X. GUERRA

La patrulla de Kasakela se movía hacia delante lenta y cautelosamente como para penetrar más profundamente aún en el territorio de la comunidad de Mitumba. Satán iba a la cabeza; otros cinco machos y Gigi, en pleno celo, le seguían de cerca. Todos tenían el pelo erizado, signo de excitación y recelo. Primero uno y después otro se inclinaban para husmear el suelo. Evered recogía una hoja y la olía cuidadosamente; Figan, en posición erecta, olisqueaba las ramas más bajas de los árboles. Repetidamente se detenían a escuchar, mirando a ambos lados del denso sotobosque. Era un día sin viento y el bosque permanecía en un silencio roto únicamente por los coros chillones y periódicos de las cigarras. De repente, el chasquido de una rama, un agudo, frágil sonido. Satán se volvió hacia los demás, cortada su cara en una media sonrisa, parte de miedo, parte de excitación, una media sonrisa formada por un conjunto de blancos dientes y brillantes encías rojas. Silenciosamente abrazó a Jomeo que estaba detrás de él. Figan y Evered también cruzaron sus brazos uno alrededor del otro. Mustard tocó a Goblin. Igual que Satán, todos estaban muy sonrientes.

Mientras permanecían allí, atentos, mirando hacia el origen del ruido se oyó el chasquido de otra ramita. Hojas que crujían bajo una fuerte pisada. Y entonces los chimpancés se relajaron al aparecer la amplia sombra de un jabalí de monte, hozando a través de la maleza. Ocupado en sus propios asuntos ni siquiera advirtió a su audiencia y pronto desapareció.

Satán avanzó de nuevo, pero cuando miró hacia atrás y vio que los demás no le seguían hizo una pausa: no estaba preparado para continuar en solitario. Un momento después, sin embargo, Jomeo le siguió y el resto del grupo tras él.

Diez minutos después se oyó, justo delante del grupo, el blando lloriqueo de una cría. Los machos se miraron; instantáneamente, ellos y Gigi corrieron en dirección al sonido. Al llegar a un árbol grande y de follaje ralo una hembra bajó de lo alto. Pudo haber escapado, pero su cría, de dos o tres años de edad, se había quedado entre las ramas y gritaba de terror. La madre retrocedió, cogió a su hijo y volvió a saltar al suelo. Pero había perdido un tiempo valioso: la patrulla de Kasakela se le echó encima. Goblin fue el primero en agarrar a la desconocida, golpeándola, mordiéndola y dándole patadas en la espalda. Un joven, que también se encontraba en el árbol, saltó rápidamente hacia abajo y desapareció en un espeso matorral. Satán y Mustard saltaron junto a Goblin, que continuaba el ataque, y un momento más tarde Figan, Satán y Jomeo se incorporaban a la lucha.

Durante este asalto feroz Evered agarró la cría y la atacó en el matorral, golpeándola contra el suelo como si fuera la rama de un árbol. Entonces, lanzando su cuerpecito ante sí, se volvió corriendo para reunirse con los otros machos que aún estaban atacando a la madre. Gigi estaba allí, en los alrededores de la vociferante masa de cuerpos aullantes, asestando un golpe a la menor oportunidad.

Diez minutos después del comienzo del ataque la hembra consiguió liberarse y trepó a un árbol, gritando todavía. Goblin fue el único macho que la siguió. La atacó brevemente; entonces miró a Gigi que, evidentemente determinada a decir la última palabra, trepó arriba y ejecutó la serie final de golpes. La desconocida consiguió liberarse; dio un salto tremendo hasta un árbol próximo y desde allí al suelo, donde su hijo gritaba todavía y hacia el que se dirigió. El encuentro duró unos quince minutos. Una gran cantidad de sangre manchaba la vegetación donde se produjo lo peor de la refriega y una pequeña zona bajo los árboles, donde Goblin y Gigi habían infligido el castigo final.

Durante los siguientes cinco minutos los chimpancés de Kasakela, en un estado de excitación que bordeaba el frenesí, se exhibieron sucesivamente alrededor del escenario del conflicto, arrastrando y agitando ramas, lanzando piedras, moviendo la maleza y profiriendo gritos y rugidos. Al final, todavía de un humor bullicioso y alborotador, dieron media vuelta y se volvieron por donde habían venido.

Al menos una vez a la semana los machos de Gombe, en grupos de no menos de tres, visitaban las zonas periféricas de su territorio. No está claramente marcado el límite entre los grupos vecinos; de hecho, suele haber una zona en la que se superponen dos o más grupos. Cuando los machos descubren una buena fuente de comida en la zona de encabalgamiento suelen volver al día siguiente para comer junto con las hembras y las crías. En expediciones de este tipo, los chimpancés normalmente averiguan si es territorio de sus vecinos antes de empezar el festín. Así, cuando alcanzan alguna cordillera desde la cual pueden divisar el territorio, la expedición se detiene a observar. Si todo parece despejado, suelen proferir grandes gritos y escuchar luego atentamente. Si no oyen nada, o si la réplica es muy lejana, avanzan tranquilamente y empiezan a comer.

A veces sucede que un grupo de chimpancés deambula buscando alimento parando ocasionalmente para descansar, y los machos adultos, repentinamente, empiezan a moverse enérgicamente, dirigiéndose hacia alguna parte de la frontera de su territorio. Esta repentina intención, este aire de determinación, suele indicar que acaban de percatarse de la presencia de sus vecinos. En este punto las madres y los jóvenes que viajan con los machos suelen rezagarse, excepto las hembras en celo, que acostumbran a seguirlos.

Cuando la patrulla de machos detecta la presencia de extraños empieza a moverse cautelosamente, husmeando la vegetación, atentos al menor ruido. El descubrimiento de restos de frutas o de instrumentos para recoger termitas abandonados les interesa inmediatamente. Si ven un nido fresco los machos lo investigan con cuidado; luego actúan vigorosamente a su alrededor hasta dejarlo virtualmente destrozado. Si encuentran chimpancés de la comunidad vecina su respuesta depende del tamaño del grupo, siendo de especial importancia el número de machos adultos. Si uno de los grupos es más grande que el otro, o está formado por más machos adultos, entonces el más pequeño suele retirarse discretamente a un sitio más seguro. Si los otros machos se percatan gritan y los persiguen, pero no los atrapan, ya que se conforman con realizar una demostración de poderío. Si las fuerzas están igualadas, con un número similar de machos en cada grupo, entonces los miembros de ambas partes suelen mantenerse alejados unos cuantos metros, lanzándose amenazas. Primero un grupo, después el otro, actúa y se exhibe, cargando a través de la maleza, golpeando el suelo y los troncos de árboles, arrojando piedras y profiriendo continuamente fuertes gritos y fieras llamadas. Finalmente, después de media hora o más, cada grupo se retira hacia la parte central de su territorio. Esta vigorosa y estridente conducta tiene por objeto proclamar la presencia de los legítimos propietarios del territorio e intimidar a los vecinos. La lucha no es necesaria.

Sólo cuando dos o más machos se encuentran a un forastero solitario o a una pareja de forasteras con sus crías tienen lugar brutales y feroces ataques. En realidad, si las patrullas de machos oyen los gritos de una cría en alguna parte de los límites de su territorio y sospechan la presencia de alguna madre de otra comunidad, van a su acecho, persistiendo durante una hora o más en su intento de atraparla. Y, si tienen éxito, atacan. Un macho extraño también puede ser atacado, pero en el transcurso de nuestros años de investigación en Gombe hemos observado sólo dos ataques, relativamente suaves, a machos de comunidades vecinas, comparados con dieciocho duros ataques perpetrados a hembras. Los machos, después de todo, son adversarios bastante más peligrosos, particularmente cuando no se conoce ni su fuerza ni su debilidad. Desde luego, un macho sólo puede ser derrotado por un grupo, pero puede infringir serias heridas a uno o más de sus agresores durante la batalla. Una hembra, especialmente si está protegiendo a una cría, no pone en peligro a sus asaltantes.

¿Por qué estas hembras son tan salvajemente atacadas? En algunas sociedades de mamíferos —leones y monos langures, por ejemplo— un macho que ha derrotado al líder de un grupo y capturado a las hembras a veces mata a todas las crías. Con suerte, las hembras recién adquiridas serán sexualmente receptivas antes que lo que hubiesen sido de no haber sacrificado a las crías. El nuevo líder tendrá una doble ventaja: primero, será padre de los próximos bebés nacidos en el grupo; segundo, habrá eliminado parte de la descendencia de su derrotado rival que, de haber sobrevivido, habrían competido con él. En términos de la teoría de la evolución, este ejercicio supondrá una ventaja reproductiva para el macho matador que le presupondrá una mayor proporción de su familia en futuras poblaciones de la que de otro modo hubiera carecido.

Los ataques observados en Gombe, sin embargo, estaban claramente dirigidos a las hembras adultas. Aunque en cuatro ocasiones las crías fueron efectivamente asesinadas, cada vez pareció un accidente en el ataque a sus madres. Pero siempre que pudimos ver las víctimas después de que escapasen comprobamos que habían sido brutalmente heridas, mientras que las crías parecían quedar ilesas. Sería relativamente fácil para un macho quitarle una cría a su madre y matarla, si ése fuese su objetivo. Por tanto, parece que los ataques constituyen una expresión del odio que sienten los chimpancés de una comunidad por los de otra. Aunque forasteros de ambos sexos pueden provocar estas hostilidades, las inofensivas hembras son atacadas bastante más a menudo. Así los machos las disuaden de abandonar sus territorios —si, en realidad, sobreviven— y las fuentes de alimentación del territorio son protegidas por las hembras y por los jóvenes.

Hay, sin embargo, algunas ocasiones en las que las hembras permanecen a salvo de este tipo de agresiones intercomunitarias. Es característico que las hembras que están en la tardía adolescencia se trasladen a otras comunidades vecinas durante los períodos de estro. Y los machos adultos de allí no solamente las toleran cuando, en pleno celo, pueden ser reclutadas por las patrullas de machos, sino que las encuentran altamente estimulantes desde el punto de vista sexual. A veces una hembra joven se queda en la nueva comunidad después de quedar embarazada. Es una decisión difícil. Por un lado, su presencia será intensamente notada por las hembras, al menos al principio. Por otro, así corta todos los lazos con su familia y sus compañeros de la infancia ya que, una vez haya dado a luz, ya no podrá volver a su comunidad. Si lo intentara correría el riesgo de ser brutalmente atacada, a no ser que volviese completamente «enrojecida». Hemos observado algunos encuentros entre machos de la comunidad y hembras extrañas en estro y, aunque hubo algunos ataques, hubo también muchas cópulas. Pero tales incidentes son poco corrientes, ya que la mayoría de las hembras son cuidadosamente guardadas por sus machos cuando están en celo. No cabe duda de que estos encuentros intercomunitarios son muy atractivos para algunos de los machos, particularmente entre los catorce y los dieciocho años. Una vez seguí a Figan, Satán y el joven Sherry viajando por el extremo sur del valle de Mkenke, que en esa época se encabalgaba con el territorio de la poderosa comunidad del sur, la de Kalande. De repente Figan se detuvo con los pelos de punta y, mirando hacia el sur, profirió un fuerte grito de alarma. Seguí la dirección de su mirada y vi un grupo de al menos siete chimpancés adultos. Obviamente eran miembros de la comunidad de Kalande y ahora, alertados por los gritos de Figan, empezaron a actuar vigorosa y ruidosamente.

Los tres machos de Kasakela corrieron silenciosamente hacia el norte durante un trecho; luego se pararon y miraron hacia atrás. Como los forasteros actuaron de nuevo, desplazándose en nuestra dirección, Figan y Satán se volvieron y corrieron a la búsqueda de un lugar seguro. Pero Sherry, recién salido de la adolescencia, no los siguió inmediatamente. Se quedó mirando los extraños que se aproximaban, absorto y fascinado. Sólo cuando dos machos adultos se acercaron a menos de quinientos metros se volvió y corrió detrás de sus dos compañeros. Y más tarde, el mismo día, dejó a Figan y a Satán y volvió, solo, al valle de Mkenke. Allí trepó a uno de los árboles altos y se sentó, mirando hacia el sur, durante media hora. Sencillamente, fue como si necesitase echar otra ojeada.

Otro joven macho de Kasakela, Sniff, desafió una vez a un gran grupo de chimpancés de Kalande, incluyendo al menos tres grandes adultos, absolutamente solo, ya que sus dos compañeros habían huido. El grupo de Kalande estaba en un barranco poco profundo, gritando y cargando por la maleza. Sniff, profiriendo profundos gruñidos, realizó una espectacular exhibición por encima del barranco. En su actuación lanzó por lo menos trece pesadas rocas hacia los extraños. Un misil perdido —una piedra o un palo— voló desde la espesura de abajo, pero no alcanzó a Sniff. Sólo cuando dos machos Kalande corrieron hacia él, Sniff se retiró. Y estaba aún rugiendo sus desafíos, pateando el suelo y golpeando los troncos de los árboles cuando volvió con sus cobardes compañeros.

1974 marcó el inicio de la «guerra de los Cuatro Años» en Gombe. Cuando llevaba diez años en Gombe los miembros de la comunidad que había venido a conocer empezaron a separarse.

En aquella época, hacia el final del reinado de Mike como alfa, había catorce machos completamente adultos: seis de ellos, incluyendo los hermanos Hugh y Charlie y mi viejo amigo Goliath, empezaron a pasar más y más tiempo en la parte sur del territorio. Sniff, que en aquel momento era un adolescente, y tres hembras adultas con sus jóvenes, fueron también a engrosar lo que llamamos «subgrupo del sur». El «subgrupo del norte» era mucho más numeroso, con ocho machos adultos y doce hembras con sus jóvenes.

Pasaron los meses y la relación entre los machos de los dos subgrupos fue convirtiéndose en progresivamente hostil. Los del norte tendían a mantenerse fuera de la zona utilizada por los del grupo escindido, pero a menudo, dirigidos por Hugh y Charlie, los del sur se ponían en marcha hacia el norte. Y puesto que realizaban estas incursiones colectivamente y a pesar de las valerosas naturalezas de Hugh y Charlie, los machos del norte solían evitarlos. Pese a todo, los dos machos mayores del norte, Mike y Rodolf, a veces paseaban pacíficamente con el mayor de los del sur, Goliath.

Dos años después de estos primeros signos de ruptura se hizo evidente que los chimpancés se habían dividido en dos comunidades distintas cada una con su propio territorio. La comunidad del sur, la de «Kahama», había abandonado la parte norte que ocupaba anteriormente, mientras que la comunidad de Kasakela vio cómo quedaba excluida de zonas donde había podido pacer tranquilamente. Cuando los machos de las dos comunidades se encontraban en la zona de encabalgamiento se exhibían largo tiempo y vigorosamente; luego se retiraban, cada uno hacia el corazón de su nueva demarcación territorial. Pero incluso entonces los tres mayores reiniciaban a veces su amistad.

Durante un año las cosas continuaron igual. Y luego vino el primer ataque brutal de los machos de Kasakela a un macho de Kahama. Fue observado por Hilali y uno del otro campo. El asalto empezó cuando una patrulla de Kasakela de seis machos adultos de repente se encontró al joven macho, Godi, comiendo en un árbol. Tan silenciosamente se acercaron los agresores que Godi no se enteró de su presencia hasta que los tuvo a todos encima. Luego fue demasiado tarde. Saltó y huyó, pero Humphrey, Figan y el peso pesado Jomeo estaban junto a él, corriendo hombro con hombro, con los otros detrás. Humphrey fue el primero en atrapar a Godi, agarrando una de sus piernas y tirándolo al suelo. Figan, Sherry, Jomeo y Evered lo golpearon y patearon, mientras Humphrey lo mantenía contra el suelo sentándose sobre su cabeza y aguantando sus piernas con ambas manos. Godi no tenía oportunidad de escapar ni de defenderse. Rudolf, el mayor de los machos de Kasakela, golpeaba y mordía a la infeliz víctima siempre que encontraba un hueco y Gigi, que también estaba presente, atacaba cuando podía alrededor de la melée. Todos los chimpancés gritaban fuerte: Godi de terror y de miedo; los agresores, en un estado de enfurecido frenesí.

Después de diez minutos Humphrey se separó de Godi. Los demás detuvieron el ataque y se alejaron en ruidoso y turbulento grupo. Godi permaneció quieto por unos momentos en el suelo mientras sus asaltantes se alejaban; entonces, lentamente, se puso en pie y se quedó mirándoles, profiriendo débiles gemidos. Estaba malherido, con grandes cortes en la cara, en una pierna y en el lado derecho del pecho, con fuertes contusiones por el tremendo aporreo que había sufrido. Indudablemente murió de estas lesiones, ya que nadie del grupo de campo de estudiantes que trabajan en el área de Kasakela volvió a verle jamás.

En los cuatro años siguientes tuvimos el testimonio de cuatro asaltos más de este tipo. La segunda víctima fue el joven macho De. Quedó igualmente mal herido como resultado de unos veinte minutos de apaleamiento infligido por Jomeo, Sherry y Evered. Otra vez estaba Gigi presente y esta vez se unió de verdad a los machos en el ataque. De, demacrado y con numerosas heridas mal curadas, fue visto por última vez un mes después del ataque. Después desapareció para siempre.

La tercera víctima fue para mí la más trágica de todas. No fue otro que mi viejo amigo Goliath, el segundo chimpancé que me había permitido acercarme a él. Goliath había estado situado en lo más alto de la jerarquía antes del reinado de Mike. Fue siempre uno de los más valientes y bravos entre los machos adultos. Siempre será un misterio para mí por qué se movió hacia el sur cuando la comunidad se dividió. Los otros machos de Kaharna habían mostrado, desde el principio, estrechas relaciones con los demás y pasaban mucho tiempo juntos. Pero Goliath siempre había parecido tener más amistad con los machos de Kasakela, los que tan brutal y sorprendentemente terminaron por atacarle. Cuando aquello sucedió era viejo y frágil, con su antaño poderoso cuerpo marchito y descolorido y pardo su brillante y negro pelo; sus dientes estaban desgastados de tanto despedazar.

Una de las estudiantes, Emilie, estuvo presente durante el ataque que condujo a la muerte de Goliath. Lo que le desagradó más fue la terrible rabia y hostilidad de sus cinco agresores: Figan y Faben, Humphrey, Satán y Jomeo.

—Definitivamente intentaban matarle —nos contó más tarde—. Faben le retorció la pierna varias veces, como si estuviese intentando desmembrar un adulto de colobo después de una cacería.

Cuando el asalto terminó Emilie siguió detrás de los asaltantes hacia el norte y registró su salvaje excitación. Repetidamente aporreaban los troncos de los árboles, lanzaban rocas, arrastraban y tiraban ramas. Y siempre gritaban, en señal de triunfo.

Goliath, como las demás víctimas, había sido horriblemente herido. Logró sentarse, pero con dificultad, y cuando miró después a los que fueron en otro tiempo sus compañeros tembló violentamente. Meció una de sus muñecas con la otra mano, que estaba rota, con el cuerpo cubierto de heridas. Al día siguiente volvimos a buscarle, pero había desaparecido sin dejar rastro.

Después de la muerte de Goliath sólo quedaban tres machos de Kahama: Charlie, Sniff, ahora un joven macho adulto, y Willy Wally, lisiado como resultado de la epidemia de polio de 1966. Hugh había desaparecido, probablemente muerto como los demás.

Charlie fue el siguiente en desaparecer. Nadie vio cómo le atacaban, pero unos pescadores nos dijeron que habían oído los sonidos de una batalla feroz y, después de buscar en el área durante tres días, el equipo de campo encontró el cuerpo de Charlie que yacía muerto cerca del curso del Kahama. La naturaleza de sus terribles lesiones era prueba suficiente de que había muerto a manos de los machos de Kasakela.

Estaba claro que los machos de Kahama estaban condenados: tarde o temprano los dos que quedaban serían perseguidos y muertos. Pero lo extraordinariamente sorprendente fue que la siguiente víctima no fue ninguno de los que esperábamos, sino una de las tres hembras, Madam Bee. Yo creía estar preparada para esto: conocía los brutales ataques a las hembras forasteras. Pero Madam Bee no era una extraña, y yo pensaba que los machos de Kasakela, tras eliminar a sus rivales de Kahama, intentarían probablemente tomar de nuevo las tres hembras que habían «desertado» a las filas enemigas.

Igual que Goliath, Madam Bee era vieja. Y aún más frágil, con un brazo paralizado por la polio. En tiempos del asalto fatal ya había sido objeto de ataques sucesivos y estaba débil por una serie de heridas mal curadas. Pero esta indefensa hembra fue tratada de la misma depravada manera: aporreada y tundida, arrastrada a revolcones. Después de la paliza final quedó boca abajo, completamente inmóvil, como muerta. Pero mientras los agresores se exhibían vociferando ruidosamente, de un modo u otro consiguió arrastrarse hasta ocultarse en la densa vegetación.

Tan bien se ocultó que tuvimos que buscarla diligentemente durante dos días hasta dar con ella, y la encontramos porque su adolescente hija Honey Bee la vio comiendo arriba en un árbol. Durante los dos días siguientes la herida hembra yació en el suelo, a veces arrastrándose un trecho para derrumbarse de nuevo. Gradualmente fue debilitándose, invadida por incontrolables espasmos de temblor. Cuatro días después del ataque, murió.

Nada que nosotros pudiéramos hacer consiguió evitar su muerte. Pero si se hubiera restablecido no hubiera tenido futuro: incluso los machos sanos en la flor de la vida eran impotentes para evitar la implacable hostilidad de sus enemigos de Kasakela. Le llevamos alimento y agua allí donde yacía, pero apenas aceptaba un poco. Sólo parecía encontrar algún alivio en la presencia de su hija adolescente. Honey Bee permaneció constantemente junto a ella en aquellos días crueles, acicalando a su madre e intentando apartar las moscas de sus heridas.

Willy Wally fue el siguiente en desaparecer. Y entonces, durante un año, Sniff fue el único sobreviviente de los machos de Kahama, confinado en una estrecha zona emparedada entre la comunidad de Kasakela al norte y la poderosa comunidad de Kalande al sur. Yo quería desesperadamente que, pese a sus escasas probabilidades, Sniff pudiese de algún modo conseguir ser admitido en las filas de Kalande. O desplazarse a algún territorio no reclamado fuera de los límites del parque, al este de la cordillera. Era tan joven y tan querido…

Recuerdo cuando, en 1964, la madre de Sniff visitó el campamento por primera vez. Mientras permanecía inmóvil nerviosamente en los matorrales en el borde del claro, Sniff, con su insaciable curiosidad, se aproximó a mi tienda, corrió la puerta y metió la cabeza dentro. ¡No pareció sobresaltarse cuando me vio sacando la cabeza! Lo habíamos visto crecer, desde que era un simpático y juguetón joven hasta convertirse en un robusto adolescente. Quedamos profundamente afectados cuando, después de la muerte de su madre, Sniff (que entonces tenía ocho años) adoptó a su hermana de catorce meses. Aún dependiente de la leche de su madre sólo sobrevivió durante tres semanas, pero durante este tiempo la transportó consigo a todas partes, compartiendo su alimento y su nido de noche, haciendo lo más adecuado para protegerla durante los frecuentes incidentes de agresión que empezaron fuera del campamento en la época de la alimentación intensiva con plátanos.

Pero Sniff fue brutalmente asesinado como los demás. Fue perseguido, atacado e incapacitado, sangrando por innumerables heridas y con una pierna rota. Una vez más fuimos a buscar el lugar donde se había arrastrado para morir. Estos hechos marcaron el final de la comunidad de Kahama. Por un tiempo se vieron ocasionalmente las dos hembras adultas que quedaban con sus crías, pero luego desaparecieron también. Probablemente encontraron el mismo destino que el resto de este pequeño grupo condenado a la muerte. Solamente las hembras adolescentes habían sido, desde el principio, inmunes a la violencia.

Los cuatro años que siguieron, desde 1974, cuando Godi fue atacado, hasta 1977, en que Sniff murió fueron los más negros de la historia de Gombe. No sólo fue aniquilada una comunidad entera, sino que además se produjeron los ataques caníbales de Passion y Pom, aquel horripilante festín con carne de recién nacidos. Y todo esto sucedía al mismo tiempo que los rebeldes de Zaire invadían la arenosa playa de Gombe y nos sumergíamos en la pesadilla de las siguientes semanas. Supongo que deberíamos dar gracias a Dios de que el drama humano, que se resolvió con una incógnita angustia mental, no se cobrara, por fin, vida alguna.

El secuestro, a pesar del shock y la tristeza, apenas cambió mi punto de vista sobre la naturaleza humana. La historia está llena de secuestros y rescates y ha habido muchos estudios, particularmente en los últimos años, sobre el efecto que estos incidentes pueden ocasionar a las víctimas. Desde luego el hecho de que yo me viese envuelta me concedió una nueva perspectiva: tengo la seguridad de que cuantos vivimos aquellas semanas adquirimos una profunda simpatía por aquellas personas cuyas vidas han sido así violentadas.

La violencia intercomunitaria y el canibalismo que se dio en Gombe, sin embargo, eran inéditos y dichos sucesos cambiaron para siempre mi visión de la naturaleza de los chimpancés. Durante muchos años había creído que los chimpancés, aunque mostraban sorprendentes similitudes a los humanos en muchos aspectos eran, de largo, bastante más «atractivos» que nosotros. De repente vi que bajo ciertas circunstancias pueden ser igual de brutos, que también hay una cara oscura en su naturaleza. Desde luego, sabía que los chimpancés luchaban y se herían de vez en cuando. Había visto con horror cómo los machos adultos atacaban sin inhibiciones a las hembras durante el frenesí de una exhibición, e incluso a débiles crías que se ponían en su camino. Pero estas explosiones, espectaculares para quienes las veían, casi nunca acababan en heridas serias. Los ataques intercomunitarios y el canibalismo eran otro tipo de violencia.

Durante varios años me costó creerlo. A menudo me despertaba por la noche, con visiones de terribles imágenes: Satán, recogiendo con la mano la sangre que perdía Sniff por la barbilla para bebérsela; el viejo Rudolf, tan tranquilo normalmente, lanzando una piedra de unos ocho kilos sobre Godi; Jomeo arrancando un pedazo de piel del muslo de De; Figan atacando y golpeando repetidamente el magullado cuerpo de Goliath, uno de sus héroes de la infancia. Y, quizá lo peor de todo, Passion comiendo la carne del bebé de Gilka, con la boca rebosando sangre como el grotesco vampiro de un cuanto infantil.

Gradualmente, sin embargo, aprendí a aceptar esta nueva imagen. Aunque los instintos agresivos del chimpancé son notablemente parecidos a los nuestros, su comprensión del sufrimiento que están infligiendo es considerablemente distinto al nuestro. Es cierto que los chimpancés son capaces de enfatizar, de entender las necesidades y los deseos de sus compañeros. Pero creo que sólo los humanos son capaces de crueldad deliberada, de actuar con la intención de causar dolor y sufrimiento.

Mientras tanto, ajenos a lo que habían provocado en mí, los chimpancés prosiguieron sus vidas. Y los chimpancés de Kasakela tenían el premio en las manos. Después de la muerte de Sniff los victoriosos machos de Kasakela, junto con sus hembras y sus jóvenes, viajaron, comieron e hicieron sus nidos sin temor en su recién incorporado territorio. El tamaño de dicho territorio aumentó de doce a más de quince kilómetros cuadrados. Pero este feliz estado de cosas no duró mucho. La comunidad de Kahama parecía haber actuado de amortiguador entre los chimpancés de Kasakela y la poderosa comunidad de Kalande, en el sur. Ahora esta comunidad empezó a empujar más y más hacia el norte. Un año después de la victoria final de los machos de Kasakela sobre Sniff, éstos se vieron forzados a retirarse. Cada vez que viajaban a la zona que con tanta brutalidad habían arrebatado a los chimpancés de Kahama, los individuos de Kasakela se encontraban con las patrullas Kalande. Empezaron a desplazarse hacia el sur con creciente precaución y gradualmente su territorio se redujo otra vez.

Se observaron algunos encuentros dramáticos entre grupos de Kasakela y de Kalande. Una vez, por ejemplo, Figan y otros cuatro machos fueron interceptados por un grupo más grande de kalandeitas y huyeron, en silencio, hacia la seguridad del norte. Dos machos de Kasakela desaparecieron: primero, el fuerte y joven macho Sherry y, al año siguiente, el viejo Humphrey. Y aunque no estamos seguros, creemos más que probable que fuesen víctimas de agresiones intercomunitarias. Después de aquello la comunidad de Kasakela, con sólo cinco machos, no sólo continuó perdiendo territorio por el sur, sino que por el norte la gran comunidad Mitumba, aprovechando la oportunidad, empezó a extender su territorio hacia el sur. Hacia finales de 1981, cuatro años después de la muerte de Sniff, el territorio de Kasakela había quedado reducido a unos dieciocho kilómetros cuadrados, casi insuficiente para la supervivencia de las dieciocho hembras adultas y sus familias. Incluso temí llegar a perder la comunidad completa. Dos de las más solitarias y periféricas hembras que habitaban por el sur perdieron a sus crías, y, como en los casos de Sherry y de Humphrey, sospechamos que los machos de Kalande podían ser los responsables.

Durante el año siguiente las cosas se nos echaron encima. Cuatro machos Kalande vinieron al campamento y atacaron a Melissa. Afortunadamente —quizás por el entorno desconocido— fue un ataque ligero y su cría quedó ilesa. Unas semanas después, cuando Eslom estaba pescando, oyó machos de Kalande llamando desde el acantilado Mkenke— Kahama, en el sur del campamento y, quizás como respuesta, machos de Mitumba llamando desde la cordillera Linda-Kasakela, en un valle al norte del campamento. Los chimpancés de Kasakela estaban recibiendo su propia medicina. Durante varios días transitaron en silencio. Incluso dejaron un suculento árbol frutal junto al Kakombe, porque, según nos pareció, el ruido de las aguas les imposibilitaba oír acercarse al «enemigo».

Afortunadamente, en aquella época había un número desacostumbradamente alto de jóvenes creciendo en la comunidad de Kasakela. Cuando el tiempo pasó, comenzaron a pasar más y más tiempo lejos de sus madres, acompañando a los machos adultos en sus excursiones al norte y al sur. Estos jóvenes —Mustar y Atlas, Beethoven y Freud— carecían de fuerza y experiencia social para ser útiles en caso de ataque, pero el ruido de sus llamadas y sus estentóreas exhibiciones, añadidas a las de los cuatro machos que quedaban, hacían creer a sus vecinos que la comunidad de Kasakela era más poderosa de lo que era en realidad.

El peligro fue descartado y se reiniciaron las patrullas de Kasakela, por el sur hacia Kahama y por el norte, más allá de Rutanga. No observamos más persecuciones dramáticas durante los encuentros entre machos de comunidades vecinas, aunque ambos grupos se exhibiesen como antes. No volvieron a desaparecer machos adultos, ni crías de hembras periféricas. El statu quo parecía retornar.