. Había abierto la boca para explicarlo, pero un instinto primario enterrado en las profundidades de su cerebro le había impedido pronunciar las palabras. Le daba miedo pensar en el verdadero motivo. En el trabajo, a menudo bromeaba diciendo que sólo se dedicaba a «sobrevivir» en su escritorio hasta que llegaban las copas del viernes por la noche, pero en cualquier otro contexto, ese término le parecía ajeno y aterrador.

Esa mañana había intentado hablar con su hermana mientras enrollaban los sacos de dormir empapados.

—Gracias.

Entonces fue Beth quien se mostró un tanto hosca.

—No tiene importancia —le dijo—. Aunque no sé por qué te dan tanto miedo.

—¿Quiénes?

—Todos. Alice. Jill. Incluso Daniel.

—No me dan miedo, pero me preocupa lo que piensen. Son mis jefes, Beth. Y los tuyos también, por cierto.

—¿Y qué? Tú vales tanto como ellos. —Beth dejó de recoger sus cosas y la miró a los ojos—. La verdad es que, si yo estuviera en tu lugar, no me apoyaría mucho en Alice para conseguir un ascenso.

—Pero ¿de qué estás hablando?

—No importa. Pero ten cuidado con ella. A lo mejor te convendría más encontrar a otra persona a quien lamerle el culo.

—Por Dios, Beth, lo único que hago es tomarme en serio mi carrera. A ti no te vendría mal probarlo.

—Y a ti no te vendría mal tomar un poco de perspectiva. Sólo es un maldito trabajo.

Bree no contestó, porque sabía que su hermana nunca podría entenderla.

Habían tardado veinte minutos en levantar el campamento improvisado, y una hora más en decidir qué hacer. Quedarse o irse. Quedarse. Irse.

Alice quería marcharse. Buscar el lugar de acampada, buscar una salida, hacer algo. Lauren no estaba de acuerdo. Decía que debían seguir en un terreno elevado, que allí estaban más seguras. Pero en aquella cresta el viento no dejaba de fustigarlas, y todas tenían ya la cara roja y las mejillas ardiendo. Cuando comenzó a lloviznar de nuevo, incluso Jill dejó de asentir pacientemente cuando Lauren hablaba. Se apiñaron debajo de una de las lonas e intentaron recoger agua de lluvia en una botella. Mientras tanto, Alice deambulaba por las inmediaciones y agitaba el móvil con el brazo en alto durante más rato del que habrían creído posible. Cuando la batería descendió al treinta por ciento, Jill le ordenó que lo apagara.

Lauren había seguido repitiendo que debían quedarse donde estaban, pero Alice desdobló el mapa. Todas se congregaron en torno a ella y empezaron a señalar los distintos puntos fácilmente reconocibles que se veían en el papel, mientras el viento amenazaba con arrancárselo de las manos. Una cordillera, un río, una pendiente. Ninguno coincidía del todo, y no pudieron ponerse de acuerdo. No tenían ni idea de en cuál de aquellas cimas estaban.

En uno de los bordes del mapa, una carretera se extendía hacia el norte. Si eran capaces de abrirse paso entre la vegetación, podrían llegar hasta ella y seguirla, afirmó Alice. Lauren estuvo a punto de soltar una carcajada. Aquello era peligrosísimo. Alice replicó que también lo era la hipotermia, clavándole la mirada hasta que Lauren la desvió. Al final, lo que más pesó fue el frío. Jill anunció que ya no soportaba seguir allí, sin moverse.

—Vamos a buscar la carretera. —Le dio el mapa a Alice, titubeó y le alargó la brújula a Lauren—. Sé que no te parece una buena idea, pero estamos todas en el mismo barco.

Cada una dio un trago del agua de lluvia que habían recogido en la botella —para Bree, aquello no hizo más que acentuar su sed—, y sólo entonces emprendieron la marcha, sin prestar atención a las punzadas en el estómago y las agujetas en las extremidades.

Bree avanzaba con la mirada clavada en el suelo, colocando un pie tras otro. Llevaban casi tres horas caminando cuando notó que algo caía con un leve ruido sordo cerca de una de sus botas. Se detuvo. En el suelo vio un diminuto huevo roto, con la yema, clara y gelatinosa, derramándose. Alzó la vista. Por encima, las ramas se mecían al viento y, entre ellas, un pequeño pájaro miraba hacia abajo y movía la cabeza. Bree no tenía forma de saber si el pájaro entendía lo que había sucedido. ¿Echaría en falta el pequeño huevo perdido, o ya lo habría olvidado?

Oyó que su hermana se acercaba por detrás; sus pulmones de fumadora la delataban.

«Toma un poco de perspectiva. Sólo es un maldito trabajo».

Pero no, no lo era. Bree tenía veintiún años y le quedaban cuatro días para licenciarse con matrícula de honor cuando se dio cuenta de que estaba embarazada. Su novio, con el que llevaba saliendo desde hacía dieciocho meses —ella sabía, además, que él había estado mirando anillos en secreto en la página web de Tiffany—, se había quedado callado durante diez minutos mientras iba de un lado a otro de la cocina del piso de estudiantes que compartían. Ese era uno de los detalles que Bree recordaba con mayor claridad: las ganas que tenía de que se sentara. Finalmente lo hizo y posó una mano sobre la de ella.

—Con lo que has trabajado —le dijo—, ¿qué va a pasar con tus prácticas? —Estaba previsto que él empezara las suyas en Nueva York al cabo de cuatro semanas y después tenía una plaza para un doctorado en Derecho—. ¿A cuántos licenciados coge BaileyTennants cada año?

A uno. BaileyTennants sólo admitía a un licenciado al año para su programa de formación. Él lo sabía. Ese año la escogida había sido Bree McKenzie.

—Te hace muchísima ilusión.

Eso era cierto. La idea la emocionaba muchísimo. Todavía lo hacía, sin duda. Entonces él tomó las manos de Bree entre las suyas.

—Es una pasada. En serio. Y te quiero muchísimo. Pero es que… —Su mirada denotaba un auténtico pavor—. Este no es un buen momento.

Bree terminó asintiendo y, a la mañana siguiente, él la ayudó a concertar la cita necesaria.

—Algún día nuestros hijos estarán orgullosos —añadió su novio. Dijo «nuestros», claramente. Ella lo recordaba con nitidez—. Tiene muchísimo sentido que primero te establezcas profesionalmente. Te mereces sacarle el máximo partido a tus oportunidades.

Sí, eso es lo que ella se repitió después muchas veces. Había tomado aquella decisión para salvar su carrera y por las increíbles oportunidades que la aguardaban. No porque él se lo hubiera pedido, eso desde luego. Lo cual era una suerte, porque no había vuelto a llamarla tras marcharse a Nueva York.

Bree se fijó en aquel pequeño huevo roto. Por encima de ella, la madre había desaparecido. Con una bota arrastró unas hojas secas por encima de la cáscara partida. Fue lo único que se le ocurrió hacer.

—Parad aquí —pidió Jill desde atrás; era la última de la comitiva—. Vamos a descansar un minuto.

—¿Aquí? —preguntó Alice, que se volvió y miró hacia atrás.

La arboleda aún era densa a su alrededor, pero el camino se había ensanchado un poco y ya no desaparecía bajo sus pies.

Jill soltó la mochila sin contestar. Estaba colorada y tenía el pelo alborotado.

Mientras rebuscaba algo en los bolsillos del anorak, se detuvo de pronto y clavó la vista en un tocón agujereado, a un lado del camino.

Sin mediar palabra se dirigió a él. En la parte cóncava del centro se había formado un pequeño charco de agua. Jill, a quien Bree había visto una vez rechazar una infusión porque las hojas habían pasado demasiado tiempo en remojo, metió las manos en el tocón, se las llevó a los labios y dio un profundo trago. Se detuvo unos instantes para sacarse algo negro de la boca, lo tiró al suelo y después volvió a introducir las manos.

Bree tragó saliva. Notó la lengua hinchada y áspera, se acercó al tocón y hundió las manos; la mayor parte del agua se derramó entre sus dedos cuando su brazo chocó con el del Jill. Volvió a intentarlo, y en esta ocasión se acercó la mano a la boca con mayor rapidez. El agua tenía un sabor mohoso y fuerte, pero eso no la detuvo y metió de nuevo la mano en el agua; enseguida tuvo que pelear con otros cuatro pares de manos para hacerse un hueco. Alguien se las apartó y Bree las introdujo de nuevo, haciendo caso omiso del dolor que sentía al doblar los dedos. Las hundió otra vez, pugnando por la parte que le tocaba, mientras oía los gruñidos que soltaban las demás al tragar. Se quedó con la cabeza gacha, decidida a llevarse a la boca la máxima cantidad posible. Antes de que se diera cuenta, el agua había desaparecido y sus uñas estaban arañando el fondo musgoso.

Dio un paso atrás. Tenía arenilla en la boca y se sentía un poco mareada, como si hubiera cruzado una línea cuya existencia desconocía hasta entonces. Se dio cuenta de que no era la única al ver su sorpresa y su vergüenza reflejadas en los rostros que la rodeaban. El agua le revolvía el estómago vacío y tuvo que morderse el labio para no vomitar.

Una a una, se fueron alejando del tocón, evitando el contacto visual. Bree se sentó en la mochila y observó cómo Jill se quitaba una bota y el calcetín. Tenía el talón ensangrentado y en carne viva. A poca distancia, Lauren consultaba la brújula por enésima vez. Bree deseó que le estuviera dando información.

Se oyó el chasquido de un mechero y le llegó un leve aroma a humo de tabaco.

—¿En serio vas a ponerte con eso ahora? —exclamó Alice.

—Sí, por eso se le llama adicción —contestó Beth sin alzar la vista, aunque Bree notó que una oleada de inquietud se extendía por el grupo.

—Pues es asqueroso. Apágalo.

Bree apenas olía el humo.

—Que lo apagues —repitió Alice.

En esta ocasión, Beth sí levantó la mirada. Y lanzó al aire una larga bocanada de humo, que se quedó flotando, burlándose de ellas. Con un movimiento rápido, Alice extendió la mano y cogió el paquete de tabaco. Alargó el brazo hacia atrás y lo lanzó hacia la vegetación.

—¡Oye! —exclamó Beth, que se puso en pie.

Alice también se levantó:

—Se acabó el descanso. En marcha.

Beth no le hizo caso. Se dio la vuelta y, sin mirar atrás, se internó en los arbustos y desapareció entre los árboles.

—¡No vamos a esperarte, que lo sepas! —gritó Alice. No hubo respuesta, sólo se oyó el golpeteo del agua en las hojas; había empezado a llover de nuevo—. Por Dios, Jill, sigamos adelante. Ya nos alcanzará.

Bree notó cómo la rabia se acumulaba en su interior, pero consiguió calmarse al ver que Jill decía que no con la cabeza.

—No vamos a dejar a nadie atrás, Alice. —En la voz de Jill había una dureza que Bree nunca había advertido en ella—. Así que más te vale ir a buscarla. También le debes una disculpa.

—Lo dirás en broma.

—Para nada.

—Pero… —empezó a decir Alice, y justo en ese momento les llegó un grito desde detrás de la tupida cortina de vegetación.

—¡Eh! —La voz de Beth sonó apagada, parecía estar muy lejos—. ¡Aquí hay algo!