6

Falk y Carmen miraban a King de hito en hito. El helicóptero pasó repentinamente por encima de ellos, dejando tras él el fuerte zumbido de las aspas.

—No sabía que Kovac tuviera un hijo —dijo Falk al fin.

—Ya, bueno, tampoco se trataba de una familia modélica. El chico tendrá ahora casi treinta años, fue fruto de una relación esporádica que Kovac mantuvo con una camarera de un bar al que solía ir. Tuvieron un chico, Samuel (o Sam), y al parecer Kovac sorprendió a todo el mundo entregándose a la paternidad más allá de lo que suele hacerlo el chalado medio. —King soltó un suspiro—. Pero ya estaba encerrado cuando el chaval cumplió cuatro o cinco años. La madre tenía problemas con el alcohol, y Sam acabó dando tumbos de un hogar de acogida a otro. Se volvió a saber de él en los últimos años de su adolescencia, cuando empezó a visitar a su padre en la cárcel. Según parece, era prácticamente el único que lo hacía. Y después volvió a esfumarse hará unos cinco años. Está en paradero desconocido, presuntamente muerto.

—¿Presuntamente? ¿No se ha confirmado? —preguntó Carmen.

—No. —King dirigió la mirada hacia un equipo de búsqueda que había aparecido por el sendero; los rostros de sus miembros revelaban que no traían buenas noticias—. Pero era un granuja de poca monta con ambiciones muy superiores a su posición. Trapicheó con drogas y tuvo contactos con algunas bandas de moteros. Sólo era cuestión de tiempo que acabara en chirona como su padre, por cualquier delito, o que terminara tocándole los huevos a la persona equivocada y pagando por ello. En Melbourne tenemos a varios agentes dedicados a investigar el asunto. —Esbozó una sonrisa sombría—. Nos habría ido mejor si lo hubieran hecho en su momento. Pero nadie se preocupa demasiado cuando desaparece un tío como Sam Kovac. A la única persona a quien pareció importarle toda esa mierda de su desaparición fue a su padre.

—¿Y qué le hace pensar que pueda tener algo que ver con lo de Alice Russell? —preguntó Falk.

—Bueno, es que no lo pienso. En realidad, no. Pero siempre se ha oído la teoría de que Martin Kovac tenía una base en algún punto del bosque, un sitio en el que podía pasar desapercibido. En su momento se creyó que probablemente estaba cerca de donde había sorprendido a las víctimas, pero si el refugio existía, nunca llegaron a encontrarlo. —Frunció el ceño—. Sea como sea, por las descripciones que dieron las mujeres, existe una posibilidad remota de que la cabaña que encontraron esté relacionada con él.

Falk y Carmen se miraron.

—¿Cómo reaccionaron las mujeres ante esa posibilidad? —preguntó la agente.

—No se lo hemos contado. Decidimos que no servía de nada preocuparlas hasta saber con certeza que hay algo de que preocuparse.

—¿Y su equipo no tiene ni idea de dónde está la cabaña?

—Ellas creen que estaba hacia el norte, pero aquí el «norte» es una zona endemoniadamente amplia. Hay cientos de hectáreas que no conocemos bien.

—¿Y no pueden acotar la zona a partir de la señal telefónica de Alice? —preguntó Falk, aunque King ya estaba diciendo que no con la cabeza.

—Si hubieran estado en un terreno elevado, a lo mejor sí. Pero parece que no fue el caso. Hay puntos en los que a veces se tiene suerte, aunque uno nunca sabe cuándo van a aparecer. A veces son sólo unos metros cuadrados, o la señal viene y va.

Desde el sendero, un miembro del equipo de búsqueda llamó a King y este le respondió con un gesto.

—Lo siento, ahora debo regresar. Luego podremos seguir hablando.

—¿El resto del grupo de BaileyTennants sigue aquí? Es posible que tengamos que hablar con ellos —dijo Carmen mientras regresaban con él.

—A las mujeres les he pedido que no se vayan todavía. En cuanto a los hombres, todos se han marchado menos Daniel Bailey. Si sirve de algo, pueden decirles que están ayudándome. Siempre que compartan conmigo la información, claro.

—Vale, entendido.

—Vengan, voy a presentarles a Ian Chase. —King alzó una mano y un joven con un forro polar rojo, que estaba con los miembros del equipo de búsqueda, se acercó a ellos—. Lleva el programa de Aventuras para Ejecutivos que se hace aquí. —Casi esbozó una sonrisa—. Que les cuente él personalmente hasta qué punto estas actividades son accesibles incluso para el más inútil.


—Todo es facilísimo si se siguen bien las rutas marcadas —afirmó Ian Chase.

Era un tipo enjuto y de pelo oscuro, y sus ojos no dejaban de dirigirse a la espesura, como si esperase que Alice Russell apareciera en cualquier momento.

Habían conducido de regreso a la casa rural siguiendo al microbús de Chase por la solitaria carretera. Cuando llegaron, el joven los guio hasta el sendero y apoyó la mano en un letrero de madera que señalaba el inicio de la ruta. Unas letras desgastadas por las inclemencias del tiempo decían MIRROR FALLS. A sus pies, un camino de tierra se internaba serpenteante en el bosque y después desaparecía.

—Aquí es donde inició la marcha el grupo de mujeres —declaró Chase—. La ruta de Mirror Falls no es ni siquiera nuestro itinerario más complicado. Lo completan unos quince grupos al año, y nunca hemos tenido ningún problema.

—¿Ni una sola vez? —preguntó Falk.

Chase cambió el peso de una pierna a la otra.

—Quizá muy de vez en cuando. A veces hay grupos que se retrasan. Pero normalmente, más que perderse, llegan tarde. Si sigues la ruta en sentido inverso, te los encuentras arrastrando los pies cerca del último punto de acampada, hartos de cargar con las mochilas.

—Pero en esta ocasión, no —intervino Carmen.

—No. —Chase negó con la cabeza—. Esta vez no. Siempre dejamos agua y comida en unas cajas cerradas en los puntos de acampada de la segunda y de la tercera noche, así los grupos no tienen que cargar con las provisiones para toda la ruta. Cuando las mujeres no se presentaron en el punto de llegada, una pareja de guardas forestales se internó en el bosque. Ya sabéis, ellos conocen los atajos. Examinaron la caja del tercer campamento. Ni la más mínima señal de que hubieran pasado por allí. Lo mismo en el segundo. Fue entonces cuando llamamos a la Policía Estatal.

Se sacó un mapa del bolsillo y señaló una gruesa línea roja que describía una leve curva hacia el norte, y que después terminaba en el oeste.

—Este es el itinerario que iban siguiendo. Probablemente se desviaron más o menos en este punto. —Clavó el dedo en el papel, entre las cruces que señalaban el primer y el segundo campamento—. Estamos bastante seguros de que se metieron en el camino de canguros. El problema está en dónde acabaron después, cuando intentaron desandar lo andado.

Falk estudió la ruta. Sobre el papel parecía muy sencilla, pero era consciente de hasta qué punto el bosque podía distorsionar las cosas.

—¿Por dónde fue el grupo de los hombres?

—Iniciaron la marcha en un punto que queda a unos diez minutos en coche de aquí. —Chase señaló otra línea, que estaba trazada en negro y que discurría casi en paralelo con respecto al itinerario de las mujeres para el primer día; después describía una curva al sur y terminaba en el oeste, en el mismo lugar—. Los tipos salieron como con una hora de retraso, pero les sobró tiempo para llegar al primer campamento. Por lo visto, el suficiente para acercarse al de las mujeres y tomarse un par de copas con ellas.

Carmen enarcó las cejas:

—¿Eso suele pasar?

—No lo fomentamos, pero sucede. No es difícil ir a pie de un campamento a otro, aunque siempre te arriesgas a perderte. Si surge algún problema, puede ser muy gordo.

—¿Por qué salieron los hombres con retraso? —preguntó Falk—. ¿No llegasteis todos en el mismo vehículo?

—Todos menos Daniel Bailey —contestó Chase—, que no llegó a la hora de salida del microbús.

—¿Ah, sí? ¿Y explicó por qué?

Chase negó con la cabeza.

—A mí no. Les pidió disculpas a los otros. Dijo que los negocios lo habían entretenido.

—Entiendo. —Falk volvió a examinar el mapa—. ¿A todos se les entrega esto en el mismo día, o…?

Chase volvió a negar con la cabeza.

—Se lo mandamos con un par de semanas de antelación. Pero sólo damos un mapa por equipo, y les pedimos que no hagan ninguna copia. Claro que no podemos impedírselo, pero forma parte del proceso. Así son conscientes de los pocos recursos que hay aquí, de que las cosas no siempre pueden reponerse. Y lo mismo con lo de que no se lleven el móvil. Preferimos que confíen en sí mismos, no en la tecnología. Además, de todas formas los teléfonos no funcionan bien.

—¿Y qué impresión te dio del grupo cuando salió? —preguntó Falk.

—Estaban bien —contestó Chase sin dudarlo—. A lo mejor un poco nerviosas, pero nada fuera de lo normal. No les habría dejado que iniciaran la ruta si algo me hubiera preocupado. Iban muy contentas. Mirad, podéis comprobarlo vosotros mismos.

Se sacó el móvil del bolsillo, pulsó la pantalla y se lo pasó a Falk para que viera la foto.

—La hice antes de que salieran.

Las cinco mujeres sonreían abrazadas. Jill Bailey estaba en el centro. Le pasaba el brazo por la cintura a Alice, que a su vez rodeaba con el suyo a otra mujer, a la que Falk reconoció: era Lauren Shaw. Al otro lado de Jill había dos jóvenes que se parecían un poco, pero no mucho, desde luego.

Falk observó a Alice, cuya cabeza rubia se ladeaba un poco. Llevaba un anorak rojo y pantalones negros, y apoyaba levemente el brazo en los hombros de Jill. Ian Chase estaba en lo cierto. En la fotografía de ese instante, todas parecían muy contentas.

Falk le devolvió el móvil.

—Vamos a hacer copias para los equipos de búsqueda —dijo Chase—. Seguidme, os enseño el inicio del sendero. —Miró a Falk y a Carmen de arriba abajo, examinando sus botas casi nuevas, y detuvo brevemente la vista en la mano quemada de Falk—. Hay que caminar un poco para llegar a la catarata, pero no creo que tengáis ningún problema.

Se internaron entre los árboles y, casi inmediatamente, Falk empezó a notar un hormigueo en la mano. No le prestó atención y se centró en el entorno. El camino estaba bien definido, y Falk distinguió marcas y hendiduras, seguramente pisadas antiguas que la lluvia había desdibujado. Por encima de ellos se mecían los altos eucaliptos. Caminaban en una penumbra constante y Falk vio que su compañera temblaba pese a ir bien abrigada. Le vino a la mente Alice Russell. Se preguntó en qué estaría pensando cuando se internó en el bosque, mientras se dirigía a algo que iba a impedirle salir de allí.

—¿Cómo funciona el programa de Aventuras para Ejecutivos?

La voz de Falk sonó extrañamente fuerte en medio de los susurros de la vegetación.

—Organizamos actividades personalizadas para formar a los empleados y fomentar el espíritu de equipo —contestó Chase—. Casi todos nuestros clientes son de Melbourne, pero ofrecemos nuestros servicios por todo el Estado. Circuitos y pruebas en el bosque, retiros de un día, de todo.

—¿Y el programa lo llevas aquí tú solo?

—Prácticamente. Otro tío dirige un curso de supervivencia a un par de horas de aquí. Nos sustituimos cuando el otro no puede encargarse, pero casi siempre estoy yo solo.

—¿Y también vives aquí? —añadió Falk—. ¿Te alojas en el parque?

—No, tengo una pequeña vivienda en el pueblo, cerca de la gasolinera.

Falk, que se había tirado todos sus años de formación en el quinto pino, pensó que incluso a él le costaría describir aquel puñado de tiendas que habían visto como un pueblo.

—No parece que tengas mucha compañía —señaló, pero Chase hizo un gesto de indiferencia.

—Tampoco es para tanto. —El guía avanzaba por el camino irregular con la destreza de quien ya lo ha transitado muchas veces—. Me gusta estar al aire libre y los guardas forestales son buenos tipos. Venía a menudo de acampada por la zona cuando era más joven, así que conozco el terreno. Nunca he querido tener un trabajo de oficina. Hace tres años me contrataron en Aventuras para Ejecutivos; llevo aquí dos. Pero esta es la primera vez que pasa algo así estando yo de servicio.

Falk podía oír a lo lejos el inconfundible sonido de una corriente de agua. Habían emprendido la marcha lentamente, pero sin dejar de ir cuesta arriba desde que habían echado a andar.

—¿Cuánto tiempo crees que tienen para encontrar a Alice? —preguntó Falk—. En el mejor de los casos.

Las comisuras de los labios de Chase se curvaron hacia abajo.

—No es fácil decirlo. Bueno, no es que las condiciones climatológicas sean como las de Alaska, pero aquí llega a hacer un frío de mil demonios. Sobre todo de noche, y más aún al raso. Sin refugio, con un poco de viento y un poco de lluvia, puedes palmarla bastante rápido. —Suspiró—. De todos modos, si es lista y se mantiene caliente, seca y bien hidratada, nunca se sabe. La gente puede ser más resistente de lo que imaginamos.

Chase tuvo que hablar más alto cuando, después de un recodo, se toparon con una cortina de agua blanca. El río se precipitaba por el borde de un saliente rocoso y caía en una poza que quedaba muy por debajo de ellos. Cuando llegaron al puente, el rugido de la catarata era ensordecedor.

—Mirror Falls —anunció Chase.

—Es increíble. —Carmen se apoyó en la barandilla mientras el cabello le azotaba el rostro. La fina espuma parecía casi suspendida en el aire cortante—. ¿Qué altura tiene esta catarata?

—Es de las pequeñas, sólo unos quince metros —contestó Chase—. Pero la poza del fondo tiene como mínimo la misma profundidad, y la fuerza del agua es tan bestia que no os recomendaría acercaros. La caída en sí no es tan grave, el problema está en el shock y el frío, que podrían matar a cualquiera. Sea como sea, estáis de suerte, este es el mejor momento del año para verla; en verano no impresiona tanto. Este año sólo hemos tenido un hilillo de agua. No sé si sabéis que ha habido sequía.

Dentro del bolsillo, Falk apretó la mano en un puño, con la piel nueva y brillante. Sí, lo sabía.

—Pero se ha recuperado desde que el tiempo cambió —añadió Chase—. Ha llovido mucho en invierno, ahora podéis ver de dónde le viene el nombre.

Falk asintió. En la parte inferior de la ruidosa catarata, gran parte de sus aguas agitadas acababan discurriendo por el cauce del río, pero el caprichoso paisaje había creado una pendiente natural a un lado, de modo que parte del agua se desviaba de su curso y formaba una charca extensa y tranquila. Allí el agua dibujaba suaves ondas, y su superficie reflejaba el espléndido entorno, reproduciéndolo de forma exacta, aunque varios tonos más oscuro. Falk se quedó embelesado mientras contemplaba aquella rugiente cortina blanca de agua. De la radio que Chase llevaba en el cinturón surgió un pitido que rompió el hechizo.

—Debería ir volviendo —dijo—. Si estáis listos.

—No hay problema.

Al darse la vuelta para seguir a Chase, Falk divisó una mancha de color a lo lejos. En el otro extremo de la catarata, donde el sendero desaparecía entre la vegetación tupida, una figura diminuta y solitaria contemplaba la catarata desde arriba. A Falk le pareció que era una mujer, cuya gorra morada contrastaba con el verde y el marrón del entorno.

—Ahí hay alguien —le dijo a Carmen.

—Es verdad. —La agente miró adonde señalaba Falk—. ¿La reconoces?

—Desde tan lejos, no.

—Ni yo. Pero no es Alice.

—No. —Su constitución era demasiado delgada, y el cabello que le salía por debajo de la gorra, demasiado oscuro—. Por desgracia.

Aunque era imposible que la mujer los oyera a tanta distancia y menos con el estruendo de la catarata, volvió bruscamente la cabeza hacia donde estaban ellos. Falk alzó la mano, pero la diminuta figura no se movió. Mientras seguía a Chase para regresar al sendero, el agente volvió a mirar atrás un par de veces. La mujer siguió observando hasta que los árboles los rodearon por completo y Falk dejó de verla.