DÍA 3

NOCHE DEL SÁBADO

De pronto empezó a llover sin previo aviso. La lluvia ocultó las estrellas y redujo el fuego a un humeante montón de cenizas. Se metieron en la cabaña, buscaron sus mochilas y pertenencias, y cada una marcó un pequeño territorio propio. El golpeteo en el tejado parecía reducir el espacio; Jill tuvo la impresión de que la camaradería que había surgido en torno al fuego se había disipado con el humo.

Sintió un escalofrío. No sabía muy bien qué era peor: la oscuridad o el frío. Del exterior le llegó un potente chasquido y dio un respingo. Inmediatamente, llegó a la conclusión de que la oscuridad era peor. Por lo visto no era la única que lo pensaba, porque alguien se movió y encendió una linterna. La luz se proyectó a ras de suelo e iluminó el polvo levantado. El haz tembló.

—No deberíamos gastar las pilas —dijo Alice.

Nadie se movió. Con un bufido de frustración, Alice extendió el brazo.

—Que no debemos gastar las pilas.

Un chasquido. La oscuridad.

—¿Coge señal el teléfono? —preguntó Jill.

Se oyó el sonido de alguien que rebuscaba y se vio un cuadradito de luz. Jill contuvo el aliento.

—No.

—¿Cuánta batería te queda?

—Está al quince por ciento.

—Apágalo.

La luz desapareció.

—A lo mejor conseguimos algo cuando deje de llover.

Jill no tenía la menor idea de cómo afectaba el tiempo a la cobertura, pero se aferró a esa idea. Quizá cuando cesara la lluvia. Sí, decidió poner sus esperanzas en eso.

Al otro lado de la cabaña se encendió otra luz, en esta ocasión más potente, y Jill supo que era la linterna industrial de Beth.

—¿Estás sorda? —dijo Alice—. No debemos gastar las pilas.

—¿Por qué? —La voz de Beth llegó desde su esquina en penumbra—. Mañana ya nos estarán buscando. Esta es nuestra última noche.

Se oyó una carcajada.

—Te engañas a ti misma si crees que hay alguna posibilidad de que nos encuentren mañana —replicó Alice—. Nos hemos alejado tanto de la ruta que ni se les ocurrirá buscar por esta zona. La única forma de que nos encuentren mañana es salir e ir a su encuentro.

Unos segundos después, la luz desapareció. La oscuridad volvió a adueñarse de la cabaña. Beth susurró algo.

—¿Quieres añadir algo? —le soltó Alice.

No hubo respuesta.

Jill notó que le empezaba a doler la cabeza mientras trataba de pensar en las opciones que tenían. Aquella cabaña no le gustaba nada. Nada en absoluto. Pero al menos era una base. No quería volver al bosque, donde los árboles peleaban por ocupar el espacio y las ramas afiladas le arañaban la piel; donde tenía que forzar la vista para distinguir un camino que no dejaba de desaparecer bajo sus pies. Pero con el rabillo del ojo también distinguía ese colchón con aquella extraña mancha negra. La idea de salir le daba náuseas; quedarse allí dentro la horrorizaba. Se percató de que estaba temblando, de hambre o de frío, no sabía de qué, y se obligó a respirar hondo.

—Vamos a revisar las mochilas de nuevo —dijo, con un tono que a ella misma le sonó distinto.

—¿Para buscar qué? —preguntó alguien a quien no pudo identificar.

—Comida. Todas tenemos hambre y eso está empeorando las cosas. Mirad todas en las mochilas, en los bolsillos, donde sea. Hacedlo a fondo. Seguro que a alguna de nosotras le queda una barrita de cereales, una bolsa de cacahuetes o algo así.

—Eso ya lo hemos hecho.

—Hagámoslo otra vez.

Jill advirtió que estaba conteniendo la respiración. Oyó el murmullo de la tela y de las cremalleras que se abrían.

—Alice, ¿al menos para esto podemos recurrir a las linternas? —preguntó Beth, que encendió la suya sin esperar respuesta.

Por una vez, Alice no discutió y Jill pronunció para sus adentros una oración de agradecimiento. «Por favor, que encuentren algo», pensó mientras rebuscaba en su mochila. Una sola victoria para levantar los ánimos hasta la mañana. Notó que alguien se le acercaba.

—Deberíamos mirar en la mochila de Beth —le dijo Alice al oído.

—¡Oye! —La luz de la linterna se reflejó en la pared—. Estoy oyéndote, Alice. Yo no llevo nada.

—Eso fue lo que dijiste ayer.

Beth proyectó el haz de luz sobre la cara de Alice desde el otro lado de la estancia.

—Pero ¿qué te pasa? —Alice se echó hacia atrás, pero no vaciló—. Eso fue lo que pasó, ¿no? Anoche mentiste y dijiste que no tenías comida, cuando no era cierto.

El sonido de las respiraciones.

—Bueno, pues hoy no.

—Entonces no te importará que echemos un vistazo.

Alice avanzó rápidamente y le arrancó la mochila a Beth.

—¡Eh!

—¡Alice! —intervino Bree—. Déjala en paz. No tiene nada.

Alice no les hizo caso, abrió la mochila y metió la mano. Beth también la agarró y dio un tirón tan fuerte que el brazo de Alice salió despedido en la otra dirección.

—¡Joder, ten cuidado! —exclamó mientras se frotaba el hombro.

Beth abrió mucho los ojos, que se vieron muy negros a la luz de la linterna.

—Ten cuidado. Ya estoy harta de tus gilipolleces.

—Pues estás de suerte, porque yo ya me he cansado de esto. ¡De todo! En cuanto amanezca, me largo de aquí. Quien quiera acompañarme, que lo haga. Las demás podéis quedaros en esta cabaña, a ver qué pasa.

Jill sentía palpitaciones en la cabeza y carraspeó de un modo extraño y poco natural.

—Ya he dicho que no vamos a separarnos.

Alice se volvió hacia ella.

—Y yo ya te he dicho, Jill —repuso—, que a estas alturas me da igual lo que pienses. Voy a largarme de aquí.

Jill intentó calmarse y respiró profundamente, pero sentía una opresión en el pecho y los pulmones vacíos. Dijo que no con la cabeza. Había esperado que no llegaran a ese punto.

—No. No con el móvil.