III. EL CENTRO DE INVESTIGACIÓN
El Gombe Stream Research Center creció a partir de un tímido comienzo para convertirse en una de las más dinámicas estaciones de campo del mundo para el estudio del comportamiento animal. Los dos primeros ayudantes de investigación se reunieron conmigo en 1964. No tardamos mucho en darnos cuenta de que había más trabajo del que tres personas podían abarcar, a pesar de que mi marido Hugo, estaba también allí para ayudar. Y así solicitamos fondos adicionales para emplear a algunos estudiantes. Casi todos ellos sucumbieron al hechizo de Gombe y nos devolvieron nuestra fe en ellos ayudándonos a recoger más y más datos sobre la vida de los chimpancés.
Durante 1972 tuvimos hasta veinte estudiantes; por aquel entonces no sólo estudiábamos los chimpancés, sino que también tratábamos a los papiones. Había estudiantes graduados en diversas disciplinas, principalmente antropología, etología y psicología, procedentes de universidades de Estados Unidos y de Europa. También teníamos no graduados, alumnos del programa biológico interdisciplinario sobre el hombre de la Universidad de Stanford y del departamento de zoología de la Universidad de Dar es Salaam. Los estudiantes dormían en minirrefugios —pequeños cobertizos de chapa de aluminio ocultos entre los árboles, cerca del campo—, pero se reunían para el rancho a la hora de comer. Disponíamos de un funcional edificio de cemento y piedra en la playa, construida por mi viejo amigo George Dove, en cuyo campo, en Serengeti, estuvimos Hugo y yo cuando Grub era un bebé. George había construido oficinas, y también una cocina con un horno de madera. E instaló un generador, de manera que podíamos disponer de un poco de electricidad, lo que nos reportó mayor comodidad para el trabajo nocturno y nos permitió asimismo utilizar un congelador que nos hizo olvidar las pesadillas de los abastecimientos de alimentos. George construyó incluso una casita de piedra para usar como cuarto oscuro.
La vida en el centro de investigación era agitada. Además de los principales asuntos de observación de animales y recogida de datos, se organizaban seminarios semanales en los que discutíamos sobre los descubrimientos y planeábamos mejores maneras de reunir los datos de los distintos estudios. Había un espíritu de colaboración entre los estudiantes, un deseo de compartir información, que era, según mi opinión, bastante inusual. No era fácil promover esta actitud de generosidad: al principio, muchos de los estudiantes graduados se mostraban incomprensiblemente reticentes a contribuir con sus preciosos datos al centro de información. Pero yo sabía que tenía que conseguirlo, si queríamos llegar a dominar la extraordinaria y compleja organización social de los chimpancés y documentar su vida con la mayor amplitud posible. No sólo me ayudaron muchos estudiantes, sino también Dave Hamburg, jefe del departamento de psiquiatría de la Universidad de Stanford. Él fue quien trajo a los estudiantes de biología humana. Y aunque estos jóvenes apenas estuvieron algo más de seis meses en Gombe, poseían tan buena preparación antes de venir a África que sus contribuciones resultaron muy valiosas.
Aunque nosotros no podíamos saberlo por entonces, lo más importante para el futuro a largo plazo de la investigación en Gombe fue la preparación del personal de campo tanzano. Desde 1968, cuando una de los estudiantes cayó en un precipicio mientras seguía a unos chimpancés y perdió trágicamente la vida, se tomó como norma que cada estudiante subiera al monte acompañado por un tanzano. Así, si ocurría un accidente, uno de los dos podría ir a pedir ayuda. Gradualmente estos hombres adquirieron una serie de conocimientos que los hicieron imprescindibles: conocían a los chimpancés por su nombre y podían identificar a los recién llegados y eran expertos en descubrir los caminos alrededor de un terreno escabroso. En 1972, empezaron a recoger datos por sí mismos —por ejemplo, marcando la ruta seguida por un determinado chimpancé en un mapa, anotando las relaciones que mantenían él o ella durante la jornada e identificando las diferentes especies de plantas que comían—. Los estudiantes graduados aprovechaban muy bien esta fuente de datos, y se aseguraban de la buena formación de sus ayudantes de campo. De vez en cuando yo asistía a seminarios en kiswahili, su lengua nativa, durante los cuales discutíamos varios aspectos del comportamiento del chimpancé y de los papiones, y daba charlas sobre los primates no humanos en diferentes partes del mundo. Y de este modo, el personal de campo comenzó a estar progresivamente mejor informado, más interesado y entusiasta.
Me sentía inmensamente orgullosa de haber sido la responsable de la formación de este grupo y la calidad y la cantidad de la información recogida era extraordinaria. Aún había momentos en que recordaba mis primeros días en Gombe con profunda nostalgia; los verdaderos comienzos, cuando mis únicos compañeros eran mi madre, Dominic, el cocinero, y Hassan, que con su pequeña barca se llegaba hasta Kigoma para el aprovisionamiento. Yo había trabajado muy duro, obligándome a trepar al Pico al amanecer y permaneciendo allí hasta que las montañas quedaban en sombras por la llegada de la noche. Para mí no había fines de semana ni vacaciones. Pero era joven y, físicamente, aguantaba y me enorgullecía de ello. Podía viajar a través de los bosques sabiendo que los únicos seres que iba a encontrar durante todo el día serían los chimpancés, o los papiones, o algunas de las criaturas salvajes que habitan estos exuberantes valles o las abiertas cadenas montañosas. Pero el cambio fue inevitable: no había posibilidad alguna de que una sola persona, no importa de qué modo se organizase, puliese realizar un estudio que realmente comprendiese el conjunto de los chimpancés de Gombe. Aquí, en el centro de investigación, el creciente número de personas moviéndose por los árboles ha disminuido esa sensación del transcurrir de las horas en absoluta soledad.
En realidad, en 1972 pasé sólo periodos muy cortos con los chimpancés a pesar de que, fuera de los tres meses al año que dedicaba a la enseñanza en el programa de biología humana en Stanford, vivía permanentemente en Gombe. La razón fue que, después de los años anteriores contemplando a las madres chimpancés criar a sus hijos, estaba intentando educar a mi propio hijo. Tenía muy claro que un fuerte vínculo afectivo con la madre era positivo para el futuro del chimpancé. Sospechaba que lo mismo debía de ser cierto para los humanos y el trabajo de hombres como René Spitz y John Bowlby confirmó este punto. Y así, mientras los estudiantes pasaban la mayoría de su tiempo en el campo, yo pasaba mucho tiempo con Grub. (Su verdadero nombre es Hugo, pero es conocido como Grub por su familia y sus amigos, incluso ahora). Solía trabajar por la mañana en la administración, y también escribiendo, y me dedicaba a Grub por las tardes.
Desde luego, me mantuve al corriente de todo lo que ocurría en la comunidad de chimpancés. Las conversaciones de cada noche, en medio del bullicio, versaban rara vez sobre algo que no fuesen los chimpancés o los papiones. Era capaz de seguir, emocionándome con las explicaciones de mis colegas, la rivalidad por el dominio entre Humphrey, Figan y Evered. Yo recibía informaciones diarias de las explosiones adolescentes de Flint y Goblin, Pom y Gilka, y de las aventuras sexuales de Gigi. Además, casi siempre veía al menos uno o dos chimpancés durante mis visitas al campamento.
Ocasionalmente, Grub y yo recibíamos las visitas de los chimpancés en nuestra casa en la playa. Una vez, Melissa y su familia estaban vagando por la galería y miraban a través de la reja soldada la sala de estar, precisamente después de que alguien regalase a Grub dos pequeños conejitos. No hay conejos en Gombe, así que los chimpancés estaban claramente fascinados. Goblin, lleno de la curiosidad de un adolescente, permaneció agarrado a la ventana mirando y mirando hasta bastante tiempo después de que su madre y su hermana menor perdieran el interés y se marcharan. Por cierto que aquellos conejos resultaron ser un terrorífico par de cachorros, domésticos, muy afectuosos y extremadamente entretenidos. Y me enseñaron mucho; hasta entonces no tenía ni idea, por ejemplo, que a los conejos les encantaba la carne. ¡Y aún me quedé más sorprendida cuando los vi cazando y comiendo arañas!
Se sabe que los chimpancés capturan y comen niños humanos, así que, para que Grub tuviera la máxima seguridad, Hugo y yo construimos nuestra casa en la playa del lago porque los chimpancés raramente iban por allí. Los papiones, sin embargo, sí frecuentan a la orilla del lago y nuestra casa quedaba situada en el corazón de los dominios de la tropa de la Playa. Como resultado yo pasaba más tiempo que nunca observando a los papiones. No sólo constituía en sí misma una buena experiencia de aprendizaje, sino que me proporcionaba una nueva perspectiva en la manera de observar el comportamiento de los chimpancés, indicándome con toda precisión los aspectos en los que diferían de otros monos, como los papiones. Los chimpancés eran claramente más intelectuales que los papiones, como lo demuestra, por ejemplo, el empleo de objetos como herramientas. Pero los papiones eran mucho más adaptativos que los chimpancés. Hay papiones en toda África, de norte a sur, de este a oeste; en cambio, los chimpancés, de naturaleza prudente y conservadora y con una tasa más baja de reproducción, se encuentran sólo en el cinturón de la selva tropical.
Pero desde muy al principio los papiones de Gombe, valientes y oportunistas, se mostraron rápidos en probar cualquier nuevo alimento humano que pudiera caer en sus manos; y casi sin excepción, lo encontraban altamente deseable. Había una constante lucha de inteligencia entre los humanos de Gombe por un lado y los papiones por otro, con demasiada frecuencia ganada por los papiones. En vano implantamos unas normas: no comer en el exterior; no echar los restos de comida fuera, excepto en los cubos de basura cerrados; las puertas de la casa debían permanecer siempre cerradas. Todos debían obedecer las normas, pero siempre había alguien que alguna vez las olvidaba o que se equivocaba pensando: «Bueno, ahora no hay ningún papión por los alrededores». Y estos eran los momentos que los papiones esperaban.
El papión Crease era un inveterado ladrón. Acostumbraba a sentase durante horas, oculto entre el espeso follaje de algún árbol detrás de nuestras casas, lejos del resto de la tropa. Si nosotros Olvidábamos cerrar la puerta, incluso por unos momentos, aprovechaba la oportunidad para hacer una rápida escapada. Muchas veces se apoderaba de una hogaza de pan, huevos, piñas o papayas, o ele un zarpazo cogía cualquier cosa de una estantería, hasta que pusimos fuertes multas para castigar aquellos comportamientos descuidados que provocaran estas depredaciones. Una vez robó una lata recién abierta de dos libras de margarina y, sentándose, dedicó las dos horas siguientes a consumir el contenido lentamente y con aparente placer.
Un día Grub, muy excitado, me contó una épica historia de Crease. Empezó cuando un water-taxi (así llamábamos nosotros a los botecitos que transportaban viajeros arriba y abajo del lago) se estropeó cerca del centro de investigación. Estaban sacando el bote a la orilla de la playa y retirando el motor para repararlo y los pasajeros salieron a estirar las piernas. De algún modo Crease llegó a enterarse de que en el bote vacío había una carga de harina de casabe (mandioca). Sin dudarlo un instante el viejo réprobo saltó a bordo. Pero justo en el momento en que abría uno de los sacos y empezaba a llenarse la boca de comida, el bote empezó a moverse hacia el lago. Entonces, percatándose de repente de que la orilla se estaba alejando, Crease se asustó. Saltó de un lado a otro del barco cayó y dentro del saco abierto, de manera que se formaron nubes de polvo blanco que le hicieron estornudar. Por fin uno de los estudiantes se apiadó de él y, entre risas, acercó el barco a la orilla. Crease desembarcó con poco digno apresuramiento, cubierto de nieve como un decorado navideño.
De hecho los papiones, a diferencia de los chimpancés, saben nadar. Algunas veces, cuando el agua está en calma, los jóvenes papiones van al lago a divertirse e incluso se sumergen y nadan bajo el agua. Durante los incidentes de agresión un papión puede escapar de sus perseguidores corriendo hacia el lago y esperar allí hasta que las cosas se hayan calmado en tierra.
El lago Tanganika es conocido por ser la mayor masa existente de agua incontaminada: es el lago más largo del mundo y el segundo en profundidad. A veces grandes tormentas lo barren en longitud, formando enormes olas en su superficie. Casi cada año algunos pescadores son arrastrados por el viento hacia Zaire; muchos de ellos no han regresado jamás. Y existen otros peligros, demasiados, agazapados en las profundidades cristalinas del lago. Los cocodrilos lo han abandonado, pero hay cobras de agua que viven entre las grandes rocas que emergen del agua en los promontorios de las bahías. No hay antídoto seguro para la mordedura de estas largas, pardas y sedosas serpientes, que presentan bandas negras alrededor de su cuello. Por eso me preocupaba cuando Grub nadaba en el lago. Pero en muchos aspectos Gombe constituía un entorno maravilloso para criar a un niño.
Grub pasó gran parte de su primera infancia jugando en las orillas del lago y probablemente fue allí, rodeado por los pescadores nativos, donde adquirió su pasión por la pesca. Como cualquier chico, mostraba una increíble paciencia cuando se tenía que desenmarañar una red de pesca enredada hasta la desesperación. Yo me habría marchado a los dos minutos; pero él persistiría durante toda la mañana, y algunas veces por la tarde, hasta que la red quedaba completamente desenredada en la terraza, con sus corchos, lista para usar antes del anochecer. Y a la mañana siguiente, después del excitante examen de las capturas, el laborioso proceso tenía que llevarse a cabo otra vez.
Cuando Grub tenía cinco años comenzó un curso escolar por correspondencia bajo una serie de tutores, jóvenes que se hallaban entre la escuela y la universidad y disfrutaban de la oportunidad de ver Gombe y los chimpancés a cambio de sus servicios. Pero tenía, además, muchas oportunidades de pescar y bañarse en el lago. Por esta época Maulidi Yango entró en la vida de Grub. Maulidi, empleado para desbrozar los caminos de la selva, tiene un espléndido físico y es fuerte como un roble. Los recién llegados a Gombe se asustaban al ver todo un árbol moverse ante ellos a lo largo del camino: entonces, en alguna parte debajo del árbol, veían a Maulidi. Sencillo, con un gran sentido del humor, Maulidi se convirtió en el héroe de la infancia de Grub. En realidad, Grub sostiene que Maulidi tuvo más importancia a la hora de moldear su carácter que cualquier otra persona de fuera de la familia. Era un espectáculo corriente en Gombe ver a Maulidi tumbado en la arena mientras Grub nadaba; a Maulidi remando mientras Grub pescaba o a Maulidi comiendo y disfrutando de su siesta mientras Grub le esperaba. Siguen siendo grandes amigos.
Una mañana Grub vino a decirme que Flo y Flint estaban a punto de pelearse. Por esa época Flo era ya realmente una vieja. Sus dientes estaban gastados y tenía problemas para encontrar alimentos suficientemente blandos. En el campamento le proporcionábamos raciones extra de plátanos y siempre la alimentaba con huevos cuando se acercaba a la casa. Pero incluso así, gradualmente empezó a debilitarse más y más. A veces aún mostraba destellos del espíritu indomable que, sin duda alguna, le había permitido alcanzar tan avanzada edad.
Así estaba aquella mañana. La encontré sentada en el suelo, con apariencia fría y miserable, pues terminaba de caer uno de esos cortos y pesados aguaceros que suelen pillarnos desprevenidos en medio de la estación seca. A su lado, Flint bromeaba con Crease. El viejo papión se ocupaba de sus propios asuntos, pero Flint seguía agitando las mojadas ramas de encima de su cabeza, duchándose con las gotas. Por fin Crease, que había permanecido con la cabeza gacha tratando de ignorar a Flint, perdió la calma y saltó hacia su atormentador, amenazándolo. Flint gritó, y en un momento Flo apareció en escena. Cargó contra Crease profiriendo potentes gritos de amenaza. ¡Y Crease se marchó!
Unas semanas después, Crease intentó coger uno de los huevos que yo daba a Flo. Ella se erizó al instante, se incorporó, y corrió hacia el papión agitando los brazos y golpeándolo. Y Crease se retiró y se sentó a mirar desde una considerable distancia, mientras la anciana hembra saboreaba tranquilamente los huevos, de uno en uno, masticándolos con hojas.
A veces yo seguía a Flo y a Flint cuando pasaban paseando por delante de casa. De vez en cuando Flint aún intentaba subir a los hombros de su madre, y creo que ella lo habría llevado si hubiese estado lo bastante fuerte. Pero ella no aguantaba su peso y, por tanto, Flint tenía que andar. Incluso sin él a sus espaldas Flo tenía que sentarse a descansar frecuentemente durante los viajes, y Flint llegaba a impacientarse y continuaba, lloriqueando, cuando ella no le seguía. A veces él retrocedía y, con mala cara, la empujaba vigorosamente, intentando forzarla a seguir. Cuando ella insistía en seguir descansando, él no sólo no la dejaba en paz, sino que la molestaba tirando de sus manos hacia él y gritando malhumorado si ella rehusaba moverse. Una vez llegó a empujarla fuera de un nido, de modo que cayó estrepitosamente contra el suelo. A veces sentía ganas de abofetearlo. Estaba claro que Flo habría estado muy sola sin él. Se movía tan lentamente que incluso su hija Fifi raramente viajaba con ella, y por aquel entonces Flo se había vuelto tan dependiente de Flint como él lo era de ella. Recuerdo una vez, cuando llegaron a un desvío en el camino, que Flo eligió un camino y Flint el otro. Seguí a Flo. Después de unos minutos se paró, miró atrás y emitió unos pequeños y tristes gemidos. Se detuvo un momento esperando, supongo, a que Flint cambiase de opinión. Como él no apareció, ella volvió atrás y se fue detrás de su hijo.
Recibí la noticia de su muerte en una brillante y clara mañana. Su cuerpo había sido encontrado yaciendo boca abajo en el arroyo de Kakombe. Aunque yo sabía que el fin estaba cerca, eso no mitigaba mi dolor y me quedé mirando hacia abajo, donde permanecía Flo. Hacía once años que la conocía y la quería de verdad.
Aquella noche vigilé su cuerpo para evitar que lo profanaran los cerdos salvajes que merodeaban por allí. Flint estaba cerca, en silencio y su dolor hubiera sido peor si hubiera encontrado el cuerpo de su madre roto y medio devorado. Mientras la velaba a la brillante luz de la luna pensaba en la vida de Flo. Durante quince años seguidos vagó todas las noches por las colinas de Gombe. Y aunque no llegué a registrar toda su historia, a invadir la intimidad de ese escabroso terreno, la vida de Flo había tenido, en sí misma y por sí misma, un significado y un valor lleno de objetivos, vigor y amor a la vida. ¡Y cuánto aprendí de ella a partir de nuestra larga relación! Porque ella me enseñó a honrar el papel de la madre en la sociedad y a apreciar no solamente la inconmensurable importancia que la madre tiene para un niño, sino también la alegría y el gozo que la relación puede proporcionar a la madre.