12
Empezaba a anochecer cuando Falk y Carmen dejaron a Jill Bailey en la cafetería, sumida en sus pensamientos. Volvieron por el sendero a sus habitaciones, mientras los primeros reclamos del coro vespertino resonaban a su alrededor.
—Qué pronto se hace aquí de noche —dijo Carmen al tiempo que miraba la hora y el viento la despeinaba—. Supongo que los árboles tapan la luz.
Distinguieron unas furgonetas que aparcaban delante de la casa rural; los agotados miembros de un equipo de búsqueda salieron de ellas. Por lo que traslucían sus rostros, seguía sin haber buenas noticias. Reinaba el silencio en el firmamento; el helicóptero debía de haber aterrizado. La esperanza se iba apagando al mismo tiempo que el día.
Falk y Carmen llegaron a sus habitaciones y se detuvieron frente a las puertas.
—Voy a ducharme y a calentarme un poco. —Su compañera se desperezó, y Falk oyó cómo le crujían las articulaciones debajo de las capas de ropa. Habían tenido dos días muy largos—. ¿Quedamos para cenar dentro de una hora?
Hizo un gesto y desapareció en el interior. Falk abrió su puerta y encendió la luz.
Desde el otro lado de la pared, le llegó el sonido de un grifo que se abría.
Se sentó en la cama y repasó mentalmente la conversación con Jill Bailey, que demostraba una agudeza de la que su hermano carecía, algo que inquietó a Falk. Rebuscó en la mochila y sacó una carpeta con los papeles en los que estaban sus notas sobre Alice Russell. Los fue pasando, leyéndolos sólo a medias. Ya conocía a fondo el contenido. Al principio no sabía muy bien qué buscaba, pero, al ir pasando las hojas lo tuvo claro enseguida. Quería encontrar algo que aliviase su sentimiento de culpa, algún indicio que le confirmase que la desaparición de Alice Russell no estaba relacionada con él. Que Carmen y él no la habían empujado a un callejón sin salida que la hubiera llevado a cometer un error. Que ellos tampoco habían cometido ninguno. Que no habían puesto a Alice en peligro. Que no le habían «hecho daño».
Suspiró y se recostó en la cama. Al llegar al final de la carpeta, volvió al principio y sacó los extractos bancarios de Alice. Ella se los había entregado voluntariamente, aunque con cierta reticencia, y por supuesto Falk ya los había examinado con atención, igual que el resto de los documentos. Pero había algo en esos extractos que lo reconfortaba. La forma en que las columnas ordenadas de cifras y fechas se extendían hoja tras hoja, el modo en que documentaban las transacciones cotidianas, gracias a las cuales el mundo de Alice Amelia Russell seguía funcionando.
Falk recorrió los números con la mirada. Los extractos eran mensuales y la primera entrada llevaba una fecha de unos doce meses atrás. La más reciente era del jueves, el día en que Alice y los otros habían iniciado la ruta. Se había gastado cuatro dólares en un supermercado de carretera. Era la última vez que había utilizado su tarjeta bancaria.
Examinó los ingresos y los gastos e intentó hacerse una imagen cabal de cómo era aquella mujer. Vio que cuatro veces al año, con gran regularidad, se gastaba varios miles de dólares en los grandes almacenes David Jones, justo dos semanas antes de cada cambio de estación. Que pagaba a la mujer de la limpieza una cantidad que, según las horas que trabajara, parecía estar sospechosamente por debajo del salario mínimo.
A Falk siempre le había gustado averiguar qué era lo que los demás consideraban valioso. Se sorprendió mucho la primera vez que vio la suma anual de cinco dígitos que Alice desembolsaba para que su hija siguiera sus pasos en el Endeavour Ladies’ College. Y ahora se percató de que, por lo visto, el coste de una educación de primera no se acababa con el pago de la matrícula, porque Alice había hecho un cuantioso donativo al centro en una ocasión, seis meses antes.
Cuando empezó a ver los números algo borrosos, se frotó los ojos y cerró la carpeta. Se acercó a la ventana y se fijó en el bosque mientras flexionaba la mano lesionada. El inicio del sendero de Mirror Falls aún se distinguía en la penumbra creciente. Con el rabillo del ojo también pudo ver el montón que formaban los mapas de su padre en la mesilla de noche. Buscó en la pila hasta que encontró el de Giralang Ranges y lo abrió donde aparecía la ruta de Mirror Falls. No le sorprendió del todo ver que el inicio de la ruta estaba marcado con un círculo; sabía que su padre había estado en esa zona, y aquel era uno de los itinerarios más populares. Aun así, al estudiar la hoja sintió una punzada. ¿Cuándo había trazado su padre esa indicación a lápiz? ¿En su casa, frente a la mesa de la cocina? ¿O situado en el sendero, a doscientos metros y diez años de donde se encontraba Falk ahora?
Sin pensar en lo que hacía, se puso el anorak y se metió el mapa en el bolsillo. Dudó unos instantes y finalmente cogió también la linterna. Del otro lado de la pared aún le llegaba el ruido del grifo abierto. Muy bien. Aquello quería hacerlo sin tener que dar explicaciones. Cerró la puerta de la habitación y siguió el sendero que cruzaba el aparcamiento y que llegaba al inicio de la ruta. Detrás de él, el resplandor de la casa.
Se detuvo en la entrada de la ruta de Mirror Falls y contempló el entorno. Si Erik Falk había recorrido ese camino, habría estado exactamente allí, en ese mismo punto. Trató de imaginar qué habría visto su padre. Los árboles que lo rodeaban contaban varias décadas. Pensó que era posible que lo que él divisaba fuera prácticamente lo mismo que había visto su progenitor.
Entró en el sendero. Al principio sólo oía su propia respiración, pero poco a poco los sonidos nocturnos se fueron volviendo más nítidos. La tupida línea de árboles le resultaba un tanto claustrofóbica, tenía la sensación de estar siendo asediado. En el bolsillo, la mano le dolía, pero Falk no prestó atención al dolor. Sabía que aquello era psicosomático. Mientras avanzaba se dijo que había llovido, que ahí no podía haber fuego. Se lo repitió entre dientes, hasta que se sintió un poco mejor.
Se preguntó en cuántas ocasiones habría recorrido su padre ese camino. Por lo menos un par veces, teniendo en cuenta las marcas del mapa. A gran distancia de la ciudad que odiaba. Y solo, porque el hijo se negaba a acompañarlo. Aunque Falk sospechaba que, en realidad, era probable que le gustara esa soledad. Aquella era una de las cosas en las que siempre se habían parecido.
Algo se movió más allá de los arbustos y Falk dio un respingo. Se rio un poco de sí mismo al ver hasta qué punto se le habían acelerado las pulsaciones. ¿Le habría llegado a inquietar a su padre la historia de Kovac? Era fácil sentirse aislado en un lugar como aquel, y la fama del asesino debía de estar entonces mucho más fresca en la memoria colectiva que ahora. Sin embargo, Falk no creía que aquello le hubiera preocupado mucho a Erik. Su padre siempre había sido un tipo más bien pragmático. Además, se sentía más cómodo rodeado de árboles, senderos y espacios al aire libre que entre la gente.
Notó que unas gotas de lluvia le caían en la cara y se puso la capucha del anorak. Le llegó un rumor tenue desde lejos, pero no supo muy bien si eran truenos o la cascada. Tenía que volver. Ni siquiera estaba seguro de qué hacía allí, solo en medio de la oscuridad. Era la segunda vez que recorría ese sendero, pero no reconoció nada. Daba la impresión de que el paisaje cambiaba y se alteraba cuando nadie lo observaba. Falk podía estar en cualquier sitio de ese bosque. Se dio la vuelta y se dispuso a volver a la casa.
Apenas había dado unos pasos cuando frenó en seco. Aguzó el oído. Nada: sólo el viento y unas patitas invisibles que correteaban. El camino estaba desierto en ambas direcciones. ¿A cuánta distancia se encontraría de la persona más próxima? Era consciente de que no se había alejado mucho, pero le parecía que podía ser el único hombre en varios kilómetros. Se quedó completamente inmóvil, mirando y escuchando. Entonces volvió a oírlo.
Unas pisadas. Avanzaban con tiento, pero hicieron que se le pusiera el pelo de punta. Se volvió lentamente, tratando de discernir de dónde venían. Atisbó la luz a través de los árboles un instante antes de que el haz apareciera tras una curva, cegándolo por completo. Oyó un grito ahogado y el estrépito de algo que chocaba contra el suelo. Sumido de nuevo en la oscuridad, Falk buscó a tientas la linterna en el bolsillo; sus dedos estaban tan fríos y agarrotados que apenas fue capaz de dar con el interruptor. La encendió y el haz de luz formó una silueta deformada. El bosque se extendía a ambos lados como un denso telón negro y, en medio del camino, una figura femenina menuda se tapaba los ojos.
Falk entrecerró los suyos hasta que su vista se acostumbró a la claridad.
—Soy policía. —Mostró la placa—. ¿Se encuentra usted bien? No quería asustarla.
La mujer estaba medio girada, pero la reconoció por la foto. Era Lauren. Se agachó a coger su linterna, temblando, y cuando Falk se acercó a ella, se fijó en la fea herida que tenía en la frente, que apenas empezaba a cicatrizar. Aún tenía la zona hinchada y la piel tensa brillaba bajo el resplandor de la linterna.
—¿Es usted policía? —preguntó Lauren en tono receloso, mirando la placa.
—Sí. Hemos venido a ayudar en la búsqueda de Alice Russell. Usted es Lauren Shaw, ¿verdad? ¿Formaba parte del grupo de BaileyTennants?
—Sí, disculpe. He pensado… —Respiró profundamente—. Por un instante… Es una estupidez, pero al ver a alguien en el sendero he pensado que podía ser Alice.
Falk había pensado exactamente lo mismo durante una milésima de segundo.
—Siento haberla asustado. ¿Se encuentra bien?
—Sí. —Lauren aún jadeaba; sus finos hombros subían y bajaban por debajo de su anorak—. Es que me ha asustado.
—¿Qué hace aquí a estas horas? —preguntó Falk.
Aunque Lauren podría haberle preguntado lo mismo, se limitó a negar con la cabeza. Debía de llevar un buen rato en el bosque. Falk incluso podía notar el frío que desprendía su ropa.
—Nada muy sensato. He ido a las cataratas de día. Quería volver antes, pero aquí anochece muy rápido.
Falk recordó la figura oscura que había visto saliendo del camino.
—¿También estuvo aquí anoche?
Ella asintió.
—Sé que seguramente es una tontería, pero he pensado que Alice quizá lograba volver al inicio del sendero. El primer día pasamos por la cascada y es un sitio muy reconocible. En la casa, dando vueltas sin hacer nada, estaba volviéndome loca, así que he estado viniendo por aquí.
—Ya. —Falk se fijó en su gorra morada por primera vez—. Ayer por la tarde la vimos cerca de la cascada.
—Es probable.
Se oyó el rumor de los truenos, y ambos alzaron la vista.
—Venga, estamos muy cerca de la casa —dijo el agente—. La acompaño.
Avanzaron lentamente, con las linternas proyectando haces de luz sobre el terreno desigual.
—¿Cuánto tiempo lleva en BaileyTennants?
—Casi dos años. Soy directora estratégica de planificación prospectiva.
—¿Y ese trabajo en qué consiste?
—Consiste en identificar las futuras necesidades estratégicas de la empresa —contestó Lauren con un suspiro— y en proponer planes de acción. —Hizo una pausa—. Lo siento, es que todo me parece una bobada después de lo que le ha pasado a Alice.
—Por lo visto, parece que todos ustedes han vivido unos días muy complicados.
Lauren no contestó enseguida.
—Sí. No es que saliera mal una cosa en concreto, sino mil pequeños detalles. Todo se iba acumulando hasta que ya no había vuelta atrás. Espero que Alice esté bien.
—¿Usted y ella colaboraban mucho?
—Directamente, no mucho, aunque hemos mantenido una relación intermitente desde hace años. Hicimos juntas la secundaria y después acabamos trabajando en el mismo sector, así que nuestros caminos se han cruzado varias veces. Además, nuestras hijas tienen la misma edad y ahora van a nuestro antiguo colegio. Cuando Alice se enteró de que había dejado mi último trabajo, habló bien de mí en BaileyTennants, y ahí llevo desde entonces.
—Nos han dicho que fue usted quien logró guiar al grupo hasta una carretera —dijo Falk—, quien logró traer a las demás de vuelta.
—Probablemente es una exageración. Aprendí a orientarme al aire libre en el colegio, pero nos limitamos a avanzar en línea recta y a cruzar los dedos. —Suspiró de nuevo—. En todo caso, la idea de ir en esa dirección había sido de Alice. Cuando nos dimos cuenta de que se había ido, pensé que sólo nos llevaría un par de horas alcanzarla. Me quedé desconcertada cuando vi que no estaba en el punto de encuentro.
Siguieron por una curva del sendero y el inicio de la ruta apareció ante ellos. Habían llegado. Lauren sintió un escalofrío y, mientras salían del bosque, se rodeó el cuerpo con los brazos. El cielo estaba cargado y amenazaba tormenta, y, por delante de ellos, la casa se alzaba cálida y acogedora.
—¿Hablamos dentro? —propuso él, pero Lauren vaciló.
—¿Le importa si nos quedamos aquí fuera? No tengo nada en contra de Jill, pero esta noche no me siento con fuerzas para lidiar con ella.
—Claro. —Falk notó que el frío se le colaba por las botas y movió los dedos de los pies dentro de los calcetines—. Hábleme del campamento escolar al que fueron Alice y usted.
—¿Del McAllaster? Lo hacían en el quinto pino. Teníamos asignaturas convencionales, pero las actividades principales eran al aire libre. Senderismo, acampada, resolución de problemas, cosas de esas. No había televisión ni podíamos llamar por teléfono; a lo largo del trimestre, el único contacto con nuestras familias era a través de cartas escritas a mano. Todavía lo organizan, mi hija estuvo hace dos años. La de Alice, también. Muchos colegios privados los hacen. —Hizo una pausa—. Y no es fácil.
Incluso Falk, que no tenía hijos, había oído hablar de esos temidos campamentos de un año. Historia sueltas que le habían contado colegas que habían ido a alguno de los centros de mayor prestigio. Las anécdotas normalmente se narraban en voz baja; la voz de quien ha sobrevivido al ataque de un oso o que ha salido con vida de un accidente aéreo. Incredulidad mezclada con orgullo: «Logré superarlo».
—Parece que al menos les sirvió de algo —aventuró Falk.
—Puede que un poco. Pero sigo pensando que tener ciertos conocimientos oxidados puede ser peor que no tenerlos. Si no hubiéramos estado en ese campamento, a lo mejor a Alice no se le habría ocurrido la estúpida idea de que podía marcharse sola.
—¿Cree usted que no estaba preparada para hacerlo?
—Creo que ninguna de nosotras lo estaba. Yo quería que no nos moviésemos y que esperásemos a que llegara la ayuda. —Otro suspiro—. No sé. Tal vez tendríamos que haberla acompañado y, al menos, seguir juntas, en grupo. Tenía muy claro que acabaría largándose tras perder la votación. Alice siempre…
Se interrumpió. Falk aguardó.
—Alice siempre sobrevaloraba sus capacidades. En el campamento era la líder del grupo muchas veces, pero no la elegían porque destacase especialmente. Vaya, que era bastante buena, sí, pero no tanto como ella se creía.
—¿Era un concurso de popularidad? —preguntó Falk.
—Exacto. La elegían a ella porque era popular. Todo el mundo quería ser su amigo, formar parte de su círculo. No puedo reprocharle que se le subiera a la cabeza. Si todo el que te rodea te dice todo el rato que eres estupenda, es fácil que acabes creyéndotelo.
Lauren miró hacia atrás, hacia los árboles.
—Aunque supongo que, en cierto sentido, nos hizo un gran favor. Si nos hubiéramos quedado en la cabaña y hubiésemos esperado a que llegara la ayuda, creo que aún estaríamos allí. Por lo visto, todavía no han podido localizarla.
—Sí, así es.
Lauren se lo quedó mirando.
—Aunque, por lo que veo, todos los esfuerzos se centran en buscarla —añadió—. Algunos de los agentes sólo quieren hablar de esa cabaña.
—Supongo que será porque se trata del último sitio en el que vieron a Alice.
Falk recordó lo que el sargento King le había contado. «A las mujeres no les hemos dicho nada de lo de Sam Kovac». Se preguntó si esa era una buena decisión, dadas las circunstancias.
—Es posible. —Lauren lo escudriñaba con la mirada—. Pero sospecho que hay algo más. Ese sitio llevaba vacío una temporada, pero no una eternidad. Se lo he dicho a los otros agentes de policía. Al menos una persona conocía esa cabaña, porque había estado en ella.
—¿Cómo lo sabe?
—Esa persona enterró un perro.
Se produjo un silencio. Unas hojas muertas revolotearon en torno a sus pies.
—Un perro.
—Uno como mínimo. —Lauren se tocó las uñas. Sus manos recordaban las patas de un pájaro; los huesos de la muñeca se le veían por debajo de la piel—. La policía no hace más que preguntarnos si vimos a alguien más mientras andábamos por allí.
—¿Y?
—No, no vimos a nadie. Al menos después de la primera noche, cuando el grupo de los hombres vino a nuestro campamento. Pero… —Lauren clavó brevemente la mirada en el bosque—. Era un poco extraño. A veces teníamos la sensación de que nos vigilaban. Obviamente, no era así. Es imposible que alguien lo hiciera. Pero en ese entorno te entra la paranoia, la mente empieza a jugarte malas pasadas.
—¿Y seguro que no volvieron a ver a los hombres?
—No. Ojalá los hubiéramos visto. Pero nos habíamos desviado mucho de nuestra ruta. Sólo nos habrían encontrado si nos hubieran seguido… —Negó con la cabeza, rechazando la idea antes de que esta llegara a formarse del todo—. No entiendo qué puede haberle pasado a Alice. Sé que su intención era seguir avanzando por esa ruta en dirección al norte. Y nosotras recorrimos el mismo camino sólo un par de horas después que ella. Además, Alice siempre ha sido una mujer muy fuerte, tanto mental como físicamente. Si nosotras pudimos salir, ella también tendría que haber sido capaz. Pero, por lo visto, parece que se esfumó sin más. —Lauren parpadeó—. Así que he estado yendo a esa cascada con la esperanza de que aparezca de repente, enfadada, en plan acusador, amenazando con emprender acciones legales.
Falk señaló la línea oscura que la mujer tenía en la frente.
—Esa herida tiene muy mala pinta. ¿Cómo se la hizo?
Lauren se rozó la herida con los dedos y soltó una carcajada amarga.
—Nos las apañamos para perder la bombona del hornillo y las varillas de las tiendas en un río crecido. Mientras intentaba recuperarlos, me di un golpe en la cabeza.
—Entonces, ¿no fue en la pelea en la cabaña? —preguntó Falk en tono despreocupado.
Lauren lo miró fijamente durante unos instantes y después respondió:
—No.
—Sólo se lo pregunto porque Jill Bailey asegura que ella se hizo en ese momento el cardenal que tiene en el mentón. Mientras intervenía en una pelea para frenarla.
—¿Ah, sí?
Falk tenía que reconocérselo: su expresión no delataba nada.
—¿No pasó eso?
Pareció que Lauren sopesaba su respuesta.
—Jill recibió un golpe durante la pelea. Que ella interviniera para detenerla es otra cuestión.
—Entonces, ¿ella estuvo implicada?
—Jill fue quien la inició. Cuando Alice quiso marcharse. Se pelearon porque las dos querían quedarse con el móvil. No fue una pelea muy larga, pero el motivo fue ese. ¿Por qué? ¿Qué ha declarado ella?
—No tiene importancia —contestó Falk, moviendo la cabeza—. Es posible que no entendiéramos bien su versión de los hechos.
—Bueno, no sé qué les habrá contado, pero le aseguro que ella participó. —Lauren miró al suelo—. No estoy orgullosa de ello, pero supongo que todas lo hicimos. Y Alice también. Por eso no me sorprendió que se marchara.
Un relámpago brillante estalló en el firmamento y la silueta de los eucaliptos se recortó nítidamente. Después llegó el estruendo de un trueno y, de repente, empezó a llover. No les quedó más remedio que moverse. Se pusieron las capuchas y corrieron hacia la casa mientras la lluvia repiqueteaba en sus anoraks.
—¿No entra? —preguntó Falk cuando llegaron a los escalones; el ruido era tan intenso que tuvo que gritar.
—No, me voy pitando a mi habitación —contestó Lauren desde el inicio del sendero—. Búsqueme si necesita algo más.
Falk se despidió con la mano y subió los escalones de la entrada; la lluvia caía sobre el tejado del porche. Dio un respingo cuando una figura oscura se movió entre las sombras, cerca de la puerta.
—Hola.
Reconoció la voz de Beth. Se resguardaba debajo del porche y fumaba mientras contemplaba el chaparrón. Falk se preguntó si le habría visto hablar con Lauren. Y también si aquello tenía alguna importancia. Beth sostenía un cigarrillo en la mano, y en la otra, algo que no alcanzó a distinguir. Su expresión era de culpabilidad.
—Antes de que diga nada, ya sé que no debería —dijo Beth.
Falk se secó el rostro con una manga mojada:
—¿Que no debería qué?
La gemela le mostró un botellín de cerveza de baja graduación.
—Ya sabe, estoy con la condicional. Pero han sido unos días realmente duros. Lo siento. —Su disculpa parecía sincera.
Falk no tenía energía suficiente para que le importase una cerveza de baja graduación. En su infancia y adolescencia, aquello apenas se consideraba un poco más fuerte que el agua.
—Bueno, mientras no supere el límite permitido para conducir.
Aquello parecía un acuerdo razonable, pero Beth parpadeó, sorprendida, y después sonrió.
—En teoría tampoco se puede fumar aquí —dijo—. Pero estamos al aire libre, por Dios.
—Eso es verdad —contestó Falk mientras contemplaban el chaparrón.
—Cuando llueve cuesta más buscar a alguien. Por lo menos es lo que me han dicho. —Beth dio un sorbo—. Y ha estado lloviendo mucho.
—Desde luego.
Falk la miró detenidamente. A pesar de la poca iluminación, vio que parecía agotada.
—¿Por qué no me ha comentado lo de la pelea en la cabaña?
Beth se quedó mirando el botellín.
—Por el mismo motivo por el que no debería estar bebiendo esto. Por la condicional. Y tampoco fue para tanto. Todas teníamos miedo. Y nuestra reacción fue desmesurada.
—Pero ¿usted se peleó con Alice?
—¿Eso es lo que le han contado? —Costaba descifrar su mirada en la oscuridad—. Todas nos peleamos con ella. Si alguien dice lo contrario, miente.
Parecía molesta y Falk guardó silencio unos instantes.
—¿Qué tal va todo lo demás? —preguntó al fin.
Beth tomó aire y suspiró.
—Bien. A lo mejor le dan el alta mañana o pasado.
El agente advirtió que hablaba de su hermana.
—Me refería a usted. ¿Se encuentra bien?
—Ah… —Beth parpadeó, un tanto sorprendida. Parecía que no sabía muy bien qué contestar—. Sí. Supongo. Gracias.
A través del ventanal de la cafetería, Falk distinguió a Carmen, que se había acomodado en una butaca desgastada, en un rincón. Estaba leyendo algo; el cabello le caía suelto y húmedo por los hombros. En la sala, varios miembros del equipo de búsqueda descansaban mientras charlaban o jugaban a las cartas. Algunos estaban simplemente sentados, con los ojos cerrados delante de la chimenea. Carmen alzó la cabeza y lo saludó con un gesto al verlo.
—No se quede aquí fuera por mí —dijo Beth.
Falk abrió la boca para contestar, pero el estrépito de otro trueno ahogó sus palabras. El resplandor blanco del relámpago iluminó el cielo y luego todo quedó a oscuras. Falk oyó un murmullo colectivo de sorpresa y después un lamento general que salía de la casa. Se había ido la luz.
Parpadeó, intentando que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad. Al otro lado del cristal, el brillo tenue del fuego de la chimenea del salón formaba sombras de color negro y naranja en los rostros. Los rincones de la estancia apenas se distinguían. Percibió un movimiento en la puerta y Carmen surgió de entre las tinieblas con algo bajo el brazo. Parecía un libro enorme.
—Hola. —Su compañera saludó a Beth, después miró a Falk y puso mala cara—. Te has mojado.
—Me ha pillado la lluvia. ¿Todo bien?
—Sí —contestó, y movió levemente la cabeza, como si quisiera decir: «Aquí no podemos hablar».
Beth había escondido la cerveza y tenía las manos delicadamente entrelazadas delante del cuerpo.
—Sí que está oscuro aquí —dijo Falk—. ¿Quiere que la acompañemos a la habitación?
Beth dijo que no con la cabeza.
—Me quedaré aquí un rato, no me molesta la oscuridad.
—Muy bien. Tenga cuidado.
Carmen y él se pusieron la capucha y salieron del cobijo que prestaba el porche. La lluvia golpeó en sus rostros. Algunas luces de baja intensidad brillaban en distintos puntos de las instalaciones, y Falk se preguntó si aquello se debía a la energía solar o a un generador de emergencia. Fuera como fuese, bastaban para que vieran por dónde iban.
Otro relámpago iluminó el cielo y las gotas de lluvia formaron una cortina blanca y espectral. A través de ella, Falk vio que alguien cruzaba corriendo el aparcamiento. Distinguió el forro polar rojo de Aventuras para Ejecutivos de Ian Chase. Era imposible saber de dónde salía, pero, por lo pegado a la cabeza que tenía el pelo, era fácil deducir que llevaba un rato bajo la tormenta. La breve luz del relámpago se extinguió enseguida y Chase desapareció en la oscuridad.
Falk se enjugó la cara y centró su atención en el sendero que seguían, resbaladizo por el agua y el barro; sintió alivio cuando rodearon la casa y llegaron al porche de la cabaña. Se detuvieron delante de la habitación de Carmen, que se había metido el enorme libro dentro del anorak, apretándolo contra el pecho. Lo sacó y se lo tendió a Falk mientras buscaba la llave en los bolsillos. Era un libro de recortes de tapas plastificadas, por lo que pudo ver el agente. Las esquinas estaban un poco húmedas y en la cubierta había una pegatina que rezaba: «Propiedad de Giralang Lodge. Prohibido sacarlo de la casa». Carmen se dio la vuelta a tiempo para ver cómo Falk enarcaba las cejas. Su compañera soltó una carcajada.
—Oh, vamos, sólo me lo he llevado a cincuenta metros. Y, por supuesto, pienso devolverlo. —Carmen abrió la puerta y ambos pasaron al interior, resoplando por el frío y la lluvia—. Pero antes hay una cosa que deberías ver.