XX. CONCLUSIÓN

Hace treinta años que empecé a estudiar a los chimpancés. Treinta años durante los cuales se han producido muchos cambios en el mundo, incluyendo nuestra manera de pensar sobre los animales y el medio ambiente. Mis propios viajes personales durante este periodo, a través de los pacíficos bosques de Gombe y de los espinosos muros levantados alrededor de los temas del bienestar de los animales y su conservación, me han llevado a recorrer un largo camino desde que, siendo una joven e ingenua chica inglesa desembarqué con mi madre en la playa de Gombe con tanta ilusión. Pero aquella chica todavía está ahí, todavía forma parte de mi yo más maduro, susurrando excitadamente en mi oído cuando observo algo nuevo o fascinante sobre el comportamiento de los chimpancés; no sólo en Gombe, sino también en cautividad. Cuando veo de cerca un recién nacido, cuando una madre tiende los brazos con una pizca de preocupación para recoger a su hijo extraviado, cuando uno de los grandes machos carga con el pelo erizado y los labios apretados de magnífico orgullo, me emociono tan intensamente como en mis primeros meses de estudio.

Mis viajes entre los chimpancés se han visto enriquecidos con las experiencias más excitadoras y gratificantes que nadie podría haber imaginado al principio. Su cosecha —la comprensión obtenida de las largas horas pasadas con nuestros parientes vivos más cercanos— ha abierto muchas ventanas a un mundo desconocido hace treinta años. ¡Qué afortunada fui cuando el destino dirigió mis pasos hacia Louis Leakey y él, a su vez, me dirigió a mí a Tanzania, donde durante todos estos años he podido seguir a la búsqueda de más y más conocimientos, ayudada y apoyada por uno de los gobiernos más estables, pacíficos e interesados por la conservación del medio ambiente de toda África!

La información recogida en Gombe, junto a la procedente de otros lugares de estudio en África y de la investigación con chimpancés cautivos, nos ha permitido pintar un fascinante retrato de nuestros parientes vivos más cercanos e incluso conocer los gustos de estos complejos seres. Desde luego el retrato está aún incompleto; no hemos sondeado en las profundidades de la agresividad del chimpancé, ni tampoco hemos medido sus máximos de cuidado y compasión. No los hemos estudiado tiempo suficiente; después de todo, treinta años representan tan sólo los dos tercios de la esperanza de vida de un chimpancé. Sobre todo, nuestra experiencia en Gombe ha puesto el énfasis en la necesidad de estudios a largo plazo si lo que queremos es entender la compleja sociedad de estos chimpancés. Muchas de sus conductas sociales sólo empezaron a hacerse patentes cuando habíamos permanecido con ellos el tiempo suficiente para averiguar quién estaba relacionado con quién entre los adultos. Y sólo estando allí año tras año pudimos documentar los estrechos, resistentes y duraderos lazos que se forman entre los miembros de una familia. Además, si la investigación hubiera terminado al cabo de diez años, nunca podríamos haber observado la brutalidad que puede haber en los choques intercomunitarios. Si se hubiera acabado al cabo de veinte años, no podríamos haber registrado la conmovedora historia de la adopción de Mel por el adolescente Spindle. Y ¿quién sabe lo que nos revelará la próxima década? Que habrá más sorpresas, no lo dudo, ya que cada año, de 1960 en adelante, ha traído nuevas recompensas en términos de nuevas observaciones sobre la naturaleza de los chimpancés, nuevos atisbos de cómo funciona su mente. ¡Son seres tan complejos, de comportamiento tan flexible y de individualidades tan marcadas…!

A lo largo de los años nos hemos ido familiarizando con un creciente número de chimpancés, cada uno con su carácter único y personal. ¡Qué rica gama de caracteres, cada uno moldeado por una compleja interacción de herencia genética y experiencia, vida familiar y momento histórico de su nacimiento! Porque los chimpancés, como los humanos, tienen su propia historia. Epidemias de polio o neumonía y series de violentos contactos intercomunitarios no muy distintos de la guerra humana han causado estragos en la comunidad. Hubo años oscuros, como aquellos en que Passion y Pom, asesinas de crías, caníbales, convirtieron en un peligro para las madres y sus bebés recién nacidos caminar por la aparente paz del bosque. Hubo luchas por el poder tan dramáticas en sus detalles como las que rodean las sucesiones de reyes y dictadores humanos. Y yo he tenido el privilegio, desde los primeros años sesenta, de registrar esos hechos, de compilar la historia de un grupo de seres que no tienen lenguaje escrito propio.

Como en las sociedades humanas, ciertos individuos han desempeñado papeles clave en el modelado del destino de su comunidad. Algunos de los machos adultos que han demostrado cualidades de liderazgo, como determinación, coraje e inteligencia figurarían de manera destacada en los libros de historia de los chimpancés: Goliath Corazón Valiente; Mike el de los Bidones; Humphrey el Bruto; Figan el Grande; Goblin el Tempestuoso. Se hubieran escrito relatos épicos acerca de cómo luchaban y conquistaban el poder. Y otros individuos también han desempeñado papeles importantes. Si no hubiese sido por Hugh y Charlie la comunidad de Kasakela nunca se hubiera dividido. Sin Gigi y el montón de machos excitados que atraía, el grupo bien pudiera haber sido menos agresivo, menos marcial en su actitud hacia los vecinos.

Pero los machos de la comunidad eran fuertes; sus victorias, impresionantes. Imaginemos, si los chimpancés pudieran hablar, las conmovedoras historias que contarían alrededor del fuego sobre la Guerra de los Cuatro Años contra los desertores de Kahama; la liquidación de los machos rebeldes que volvieron la espalda a los amigos de siempre e intentaron hacer su vida. Y qué historias, también, las que podrían contarse sobre cómo repelieron a los invasores de Kalande y Mitumba cuando —según el rumor Humphrey y Sherry perdieron la vida en defensa del reino. Y cómo a las hembras les gustaría cantar alabanzas de Gigi, leyenda viva, Amazona de su comunidad.

La extraña conducta de Passion, infame asesina, y su hija Pom, sería analizada en toda la literatura criminal. Y las madres amenazarían a sus hijos traviesos: «Passion te cogerá si te portas mal».

También los chimpancés tendrían sus propios mitos. Honrarían a los sabios de antaño, que les enseñaron a levantar el suelo y fabricar herramientas para atrapar termitas y hormigas y cómo intimidar a los enemigos con piedras y palos. Y los adolescentes aprenderían a propiciar al gran dios Pan, deidad silvana de todas las criaturas salvajes, con impresionantes ceremonias en las cascadas y danzas de la lluvia en el corazón de la jungla.

Y, desde luego, tendrían un mito relacionado con la Gran Simia Blanca que apareció repentinamente en su vida. Que primero fue recibida con miedo e ira, pero que luego les proporcionaba plátanos mágicamente, como caía el maná del cielo. David Greybeard también figuraría en la leyenda como el único chimpancé que no temía a la Simia Blanca y que la introdujo en el mundo salvaje de su especie.

De hecho, si Louis Leakey no me hubiese enviado a Gombe en 1960 los chimpancés habrían perdido su refugio con toda seguridad. Puesto que entre la población local había un movimiento para cambiar la condición de zona protegida del territorio para poder regresar allí y cultivar la tierra, el interés que mi estudio despertó en todo el mundo aseguró la continuidad de Gombe como zona protegida. Si los chimpancés lo hubieran sabido ¡me habrían convertido en su santa patrona!

En realidad ¿cómo me perciben? ¿A mí y a los otros humanos que nos hemos trasladado para observarlos y que hemos participado en la documentación de su historia? Creo que hoy se nos da por sabidos. En el esquema de las cosas de los chimpancés lo más importante son los demás chimpancés, particularmente los familiares y amigos, y el macho dominante del momento. Animales, como monos, jabalíes y otros son también importantes como fuente de comida. Los papiones, a los que ignoran con frecuencia, son considerados asimismo como potenciales competidores por la comida, excepto los jóvenes papiones, a los que los jóvenes chimpancés ven como posibles compañeros de juegos. Y los humanos, en Gombe, son considerados simplemente como otra especie animal, un componente natural del entorno del chimpancé. Como un proveedor de plátanos ocasional que no representa amenaza alguna. A veces irritante, porque suele hacer mucho ruido, pero en general benigno e inofensivo.

Desde luego los chimpancés nos conocen como individuos. Muchos de ellos están más relajados ante mi presencia que ante otros observadores humanos. Creo que la causa es que yo los sigo casi en solitario. Y porque yo me quedaba silenciosamente detrás, sin entrometerme lo más mínimo, a menudo desperdiciando oportunidades de recoger datos adicionales o de conseguir una foto de alguna actitud en concreto, si ello implicaba molestar o irritar a los chimpancés. En general los chimpancés son también muy tolerantes con los trabajadores del campamento de Tanzania, hombres que trabajan con ellos cada día, mes tras mes, año tras año. Pero habitualmente se comportan de manera extraña si se encuentran africanos forasteros en el parque. He estado con chimpancés que, oyendo un grupo de pescadores avanzar por el camino de la costa del lago hasta el poblado, se agazapan quietos y silenciosos en los matorrales o en la hierba alta hasta que pasan los hombres. Algunos de los chimpancés evitan a los turistas; las hembras más tímidas no visitan el campamento a menos que formen parte de un gran grupo, en cuyo caso, evidentemente, hallan seguridad en el número. Pero algunos, particularmente aquellos que crecieron en los días en que había muchos estudiantes, realmente parecían encontrar interesantes a los turistas y sus extrañas costumbres. Al menos así lo parecía cuando Fifi, Gigi o Prof se acercaban a una cámara y se quedaban frente a ella.

Hasta cierto punto, la naturaleza de mi relación con los chimpancés se ha visto constreñida por nuestros métodos de investigación en Gombe. Deliberadamente mantenemos una distancia respecto a los chimpancés; en parte, porque son mucho más fuertes que nosotros y pueden ser peligrosos si pierden su respeto hacia los humanos; en parte, porque debemos influir lo menos posible en su conducta. Sí que tratamos de administrar medicinas si un chimpancé está enfermo o herido o enfermo, pero en general nos limitamos a observar y apuntar. Los chimpancés de ningún modo dependen de mí, ni siquiera por los plátanos que a menudo reciben muy de vez en cuando. Esta es probablemente la razón por la que, como muchos suponen, yo no considero a los chimpancés como una extensión de mi familia. Siento un profundo respeto y consideración por ellos. Me siento infinitamente fascinada por su conducta y puedo pasar horas y días en su compañía. A menudo me preguntan si prefiero a los chimpancés o a los humanos. La respuesta es fácil: prefiero ciertos chimpancés a ciertos humanos; ciertos humanos a ciertos chimpancés. Porque, desde luego, son todos muy diferentes. Uno o dos de los que he conocido, como Humphrey y Passion, me fueron muy antipáticos. Otros, como David Greybeard, Flo, Gilka, Fifi y Gremlin crearon en mi corazón un profundo sentimiento de afecto cercano al amor. Pero es un amor por unos seres esencialmente libres y salvajes. Y como yo no jugaba con ellos ni los acicalaba, ni entraba en sus disputas, es un amor unilateral: ellos no me corresponden, como haría un niño o un perro. Pero esto de ningún modo minimiza lo que siento por ellos.

Nunca olvidaré cuando estaba sentada junto al cuerpo muerto de Flo y, unos diez años después, bajo el nido donde Melissa respiró por última vez. Cuando recuerdo sus vidas noto una sensación de pérdida, y he lamentado sus muertes tanto como las de algunos amigos humanos. Cuando encontraron al pequeño Getty muerto, con su cuerpo mutilado, quedé aturdida por el shock, y de nuevo me sentí muy triste. Ya no podría volver a verlo jugar con exuberancia, registrar sus innovadores juegos, contento, sin temor.

De todos los chimpancés de Gombe, fue David Greybeard al que tuve en más estima. Su cuerpo nunca fue encontrado. Simplemente dejó de venir al campamento y, cuando las semanas pasaron a ser meses, gradualmente nos dimos cuenta de que no lo volveríamos a ver. Entonces sentí una pena más profunda que la que antes o después he sentido por cualquier otro chimpancé. Estoy contenta de haberme evitado la angustia de verlo muerto. David Greybeard, gentil pero testarudo, tranquilo pero valiente; David Greybeard, el que abrió mi primera ventana al mundo de los chimpancés.

Y cuán mágico es dicho mundo para mí, alejado del bullicio de la sociedad moderna, donde puedo encontrar paz y energía. Un mundo con poder para curar un espíritu maltrecho. Porque en el bosque el tiempo parece no existir y en las vidas de los chimpancés, tan parecidos a nosotros y tan diferentes, hay una cualidad que nos hace enfrentarnos con las realidades básicas. Ellos continúan con su vida y, aunque las cosas a veces pueden ir muy mal, en general disfrutan de la vida por completo.

Hacia Gombe me dirigí, en busca de paz, después de que Derek perdiese su heroica batalla contra el cáncer. Murió en Alemania, donde por un momento pusimos nuestras esperanzas en una milagrosa cura; una esperanza a la que nos agarramos desesperadamente, como tantos otros en las mismas circunstancias. Cuando la esperanza se desvaneció, conocí la amargura y la desesperación que nos invade al perder a alguien a quien amamos. Pasé un corto tiempo con mi familia en Inglaterra. Luego volví a Dar, con todas la tristeza que asociaba a aquella ciudad, mirando cada día el océano índico donde Derek, a pesar de sus piernas lisiadas, había encontrado la libertad nadando entre los corales. Fue un verdadero desahogo dejar la casa y volver a instalarme en Gombe. Porque allí podía esconder mi dolor entre los árboles, encontrar nuevas fuerzas para vivir en los bosques que tan poco deben de haber cambiado desde que Cristo andaba por las colinas de Jerusalén.

Durante aquella época, cuando yo pasaba horas en el campo con escaso interés por recoger datos, me acerqué a los chimpancés si cabía más que antes. Porque yo estaba allí no ya para observarlos o para aprender, sino simplemente porque necesitaba su compañía, silenciosa y libre de compasión. Y a medida que mi espíritu iba sanando gradualmente, iba siendo cada vez más consciente de una empatía intuitiva con los chimpancés, con nuestros más cercanos parientes vivos. Desde entonces me he sentido más en armonía con el mundo natural, con los infinitos ciclos de la naturaleza, con la interdependencia de todas las cosas vivas en la jungla.

Nunca olvidaré mientras viva una tarde que pasé en compañía de Fifi, su familia y Evered. Durante tres horas seguí a los chimpancés, pacíficos y armoniosos, mientras vagaban de un lugar a otro, aquí comiendo, allá descansando y gruñendo mientras los jóvenes jugaban. Hacia el final de la tarde se dirigieron hacia el valle de Kamombe siguiendo el torrente de Kakombe hacia el este guiados por las higueras —mtobogolo, como les llaman los nativos— que crecen cerca de la cascada de Kamombe. Mientras nos acercábamos, el rugido del agua al crecer aumentó en el suave aire verdeante. Evered y Freud, con el pelo erizado, aceleraron el paso. De repente vimos la caída del agua a través de los árboles, formando una cascada de ciento cincuenta metros o más. Siglo tras siglo el agua ha ido excavado un profundo agujero en la dura roca. En la otra orilla colgaban lianas enredándose en la pared rocosa. Los helechos, de un verde vívido, se movían sin cesar en el viento creado por la caída del agua a través del rocoso canal.

De repente Evered cargó hacia adelante, saltando para agarrar uno de los racimos colgantes, balanceándose sobre el torrente por entre el agua pulverizada. Un momento después Freud se le unió. Los dos saltaban de una liana a la siguiente, columpiándose por el espacio, girando sobre sí mismos colgados de sus amarres. Frodo apareció en la ribera de la corriente, tirando roca tras roca, con la piel empapada.

Durante diez minutos los tres realizaron sus exhibiciones mientras Fifi y sus jóvenes vástagos los contemplaban desde una de las higueras junto al torrente. ¿Estaban los chimpancés expresando sentimientos de adoración hacia los elementos, como los hombres primitivos en el origen de las religiones? ¿Adorando el misterio del agua, que parece vivir, corriendo siempre sin desaparecer jamás, siempre la misma y siempre distinta?

El rito finalizó; los chimpancés se fueron del torrente y se dirigieron hacia la higuera donde estaba Fifi sentada. Empezaron a comer emitiendo ruiditos de placer. Una suave brisa agitaba las ramas y pequeños destellos de luz brillaban entre la arboleda sobre nosotros. Inundándolo todo, el casi intoxicante aroma de los higos, el zumbido de los insectos y los ruidos de los pájaros. Las grandes ramas de la higuera desbordaban de racimos de higos y trepaban hacia el cielo. Sus flores daban néctar a las mariposas y a los iridiscentes pájaros nectarínidos. Los chimpancés comían higos escupiendo las semillas para que pudiesen crecer nuevas higueras. Un día el árbol caerá al suelo con toda su rica fauna y flora y de su decadente riqueza resurgirá la vida. En todas partes la muerte enlaza con la vida, perpetuando así el hogar de los chimpancés. Un ciclo interminable, viejo como los primeros árboles. Los viejos modelos se repiten por caminos siempre nuevos.

En la riqueza de un entorno semejante vivían las criaturas parecidas a los chimpancés que se convirtieron en los primeros hombres. Poco a poco fueron evolucionando. Algunos eran más aventureros y abandonaban la jungla en excursiones adentrándose en la sabana en busca de nuevos alimentos y territorios. ¡Qué alivio debieron experimentar volviendo a la seguridad de la jungla después de estas aventureras expediciones! Pero gradualmente, igual que las primeras formas de vida se fueron independizando del mar, de los lagos y de los ríos, los hombres fueron apartándose de la jungla. Encontraron cuevas y descubrieron el fuego, aprendieron a construir viviendas, a cazar con armas, a hablar. Y entonces se volvieron atrevidos y arrogantes. Empezaron a derribar su propio bosque, destruyendo lo que durante tanto tiempo los nutrió. Hoy, cambiando la faz del globo, los humanos arrancan los árboles, depredan la tierra, cubren de asfalto kilómetro tras kilómetro. Los humanos domestican lo salvaje y lo saquean. Nos creemos todopoderosos. Pero no lo somos.

Imparablemente el desierto gana terreno sustituyendo con aridez y rigor ese sostén de la vida que son los bosques. Especies de animales y plantas se extinguen, perdidos para un mundo que aún desconoce su valor, perdido su lugar en el gran esquema de las cosas. La temperatura del mundo aumenta, la capa de ozono va mermando. A nuestro alrededor sólo vemos destrucción, polución, guerra, miseria, cuerpos lisiados y mentes deformadas, tanto humanos como no humanos. Si permitimos que esta desertización continúe nos habremos condenado a nosotros mismos. No podemos entrometernos de esta manera en el plan maestro y esperar sobrevivir.

Me sentía abrumaba pensando en esta terrible imagen, en la magnitud de nuestro pecado contra la naturaleza, contra las criaturas compañeras nuestras. ¿Cómo podría yo —o cualquiera— justificar tan vasta e insensata destrucción?

Un higo cayó a mi lado, sorprendiéndome. Fifi bajó del árbol y se tumbó cerca de mí, completamente satisfecha. Aquí, al menos, había perfecta confianza entre humanos y animales, perfecta armonía entre las criaturas y su entorno salvaje. Faustino, andando a trompicones, se me acercó y, con los ojos abiertos de par en par me miró, alargó la mano para tocar la mía y luego volvió con Fifi. Confianza. Y libertad. Pensé en los incontables chimpancés que han perdido sus viviendas arbóreas y en los que permanecen prisioneros en zoológicos y laboratorios de todo el mundo. Recordé la historia de Old Man y cómo había respondido a la necesidad de un amigo humano.

En mí estalló el deseo de luchar, de batallar contra un amargo final. Los chimpancés necesitan ahora más ayuda que nunca y sólo podemos dársela si cada uno de nosotros aporta su granito de arena sin importar lo pequeño que pueda parecer. Si no lo hacemos así no sólo perjudicaremos a los chimpancés, sino también a nuestra propia humanidad. Y nunca debemos olvidar que, por insuperables que parezcan los problemas ambientales del mundo, si todos juntos nos esforzamos se nos dará la oportunidad del gran cambio. Debemos hacerlo. ¡Es así de sencillo!

Evered, Freud y Frodo bajaron y, con Fifi y Faustino, se fueron hacia la paz del bosque. Los miré partir; luego, volví la vista atrás. Y allí donde brillaba el sol a través de una ventana de la densa vegetación, un arco iris apareció al pie de la cascada.