XV. MELISSA
Melissa merece claramente una atención especial, aunque sólo sea como madre de uno de los más dinámicos machos alfa de Gombe. Su vida también fue notable en otros aspectos. Ante todo, en 1977 dio a luz a los dos únicos gemelos conocidos en Gombe. Nunca olvidaré la primera vez que vi a los bebés, hermanos gemelos a los que llamamos Gyre y Gimble. Melissa estaba sentada al último sol de la tarde sosteniendo los dos minúsculos cuerpos junto a su pecho, de manera que era casi imposible verlos. Uno estaba mamando; el otro parecía dormir. Cuando Melissa se fue, seguida por su hija Gremlin, yo fui con ellas y cuando volví a casa aquella noche ya tenía una idea real de la enorme tarea de Melissa. La mayoría de las crías, cuando tienen dos o tres semanas, pueden estar colgando de su madre sin ayuda durante largo tiempo. Los gemelos se agarraban bastante bien. Pero uno de ellos siempre se colgaba de su hermano por equivocación: arrastraba a su gemelo y ambos empezaban a caer profiriendo grandes gritos de terror. Melissa tenía que ayudarles constantemente, agarrándolos con fuerza con un brazo o viajando con las piernas dobladas aguantando sus espaldas con los muslos. Una vez, aquella primera tarde, uno de los gemelos estuvo a punto de caer y se golpeó la cabeza contra el suelo. Chilló con fuerza; el otro chilló también y pasó un buen rato antes de que Melissa consiguiera calmarlos. También tenía muchos problemas para hacer su nido. Yo no podía verlo bien, ya que estaba entre un denso follaje, pero pude oír llorar a los bebés en varias ocasiones.
Aquella noche Derek y yo hablamos con Hilali, Eslom y Hamisi alrededor del fuego. Hamisi describió sus primeras observaciones, cuando los bebés tenían pocos días. Melissa viajaba con mucha lentitud; caminaba unos cuantos metros de una vez y luego se sentaba y acunaba a los gemelos un par de minutos antes de seguir. Parecía exhausta y no tardó en preparar su nido. A la mañana siguiente Eslom consiguió encaramarse a uno de los árboles vecinos, de modo que podía divisar el nido. Gremlin dejó su camita a las siete de la mañana y empezó a comer cerca de allí. Pero Melissa no dio señales de actividad hasta hora y media después. Entonces se sentó y empezó a acicalarse; de vez en cuando acicalaba también a uno u otro de los gemelos. Diez minutos después se incorporó, preparándose para partir, pero los gemelos, repentinamente, comenzaron a gimotear. Melisa se sentó de nuevo, miró impotente a los bebés por un momento y luego se volvió a tumbar. Un cuarto de hora después volvió a intentar la partida pero, como antes, los bebés empezaron a llorar, así que Melissa, después de acunarlos y acicalarlos un ratito, volvió a tumbarse. La escena se repitió varias veces; hasta casi dos horas después de su primer intento no pudo Melissa ponerse en camino. Agarrando con fuerza a los gemelos e ignorando sus frenéticos gritos bajó un tanto precipitadamente del árbol. Sólo cuando los tres estuvieron a salvo en el suelo se detuvo para consolarlos.
Durante los tres primeros meses de vida de los gemelos seguimos a Melissa cada día, pues todos temíamos que Passion y Pom la atacasen de nuevo y habíamos decidido intervenir si así lo hacían. Y también en la mente de Melissa debía permanecer el recuerdo de los amargos ataques a su anterior cría pues, a pesar de las dificultades que tenía para viajar con los dos pequeños, durante el primer mes procuró mantenerse en todo momento cerca de alguno de los grandes machos. Las ventajas de esta conducta se pusieron de manifiesto un día, cuando los gemelos tenían un mes. Había seguido a Melissa, Gremlin y Satán, que subían a la cima de una montaña que llamábamos Sleeping Buffalo. Era una tarde gris y fría de noviembre, con truenos resonando hacia el sur. Había llovido con fuerza, y nuestro valle estaba húmedo y helado bajo el cielo plomizo. Estaba tiritando mientras observaba a Melissa comer nueces por encima de mí. De repente una ramita crujió: me di la vuelta y vi, horrorizada, cómo se acercaban Passion y Pom, moviéndose sin apenas ruido sobre el húmedo y muelle suelo del bosque. Ahora estaban en pie, sin moverse, mirando hacia Melissa y sus bebés. Ninguno de los chimpancés de arriba las había visto. Con lentos y suaves movimientos Pom empezó a trepar hacia Melissa. Passion, bajo el peso de su embarazo, también subió, pero pronto se detuvo para mirar desde una rama baja. Pom, silenciosamente, se acercó más y más y cuando yo estaba a punto de emitir un grito de aviso Melissa las vio. Instantáneamente empezó a gritar con fuerza y, de modo temerario a causa de su pánico, dio un increíble salto hacia la rama más cercana del árbol vecino aguantando a los bebés sólo con los muslos. El corazón se me salía de pecho. Pero de algún modo los tres lo consiguieron y Melissa se apresuró a sentarse junto a Satán, que dejó de comer y miró fijamente a Pom. Melissa, con una mano en los hombros del gran macho, se volvió gritando de manera desafiante a la joven hembra. Así fue como el intento fracasó. Pero si Satán no hubiese estado allí parece seguro que se hubiera producido otra cruel batalla y yo me habría visto impotente para ayudar.
Poco después de ese incidente los gemelos desarrollaron unas malignas erupciones en el abdomen y en los muslos y Melissa, como pudimos apreciar, había perdido una buena cantidad de pelo en la región inguinal. La causa fue que los tres estaban sucios de orina y de heces. Normalmente los excrementos de un bebé caen limpiamente entre los muslos de la madre y, si por casualidad hay un error, la madre coge rápidamente un manojo de hojas y se limpia. Pero con los gemelos era otra historia; Melissa, sencillamente, no daba abasto. Y por si fuera poco, Gyre se hirió en el pie. Se notaba que le dolía, pues cada vez que Melissa se movía gritaba con un extraño y agudo grito, semejante al de algunas aves marinas en peligro. Pobre Melissa: por si no tenía bastante con una cría llorando se le sumaba Gimble, asustado quizás por los gritos de su hermano. A veces, cuando chillaban, Melissa se sentaba y los acunaba hasta que se tranquilizaban. Pero otras veces, aguantándolos con fuerza, se movía rápido, profiriendo rugidos como si tosiera; parecía amenazarlos. Entonces solían gritar más fuerte y después de unos minutos Melissa, completamente confusa o harta, o ambas cosas, subía a un árbol y, con los mismos rápidos movimientos, construía un gran nido. Durante el proceso los gritos se redoblaban y se podían oír desde lejos. Pero en cuanto Melissa se tumbaba con ellos volvía la calma.
Ahora que Melissa no podía estar siempre con los grandes machos, ella y Gremlin pasaban mucho tiempo en la vecindad del campamento. Fue una suerte que Passion, cuyo embarazo está muy adelantado, perdiese el interés en devorar las crías de los demás. Y Pom, aunque ciertamente podría haber agarrado a uno de los gemelos sin dificultad, carecía del nervio necesario para abordar a una hembra adulta sin el apoyo de su madre. Sin embargo, aunque el peligro de un ataque caníbal parecía remoto, otra cuestión nos preocupaba: Melissa, ocupada con la tarea de transportar y tranquilizar a los gemelos, pasaba cada vez menos tiempo comiendo. De hecho, algunos días sólo empleaba una hora en comer, cuando lo normal es que un chimpancé adulto pase comiendo de seis a ocho horas al día. Le dimos raciones extra de plátanos, y los hombres recogían frutos salvajes y se los ofrecían también.
Una semana después decidí dar a Melissa una dosis de antibióticos. Esperaba que ayudarían a curar el pie infectado de Gyre a través de la leche. Así, durante cinco días, cogíamos unos cuantos plátanos cuando seguíamos a Melissa y, a intervalos regulares, le dábamos uno relleno de medicina. No sé si esto ayudó, pero el pie de Gyre mejoró y pronto Melissa pudo ocuparse de sus asuntos cotidianos sin mayor preocupación, igual que antes.
La herida de Gyre, sin embargo, fue una rémora de la que nunca se pudo librar y a partir de entonces se vio claro que Gimble se desarrollaba mucho más rápido que su gemelo, aunque también estaba más retrasado que un joven normal. Hasta que tuvo seis meses, cuando la mayoría de crías dan sus primeros pasos, Gimble no empezó a cambiar a diferentes posiciones sobre el cuerpo de su madre. Tan pronto comenzó estos ejercicios, Gimble ya fue capaz de encaramarse a la espalda de Melissa. En cuanto dominó este truco solía montar sobre su madre mientras viajaban, o se agarraba con la cabeza colgando sobre su hombro cuando ésta se sentaba a comer. A veces incluso se dormía en esta posición. Probablemente quería alejarse del ocupado regazo de su madre. Hasta los diez meses no se separó por vez primera de Melissa para dar sus primeros e inseguros pasos y trepar a unas ramas bajas. Gyre, sin embargo, nunca intentó andar ni trepar. Se quedaba quieto en el regazo de su madre, a menudo con los ojos cerrados.
La estación seca de 1978 fue desacostumbradamente severa y en agosto había menos comida de lo habitual en Gombe. Aún sin esto, Melissa nunca pareció tener bastante leche para las dos crías; así que ahora era obvio que ambos estaban permanentemente hambrientos y no pasaba un minuto en todo el día en que uno de los gemelos, o ambos, no estuvieran tirando de los pechos de su madre. Es casi seguro que Gimble, más fuerte y activo que su hermano, se apoderaba de más de lo que le correspondía del escaso alimento y por eso Gyre se volvió más y más letárgico. Cuando cogió un resfriado su debilitado sistema no resistió. El resfriado se convirtió en neumonía y un día Melissa llegó al campamento llevando a Gyre, pequeño cuerpo renqueante, en una mano. Estaba demasiado débil para sostenerse, respiraba con dificultad y sus ojos estaban cerrados. Cuando Melissa subió a un árbol, aguantando a Gyre sólo con los muslos, él cayó, aterrizando en el suelo con estrépito tres metros más abajo. Melissa bajó para levantarlo, lo abrazó y lo acicaló. Aún respiraba cuando ella lo movió, pero lo llevaba como si estuviese muerto, colgado sobre su hombro y sosteniéndolo con la barbilla. Cayó varias veces, yaciendo inmóvil en el suelo hasta que ella lo recogía. A la mañana siguiente estaba muerto.
Me sentí triste cuando murió Gyre y decepcionada por la perdida oportunidad de comparar el desarrollo de los gemelos en libertad y estudiar la relación entre ellos. Sin embargo, no podía evitar pensar que fue lo mejor para Melissa y Gimble. Entonces, Gimble empezó en verdad a recuperar el tiempo perdido. Aunque era pequeño para su edad, pronto comenzó a realizar acrobacias por las ramas y a jugar con los otros jóvenes. Se fue volviendo más activo, yendo de un lado a otro, efectuando pequeñas exhibiciones, dando volteretas y, en muchas ocasiones, jugando salvajemente con las hojas caídas. A veces las reunía con las manos en un gran montón y luego las arrastraba. O las iba empujando hasta formar un montón más y más grande. Acostumbraba a revolcarse en las hojas y una vez empezó a tirárselas por la cabeza y por la espalda y finalmente por la cara.
Melissa aún tenía problemas, pero ahora eran distintos. Gimble solía negarse a seguirla cuando estaba preparada para partir: si no lo arrastraba, tenía que esperarle. Una vez intentó tirar de él, pero él se agarró con fuerza a la vegetación y se mantuvo enganchado hasta que su madre pudo arrancarlo de allí. Terminó por cargárselo a la espalda, pero después de dar unos pocos pasos él saltó y se puso a jugar. Rápidamente Melissa lo cogió y volvió a arrastrarlo. Pronto se escapó y una vez más corrió para jugar. Melissa lo persiguió, pero él la evitó y se escondió detrás de un árbol. Melissa lo siguió y mientras Gimble se retorcía lo agarró. Él empezó a jugar de nuevo. Melissa miró un momento, lo cogió cuidadosamente y empezó a arrastrarlo tras ella. Gimble le mordió la mano, aunque en broma, y ella empezó a hacerle cosquillas. Pronto estaba riendo a carcajadas. Después se lo puso de nuevo a la espalda y esta vez se quedó quieto.
Durante la infancia de Gimble, Gremlin fue parte integrante de la familia. En la sociedad chimpancé de Gombe no hay otra relación más íntima que la de una madre y su hija adulta. Las hembras rara vez dejan a sus madres, ni siquiera unas horas, hasta que tienen diez años y sólo cuando son sexualmente atractivas. Esto les proporciona ciertos beneficios. Por un lado, pueden superar a hembras mayores porque su madre intervendrá si las cosas van mal. Es típico que la madre una sus fuerzas a las de su hija en los primeros desafíos a los jóvenes machos. Pero no todo son rosas. La joven hembra ha de pagar un precio por su protección y apoyo: su madre la dominará claramente, mostrando una disciplina autoritaria digna de la época victoriana. De esta manera Mamá elige qué dirección tomar, Mamá decide si hay que ir más rápido o más lento, Mamá selecciona el sitio donde comer. Gremlin, como las demás hembras jóvenes, pronto lo descubrió por sí misma.
Por ejemplo, cuando estaban pescando termitas, Melissa apartaba una y otra vez a Gremlin de su puesto de trabajo o le quitaba la herramienta. Al principio Gremlin solía estallar en rabietas. Recuerdo una ocasión que Melissa le arrebató una espléndida herramienta que Gremlin había preparado: Gremlin la agarró con fuerza, gimiendo y luego profirió una serie de grititos. Entonces Melissa la abrazó y la tranquilizó y luego ¡le quitó la herramienta! Pero a medida que pasaba el tiempo Gremlin se lo fue tomando con más filosofía: solía gemir cuando su madre la despojaba de este modo, pero se iba a buscar otro sitio o se hacía otra herramienta. A veces Melissa sólo tenía que mirar a su hija con una mirada presuntamente posesiva para que Gremlin abandonase sus derechos a su porción de comida; por ejemplo, un nido de termitas o una rama cargada de frutas. Cuando Gremlin subía a un árbol donde estaba su madre y decidía, después de echar una ojeada, que no había comida suficiente, se marchaba y dejaba a Melisa el campo libre. Así es como debía ser. Melissa había amamantado a Gremlin y compartido la comida con ella durante años, y ahora era importante que se alimentase bien para poder nutrir y amamantar a otros jóvenes. Y Gremlin, que sólo tenía que cuidar de sí misma, no necesitaba complementos nutritivos. Además, ella podía comer en las altas ramas fuera del alcance de su madre.
Desde luego, Gremlin era libre de dejar a su autoritaria madre siempre que lo deseara, pero entonces pasaría a estar a merced de todas aquellas hembras que le mostraban respeto cuando estaba con su madre. Además Melissa, con todo su egoísmo en materia de comida, apoyaba enormemente a su hija en muchos aspectos. Fue de lo más dramático cuando Satán atacó a Gremlin y, en respuesta a los gritos de su hija, Melissa saltó sobre él, golpeando y mordiendo al gran macho. Ella salió muy mal parada de esta refriega. Y por eso Gremlin, como la mayoría de las hijas, elegía quedarse ligada a la madre.
No hay duda de que el lazo madre-hija también es beneficioso para la madre. Gremlin se mostraba leal y valiente en defensa de Melissa. Una vez, cuando aún era una cría, llegó a intentar rescatarla de un brutal ataque de Satán. Lo cierto es que, aunque era demasiado pequeña y ligera para servir de alguna ayuda, su valentía fue notable. Se arrojó sobre el gran macho, pegándole con los puños; luego se fue corriendo hacia Goblin que estaba cerca, tirándole de la mano mientras miraba en dirección a la pelea. Le estaba pidiendo claramente ayuda. Pero Goblin, cuyas relaciones con Satán en esa época eran muy tensas, no estaba de humor para líos y se sentó a mirar. Así que Gremlin se lanzó de nuevo a la disputa con valor, aunque inútilmente, uniéndose a los gritos de Melissa desafiando a Satán hasta que, finalmente, éste se marchó.
Gremlin se comportó de idéntica y valerosa manera cuando Melissa intentó salvar a la cría Genie de Passion y Pom. Una y otra vez también Gremlin saltó sobre las hembras asesinas, golpeándolas con sus puñitos. Incluso fue hacia el personal del campamento buscando ayuda. De pie frente a ellos los miraba a los ojos, luego se volvía hacia donde Melissa estaba batallando por la vida de su cría y luego otra vez hacia los hombres. Ellos comprendieron que pedía ayuda y querían ayudar; pero la batalla fue demasiado rápida y furiosa. Sintiéndose impotentes, no pudieron hacer nada. Por tanto, Gremlin volvió sola y se lanzó sobre las asaltantes de su madre justo cuando Pom había arrebatado el bebé de las manos de Melissa. Y su intervención fue tan feroz que, en un momento, Melissa pudo arreglárselas para recuperar su cría sólo para que se la arrebataran otra vez.
Cuando Gimble creció, Gremlin aumentó su solicitud hacia su madre, aunque de otra manera: empezó a cuidar de su joven hermano. Si Melissa hubiese permitido a Gremlin ayudarla cuando los dos gemelos estaban vivos la tarea hubiese sido mucho más sencilla. En vez de eso, confusa con el cuidado de los bebés, se mostró muy protectora manteniendo a Gremlin siempre alejada. Cuando Gimble tenía tres años, sin embargo, había pocos momentos en los que Gremlin no estuviese trasladándolo a alguna parte; y cuando la familia estaba reunida comiendo, Gimble acostumbraba a estar más cerca de su hermano que de su madre. Si se metía en problemas era Gremlin quien solía acudir a sus gritos o gemidos de auxilio, corriendo a reunirse con él. Una vez el adolescente Atlas, copulando con Gremlin, golpeó con fuerza a Gimble cuando se puso en medio para evitar la cópula. Gremlin, enfurecida, terminó la copula bruscamente, se volvió y atacó a Atlas.
El interés de Gremlin por Gimble iba más allá de una mera respuesta a sus llamadas de auxilio: como una buena madre, se anticipaba a los problemas. Así, cuando Gimble jugaba con los jóvenes papiones Gremlin solía vigilar de cerca y, si el juego se complicaba, antes de que el mismo Gimble pareciese apurado lo sacaba firmemente de allí. Una vez, cuando lo estaba llevando por un sendero, vio una pequeña serpiente cerca. Cuidadosamente puso a Gimble en su espalda y lo mantuvo alejado mientras agitaba ramas para alejar a la serpiente. Otra vez Gremlin, con Gimble a su espalda como era habitual, se paró de repente justo antes de que el camino se internase en una zona de hierbas altas. Melissa continuó, pero cuando Gimble, que había bajado al suelo, intentó seguir a su madre, Gremlin lo detuvo. Lo empujó detrás de sí, golpeó aquí y allí en la hierba y luego cruzaron por encima de la hierba pisada. Yo esperaba encontrar otra serpiente escondida allí; en cambio, encontré centenares de garrapatas.
Gremlin era muy tolerante con su hermano. Durante la temporada de pesca de termitas, una cría suele tener la oportunidad de hurgar en un agujero abandonado por un chimpancé buscando una nueva herramienta. Si el propietario regresa, la cría puede recibir un buen empujón, pero Gremlin a veces se sentaba durante cinco minutos o más mirando a su joven hermano mientras probaba con varias herramientas abandonadas y volviendo a su agujero sólo cuando él perdía el interés. Una vez, cuando ya era un poco mayor, Gimble intentó apoderarse del agujero cuando su hermana estaba aún trabajando en él y al llamarle la atención tuvo la audacia de amenazarla, levantando el brazo y profiriendo un grito infantil. Gremlin no hizo caso de esta combinación de falta de respeto y caradura, sino que lo apartó gentilmente y siguió con su trabajo.
Sin duda fue una buena madre para su primer hijo, Getty, eficiente y cuidadosa en su educación desde el principio. Entre Getty y su abuela se estableció una relación realmente maravillosa. Melissa lo vio por primera vez cuando tenía un día, pues no había estado presente durante el parto: Gremlin, como la mayoría de las hembras, había buscado la soledad. Cuando Melissa se aproximó aquella primera vez Gremlin retrocedió asustada, quizás pensando que su dominante madre querría apropiarse de su nueva y preciada posesión de la misma manera que se quedaba con todo. Pero Melissa se sentó junto a ella tranquilamente y se limitó a mirar la cría de vez en cuando, así que pronto Gremlin se relajó. Hasta que Getty tuvo diez meses no vimos a su abuela tocarlo, y entonces fue simplemente para acicalarlo un rato durante una sesión con Gremlin.
Poco después contemplé un incidente fascinante. Empezó cuando Melissa estaba acicalando la espalda de Gremlin y Getty se puso entre las dos. Melissa lo miró, lo subió a su regazo y empezó a acicalarlo como si fuese su propia cría. Gremlin miró y pareció ponerse seria. Poco a poco se volvió; con cautela, mirando la cara de su madre, se dirigió hacia Getty con un suave gemido. Él respondió y se subió a sus brazos. Rápidamente Gremlin se fue, sentándose para descansar a medio kilómetro. Era evidente que había temido otra vez que Melissa intentase robarle su amado hijo.
A medida que pasaban los días Melissa parecía estar más y más encantada con Getty y el lazo entre ellos creció. Cuando Melissa y Gremlin se estaban acicalando juntas, Getty solía interrumpir saltando sobre su abuela desde alguna rama cercana, y Melissa, que nunca había jugado mucho con ninguno de sus propios hijos, dejaba de acicalar y le hacía cosquillas. Durante estos juegos, que a veces duraban un cuarto de hora, Gremlin acostumbraba a sentarse a mirar. A veces era Melissa la que empezaba el juego; otras llegaba a seguir a Getty cuando estaba con otro joven y se lo llevaba para jugar con él. Esto no siempre gustaba a la cría, ya que era un pequeño con voluntad propia; entonces luchaba por escapar de su abuela y correr con sus compañeros.
De todas las crías que he conocido en Gombe, Getty fue la que más se hizo querer. Era vivo y aventurero, siempre listo para unirse a cualquier actividad social. También era capaz de entretenerse solo. Una vez, mientras Gremlin cogía termitas, Getty estuvo jugando con la arena durante más de diez minutos. Estaba tumbado boca arriba con la boca abierta de par en par, recogiendo puñados de arena suelta y, manteniendo las manos altas, la dejaba caer espolvoreándose todo el cuerpo y la boca.
Cuando Gimble tenía seis años Melissa reanudó sus ciclos sexuales. Esto condujo a las más extraordinarias series de incidentes; Goblin, que tenía diecinueve años, de repente evidenció un incestuoso interés sexual por su madre. Durante las anteriores hinchazones de Melissa, Goblin, como otros hijos maduros, no había mostrado el menor interés por copular con ella. Pero esta vez fue distinto. Un día, a medio camino de su primer periodo de hinchazón Goblin se aproximó a Melissa y la intimidó, agitando poderosamente la vegetación. Ella comenzó por ignorarle y luego, cuando vio que insistía, lo amenazó. Esto pareció enfurecerle; con el ceño fruncido saltó hacia ella y, al ver que huía la persiguió y la golpeó en la espalda. Melissa se volvió furiosa y, mientras Goblin se exhibía, le golpeó gritando de rabia. Entonces él se marchó, pero al día siguiente la intimidó de nuevo y, cuando ella intentó evitarlo, una vez más la amenazó con el pelo erizado. Luego, ante mi sorpresa, Melissa se agachó ante su hijo para copular. El acto sexual no se completó: Melissa se apartó, chillando, a los pocos segundos. De nuevo Goblin saltó hacia ella y la golpeó. ¡A su propia madre! No podía evitar sentirme indignada y era evidente que Melissa sentía lo mismo, pues se dio la vuelta y le pegó antes de salir huyendo. Subió a un árbol, lo bastante lejos como para quedar fuera del alcance de Goblin. Él se quedó abajo, vigilándola y agitando las ramas enfadado, pero ella resistió y él no tardó en abandonar.
Después de aquello la seguimos cada día hasta que su hinchazón desapareció. Goblin hizo un par de tímidos intentos más, pero no vimos ninguna otra violencia entre ambos. Ni él tampoco se mostró agresivo hacia ella en su siguiente hinchazón, un mes después: intentó copularla un par de veces pero ella consiguió escapar intocada.
La antinatural conducta de Goblin cambió la relación entre Melissa y su hijo. Antes permanecían mucho tiempo juntos, haciéndose mutua compañía mientras comían, viajaban o descansaban. Eran también frecuentes compañeros de acicalamiento. A menudo Goblin se apresuraba en ayudar a su madre, en sus roces por el dominio entre las hembras, o cuando era desafiada por algún macho adolescente. Sin embargo, después de los intentos de Goblin por copular con ella las relaciones entre ambos se hicieron tensas. No sólo dejaron de pasar tiempo juntos, sino que Melissa, de hecho, parecía temer a su hijo. Pero durante su segundo periodo de celo ella quedó embarazada, después de lo cual, como la mayoría de las hembras mayores, no mostró más periodos de celo. Y después de esto las relaciones entre Melissa y su hijo volvieron a la normalidad. Además, antes de que se produjera la mayor de sus separaciones, observé algo que demostraba que su antigua relación estaba aún viva.
Sucedió en un momento de alto nivel de excitación entre los chimpancés porque había seis hembras en celo, además de Melissa, luciendo por allí sus provocativos traseros enrojecidos. Todos los machos estaban presentes y también la mayoría del resto de la comunidad. Viajaban en ruidosos grupos, llamándose unos a otros a través del valle. Reinaba un ambiente de carnaval. Los machos adultos se exhibían con magnificencia; los juveniles y las crías corrían y se perseguían a través de los árboles. Habían súbitas explosiones de gritos y la excitación hervía y provocaba agresiones. Pero sólo ocasionalmente se producía una pelea seria. Una de ellas tuvo lugar en un árbol justo encima de mí y la víctima fue Melissa. Estaba sentada tranquilamente en una rama acicalando al joven Gimble cuando Evered, a quien Satán había amenazado cuando cortejaba a una de las hembras, saltó repentinamente sobre ella. Melissa gritó e intentó escapar, y entonces vi unos dientes acuchillarla en la roja hinchazón y una abundante hemorragia. En aquel momento oí un crujido a mi espalda y Goblin pasó junto a mí en dirección al árbol. Sin detenerse atacó a Evered. Los tres estaban enzarzados en el combate a no más de metro y medio de mi cabeza. No me atrevía a bajar por la colina porque era muy inclinada y pedregosa; yo estaba apoyada en el tronco del mismo árbol y me quedé donde estaba, rezando para que la rama no se quebrase y dejase caer sobre mi cabeza al trío luchador. Afortunadamente la lucha se acabó como había empezado, encima del árbol, excepto que Evered saltó al suelo y huyó gritando. Goblin se quedó un rato y miró cómo Melissa cogía unas hojas con las que se frotó la herida. Y luego, puesto que había vuelto la paz, él también se marchó.
Al día siguiente la hinchazón de Melissa había disminuido —típica respuesta ante una herida física— y ella dejó de interesar a los machos dominantes. Pero no a Jomeo. Me encontré a los dos, que viajaban con Gimble, casi por casualidad en el valle de Kasakela. Pobre Melissa; su trasero estaba dolorido y tumefacto y tenía además una terrible diarrea cuyo dolor le obligaba a permanecer en cuclillas. Y en vez de estar libre para recuperarse, Jomeo la obligaba a seguir hacia el norte. Parece difícil imaginar una luna de miel más desgraciada, ya que Jomeo estaba peor aún que Melissa. Todo el lado izquierdo de la cara, de la boca hasta el ojo, estaba hinchado y la carne aparecía como una desagradable sombra rosa entre la piel rasgada. Con su medio ojo blanco estaba casi grotesco. Para completar esta patética imagen, Gimble se encontraba en plena depresión del destete. Se mantenía junto a su madre con triste expresión, los labios hacia dentro, poniendo mala cara continuamente.
Cuando llegué estaban los tres sentados, Melissa y Gimble juntos y Jomeo a pocos metros. Él debía padecer un absceso en uno de los molares superiores y creo que le apareció justo entonces, mientras yo le observaba, porque de repente empezó a tocarse la encía con el dedo. Se lamía el dedo, tocaba la encía y volvía a lamerse una y otra vez. Gimble estaba fascinado, y miraba fijamente al gran macho intentando curar su boca herida.
Entonces Jomeo se puso en pie, se alejó unas yardas de Melissa, miró atrás y agitó unas ramas. Melissa ignoró completamente esos movimientos. Entonces Jomeo empezó a moverse y a intimidarla hasta acabar con los pelos de punta; yo estaba segura de que iba a atacar a Melissa. Pero en el último momento ella obedeció y fue hacia él con sumisos rugidos, inclinándose para besar sus muslos mientras él la acicalaba. Diez minutos después Jomeo volvió a partir y la actuación se repitió desde el principio hasta que, reacia, Melissa se alejó unos metros.
Los seguí durante el resto del día. No fuimos lejos. Entre dos intentos de Jomeo para moverse los tres paraban con frecuencia para comer e incluso para sentarse. Jomeo se tocaba la encía. Melissa se inclinaba o se acurrucaba, como en señal de dolor y, de vez en cuando, recogía hojas con las que cubría su herido trasero. Gimble importunaba repetidamente a su madre, pidiéndole acceso a sus pezones. Cuando él se le aproximaba haciendo pucheros, gimiendo y llorando, Melissa estaba demasiado cansada y enferma como para quejarse. Se rindió; él se subió a sus brazos y mamó. Cuando los dejé, Melissa estaba tumbada con los ojos cerrados y uno de sus brazos sobre Gimble, que mantenía con firmeza un pezón en su boca. Jomeo esperaba cerca, tocándose el absceso.
Esa pareja, como las otras en la vida de Jomeo, no tuvo éxito: dos días más tarde el pequeño trío reapareció en la parte central del territorio de Kasakela. Y al mes siguiente Melissa se fue con Satán y concibió.
Dos meses antes de que contabilizásemos la llegada del bebé de Satán, Melissa se puso muy enferma. Sus síntomas —tos fuerte, grandes descargas de mucosidad y fiebre alta— sugerían una neumonía y temimos por su vida. Durante varios días no pudo subir a los árboles, lo que es peor, apenas podía arrastrarse por el suelo. Comía sólo pequeños bocados, rechazando lo que le ofrecía el personal del campamento. Sorprendentemente se recuperó, aunque sus cuerdas vocales quedaron permanentemente afectadas y su voz, pasó a ser un simple graznido el resto de su vida. Y antes de terminar de recuperare su embarazo acabó en un aborto.
Pero entonces, tres meses después, Melissa volvió a viajar por las montañas luciendo su rojiza señal de hembra de chimpancé. Casi enseguida quedó preñada por última vez. ¡Ojalá no hubiese ocurrido! Su último embarazo le arrebató la fuerza y la vitalidad y cuando nació el pequeño Groucho, Melissa parecía frágil y mucho mayor de sus aproximadamente veinticinco años. Desde el principio Groucho fue diminuto y aletargado. Cuando tenía nueve meses solía realizar pequeñas excursiones junto a Melissa; empezó a comer alimentos sólidos y ocasionalmente jugaba con Gimble, pero a partir de entonces su salud empeoró. Cuando tenía un año pasaba la mayor parte del tiempo tumbado sobre en la espalda de su madre. Gimble aún intentaba jugar con su hermano menor, pero Groucho, aunque a veces respondía con cara juguetona, era demasiado débil para soportar la dureza de los juegos típicos de su edad.
Fue aquella esa época, cuando esperando que en cualquier momento vinieran a decirme que Groucho había muerto, cuando recibí noticias —una llamada telefónica de Kigoma— que me comunicaron que Getty había desaparecido. Nunca olvidaré la sensación de furia que experimenté al llegar a Gombe una semana después y escuchar que su cuerpo fue encontrado en la jungla horriblemente mutilado; la cabeza, cortada, había desaparecido. Nunca descubrimos exactamente lo que había ocurrido, pero sospechamos que fue cosa de brujería, ya que estas viejas costumbres están profundamente enraizadas entre la población waha de la zona. Jamás había ocurrido algo semejante ni ha vuelto a pasar. Fue un trago amargo, ya que Getty era el joven preferido por todos. Además estaba segura de que, entre los chimpancés, no sólo los miembros de su familia lo echaban de menos. Getty, con su aventurera y simpática naturaleza, nos había cautivado a todos.
Gremlin estuvo apática durante semanas, pero por fin, dos meses después de perder a su hijo, recuperó sus ciclos sexuales. Entonces empezó a pasar más y más tiempo con los machos y menos con su vieja madre. Gimble también dejaba a menudo a Melissa. Goblin, sin embargo, ahora que su relación con su madre se había restablecido, viajaba con ella con bastante asiduidad, aunque nunca durante largos periodos de tiempo. Un día en que yo los seguía a través de la jungla escuchamos las voces de Satán y Evered por el valle. A pesar de su rango de alfa, la relación de Goblin con Satán, mucho más pesado que él, acostumbraba a ser tensa. Miró hacia las llamadas con el pelo erizado, se volvió hacia su vieja madre y, con expresión de temor, tendió la mano hacia ella. Y ella respondió enseguida tocando sus dedos, y Goblin se calmó a su contacto, como hacía durante su infancia. Se volvió y avanzó para desafiar a cualquier cosa que hubiese por allí. Melissa lo siguió un ratito, pero pronto se detuvo a descansar.
Unos meses después iba caminando por el valle de Kakombe cuando vi a Gimble llevando a un árbol algo de gran tamaño. Era el cuerpo muerto del pequeño Groucho. Mientras Melissa y Gremlin se acicalaban en el suelo, Gimble mecía el cadáver en su regazo, acicalándolo afanosamente. Cuando su familia partió Gimble bajó y la siguió, con el cuerpo colgado del hombro. Entonces se le cayó al suelo; lo arrastró por un brazo detrás de sí. Más tarde, cuando se pararon otra vez para descansar, Melissa cogió el cuerpo y lo puso sobre su propia espalda. Llevó al bebé muerto durante más de dos días y entonces abandonó el cadáver en plena jungla.
Después de la muerte de su cría, Melissa pareció perder su deseo de vivir. Antes estaba delgada; ahora, que casi no comía nada, se quedó esquelética. Con frecuencia no dejaba su nido hasta las diez de la mañana y a veces se iba a dormir tan pronto como las cuatro de la tarde. Gimble se quedaba con ella alguna vez, pero se aburría y le entraba hambre, así que pasaba más tiempo con los grandes machos. Ni siquiera Gremlin estaba allí para proporcionarle cierto bienestar: contra su voluntad se había ido dos semanas con Satán la misma noche del día que Groucho murió.
Diez días después de la muerte de Groucho, Melissa, utilizando sus últimas fuerzas, subió a un alto y frondoso mgwiza y allí, rodeada de racimos púrpura de endrinas, hizo un gran nido, el último. Durante el día siguiente yació sin apenas moverse, mientras otros chimpancés, atraídos por las suculentas frutas, llegaban, comían durante más o menos una hora y se iban. Gimble estuvo cerca de Melissa durante casi todo el día y a veces la acicalaba. Pero por la tarde se marchó.
Al atardecer, Melissa estaba sola. Un pie colgaba de su nido; sus dedos se movían. Yo me quedé allí, sentada en el suelo de la jungla bajo la moribunda hembra. Le hablaba de vez en cuando. No sé si ella sabía que yo estaba allí o, si lo sabía, si le afectaba de alguna manera. Pero quería estar con ella mientras caía la noche; no quería que se quedase totalmente sola. Mientras estaba allí sentada el rápido crepúsculo tropical dio paso a la oscuridad. El número de estrellas aumentó y titilaron más intensamente aún a través de la espesura del bosque. Hubo un lejano grito en el valle, pero Melissa estaba callada. Nunca volvería a oír su grito característico. Nunca volvería a pasear con ella de una fuente de comida a otra, esperando a que descansase o a que acicalase a uno de sus hijos. Mis lágrimas por la muerte de mi vieja amiga terminaron por borrar las estrellas.
A la mañana siguiente vi a Melissa respirar por última vez: su cuerpo se estremeció; luego quedó relajado. Durante aquellas últimas horas, las ramas se cimbreaban y crujían por los juegos de los jóvenes, mientras los mayores comían exquisitas frutas. En plena vida pertenecemos a la muerte. Este era un buen epitafio para Melissa, alegórico en su descripción de los inevitables ciclos de la naturaleza. Estaba profundamente conmovida, pero pronto dejé de llorar. Melissa había conocida una vida dura, con muchas desgracias, pero había vivido plenamente y, durante mucho tiempo, había disfrutado de estar viva. Había alcanzado una posición alta. Y, lo más importante, había dejado una sólida descendencia: Gimble, pequeño, pero, lleno de determinación; Gremlin, fuerte y saludable, que tendría otras crías para continuar los genes de su madre, y Goblin, macho dominante en su comunidad.