DÍA 4
MAÑANA DEL DOMINGO
Las nubes se habían disipado y la luna llena brillaba.
El cabello rubio de Alice Russell conformaba una aureola dorada cuando esta salió y cerró la puerta de la cabaña con cuidado. Se oyó un chasquido y el leve gemido de los goznes desvencijados. Alice se quedó inmóvil, escuchando. Llevaba la mochila colgando de un hombro y algo enrollado en la otra mano. No hubo ningún movimiento dentro de la cabaña. El pecho de Alice subió y bajó con un suspiro, aliviada.
Dejó la mochila en el suelo sin hacer ruido y desenrolló la tela que llevaba en el brazo. Un anorak impermeable. Caro, de talla grande. No era el suyo. Pasó las manos por la tela y bajó la cremallera de un bolsillo. Sacó algo, fino y rectangular, y pulsó un botón. Un resplandor. Una leve sonrisa. Se guardó el móvil en el bolsillo de los vaqueros, enrolló el anorak y lo lanzó más allá de un árbol caído, cerca de la puerta de la cabaña.
Alice se echó la mochila a la espalda y, con un chasquido, el haz de luz de la linterna iluminó el suelo por delante de ella. Se puso en marcha con sigilo, en dirección a la tupida pared de árboles y al sendero. Desapareció por un lado de la cabaña, sin echar la vista atrás.
Un poco más allá, al otro lado del claro, alguien observaba cómo se marchaba agazapado tras las franjas apergaminadas de un tronco de eucalipto.