DÍA 3
NOCHE DEL SÁBADO
Más allá de los jadeos, en los instantes que siguieron reinó el más absoluto silencio. Las partículas de polvo formaban círculos perezosos bajo la luz de la linterna mientras Jill se examinaba la boca con la lengua. Notó la carne de los labios hinchada y tierna, y uno de los dientes de la derecha, en la mandíbula inferior, se le movía un poco. Era una sensación extraña que sólo había vivido en la infancia. De pronto se acordó de sus hijos cuando eran pequeños. Del ratoncito Pérez y de las monedas que les dejaba. Sentía que le ardían los ojos y se le hizo un nudo en la garganta. Tenía que llamarlos. Lo haría en cuanto consiguiera salir de allí.
Jill se incorporó un poco y notó algo junto al pie. Era una linterna. Con una mueca de dolor, se agachó para recogerla y accionó el interruptor. No funcionaba.
—Esta linterna está rota —tenía los labios tan hinchados que apenas se la entendió.
—Pues esta también —dijo alguien; probablemente, una de las hermanas.
—¿Cuántas siguen funcionando? —preguntó Jill.
—Yo tengo una —contestó Lauren; el haz de luz centelleó cuando se la tendió a su jefa.
Jill notó el peso de la linterna industrial de Beth en la mano. Tal vez, a fin de cuentas, hubiera sido la mejor elección para una acampada.
—¿No queda ninguna más?
Nadie dijo nada. Jill suspiró.
—Mierda.
Al otro lado de la cabaña, Jill vio que Alice se pasaba una mano por los ojos. Tenía el pelo enmarañado y las lágrimas habían dejado un rastro de suciedad en sus mejillas, pero ya no lloraba.
Jill esperó a que dijera algo. Que exigiera una disculpa, probablemente. O tal vez que amenazara con presentar una denuncia. Pero Alice se limitó a sentarse con las rodillas dobladas junto al pecho. Se quedó cerca de la puerta, encorvada e inmóvil. Por algún motivo, aquello inquietó más a Jill.
—¿Alice? —dijo Bree desde uno de los rincones oscuros.
No hubo respuesta.
—Alice —repitió Bree—, oye, recuerda que Beth aún está en libertad condicional.
Siguió sin haber respuesta.
—Y tendrá que volver a enfrentarse a un tribunal en el caso de que tú…
Bree se detuvo. Esperó. Ninguna reacción.
—Alice, ¿me estás escuchando? Mira, ya sé que te ha golpeado, pero se meterá en un buen lío si este tema sale de aquí.
—¿Y…? —respondió Alice al fin, moviendo apenas los labios y sin alzar la vista.
—Pues que esto no debe salir de aquí, ¿vale? Te lo pido por favor. —La voz de Bree tenía un matiz distinto. Jill nunca la había oído hablar así—. Nuestra madre no se encuentra bien y la última vez le afectó muchísimo.
Tampoco hubo respuesta.
—Alice, por favor.
—Bree —la voz de Alice tenía un tono extraño—, es absurdo que me pidas algo así. Considérate afortunada si a estas alturas del mes que viene sigues con empleo.
—¡Eh! —exclamó Beth, con voz impetuosa y llena de rabia—. ¡No la amenaces! Lo único que ha hecho ha sido deslomarse a trabajar para ti.
Alice alzó la cabeza. Las palabras que pronunció salieron de sus labios lentamente y cargadas de intención. Cortaron la penumbra como si fueran de cristal:
—Tú cállate, zorra sebosa.
—Alice, ¡ya está bien! —exclamó Jill—. Beth no es la única de entre nosotras que está en la cuerda floja, así que ten cuidado porque tú también puedes tener problemas cuando…
—¿Cuando qué? —la interrumpió Alice con una curiosidad que parecía auténtica—. ¿Cuando aparezca tu fantástico equipo de rescate?
Jill abrió la boca para responder, pero entonces, con una punzada de pánico, se acordó repentinamente del móvil. Se lo había metido en el bolsillo del anorak antes del altercado, y empezó a buscarlo por los bolsillos. ¿Dónde estaba? Se sintió casi mareada de alivio cuando tocó el rectángulo de líneas elegantes. Lo sacó y examinó la pantalla para comprobar que estuviera intacta. Alice la observaba.
—Sabes que eso es mío.
Jill no contestó y volvió a guardárselo en el anorak.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Bree.
Jill suspiró en silencio. Estaba completamente agotada, empapada, tenía hambre, le dolía todo, la asqueaba la sensación de humedad. Además, se sentía violentada por las otras mujeres.
—Muy bien. En primer lugar —dijo, en un tono tan mesurado como fue capaz de lograr—, vamos a calmarnos todas. Luego quiero que saquéis vuestros sacos de dormir y que acordemos olvidar lo que acaba de pasar. Al menos, por el momento. Vamos a dormir un poco; por la mañana, cuando todas estemos un poco más despejadas, trazaremos un plan.
Nadie se movió.
—Haced lo que os he dicho, por favor.
Jill se agachó y abrió su mochila. Empezó a sacar su saco de dormir y suspiró de alivio al oír que las otras la imitaban. Entonces añadió:
—Alice, coloca el tuyo al lado del mío.
Ella frunció el ceño pero, por una vez, no discutió. Desenrolló su saco en el suelo, donde Jill le indicaba, y se metió en él. Bree fue la única que se molestó en salir a lavarse los dientes con agua de lluvia, y a Jill le alegró que Alice no quisiera hacer lo mismo. No tenía nada claro si habría que acompañarla o no.
Cuando Jill se metió en el saco de dormir, no pudo evitar una mueca de disgusto: la tela se le pegaba al cuerpo como si fuera una bolsa de plástico mojada. Tocó el móvil que llevaba en el anorak y vaciló. No quería quitárselo, pero sabía que si no lo hacía no conseguiría dormir. La noche anterior, la capucha no había dejado de enredársele en el pelo y las cremalleras se le clavaban cada vez que se daba la vuelta, y ya le iba a costar conciliar el sueño tal como estaba. Al final decidió quitárselo, aunque lo hizo con tanto sigilo como pudo. Lo dejó a su lado, junto a la abertura del saco. Le pareció notar que Alice la observaba, pero cuando miró hacia ella la vio tumbada boca arriba, contemplando el tejado de hojalata.
Era consciente de que todas estaban exhaustas. Tenían que descansar, pero en aquella cabaña se respiraba un ambiente tóxico. Podía sentir el pulso en las sienes y el suelo estaba duro. Oyó el crujido de los cuerpos que se revolvían, incómodos. Alice se movió en el saco de al lado.
—Que todo el mundo se duerma —ordenó Jill bruscamente—. Alice, si tienes que salir durante la noche, despiértame.
No hubo respuesta.
Jill se volvió hacia ella. Casi no veía nada en la oscuridad.
—¿Me has oído?
—Parece que no confías en mí, Jill.
No se molestó en contestar. Se limitó a poner la mano sobre el anorak, cerciorándose de que notaba los bordes duros del móvil bajo los pliegues de tela, y cerró los párpados.