DÍA 2

TARDE DEL VIERNES

A Jill le castañeteaban los dientes mientras avanzaba. En el río se había puesto ropa seca —todas lo habían hecho, de espaldas unas a otras mientras temblaban y se desnudaban—, pero luego, al cabo de veinte minutos, les había caído encima otro chaparrón. Le habría gustado poder caminar un poco más deprisa para entrar en calor, pero se dio cuenta de que los pasos de Lauren aún no eran muy seguros. La tirita del botiquín de emergencia se le despegaba continuamente de la frente y dejaba al descubierto un corte lleno de sangre.

Alice abría la marcha con el mapa en la mano. Bree se lo había entregado sin rechistar poco antes de llegar a la orilla del río. Beth, como siempre, iba la última.

Jill pensó que era extraño el modo en que el paisaje empezaba a parecerle todo igual. En dos ocasiones se había fijado en algo —primero un tocón, después un árbol caído— que estaba convencida de recordar de un momento anterior. Aquello era como caminar con una sensación semiconstante de déjà vu. Se recolocó la mochila. Sin la bolsa de las varillas pesaba menos, aunque su pérdida no la tranquilizaba, precisamente.

—¿Seguimos yendo bien? —preguntó Jill cuando aflojaron el paso para rodear una zanja fangosa.

Alice sacó la brújula y la consultó. Se dio la vuelta para mirar en la otra dirección y la consultó de nuevo.

—¿Vamos bien? —repitió Jill.

—Sí, no hay problema. Lo que pasa es que en este punto el sendero describe una curva. Pero vamos bien.

—Creía que en teoría íbamos a llegar a un terreno más elevado.

El suelo que pisaban estaba repleto de maleza, pero se mantenía obstinadamente llano.

Les llegó una voz desde atrás.

—Tenemos que consultar la brújula con mayor frecuencia, Alice —dijo Lauren mientras se apretaba la tirita de la frente con una mano.

—Lo acabo de hacer, ya lo has visto.

—Pero deberías consultarla más.

—Ya lo sé, gracias, Lauren. Si quieres abrir la marcha y sustituirme, tú misma.

Alice sostuvo la brújula en la palma de la mano, como una ofrenda. Lauren titubeó y finalmente negó con la cabeza.

—Sigamos avanzando —propuso Alice—. Enseguida empezaremos a subir.

Prosiguieron la marcha. El terreno seguía siendo llano. Jill estaba a punto de preguntar cuándo llegaría ese «enseguida», pero entonces percibió el inequívoco ardor en los muslos. Estaban ascendiendo. Poco a poco, pero no cabía duda de que iban cuesta arriba. Se sintió tan aliviada que le entraron ganas de llorar. Gracias a Dios. Con un poco de suerte, en la cumbre de esa colina habría cobertura. Podrían llamar a alguien y poner fin a todo aquel desastre.

El miedo había empezado a cristalizar en su mente; un miedo que quizá sólo había sentido dos o tres veces en toda su vida, y siempre acompañado de una certeza: «Algo va muy mal». La primera de ellas, cuando tuvo aquel accidente de tráfico a los diecinueve años, al ver cómo los ojos del otro conductor se abrían como platos y se le ponían en blanco mientras los vehículos de ambos se acercaban a toda velocidad en una danza macabra. La segunda, tres años después, en una de sus primeras fiestas de Navidad en la oficina. Demasiado alcohol, demasiado coqueteo con un hombre poco conveniente, y un paseo de vuelta a casa que casi había acabado en tragedia.

También estaba aquel día peculiar en que su padre los había recibido, a Daniel y a ella, en su despacho privado —el de casa, no el del trabajo— y les había explicado con precisión cómo funcionaba el negocio familiar de BaileyTennants.

Jill le había dicho que no. En años sucesivos, aquella negativa inicial a veces incluso le había servido de consuelo. Daniel había accedido de inmediato, pero ella se había resistido a aceptarlo durante casi dieciocho meses. Se había matriculado en un curso de formación del profesorado y había excusado su ausencia en las reuniones familiares.

Durante un tiempo, incluso llegó a creer que su familia había aceptado su decisión. Sólo más tarde se dio cuenta de que únicamente le habían dado un poco de espacio para que fuera haciendo a su ritmo el lento recorrido hacia lo inevitable. Sin embargo, algún imprevisto debió de acelerar el proceso —ella nunca preguntó qué había ocurrido—, porque después de aquellos dieciocho meses su padre volvió a llamarla a su despacho. Esta vez, sola. Le pidió que se sentase.

—Haces falta. Me haces falta.

—Tienes a Daniel.

—Y hace todo lo que puede. Pero…

Su padre, la persona a la que más quería y en la que más confiaba del mundo, la miró e hizo un leve gesto de negación.

—Sólo tienes que dejarlo, papá.

—No podemos.

Utilizó claramente el plural, no el singular.

—Tú sí puedes.

—Jill… —Su padre le cogió la mano; ella nunca lo había visto tan triste—. No podemos.

Al oír aquellas palabras, Jill notó que apenas podía contener las lágrimas que le quemaban en la garganta. Por él, y por aquel sencillo favor que mucho tiempo antes su padre le había hecho a las personas equivocadas. Por la trampa en la que se había visto atrapado. Por el dinero fácil, fruto de la codicia, que Bailey todavía se veía obligado a devolver, varias décadas después y multiplicado por mil. Pero también por ella, por el curso de profesora que nunca llegaría a terminar, por el «no» que debía convertirse en «sí». Aunque al menos durante una temporada, se recordaría Jill en los años sucesivos, había sido un «no».

Ahora, mientras le ardían los pulmones y le dolían las piernas, intentó centrarse en la tarea inmediata que debía abordar. Cada paso ascendente era un paso que la acercaba adonde debía estar. Contempló la nuca de Alice, que guiaba al grupo.

Cinco años antes, Jill era la directora financiera y Alice una de las candidatas que iba a someterse a la tercera ronda del proceso de entrevistas. Ya sólo competía con otro candidato, un hombre de formación parecida aunque probablemente con mayor experiencia. Al final de la entrevista, Alice había mirado de hito en hito a todos los miembros de la mesa y había afirmado que podía desempeñar el empleo, pero que sólo lo aceptaría si incrementaban en un cuatro por ciento el sueldo inicial que le ofrecían. Jill había sonreído para sus adentros. Había pedido que la contrataran. Que encontrasen ese cuatro por ciento.

Cuando se acercaron a un recodo del camino, Alice se detuvo y consultó el mapa. Esperó a que Jill la alcanzara. Las otras iban un poco retrasadas.

—Deberíamos llegar pronto a la cima —dijo Alice—. ¿Quieres descansar un poco?

Jill negó con la cabeza; el recuerdo del tropezón de la noche anterior, cuando llegaron al campamento a oscuras, aún era muy reciente. El día avanzaba. No sabía con exactitud a qué hora se ponía el sol, pero sí que no tardaría mucho.

—Sigamos mientras tengamos luz. ¿Has mirado la brújula?

Alice la sacó y le echó un vistazo.

—¿Vamos bien?

—Sí… Bueno, la senda serpentea un poco, así que depende de hacia dónde estemos mirando, pero seguimos en la buena dirección.

—Vale. Si estás segura…

—Lo estoy —afirmó Alice tras estudiar la brújula de nuevo.

Prosiguieron la marcha.

Jill nunca había lamentado darle el empleo. Y menos aún lo del cuatro por ciento. Con el paso del tiempo, Alice había demostrado que valía más. Era inteligente, sabía por dónde iban los tiros más rápido que la mayoría y entendía las cosas. Cosas como cuándo hablar y cuándo morderse la lengua, algo muy importante en una empresa que más bien era una familia. En una ocasión, en el pícnic de BaileyTennants del año anterior, su sobrino Joel —el hijo de Daniel, que entonces tenía diecisiete años y se parecía muchísimo a su padre a la misma edad— se había quedado mirando desde el otro lado de la mesa a la preciosa hija de Alice. Su mirada lastimera era más que elocuente, y Alice y Jill se habían mirado con complicidad.

A veces Jill pensaba que, en otro momento y en otro lugar, ambas podrían haber sido amigas. En otras ocasiones, sin embargo, le parecía que no. Tener a Alice a tu lado era como tener a un perro de una raza agresiva. Siempre se mostraba leal, pero no podías despistarte.

—¿Falta mucho?

Jill oyó la voz de Lauren por detrás. Se le había vuelto a despegar la tirita y un hilo de sangre mezclado con la lluvia le corría por la sien y la mejilla hasta la comisura de los labios.

—Casi estamos en la cumbre. Creo.

—¿Tenéis un poco de agua?

Jill sacó su botella y se la pasó a Lauren, que dio un gran trago sin dejar de caminar. Luego se pasó la lengua por la comisura de la boca y torció el gesto al notar la sangre. Ahuecó la mano y vertió agua en ella; parte del líquido cayó al suelo antes de que se pasara la mano por la cara.

—Tal vez no deberíamos… —empezó a decir Jill cuando Lauren se dispuso a repetir el proceso, pero se quedó callada.

—¿Qué?

—Da igual.

Iba a decir que tal vez no debían malgastar el agua potable, pero no hacía falta. En el campamento habría más víveres. Y Jill aún no estaba dispuesta a reconocer que quizá acababan pasando la noche en otro sitio.

El sendero se volvió muy escarpado y Jill notó que, a su alrededor, todas empezaban a jadear por el esfuerzo. El terreno en pendiente que quedaba a su derecha descendía en un ángulo más pronunciado, hasta convertirse en una pequeña ladera y después en el borde de un precipicio. Jill siguió con la vista clavada al frente, ascendiendo paso a paso. Ya había perdido la noción de cuánto habían subido cuando, casi sin previo aviso, el sendero se allanó.

Dejaron atrás los eucaliptos y se toparon con una espléndida vista de unas colinas ondulantes y unos valles que se extendían por debajo de ellas hasta el horizonte. Las sombras de las nubes en movimiento creaban un océano de verde que se agitaba como si tuviera olas. Habían llegado a la cumbre, y aquello era sobrecogedor.

Jill dejó la mochila en el suelo. Las cinco mujeres se quedaron una al lado de otra, con los brazos en jarras y las piernas doloridas, recuperando el aliento mientras oteaban el paisaje.

—Esto es increíble.

Casi como respondiendo a sus palabras, las nubes se abrieron y dejaron ver el sol, que estaba cerca ya del horizonte. Sus rayos acariciaron la copa de los árboles más altos y los inundó de un resplandor líquido y encendido. Jill parpadeó mientras esa bienvenida luz dorada la cegaba, y casi pudo imaginar que sentía el calor en el rostro. Por primera vez en todo el día, notó que se quitaba un peso de encima.

Alice ya había sacado el móvil del bolsillo y miraba la pantalla con mala cara, pero no pasaba nada, se dijo Jill. Aunque no tuvieran cobertura, todo saldría bien. Llegarían al segundo campamento, se secarían y se acomodarían en el refugio. Dormirían unas horas y lo verían todo de otro modo por la mañana.

Jill oyó que alguien carraspeaba por detrás de ella.

—Perdón —dijo Beth—, pero ¿en qué dirección íbamos?

—Hacia el oeste —contestó Jill, mirándola.

—¿Estás segura?

—Sí, hacia el campamento. —Jill se volvió hacia Alice—. Es así, ¿no? ¿Vamos al oeste?

—Sí, al oeste.

—Entonces ¿llevamos todo este rato avanzando en esa dirección? —insistió Beth—. ¿Desde que dejamos el río?

—Por Dios, que sí, ya te lo he dicho —contestó Alice sin alzar la vista del teléfono.

—Entonces… —Una pausa—. Perdona, pero es que… si esto es el oeste, ¿por qué el sol se está poniendo por el sur?

Todos los rostros se volvieron, justo a tiempo para ver cómo el sol se hundía un poco más entre los árboles.

Jill pensó que esa era otra de las características de Alice. Que a veces lograba que te sintieras increíblemente traicionada.