14

El cielo matutino era de un gris sucio cuando Falk llamó a la puerta de Carmen, que ya estaba esperando con el equipaje listo. Llevaron los bultos al aparcamiento, pasando con cuidado por los sitios en los que la lluvia de la noche había vuelto resbaladizo el camino.

—¿Qué han dicho en la oficina? —preguntó Falk mientras alargaba el brazo hacia el parabrisas del coche y quitaba unas cuantas hojas muertas que se habían quedado enganchadas en las escobillas.

—Lo de siempre. —A Carmen no le hizo falta explicar nada. Él ya imaginaba que habría sido una repetición exacta de la última conversación que había mantenido con ellos. «Conseguid los contratos. Conseguid los contratos». Su compañera metió la bolsa en el maletero—. ¿Le has dicho a King que nos vamos?

Falk asintió. Antes de acostarse, le había dejado un mensaje al sargento King, que le devolvió la llamada al fijo de su cuarto al cabo de una hora. Ambos se habían puesto al día: por ambas partes, la charla había sido deprimente y breve. Parecía que la falta de progresos les estaba pasando factura.

—¿Estás perdiendo la esperanza? —preguntó Falk.

—No del todo —respondió King—. Pero cada vez más tengo la sensación de estar buscando una aguja en un pajar.

—¿Hasta cuándo vais a seguir?

—Hasta que deje de tener sentido —respondió King, que no aclaró cuándo llegaría ese momento—. Pero tendremos que empezar a retirarnos si no encontramos nada pronto. Aunque preferiría que esto no se lo dijeras a nadie.

Ahora, a la luz de la mañana, Falk apreció la tensión que se veía en los rostros de los integrantes de un equipo de búsqueda que estaba subiendo a un microbús. Dejó su mochila al lado de la de Carmen, y los dos agentes se dirigieron a la casa rural.

Detrás del mostrador había otra guarda forestal, inclinada sobre la mesa y dándole instrucciones a una mujer que se encorvaba delante de un viejo ordenador para los huéspedes.

—Intente volver a conectarse —le dijo la guarda forestal.

—Ya lo he hecho. ¡Dos veces! No me deja.

Falk advirtió que se trataba de Lauren. Parecía estar a punto de echarse a llorar. Levantó la vista cuando oyó que los agentes dejaban las llaves en el mostrador.

—¿Se van ya? ¿Vuelven a Melbourne? —Ya se había levantado a medias—. ¿Les importaría llevarme? Tengo que ir a mi casa. Llevo toda la mañana buscando un modo de regresar.

Bajo la dura luz de la mañana, se le veían los ojos enrojecidos y llenos de arrugas. Falk no supo muy bien si era por la falta de sueño o si había estado llorando. Tal vez ambas cosas.

—¿El sargento King le ha dado permiso para marcharse?

—Sí, me ha dicho que puedo hacerlo. —Ya había llegado a la puerta—. No se vayan sin mí, por favor. Voy a coger mi equipaje. Denme cinco minutos.

Desapareció antes de que Falk pudiera decir nada. En el mostrador, el agente distinguió una pila de octavillas acabadas de imprimir. En negrita, se leía la palabra DESAPARECIDA por encima de una reproducción de la fotografía de empleada de una risueña Alice Russell, junto a algunos detalles esenciales y una descripción. En la parte inferior se veía la última foto de grupo que Ian Chase había hecho ante el cartel del sendero de Mirror Falls.

Falk volvió a estudiarla. Jill Bailey ocupaba el centro, con Alice y Lauren a la izquierda. Bree estaba a su derecha, y Beth, levemente apartada del resto del grupo. En la octavilla costaba menos apreciar los detalles que en el móvil de Chase. Todas sonreían, pero tras un examen más minucioso le pareció que esas sonrisas eran un poco forzadas. Con un suspiro, dobló el papel y se lo metió en el bolsillo del abrigo.

Carmen estaba hablando por la radio de la guarda forestal y, justo cuando el sargento King le confirmaba lo que Lauren les había dicho, esta apareció de nuevo. Se quedó en la puerta con su equipaje en la mano. La mochila estaba muy sucia, y Falk se dio cuenta, sobresaltado, de que debía de ser la misma que Lauren se había llevado a la ruta.

—Muchísimas gracias —les dijo mientras los seguía por el aparcamiento; después subió al asiento trasero, se puso el cinturón de seguridad y se quedó erguida, con las manos entrelazadas sobre el regazo. Falk se percató de lo ansiosa que estaba por marcharse de allí.

—¿Tiene algún problema en su casa? —preguntó mientras hacía girar la llave de contacto.

—No lo sé. —Lauren frunció el ceño—. ¿Alguno de ustedes tiene hijos?

Tanto Falk como Carmen negaron con la cabeza.

—No. Bueno, pues cada vez que te descuidas surge algún maldito tema —dijo, como si eso lo explicara todo.

Falk aguardó, pero Lauren no añadió nada.

Pasaron junto al cartel que señalaba el límite oficial del parque y, mientras se dirigían al pueblecito, Falk distinguió el conocido brillo del letrero de la gasolinera. Miró el indicador y entró. Detrás del mostrador encontró al mismo tipo de siempre.

—Así que no la han encontrado —dijo el hombre al ver a Falk. Aquello no era una pregunta.

—Todavía no.

Falk estudió a aquel tipo por primera vez. El gorro de lana le cubría el pelo, pero tanto en las cejas como en la barba de tres días no tenía ninguna cana.

—¿No han encontrado ninguna de sus pertenencias? ¿Un lugar que utilizara para guarecerse? ¿La mochila? —preguntó el dependiente. Falk se limitó a contestar que no—. Seguramente eso sea una buena señal —prosiguió—. Si encuentras las pertenencias o un refugio, el cadáver siempre está al lado. Siempre. En el bosque no puedes sobrevivir si no vas equipado. A mí me parece que a estas alturas hay muchas posibilidades de que no la encuentren. Si no han hallado ningún indicio hasta hora, ya no lo harán.

—Bueno, ojalá se equivoque.

—No me equivoco. —El tipo miró al exterior. Carmen y Lauren habían salido del coche y cruzaban los brazos sobre el pecho para protegerse del aire frío—. ¿Piensan volver?

—No lo sé —respondió Falk—. Si la encuentran, es posible.

—En ese caso, espero volver a verle pronto, amigo.

Esas palabras tenían el carácter incontestable de una despedida de funeral.

Falk regresó al vehículo y se sentó al volante. Ya se había alejado unos diez kilómetros del parque y del pueblo cuando se dio cuenta de que circulaba por encima del límite de velocidad. Ni Carmen ni Lauren protestaron. Cuando la cordillera ya casi había desaparecido en el horizonte por el retrovisor, Lauren se removió en el asiento.

—Por lo visto, creen que Martin Kovac podría haber estado en la cabaña que encontramos.

Falk la observó por el espejo. Estaba mirando por la ventanilla, mordiéndose el pulgar.

—¿Quién se lo ha contado?

—Jill. A ella se lo dijo uno del equipo de búsqueda.

—Me parece que en estos momentos eso no es más que una sospecha. No se ha confirmado.

Lauren torció el gesto y se sacó la yema del pulgar de la boca. Le sangraba la uña. En la parte inferior se le estaba formando una media luna creciente y negra. Se fijó en ella y se echó a llorar.

Carmen se dio la vuelta para ofrecerle un pañuelo de papel.

—¿Quiere que paremos a tomar un poco el aire?

Se detuvieron en el arcén. La carretera estaba vacía en ambas direcciones. El bosque había sido al fin sustituido por tierras de cultivo, y Falk se acordó del trayecto de ida a Giralang Ranges. Sólo habían pasado dos días, pero parecían una eternidad. Mañana haría una semana que Alice se había internado en el bosque junto a sus compañeras. «La buscaremos hasta que deje de tener sentido».

Falk bajó y sacó del maletero una botella de agua para Lauren. Los tres se quedaron en el arcén mientras ella bebía.

—Lo siento. —Lauren se pasó la lengua por los labios, que se veían resecos y pálidos—. Me siento culpable por irme, cuando Alice sigue ahí.

—Si usted pudiera hacer algo, se lo habrían dicho —repuso Falk.

—Eso ya lo sé. Y también sé… —Esbozó una leve sonrisa apenada—. Que Alice habría hecho exactamente lo mismo en mi lugar. Aunque eso no mejora las cosas. —Dio otro trago. Ya no parecía temblarle el pulso—. Me ha telefoneado mi marido. En el colegio de nuestra hija están llamando a todos los padres. Se han filtrado en internet unas fotos de una alumna. Por lo visto bastante explícitas, pero no sé hasta qué punto.

—¿No serán de su hija? —preguntó Carmen.

—No, no son de Rebecca. Ella jamás haría algo así. Al menos, no ahora, pero… Lo siento, gracias. —Lauren cogió un nuevo pañuelo que le ofrecía Carmen y se enjugó las lágrimas—. Pero el año pasado tuvo un problemilla con el mismo tema. Gracias a Dios no había nada explícito, pero algunas compañeras empezaron a acosarla. Otras chicas le hacían fotos mientras se cambiaba después de la clase de gimnasia, mientras comía, tonterías así. Pero se las mandaban a los móviles y las publicaban en las redes sociales, animando a los alumnos del colegio de chicos a que las comentasen. Rebecca… —Lauren hizo una pausa—. Lo pasó mal.

—Lo lamento mucho —dijo Carmen.

—Sí, nosotros también. La verdad es que resulta increíble, si pienso en el dineral que he pagado para que pueda ir a ese colegio. Nos escribieron para informarnos de que habían castigado a algunas de las responsables y que habían organizado una asamblea para hablar del respeto. —Lauren se secó los ojos por última vez—. Disculpen. Cuando me entero de algo así, la herida vuelve a abrirse.

—A esa edad las chicas pueden llegar a ser muy crueles —dijo Carmen—. Lo recuerdo bien. El instituto ya era complicado antes incluso de que apareciera internet.

—Ahora todo es muy distinto, montan unos líos tremendos —prosiguió Lauren—. No sé qué debería hacer. ¿Borrarle las cuentas? ¿Quitarle el móvil? Por cómo me mira, da la impresión de que le estoy proponiendo cortarle una mano. —Apuró el agua y se enjugó las lágrimas otra vez; logró esbozar una sonrisa—. Disculpen. Creo que me hace falta estar en casa, nada más.

Subieron de nuevo al vehículo; Lauren apoyó la cabeza en la ventanilla y Falk arrancó. Al cabo de un rato, se dio cuenta de que Lauren se había dormido por cómo respiraba. Pensó que parecía una sombra de sí misma, ahí, un ovillo. Era como si el bosque le hubiera chupado la energía.

Carmen y él se turnaron para conducir y echar una cabezada. Los regueros de lluvia del parabrisas fueron desapareciendo a medida que avanzaban y se alejaban de Giralang Ranges y su clima. La radio chisporroteó tenuemente cuando las emisoras volvieron a captarse poco a poco.

—¡Aleluya! —exclamó Carmen cuando su móvil vibró—. Ya hay cobertura.

Se inclinó en el asiento del copiloto y revisó los mensajes.

—Jamie debe de tener ganas de verte, ¿no? —preguntó Falk, y enseguida le resultó extraño haber planteado esa pregunta.

—Sí. Bueno, le hará ilusión saber que estoy en casa. Ahora está fuera un par de días, en un curso.

Inconscientemente, Carmen pasó el dedo por su anillo de compromiso y, casi sin pretenderlo, Falk se acordó de la noche anterior. De las largas piernas de su compañera estiradas en la cama. Carraspeó y miró por el espejo. Lauren seguía dormida; una arruga de preocupación se le marcaba aún en la frente.

—Bueno, parece que a ella también le alegrará volver —dijo.

—Sí. —Carmen se volvió hacia el asiento de atrás—. A mí me pasaría lo mismo si hubiera vivido una experiencia como esa.

—¿Alguna vez has tenido que ir a una de esas actividades para fomentar el espíritu de equipo?

—No, menos mal. ¿Y tú?

Falk negó con la cabeza y añadió:

—Supongo que eso son cosas del sector privado.

—Jamie ha ido un par de veces.

—¿Con la empresa de bebidas para deportistas?

—Oye, tú, que es una marca que ofrece un estilo de vida integral —replicó Carmen con una sonrisa—. Pero sí, les encantan esos rollos.

—¿Y él ha participado en alguna actividad parecida?

—Creo que no. Más que nada se dedican a estrechar lazos entre ellos practicando deportes de aventura. Aunque una vez el grupo al que pertenecía tuvo que alicatar un baño de un almacén en desuso.

—¿En serio? —Falk soltó una carcajada—. ¿Y sabían poner azulejos?

—Me parece que no. Y además estaban segurísimos de que al día siguiente les iban a pedir que lo quitaran todo. Así que ya te imaginarás lo bien que fue la cosa. Incluso dejó de hablarse con uno de los miembros del grupo.

Falk sonrió sin despegar la vista de la carretera.

—¿Lo tenéis ya todo listo para la boda?

—Casi. Está a la vuelta de la esquina. De todas formas ya tenemos un oficiante, y Jamie sabe dónde y cuándo tiene que echar una mano, así que lo conseguiremos. —Miró a su compañero—. Por cierto, deberías venir.

—¿Qué? No… No estaba intentando pescar una invitación.

Era cierto. No recordaba la última vez que había ido a una boda.

—Ya lo sé, pero deberías. Estaría bien. Y a ti no te vendría mal, tengo varias amigas solteras.

—Pero la boda es en Sídney…

—Queda a una hora en avión.

—Y dentro de tres semanas. ¿No es un poco tarde para la asignación de asientos y todo eso?

—Ya conoces a mi prometido. Te juro que tuve que poner «NO ACUDIR EN VAQUEROS» en las invitaciones de sus familiares. ¿Te parece eso propio de un evento con una asignación concreta de asientos? —Reprimió un bostezo—. Bueno, te envío los detalles y te lo piensas.

Notaron un movimiento en el asiento de atrás y Falk miró por el retrovisor. Lauren se había despertado y contemplaba el entorno con los ojos abiertos como platos y la expresión de sorpresa de quien ha olvidado dónde está. Daba la impresión de que el flujo del tráfico la dejaba estupefacta. A Falk no le extrañó. A pesar de que él sólo había estado un par de días en Giralang Ranges, también se sentía algo desorientado. Volvió a intercambiar el sitio con Carmen, y ambos se quedaron enfrascados en sus pensamientos mientras la ciudad se iba aproximando y la radio sonaba de fondo. A la hora en punto empezó el informativo. Falk subió el volumen y lo lamentó enseguida.

Era el tema principal. La policía estaba examinando el posible vínculo entre el famoso Martin Kovac y una cabaña en la que Alice Russell, la senderista de Melbourne desaparecida, había sido vista por última vez, según informaba el locutor.

A Falk no le sorprendió que se hubiera filtrado ese detalle. Con la cantidad de personas que participaban en las labores de búsqueda, sólo era cuestión de tiempo. Se volvió y su mirada se encontró con la de Lauren. Parecía asustada.

—¿Quiere que la apague?

Ella dijo que no con un gesto y escucharon cómo el locutor resumía los detalles que se habían difundido dos décadas antes. Tres víctimas de sexo femenino, una cuarta a la que jamás habían hallado. Entonces la voz del sargento King se adueñó del coche. El agente señaló el carácter histórico de los crímenes de Kovac y aseguró que se estaba haciendo todo lo posible; también pidió de nuevo información a cualquier persona que conociera la zona y finalmente el boletín informativo pasó a otros asuntos.

Falk dirigió una mirada a Carmen. No habían dicho nada del hijo de Kovac. Parecía que por el momento King había logrado ocultar ese dato.

Lauren les dio las indicaciones para llegar a uno de los barrios residenciales con más zonas verdes de la ciudad, uno de esos que los agentes inmobiliarios suelen llamar «ideales». Carmen detuvo el vehículo delante de una casa que estaba muy bien cuidada, pero en la que se detectaban ciertas señales de que había sido desatendida en los últimos días. El césped de la entrada estaba demasiado alto y nadie se había molestado en quitar un grafiti garabateado en la valla.

—Gracias de nuevo. —Lauren se desabrochó el cinturón con un evidente gesto de alivio—. Me avisarán enseguida si hay noticias de Alice, ¿verdad?

—Claro —contestó Falk—. Espero que lo de su hija no sea nada.

—Y yo.

La expresión de Lauren se endureció, no parecía nada segura. Observaron cómo cogía la mochila del maletero y entraba en la casa.

Carmen miró a Falk:

—Bueno, ¿y ahora qué? ¿Avisamos a Daniel Bailey de que estamos de camino, o le pillamos por sorpresa?

—Vamos a avisarle —dijo Falk tras pensarlo unos instantes—. Querrá que lo vean participando en las labores de búsqueda y así colaborará con nosotros.

Carmen sacó el móvil y llamó a BaileyTennants. Tenía un gesto contrariado cuando colgó.

—No está en la oficina.

—¿En serio?

—La secretaria me lo ha asegurado. Por lo visto se ha tomado unos días libres. Asuntos personales.

—¿Mientras tiene a una empleada desaparecida?

—Jill nos dijo que había vuelto por un problema familiar, ¿no?

—Ya, pero no me lo creí —repuso Falk—. ¿Por qué no nos pasamos por su casa?

Carmen puso el coche en marcha, pero se detuvo de inmediato, como si se le hubiera ocurrido algo.

—Bueno, la casa de Alice no queda muy lejos de aquí. Quizá tengamos suerte y encontremos a algún vecino servicial que tenga un juego de llaves.

Falk se la quedó mirando.

—¿Y también unas copias relucientes de los documentos que necesitamos, impresos sobre la encimera de la cocina de Alice?

—Eso sería lo ideal, sí.

«Conseguid los contratos. Conseguid los contratos». A Falk se le borró la sonrisa.

—Vale. A ver qué averiguamos.

Veinte minutos después, Carmen dobló una esquina, enfiló por una calle arbolada y redujo la velocidad. Nunca habían estado en casa de Alice Russell y, mientras seguían circulando lentamente, Falk escudriñó los alrededores con interés. El barrio era la viva imagen de la serenidad y la opulencia. La acera y las vallas estaban inmaculadas, y los poquísimos vehículos aparcados en la calle brillaban bajo el sol. Falk supuso que la mayoría estarían a buen recaudo, cubiertos por lonas protectoras y en garajes cerrados. Los cuidados árboles que bordeaban los jardines públicos parecían modelos de plástico si se comparaban con la exuberancia primitiva que los había rodeado durante los tres últimos días.

Carmen avanzó por la calle, escudriñando los relucientes buzones con ojos entornados.

—Por amor de Dios, ¿por qué esta gente no pone números bien visibles en sus casas?

—No sé, ¿para que no se acerque la chusma? —Un movimiento por delante de ellos llamó la atención de Falk—. Eh, mira eso.

Le señaló una gran casa de color crema situada al final de la calle. Carmen siguió su mirada y abrió mucho los ojos, sorprendida, cuando una figura apareció en el camino de entrada con la cabeza gacha. Movió levemente la muñeca y el BMW negro que estaba en la calle emitió un tenue pitido al abrirse. Era Daniel Bailey.

—No puede ser —susurró Carmen.

Bailey llevaba vaqueros y la camisa por fuera, y se pasó la mano por el cabello oscuro en un gesto de preocupación mientras abría la puerta del conductor. Entró en el vehículo, lo arrancó y se separó del bordillo. El BMW había doblado ya la esquina y desaparecido, cuando ellos llegaron a la altura de la vivienda. Carmen continuó avanzando y vio como desaparecía entre el tráfico de una de las arterias principales de la ciudad.

—No me siento cómoda en los seguimientos —dijo, y Falk negó con la cabeza.

—No, no lo sigas. No sé qué estaba haciendo, pero no daba la impresión de que estuviera huyendo.

Carmen dio media vuelta y se detuvo delante de la vivienda color crema.

—En todo caso, creo que hemos encontrado la casa de Alice.

Apagó el motor y bajaron. Falk notó que el aire de la ciudad parecía tener ahora una fina membrana que se le colaba en los pulmones e iba recubriéndolos con cada respiración. Se quedó en la acera, sintiendo la extraña dureza del cemento bajo las botas de senderismo, e inspeccionó la casa de dos plantas. El jardín era grande y tenía el césped bien recortado; la puerta de entrada lanzaba destellos en un tono brillante de azul marino. Delante de ella, una gruesa alfombrilla daba la bienvenida a los visitantes.

Falk percibió en el ambiente el aroma marchito de las rosas de invierno y el lejano zumbido del tráfico. Y en la segunda planta de la casa de Alice Russell, a través de una impoluta ventana, distinguió la estrella blanca de cinco puntas que formaban unos dedos apoyados en el cristal, el fulgor de un pelo rubio y un rostro redondo y boquiabierto que contemplaba el exterior.