XIX. PARA VERGÜENZA NUESTRA
Incluso los chimpancés de Gombe están amenazados por la imparable marcha de la expansión humana. Estaba pensando en esto durante una de mis recientes visitas mientras seguía a un gran grupo de chimpancés hacia los prados abiertos de las cumbres de la cordillera. Me hallaba sin aliento cuando llegamos a nuestro destino, una gran arboleda de muhandehande. Cuando los chimpancés, con sonoras expresiones de alegría, empezaron a comer las dulces frutas, me senté en una roca que, a la sombra de un arbolito, conservaba aún el frescor del aire nocturno. Nos hallábamos casi en la cumbre del mundo de los chimpancés, bajo el pálido cielo de la mañana. A nuestros pies la tierra descendía, abrupta unas veces, suave otras, hacia el gris azulado del lago Tanganika. Líneas y manchas verdes emergían justo debajo de los dorados montecillos y de las crestas de las resecas cordilleras y, gradualmente, se oscurecían y espesaban para luego converger en un laberinto de barrancos y gargantas hundidos en los valles densamente poblados de árboles. Hacia el norte, hacia el sur, un valle sucedía a otro valle, llevando cada uno sus arroyos de rápida corriente hacia el oeste, desde la divisoria de aguas, en las cumbres, hasta el lago.
El parque nacional de Gombe, estrecha franja de terreno accidentado que se extiende algo menos de dieciséis kilómetros a lo largo de la costa del lago, constituye un pequeño y conmovedor baluarte para las tres comunidades de chimpancés que viven allí. Porque, aunque aún pacen libremente, están efectivamente prisioneros; su refugio está rodeado por tres de sus lados por ciudades y tierra cultivada, mientras que en la cuarta frontera, la costa del lago, permanecen acampados más de mil pescadores. Sin embargo, estos ciento sesenta chimpancés están más seguros que casi todos los otros chimpancés libres en África, excepto aquellos que ocupan los pocos sitios absolutamente remotos en la zona central del límite de la especie. Por lo menos, en Gombe no hay caza.
Me senté allí, disfrutando de la fresca brisa, contemplando el reducido reino de los chimpancés. Cuando llegué a Gombe en 1960 se podía subir a la cumbre de la cordillera y al este; hasta donde se extendía la mirada todo estaba habitado por chimpancés. Los bosques y las junglas, santuario de la vida salvaje, se extendían sin interrupción desde el extremo norte del lago hasta la frontera sur de Tanzania y hasta más allá. Entonces debían vivir en Tanzania cerca de diez mil chimpancés, mientras que en la actualidad no quedarán más de dos mil quinientos. Pero al menos los que quedan están protegidos en dos parques nacionales, el de Gombe y el área mucho más grande de Mahale Mountains, en el sur. Hay también algunas reservas donde los chimpancés todavía viven en parecida seguridad. Ninguno de los pueblos de Tanzania se come los chimpancés ni la exportación de chimpancés vivos ha sido nunca un negocio floreciente. En muchos otros países africanos en los que todavía viven chimpancés su situación es bastante peor.
A principios de siglo se encontraron chimpancés por cientos de miles en veinticinco naciones africanas. En cuatro países ya han desaparecido completamente. En otros cinco, la población es tan pequeña que la especie no podrá sobrevivir mucho tiempo. En once países las poblaciones no llegan a cinco mil. E incluso las cinco fortalezas centrales de los chimpancés están perdiendo terreno ante el crecimiento de las necesidades y poblaciones humanas. Los bosques son arrasados para viviendas y cultivos. La explotación forestal y minera penetran cada vez más profundamente en sus hábitats naturales, y las enfermedades humanas, a las que todos los chimpancés son susceptibles, penetran con ellas. Además, las menguantes poblaciones de chimpancés se van fragmentando y la diversidad genética se va perdiendo hasta que, en muchos casos, los pequeños grupos de supervivientes no pueden mantenerse mucho tiempo. En algunos países de África Central y Occidental los chimpancés se cazan para su consumo. Pero incluso en lugares donde no se comen, las hembras a menudo son atrapadas o perseguidas con perros y escopetas, o incluso envenenadas para capturar sus crías y venderlas a negociantes que las introducen en el mercado internacional del espectáculo y en industrias farmacéuticas, o las venden como «animales de compañía» a quien las quiera comprar.
Oí unas risas en un árbol cercano. Las dos hijas de Fifi, Fanni y Flossi, ahítas de comida, habían empezado a jugar. Cuando las miré, la cría más reciente de Fifi, el pequeño Faustino, tocó uno de los frutos que su madre estaba masticando y luego se lamió los dedos. Varios chimpancés, saciado su apetito, bajaron al suelo y se tumbaron. Gremlin y Galahad estaban cerca de mí y, aunque yo las observaba, la cría se durmió, relajada por el acicalamiento de los dedos de su madre. Estaban a ciento cincuenta metros de donde yo estaba y una vez más me sorprendí por la absoluta confianza que mostraban y cuán patéticamente seguros estaban de mi responsabilidad hacia ellos: nunca debía quebrar dicha confianza. Galahad, quizás soñando, agarró de repente el pelo de su madre. Gremlin respondió instantáneamente cogiéndolo, tranquilizándolo incluso mientras dormía, de manera que volvió a relajarse. Mirándolos pensé, como hoy pienso a menudo, en el triste destino de centenares de chimpancés africanos. En las madres muertas, en las crías arrebatadas de sus manos que aturdidas, aterrorizadas y heridas se ven arrastradas a una nueva y amarga vida. Una vida estéril y fría, siempre sin los tranquilizadores brazos de su madre, sin el confort y la nutrición de sus pechos.
El negocio, totalmente morboso, de capturar crías de chimpancés con cualquier objetivo no es sólo cruel, sino además constituye un auténtico derroche. Las armas de los cazadores son en su mayoría viejas e inseguras. Muchas madres escapan heridas, sólo para morir más tarde de sus lesiones. Sus crías seguramente también morirán. A menudo sucederá lo mismo con los jóvenes, particularmente cuando las armas son rudimentarias y cargadas con pedazos de metal. Y si otros chimpancés corren en defensa de la madre y el hijo, dispararán también sobre ellos.
Sólo ocasionalmente los cazadores fracasan. Hay una historia verídica de dos cazadores que partieron en busca de un joven chimpancé. Después de tres días, durante los cuales dispararon sobre cuatro madres, tres de las cuales escaparon heridas y otra fue asesinada junto a su cría, localizaron y mataron a una quinta.
Ésta cayó al suelo, con su cría aún viva. El hombre bajó el arma y fue a coger al aterrorizado crío, que se agarraba con fuerza a su madre moribunda gritando con desesperación. De repente hubo un estruendo en la maleza y un macho chimpancé adulto, con el pelo erizado, cargó hacia ellos. Con un rápido movimiento escalpó —arrancó el cuero cabelludo— a uno de los cazadores. Agarró al otro y lo lanzó contra unas rocas, rompiéndole varias costillas. Luego cogió a la cría y se la llevó hacia el bosque. La primera vez que escuché la historia creí que el pequeño habría muerto. Pero eso fue antes de que viésemos a Spindle cuidando al pequeño Mel, lo que nos permitió suponer que el macho justiciero había mostrado una conducta parecida y que el joven era tan tenaz como Mel. Los dos hombres consiguieron llegar a un hospital, donde se recuperaron y fueron encarcelados después.
Tales incidentes, sin embargo, son poco corrientes. Para la mayoría de las crías la muerte de su madre lleva a un cambio radical y provoca una sucesión de nuevas experiencias. Después de esa brutal separación, la cría debe soportar la pesadilla de un viaje a un poblado nativo o al campamento del comerciante. El cautivo, a menudo con los pies y las manos atados con cuerdas, se ve metido en una pequeña caja o cesta, o guardado en un saco sofocante. Y con el profundo cambio, con el nuevo ambiente de cautividad, la libertad, la comodidad y la alegría quedan muy, muy lejos. Y no nos olvidemos que una cría de chimpancé sufre de la misma manera, emocional y mentalmente, como sufriría un niño humano.
Muchos jóvenes no sobreviven a estos viajes porque en ruta no reciben la menor atención. Los que resisten llegan en un estado lamentable. Muchos están heridos, todos deshidratados, sufriendo por el «shock». Es muy improbable que recobren la confianza y la alegría, ya que las condiciones que prevalecen en tales lugares son típicamente precarias y los niveles de cuidados atroces. Y mientras esperan el embarque hacia su destino final, más crías morirán aún. Los supervivientes deben soportar el traslado a distintos lugares alrededor del mundo. Los retrasos en los aeropuertos son corrientes y pocos alimentan a los animales cautivos. A menudo la salida es de hecho ilegal, por lo que los traficantes, y quienes los pagan, hacen lo posible por ocultar la naturaleza de la carga. Estos traficantes son auténticos malvados. Engordan y se enriquecen con la sangre de estos inocentes, como los que traficaban con esclavos humanos hace muchos años.
Es sorprendente que algunos jóvenes salgan vivos de esos cajones de transporte llenas de aire viciado. Pero a veces lo consiguen, contra todo pronóstico. Como los supervivientes de los campos de concentración del Tercer Reich, estos pequeños chimpancés muestran una sorprendente tenacidad para sobrevivir. Pero incluso su llegada no es necesariamente el final del trayecto; algunos deben viajar por tortuosos caminos para que su país de origen quede disimulado. Es por eso que pueden ser importados como nacidos en cautividad a países que no aceptan importar chimpancés nacidos en libertad procedentes de África. Y por eso el número de vidas malgastadas continua creciendo. Estos jóvenes que, eventualmente, llegan vivos a su punto de destino final suelen estar tan débiles, tan castigados emocionalmente, que es imposible que recuperen la salud. Se ha estimado que entre diez y veinte chimpancés mueren por cada cría que sobrevive al final de su primer año en su último destino.
Mis pensamientos se interrumpieron cuando el grupo de chimpancés, alimentado y descansado, empezó a bajar de la montaña. Cuando seguía a Fifi y a su familia mi placer del principio se veía turbado por una profunda depresión. La vista de Faustino disfrutando de las atenciones de su madre y sus dos hermanas mayores me recordaba constantemente a todas las crías arrebatadas tan bruscamente de parecidos grupos familiares.
¿Qué ocurre con los pocos que sobreviven al horror de la captura y el transporte? ¿Qué les ofrecemos como recompensa a su resistencia? Demasiado a menudo, sus vidas serán tan desdichadas y tristes que más les hubiera valido morir durante aquellos primeros meses de su cautiverio a manos humanas. Muchas crías nacen en cautividad con un futuro igualmente crudo. Lo mejor que estos chimpancés prisioneros pueden esperar es terminar en un buen zoológico. Y es triste decirlo, pero son pocos aún los zoológicos que ofrecen buenas condiciones de vida a los chimpancés. A causa de que los chimpancés adultos son demasiado fuertes y escapan con facilidad, las jaulas que pueden proporcionarles un ambiente adecuado son caras. Por eso innumerables chimpancés languidecen en pequeñas celdas de barrotes de acero y suelo de cemento en todas parte del mundo. Algunos de estos desgraciados tienen dos o tres compañeros con quien compartir su encarcelamiento; otros deben sufrir solos más de cincuenta años de completo aburrimiento. Se frustran y se vuelven apáticos y, finalmente, psicóticos. Las condiciones tienden a ser particularmente tristes en muchos zoológicos africanos y del Tercer Mundo, cosa apenas sorprendente en vista del hecho de que también centenares de Beses humanos deben soportar allí la miseria. Pero no hay excusa para las sorprendentes condiciones que aún prevalecen en muchos zoológicos de Europa y los Estados Unidos.
Tampoco hay excusa para el abuso de chimpancés jóvenes en la costa sur de España y en las zonas costeras de las Islas Canarias. Estos jóvenes, traídos ilegalmente al país desde África, están sujetos a años de miseria en manos de un grupo de fotógrafos que hacen su negocio durante la temporada de vacaciones, ofreciendo a los turistas la oportunidad de ser fotografiados sosteniendo a un joven chimpancé vestido con ropas de niño. Las fotos sirven como recuerdo de unas placenteras vacaciones al sol en un país que parece más exótico a causa de la presencia de animales salvajes. Después de todo, no se pueden ver chimpancés en los paseos de Brighton, ni en Blackpool, ni en la Riviera Francesa.
El turista casual no tiene ni idea del sufrimiento infligido a estas patéticas crías. Durante el día los obligan a transitar bajo un sol de justicia. Por la noche, algunos deben soportar clubs nocturnos y discotecas, donde sus ojos se inflaman en una atmósfera cargada de humo y cuyo ruido debe ser angustioso para sus sensibles tímpanos. Llevan los pies metidos en zapatos que no tienen la forma adecuada para sus dedos. Llevan pañales (que apenas se cambian) bajo unos pantalones de plástico de manera que sus traseros se irritan, con el consiguiente dolor. La mayoría de ellos están muy drogados. Se les disciplina a golpes y a algunos también con la punta de un cigarrillo encendido. A medida que envejecen se les arranca los caninos de leche, y a veces también otros dientes, para evitar el riesgo de que muerdan al cliente. A los cinco o seis años son demasiado grandes y fuertes para este trabajo; entonces son sacrificados o vendidos a los comerciantes.
Gracias a los persistentes esfuerzos de una pareja británica que vivía en España, Simon y Peggy Templar, se ha aprobado una nueva legislación que permite a las autoridades confiscar chimpancés sin permiso. Yo estaba presente cuando dos de estos jóvenes fueron trasladados desde el asilo de los Templar en España a un refugio en Inglaterra.
Uno de ellos, Charlie, había sido rescatado pocas semanas antes de que llegásemos. Tenía seis o siete años. Le habían arrancado todos los dientes, excepto tres caninos y los molares, que estaban saliendo. Estaba delgado, casi demacrado. Y sus movimientos eran lentos, como los de un anciano; parecía muy sabio para su edad y abrumado por sus experiencias de la vida. Sus ojos parecían mirar sólo hacia dentro, hacia su sufrimiento.
Un veterinario británico, Kenneth Pack, que había estado ayudando a los Templar durante años, estaba allí con su pistola somnífera para que los chimpancés pudiesen guardarse en las cajas de viaje. Cuando le puso una inyección a Charlie, éste miró tranquilamente al dardo enganchado en su brazo, con su pequeña aguja roja; luego se la retiró y la examinó cuidadosamente. Sacó la aguja, luego intentó volverla a poner. Entonces, ante mi incredulidad, intentó inyectarse a sí mismo. Desde luego fracasó, puesto que no había aguja. Vino hacia mí y me entregó la jeringa. Pero cuando se la iba a coger, él dirigió mi mano, sosteniendo la jeringa, hacia su brazo.
Los Templar habían descrito cómo algunos de los jóvenes confiscados que recogieron pasaron los horribles síntomas del «mono», a veces durante varias semanas. Cuando vi a Charlie, con su cara triste, con su vieja cara de joven, me puse enferma. Aquí teníamos un adicto intentando darse un «chute».
Y también están los chimpancés utilizados en la industria del espectáculo, en circos y películas. Desde luego es posible entrenar a los chimpancés con amabilidad, pero las pulidas actuaciones de los chimpancés estrella, tales como aquellos que aparecen en las películas de Tarzán, Project X, Bedtime for Bonzo, etc… se consiguen, casi sin excepción, a base de crueldad. En el plató la brutalidad es rara; no sería tolerada. Pero durante las sesiones de entrenamiento los futuros actores no humanos son rutinariamente golpeados. El entrenador suele utilizar una cachiporra envuelta en papel de periódico. Cuando el entrenamiento continua en el estudio, en presencia de actores humanos, el rollo de papel es el símbolo que asegura la obediencia instantánea.
Muchos chimpancés cautivos acaban como animales domésticos, particularmente en África. La mayoría pertenecen a personas que los rescatan, acurrucados y miserables, de un mercado o de la cuneta. Sus madres han sido abatidas, troceadas y vendidas como carne. Las crías tienen poca carne y los cazadores, si tienen suerte, pueden sacar más dinero vendiéndolos como animales de compañía. Y así el negocio continúa.
En un principio estos jóvenes son fáciles de cuidar en casa. Vestidos con pañales son como muñecos vivos, dóciles, afectivos y lindos. Pueden estar mimados y bien cuidados y cuando los propietarios se toman la molestia de proporcionarles una dieta nutritiva, seguridad y amor, las crías disfrutarán de esa clase de vida, aunque sea poco natural. Pero cuando crecen son más difíciles de llevar y a los cuatro o cinco años se han convertido ya en una molestia. Son fuertes y curiosos. Quieren investigar su entorno. Suben por las cortinas, lo rompen todo, asaltan la nevera, cierran con llave los armarios. Deben ser disciplinados cada vez más y se resienten ante los castigos. Cogen fuertes rabietas y muerden. Y por eso son desterrados de la casa, a menudo a pequeñas jaulas en la terraza. Un chimpancé, Sócrates, había estado en una prisión así durante meses cuando lo conocí. La historia del sufrimiento que había conocido en sus escasos tres años estaba claramente escrita en su cara.
Whiskey estuvo encadenado. Yo había visto fotografías suyas atado en la parte de atrás de un garaje, pero incluso así no estaba preparada para el estallido de pura rabia que me barrió cuando lo vi. Su celda tenía el suelo de hormigón y las paredes de ladrillo y metro cincuenta por metro ochenta. Había una pequeña abertura en el desvencijado techo. El pequeño cubículo se hallaba junto a un urinario de tipo asiático, algo más que un agujero en el suelo con la puerta medio abierta. Probablemente el «hogar» de Whiskey había tenido el mismo uso alguna vez.
«Es como un hijo para mí» dijo el sonriente árabe. Lo miré, pasmada, ¿Era estupidez o insolencia lo que le llevaba a presentarme a un «hijo» atado con una cadena de medio metro a un poste de acero detrás de un urinario abandonado? Miré a Whiskey y me encontré con su mirada interrogadora. «Su cadena se alarga por la noche», dijo su «padre». «Así se puede mover por el garaje». Sí, pensé, por la noche, cuando el chimpancé duerme. Fui hacia Whiskey y él puso sus brazos a mi alrededor, devolviéndome un abrazo.
Mientras me marchaba comenzó a dar volteretas, tirando de la cadena y golpeando el muro con las manos y los pies. Miró hacia mí; luego arrojó una piel de plátano, que fue todo lo que pudo encontrar en su prisión. Me habían dicho que solía arrojar excrementos, pero lo habían limpiado todo para mi visita.
¿Qué ocurre con estos desafortunados chimpancés cuando se hacen realmente grandes y fuertes, en la adolescencia? ¿O cuando sus propietarios abandonan el país? Algunos van a parar a un zoológico local donde, aunque tengan las mejores intenciones, los fondos son limitados. Además, los dueños tienen sus propias familias que cuidar y el coste de los chimpancés es demasiado elevado. Cuando los zoológicos no acogen a los jóvenes chimpancés suelen matarlos, ya que la mayoría de los países prohíben su exportación legal. Con demasiada frecuencia no hay asilo para ellos en el país que les corresponde.
También hay muchos chimpancés como animales de compañía en los Estados Unidos. Allí, sus «cariñosos» propietarios dilatan cuanto pueden el momento de la separación. A algunos chimpancés se les extraen los dientes. Una hembra joven tenía los dos pulgares amputados para que así no pudiese (pensaba su «madre») subir a las cortinas y romperlas. Pero al final estos miembros simios de la familia usualmente tienen que irse. Y en ese momento es difícil para ellos ajustarse a ser chimpancés. Toda su vida han sido enseñados a comportarse como humanos. ¿Qué será de ellos, de estos patéticos proscritos? De ninguna manera es fácil colocar chimpancés criados en hogares y abandonados en los zoológicos americanos, ya que tienden a ser socialmente ineptos y malos reproductores. A menudo se venden a comerciantes. Acaban en zoológicos secundarios, exhibidos en minúsculas jaulas para que los ignorantes les molesten. O en laboratorios de investigación médica.
¿Y qué ocurre con el montón de chimpancés utilizados por los científicos porque son tan parecidos fisiológicamente a los humanos? ¿Cómo les tratan quienes utilizan sus cuerpos vivos para intentar aprender más sobre las enfermedades humanas, la adicción a las drogas o las enfermedades mentales? Ciertamente, no como invitados de lujo en los laboratorios. En realidad, a muchos de ellos se les mantiene en condiciones similares a las que soportaron los convictos de épocas pretéritas. Pero estos chimpancés no sólo son inocentes de cualquier crimen, sino que están ayudando a aliviar el sufrimiento humano. Incluso en el mejor de los laboratorios, donde los grupos reproductores disponen de espacios exteriores relativamente grandes, los chimpancés utilizados en experimentos viven encerrados en jaulas relativamente pequeñas con reducidos espacios externos. Y en algunos de los laboratorios que he visitado, los chimpancés se guardan en condiciones que sólo pueden ser descritas, en el mejor de los casos, como ausencia de comprensión de las necesidades del inquilino, y en el peor, como sorprendentemente crueles.
El primer laboratorio que visité estaba en Rockville, Maryland. Había visto un vídeo tomado durante una visita subrepticia, pero aun así no estaba preparada para el mundo de pesadilla en el que fui introducida por sonrientes hombres de blanco. Cuando les seguí, con la puerta exterior ya cerrada, desapareció toda la luz del cielo. Nos dirigimos por pasillos subterráneos poco iluminados y me enseñaron habitación tras habitación llenas de pequeñas jaulas, colocadas una sobre la otra, en las que los monos daban vueltas sin parar. Luego había una habitación donde jóvenes chimpancés, de dos o tres años, vivían apretados de dos en dos, en pequeñas cajas que medían 55 por 55 centímetros y 60 de alto, según me dijeron. Apenas podían moverse. Aún no formaban parte de ningún experimento y ya llevaban allí más de tres meses. Aquellas jaulas estaban colocadas en cajas metálicas que parecían hornos microondas, ya que cada prisionero podía mirar fuera sólo a través de un panel de vidrio. ¿Y que podían ver? El muro de enfrente. ¿Y qué había en la jaula para proporcionar distracción, comodidad, estímulo? Nada. Nada, excepto sus propios excrementos y, de vez en cuando, algo de comida.
Sí, había dos chimpancés en cada jaula, así que como mínimo tenían al otro que les hacía compañía. Pero no por mucho tiempo. Una vez inoculados —con hepatitis, SIDA o cualquier otra enfermedad vírica— se verían separados y, como los otros que vi ese día, colocado solos en otras jaulas. Miré a uno de estos chimpancés mayores, una hembra juvenil, moverse de un lado a otro, aislada del mundo exterior dentro de su habitación metálica. Permanecía en semioscuridad. Todo lo que podía oír era el incesante rugido del aire corriendo por los ventiladores de su celda. Cuando uno de los técnicos la levantó, se sentó en sus brazos como una apática muñeca de trapo. Siempre me veré perseguida por esos ojos, y por los ojos de los otros chimpancés que vi ese día. Eran apagados e inexpresivos, claramente vacíos de esperanza. ¿Alguna vez habéis mirado a los ojos de una persona que, sometida a una fuerte tensión, se ha rendido, ha sucumbido completamente al abandono de la desesperación? Una vez vi un niñito africano cuya familia toda había encontrado la muerte durante una lucha en Burundi. Él también miraba al mundo sin verlo, desde unos ojos apagados e inexpresivos.
A menos que los cambios prometidos se realicen por fin, allí seguirán los chimpancés durante los siguientes tres o cuatro años. Durante este tiempo quedarán permanentemente afectados, emocional y psicológicamente.
Estas jaulas no cumplen con las regulaciones sobre el bienestar de los animales. Pero aunque así lo hicieran la diferencia hubiera sido mínima. Me ha entristecido encontrar tantos científicos y personal de laboratorio que no ven nada malo en el tamaño mínimo legalmente obligatorio para las jaulas en los Estados Unidos. Cientos de chimpancés se ven confinados, en absoluta soledad, en cárceles de poco más de dos metros cuadrados por dos metros de alto. Estos seres, altamente sociales e inteligentes, cuyas emociones son tan parecidas a las nuestras, pueden permanecer encerrados en estas cajas metálicas de por vida. Durante más de cincuenta años.
Imaginemos lo que debe ser permanecer encerrados en una celda de ese tipo, rodeados de barrotes; barrotes en cada lado, encima y debajo. Y sin nada que hacer. Nada con lo que huir de la monotonía de los larguísimos días. Sin contacto físico alguno con alguien de tu especie. El contacto físico amistoso es terriblemente importante para los chimpancés. Aquellas largas y relajadas sesiones de acicalamiento social son importantísimas para ellos.
Nunca podré olvidar la primera vez que miré a los ojos de un macho completamente adulto aprisionado en una de estas jaulas estándar de laboratorio. Un neumático viejo que colgaba de los barrotes superiores era lo único que había en aquella prisión, excepto él mismo. Había otros nueve chimpancés macho en la tétrica sala subterránea. No había ventanas. Nada que ver, excepto los otros prisioneros. Los muros eran de un blanco uniforme; las puertas, de acero. Los ruidos de los chimpancés resonaron y vibraron en ellos cuando llegué acompañada de una veterinaria. Cuando gritaban y se movían golpeando los barrotes de sus prisiones, el ruido se hacía insoportable.
Cuando se calmaron miré a los ojos de Jojo. No vi odio; eso hubiese sido más fácil de soportar. Sólo desconcierto, gratitud de que yo me parase a hablar con él, de haber roto el insoportable aburrimiento del día. Pensé entonces en los chimpancés de Gombe, libres para correr por los bosques, libres para jugar y acicalarse y hacer nidos en las verdes ramas. Jojo alargó un gentil dedo y tocó mi mejilla húmeda de mis lágrimas, que se deslizaban en mi mascarilla de laboratorio.
En Austria, en las afueras de Viena, tuvo lugar otra visita de pesadilla. Para llegar allí atravesé unos paisajes maravillosos. El sol brillaba. En el laboratorio los chimpancés estaban encerrados en el sótano. Era un flamante edificio nuevo para la investigación del SIDA y cualquiera que se acercase a los chimpancés estaba obligado a llevar un pesado traje protector. Parecía un traje de astronauta. Me dijeron que me ahogaría si no conectaba mi tubo respiratorio a la salida de aire en todas las habitaciones que debía visitar. Cuando me puse el casco y sentí unas manos cerrándolo por atrás, tuve un momento de pánico. Mi guía desapareció en una ducha química para esterilizar su traje. Esperé los minutos prescritos, mirando a través de mi visor, y avancé torpemente detrás de él.
La pesada puerta cerraba herméticamente. En cada una de las tres pequeñas cámaras a las que me llevaron habían dos chimpancés, cada uno prisionero solitario en una jaula de dos metros cuadrados. Unas sábanas de algún tipo de plexiglás o plástico colgaban entre las jaulas y a través de ellas se supone que los animales podían verse. Recuerdo que la mayoría de ellos nos miró cuando entramos a la habitación. Una chimpancé pareció excitarse, o asustarse; no puedo especificarlo. Se acercó a los barrotes para buscar la seguridad de una mano torpe y enguantada. Cuando nos fuimos se hundió en la apatía; al menos nada se oyó cuando se cerraron las puertas.
A través de ese breve recorrido por aquellas cámaras subterráneas sentí que estaba en un mundo de fantasía, lejos de la realidad. Intenté imaginarme un hospital con enfermos de SIDA —enfermos humanos— donde todos los médicos y enfermeras se movieran grotescamente vestidos con trajes espaciales y donde todos los visitantes tuviesen que ponerse los mismos trajes protectores. ¡Cuánto se debieron aterrorizar los chimpancés la primera vez que vieron una de esas monstruosas siluetas y oyeron esas voces distorsionadas por el casco! Ahora ya están acostumbrados. Para ellos, el mundo exterior, el mundo real con árboles y cielo y el confort del contacto cotidiano y amistoso con otros seres vivos, ha desaparecido para siempre.
¿Cómo pueden tolerar estas condiciones las personas que trabajan con chimpancés? ¿No tienen sentimientos, ni compasión? ¿Han perdido la comprensión? ¿Son sádicos, que disfrutan de su poder y su control sobre esas potencialmente peligrosas criaturas? Creo que en su mayor parte las actitudes de los equipos vienen obligadas por el sistema científico. El personal recién empleado se sorprende por lo que ve. Algunos abandonan, incapaces de soportar el sufrimiento que les rodea, sintiéndose impotentes para ayudar. Y muchos de los que aguantan gradualmente van aceptando la crueldad, creyendo (u obligándose a creer) que es parte inevitable de la lucha para reducir el sufrimiento humano. Algunos de ellos se endurecen en el proceso, pues «toda compasión frena al trabajo».
Afortunadamente para los chimpancés, hay personas compasivas que no se conforman con las condiciones de los laboratorios, pero que se quedan en ellos porque creen que de esta manera pueden ayudar a mejorar las cosas para los chimpancés. Uno de ellos es el Dr. James Mahoney, que cuida esmeradamente a los 250 chimpancés a su cargo. Fue Jim quien me presentó a Jojo. Y ese día, cuando me arrodillé en el suelo reprimiendo mis lágrimas Jim, que había salido para hablar con otros chimpancés, vino y vio mi tristeza. Se agachó y me rodeó con sus brazos. «No hagas eso, Jane» dijo. «Yo tengo que soportarlo cada día de mi vida».
Y eso, desde luego, hace la angustia peor. Jim es una de las personas más gentiles y compasivas que conozco. Esa visión infernal que durante tanto tiempo debe resistir, añadía una nueva dimensión a mi comprensión. Las condiciones de los laboratorios no deben mejorar sólo por los chimpancés, sino también por las personas que los cuidan. Por esos técnicos cuyos propios ojos se llenaban de lágrimas cuando les preguntaba cómo podían soportar supervisar la separación de madres e hijos, la separación de un despreocupado joven de la guardería para que empiece su vida en la cárcel. Sé que mis visitas les llevan nuevas esperanzas, coraje para luchar por las mejoras. Y por eso, por ellos y por los chimpancés, vuelvo una y otra vez. Vuelvo a lo que para mí es el infierno.
Desafortunadamente, aquellos que trabajan desde dentro para mejorar las condiciones tienen que afrontar difícil tarea que debemos agradecer. Por un lado, la mayoría de sus colegas no tienen la menor idea del comportamiento real de un chimpancé. Los únicos que conocen son los chimpancés de laboratorio. Y los chimpancés de laboratorio, privados de casi todo lo que necesitan para su comodidad y para su estimulación mental, probablemente son malhumorados e incluso perversos. Pueden escupir y arrojar heces, agarrar y morder. En parte es debido a la frustración; en parte, porque intentan establecer algún contacto con la gente y en parte también porque no tienen nada más que hacer. Estos chimpancés son pobres embajadores de su clase y no es sorprendente que a muchos técnicos no les gusten e incluso que los teman.
Es verdad que en algunos laboratorios los chimpancés parecen estar en condiciones razonablemente buenas, a pesar de su esterilizado ambiente. Suele creerse erróneamente que si los animales parecen sanos, comen bien y, sobre todo, se reproducen satisfactoriamente el porque están contentos; por lo tanto, su entorno es adecuado. No se necesita un cambio. Desde luego esto no es cierto; ciertamente no lo es cuando se trata de seres humanos. Incluso en los campos de concentración nacieron bebés, y no hay una buena razón para creer que es diferente para los chimpancés.
En general, los científicos que diseñan las condiciones experimentales bajo las que tiene que desarrollarse su investigación olvidan que están tratando con seres vivos dotados de sentimientos. Insisten en que los animales sean tratados de la manera tradicional. Creen que sólo así sus experimentos y pruebas darán resultados fiables. Opinan que es necesario un entorno tétrico, estéril y restrictivo para los animales de laboratorio. Las jaulas deben ser estériles, sin cama ni juguetes, porque así es menos probable que los animales cojan enfermedades o parásitos. Y, desde luego, las jaulas deben ser fáciles de lavar; pequeñas, porque de otra manera es difícil tratar a los sujetos, inyectarlos o extraerles sangre. Los chimpancés deben ser enjaulados individualmente para evitar el riesgo de infecciones cruzadas.
De hecho, las cosas no necesitan ser así; hay laboratorios donde actitudes más humanas han llevado a mejorar las condiciones. Las jaulas pueden ser mayores porque se puede enseñar a los chimpancés a acercarse y enseñar sus nalgas para ponerles una inyección, o sus brazos para una extracción de sangre. Pueden aprender a trasladarse a jaulas más pequeñas para otro tipo de tratamientos. Se les puede persuadir de que intercambien juguetes, mantas etc. por comida, para que la limpieza de la jaula sea más fácil. Y hay incluso algunos laboratorios donde los chimpancés solitarios son la excepción y no la regla. Recientemente unos eminentes inmunólogos y virólogos de Estados Unidos y Europa han publicado un artículo que afirma que, en general, los experimentos que tradicionalmente han necesitado chimpancés encerrados individualmente, pueden ser adaptados satisfactoriamente a parejas de chimpancés. Esto significa, que todos los chimpancés utilizados en investigación sobre hepatitis y SIDA (la mayoría de animales de experimentación), se empieza a vislumbrar el final del confinamiento en solitario. Desde luego, cualquiera que enjaulase a un chimpancé individualmente debería ser obligado a probar convincentemente ante un grupo de científicos cualificados la necesidad de tales condiciones inhumanas, particularmente en vista del aumento de la evidencia de que tales condiciones, que producen animales estresados, no sólo son crueles sino que, de hecho, pueden alterar los resultados de los experimentos. Puesto que el estrés afecta al sistema inmunológico, los datos recogidos sobre la eficacia de un medicamento recogidos de un sujeto estresado pueden ser engañosos.
Por desgracia todos nosotros, los que estamos luchando para mejorar las condiciones de los laboratorios, vamos en contra del sistema establecido. Y éste opone el sufrimiento de los animales experimentales al sufrimiento de los humanos. Las reformas, argumentan, son costosas. Si los chimpancés disponen de jaulas más grandes, grupos sociales y un ambiente mejorado, así como mejores cuidados costará mucho más. Acabarían por detenerse algunos experimentos cruciales y esto, dicen, se pagará en términos de sufrimiento humano. Por supuesto, ello no es cierto.
La investigación realmente esencial continuaría. Es difícil, en términos morales, justificar cualquier utilización de los chimpancés como tubos de ensayo vivientes incluso bajo las mejores condiciones. Que podamos tolerar dicha utilización continua en condiciones de laboratorio tales como las que he descrito es un maldito indicativo de los valores éticos de nuestro tiempo.
De hecho, soplan los vientos del cambio. Las actitudes hacia animales no humanos están cambiando a la vez que el gran público es cada vez más consciente de la crueldad que nos rodea.
En algunos centros de primates de todo el mundo se discuten con regularidad los valores éticos en el uso y manutención de nuestros más cercanos parientes, y ha habido y hay intentos para mejorar las condiciones. En algunos laboratorios existen grandes recintos exteriores para los grupos de reproducción, y los animales de experimentación son, al menos, enjaulados en parejas y con acceso al exterior. Se están introduciendo programas diseñados para enriquecer la vida de los inquilinos en más y más laboratorios, no sólo para beneficio de los chimpancés, sino también para el bienestar mental de quienes los cuidan. Estos programas no implican necesariamente el desembolso de grandes cantidades de dinero; un día será mucho más distraído para un chimpancé si se le da, por ejemplo, una revista para leer, o un peine, o un cepillo de dientes y un espejo, o un simple tubo de plástico lleno de pasas o caramelos y un par de ramitas que pueda utilizar como herramientas para sacarlos. Se están planeando modos más sofisticados para aliviar el aburrimiento, como los videojuegos.
Una de las inesperadas recompensas que he encontrado mientras me implicaba con mayor intensidad en las tareas de conservación y trato, ha sido el conocimiento de tanta gente dedicada, cuidadosa y comprensiva que libran la misma batalla, luchando por mejorar las condiciones de los chimpancés en cautividad, para reducir el sufrimiento, para crear santuarios para individuos maltratados o huérfanos y para conservar los hábitats naturales. Estas notables personas ofrecen su tiempo, su dinero —y a veces su salud— para ayudar a los chimpancés en esta hora terrible de sufrimientos. Geza Teleki, por ejemplo, se quedó prácticamente ciego de una enfermedad incurablemente cuando trabajaba para el gobierno de Sierra Leona para crear un parque nacional específicamente para chimpancés. Esa gente ha conseguido mucho, luchando solos a menudo contra poderosos adversarios. Y ahora, como si un director invisible hubiera movido repentinamente la batuta, muchas de estas personas están uniendo sus fuerzas. Esto será, inevitablemente, muy beneficioso para los chimpancés de todo el mundo (para una lista más completa de los esfuerzos para ayudar a los chimpancés, véase Apéndice II).
¿Cuál es, realmente, el futuro del chimpancé en África, del ser salvaje, libre y majestuoso que hemos llegado a conocer tan bien? Lo mejor que podemos esperar son series de parques nacionales o reservas, bien protegidos con zonas «tapón», donde los chimpancés y otras especies salvajes puedan vivir naturalmente y en paz. No hay duda que, de alguna manera, esto se logrará. Desde luego es necesario persuadir a los gobiernos de los países implicados de que vale la pena, de que la conservación de los recursos naturales es mejor que su explotación inmediata para el provecho instantáneo. Los proyectos de investigación atraen divisas extranjeras. El turismo aún más. Los dos deben ser planeados conjuntamente para que el flujo de visitantes no moleste a los investigadores ni, lo que es más importante, a los animales. Los programas de educación despiertan la conciencia de la población local. Empleando como trabajadores de campo a los habitantes de las inmediaciones de las áreas reservadas, como hemos hecho en Gombe, se ayuda a la economía local y, lo que es igualmente importante, se genera el entusiasmo de la gente implicada, entusiasmo que se extiende a familiares y amigos. Esta es una de las razones por las que los chimpancés de Gombe están tan a salvo de la caza.
Debemos recordar que la gente que vive en áreas calificadas recientemente de protegidas pueden tener derecho a sentirse resentidas. ¿Por qué deben ser privados de una tierra que sus antepasados han utilizado durante generaciones? La conservación, la educación y el lujo de los dólares del turismo no son suficiente recompensa. Los imaginativos proyectos agro-forestales alrededor de las reservas forestales y de los parques —la plantación de árboles para madera, carbón vegetal, construcción de postes, etc.— no sólo protegen a las especies indígenas, sino que permiten a la gente utilizar la tierra como nunca lo hicieron en los tiempos pasados. ¡Algunos conservacionistas tienden a olvidar que los hombres también son animales!
No puedo cerrar este capítulo sin compartir una historia que tiene para mí un significado realmente simbólico. Trata de un chimpancé cautivo, Old Man, que fue rescatado de un laboratorio o un circo cuando tenía unos ocho años y vivía con tres hembras en una isla artificial en un zoológico de Florida. Había estado allí durante muchos años cuando un joven, Marc Cusano, fue empleado para cuidar de los chimpancés. «No vayas a la isla», le dijeron a Marc. «Esos brutos son peligrosos. Te matarán».
Al principio Marc obedeció las instrucciones y echaba la comida a los chimpancés desde un bote. Pero pronto se dio cuenta de que no los podía cuidar adecuadamente a menos que estableciese algún tipo de relación con ellos. Empezó a acercarse más y más cuando los alimentaba. Un día Old Man alargó la mano y cogió un plátano de la mano de Marc. ¡Cuánto me acuerdo de la primera vez que David Greybeard, en Gombe, cogió un plátano de mi mano! Y, como sucedió conmigo y David, ese fue el principio de una relación de mutua confianza entre Marc y Old Man. Unas semanas después Marc ya fue a la isla. Terminó por acicalar e incluso jugar con Old Man, aunque las hembras, una de las cuales tenía un bebé, se mostraban menos abiertas. Un día, cuando Marc estaba limpiando la isla, resbaló y cayó. Esto sorprendió a la cría, que gritó; su madre, despierto su instinto materno, saltó para atacar a Marc. Le mordió en el cuello cuando estaba en el suelo boca abajo, y él sintió la sangre correr por su barbilla. Las otras dos hembras corrieron para socorrer a su amiga. Una le mordió en la muñeca; la otra en la pierna. Marc había sido atacado antes, pero nunca con tal ferocidad. Pensó que todo había terminado para él.
Y entonces Old Man acudió al rescate de aquel su primer humano amigo en muchos años. Apartó a las hembras y las ahuyentó. Entonces se quedó cerca, manteniéndolas apartadas, mientras Marc se arrastraba lentamente hacia la barca. «Sabes, Old Man me salvó la vida», me dijo Marc después, cuando salió del hospital.
Si un chimpancé —uno, además, que ha sido maltratado por los humanos— puede saltar la barrera de las especies para ayudar a un amigo humano en necesidad, seguro que nosotros, con nuestra más profunda capacidad de compasión y comprensión, podemos ayudar a los chimpancés que hoy nos necesitan tan desesperadamente ¿verdad?