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Algo llamó la atención de Falk.

Muy por debajo de donde estaba, en la parte inferior de la catarata, distinguió el brillo de un chaleco reflectante cuando alguien salió de entre los árboles. Su forma de moverse le resultaba familiar. Era Carmen. Su compañera se situó en la base de la cascada y Falk vio que alzaba la cabeza, buscándolos. Estaba demasiado oscuro para que él pudiera verle la cara, pero unos segundos después la agente levantó un brazo, indicándole que lo veía. Alrededor de Carmen, varios agentes iban tomando posiciones poco a poco, tratando de pasar desapercibidos.

Lauren no pareció darse cuenta, algo que alegró a Falk. Quería que se fijara lo menos posible en la catarata. A través del rugido del agua, el agente distinguió unos pasos que resonaban en el puente de madera. Lauren también debió de oírlos, porque volvió la cabeza en esa dirección. Era el sargento King, flanqueado por otros dos agentes. No se acercó más, pero se llevó la radio a los labios y murmuró algo que Falk no pudo captar desde donde estaba.

—No quiero que se acerquen más —dijo Lauren, que tenía la cara mojada, pero no lloraba. Su gesto de determinación le inquietaba. Ya había visto esa expresión en otras ocasiones: era el semblante de alguien que había tirado la toalla.

—De acuerdo —contestó Falk—. Pero no van a quedarse donde están toda la noche. Querrán hablar con usted y debería permitírselo. Si se aleja del borde, podemos tratar de arreglar todo esto.

—Alice intentó contarme lo de las fotos de Margot. Quizá, si la hubiera escuchado, todo habría sido distinto.

—Lauren…

—¿Qué? —dijo ella, interrumpiéndolo. Lo miró fijamente—. ¿Cree que puede solucionar «todo esto»?

—Le prometo que podemos intentarlo. Por favor, vuelva a la casa y hable con nosotros. Si no quiere hacerlo por usted, entonces… —Titubeó. No tenía muy claro si debía jugar esa carta—. Entonces hágalo por su hija. La necesita.

Enseguida se dio cuenta de que se había equivocado. Lauren endureció el gesto y se echó hacia delante. Se agarraba con tanta fuerza al saliente que se le veían los nudillos blancos.

—Rebecca no me necesita. No puedo ayudarla. Lo he intentado con todas mis fuerzas durante toda su vida. Y juro por Dios que sé que he cometido errores, pero lo he hecho lo mejor que he sabido. —Con la cabeza inclinada contemplaba el abismo—. Pero no he hecho más que empeorar las cosas. ¿Cómo he podido? No es más que una niña. Alice tenía razón. —Se inclinó un poco más hacia delante—. Es culpa mía.