II. LA MENTE DEL CHIMPANCÉ
A menudo me fijaba en los ojos de un chimpancé y me preguntaba que ocurría detrás de ellos. Solía observar los de Flo, tan vieja, tan sabia. ¿Qué recordaba de su juventud? David Greybeard tenía los ojos más bonitos de todos ellos, grandes y brillantes. De alguna manera, expresaban completamente su personalidad, su serena confianza en sí mismo, su inherente dignidad y, desde hace algún tiempo, su obstinada determinación de hacerlo todo a su manera. Durante mucho tiempo me disgustaba mirar directamente a los ojos de los chimpancés; creía que, como en la mayoría de los primates, podría ser interpretado como un reto o al menos como un signo de mala educación. Pero no fue así. Mientras se les mire con amabilidad, sin arrogancia, un chimpancé lo comprenderá e incluso puede devolver la mirada. Entonces —o así me lo imagino— es como si los ojos fueran ventanas que miran al interior de la mente. Solamente el cristal es opaco, para que el misterio no pueda quedar nunca completamente desvelado.
Nunca olvidaré mi encuentro con Lucy, una chimpancé de dieciocho años educada en un hogar. Llegó y se sentó junto a mí en el sofá; con su cara muy cerca de la mía investigó en mis ojos. ¿Qué buscaba? Quizás signos de desconfianza, de desagrado, o de miedo; mucha gente debe haberse desconcertado un tanto cuando por primera vez se encaran con un chimpancé adulto. Lo que fuese que Lucy leyera en mis ojos evidentemente la satisfizo, pues, de repente, puso un brazo alrededor de mi cuello y me dio un generoso beso de chimpancé, con la boca abierta de par en par sobre la mía. Había sido aceptada.
Mucho tiempo después de este encuentro me sentí profundamente molesta. Había estado en Gombe durante unos quince años y el trato con los chimpancés de la jungla me resultaba ya bastante familiar. Pero Lucy, que había crecido como una niña humana, parecía haber cambiado; sus características esenciales de chimpancé habían sido sustituidas por actitudes humanas adoptadas con el paso de los años. Aunque aún permanecía a una eternidad del hombre estaba hecha por el hombre; era otra clase de ser. Miré, sorprendida, cómo abría la nevera y varios armarios, encontraba botellas y un vaso y hasta se servía un gin-tonic. Se llevaba la bebida a la televisión, la encendía, cambiaba de un canal a otro, pero como no le gustaban la volvía a apagar. Elegía una revista de la mesa y, llevando todavía su bebida, se sentaba en un cómodo sillón. Según iba hojeando la revista, manifestaba ocasionalmente su reconocimiento de algunas de las cosas que leía empleando los signos para sordos de la ASL, la American Sign Language. Yo, desde luego, no entendí nada, pero mi anfitriona, Jane Temerlin (que era también la «madre» de Lucy), tradujo: «Ese perro», comentó Lucy señalando la fotografía de un pequeño caniche blanco. Ella volvió la página. «Azul», declaró, señalando la foto de una mujer que anunciaba una marca de jabón vestida con un llamativo vestido azul. Y finalmente, después de unos movimientos indeterminados con la mano señalando quizás, unos murmullos —«Este de Lucy, este mío»—, cerró la revista y la dejó sobre su regazo. Jane me explicó que había sido adiestrada en el uso de los pronombres posesivos tres días a la semana con las lecciones que recibía en la ASL.
El libro escrito por el «padre» humano de Lucy, Maury Termerlin, fue titulado Lucy, Growing Up Human. Y, de hecho, el chimpancé se parece más a nosotros que cualquier otra criatura viva. Hay un parecido cercano en la psicología de ambas especies y genéticamente, en la estructura del ADN, hombres y chimpancés sólo se diferencian en algo más de un uno por ciento. Por este motivo la investigación médica utiliza chimpancés como animales de prueba cuando necesita sustitutos de los hombres para probar ciertos medicamentos o vacunas. Los chimpancés pueden ser infectados con todas las enfermedades infecciosas humanas conocidas, incluyendo aquellas, como la hepatitis B y el SIDA, a las que son inmunes los demás animales (exceptuando gorilas, orangutanes y gibones). Existen igualmente sorprendentes similitudes entre los hombres y los chimpancés en la anatomía y en la distribución del cerebro y del sistema nervioso y —aunque muchos científicos no estén muy de acuerdo— en el comportamiento social, en la habilidad mental y en las emociones. La noción de continuidad evolutiva en la estructura física del simio prehumano hasta el hombre actual ha sido moralmente aceptada por la mayoría de los científicos durante mucho tiempo. Esto, que podría ser afirmarse igualmente en lo que se refiere a la mente, fue considerado de modo general como una hipótesis absurda, especialmente por aquellos que usan y abusan de los animales en sus laboratorios. Resulta conveniente, después de todo, creer que aunque la criatura que se está utilizando reaccione como un hombre, es una cosa sin mente y, sobre todo, sin sentimientos: un animal «mudo».
Cuando empecé mi estudio en Gombe, en 1960, no estaba permitido, al menos en los círculos etológicos, hablar sobre la mente de un animal. Sólo los humanos tenían mente. Tampoco era adecuado hablar de la personalidad de un animal. Por supuesto, todo el mundo sabía que cada animal tenía sus propias y únicas características, como podía confirmar cualquiera que hubiese tenido un perro o un animal de compañía. Pero los etólogos, empeñados en hacer de la suya una ciencia «dura», se oponían al esfuerzo de intentar explicar estos sucesos de manera objetiva. Una respetada etóloga, a la vez que reconocía la existencia de una «variabilidad entre los individuos animales», afirmó que era mejor que permaneciese «escondida debajo de la alfombra». En aquella época las alfombras etológicas estaban llenas de bultos, tantas cosas escondían.
¡Qué ingenua fui! Como no había recibido una graduación en ciencias no me di cuenta de que se suponía que los animales no tenían personalidad, ni pensaban, ni sentían emociones o dolor. Yo no tenía ni idea de que cuando los conocía hubiese estado más correcta asignando a cada chimpancé un número en vez de un nombre. No me di cuenta de que no era científico tratar su conducta en términos de motivación u objetivo. Y nadie me había dicho que palabras como infancia o adolescencia eran únicamente fases humanas del ciclo de la vida, determinadas culturalmente y no utilizables cuando nos referimos a los chimpancés. Sin saberlo, empleé libremente todos estos términos y conceptos prohibidos en mi primer intento de describir, como mejor pude, cuanto de interesante observé en Gombe.
Nunca olvidaré la respuesta de un grupo de etólogos a algunas observaciones que efectué en un erudito seminario. Yo describía que Figan, como un adolescente, había aprendido a ir al campamento después de abandonarlo los machos senior y así podía coger unos cuantos plátanos para sí mismo. En la primera ocasión que tuvo de ver los frutos gritó poderosamente por el placer que representaba para él la llamada de los alimento: al verle, una pareja de viejos machos le atacaron por detrás, cogieron a Figan, y le quitaron sus plátanos. Y además, al llegar a este punto de la historia, conté que a partir de aquel momento hasta la fecha Figan tenía suprimidas sus llamadas. Podíamos oír breves sonidos en su garganta, pero tan débiles que nadie más podía oírlos. Otros jóvenes chimpancés a los que nos esforzábamos en dar fruta a escondidas, sin que se enteraran sus mayores, nunca aprendieron a autocontrolarse. Con un grito de júbilo se delataban sólo para que les robaran el botín cuando los machos mayores cargaban por detrás. Esperaba que mi auditorio quedara fascinado e impresionado, como yo lo estaba. Esperaba un intercambio de puntos de vista sobre la indudable inteligencia de los chimpancés. En lugar de ello se produjo un cortante silencio después del cual el moderador cambió precipitadamente de tema. Excuso decir que me sentí tan desairada que me resistí durante mucho tiempo a contribuir con cualquier comentario a cualquier reunión científica. Mirando atrás, sospecho que todos y cada uno de los asistentes estaban interesados, pero, por supuesto, hasta hoy no se permite presentar una mera «anécdota» como evidencia.
La editorial a la que escribí para mi primera publicación me pidió que no tratara a los chimpancés como personas. Indignada, acabé cambiando todo lo que diese la imagen de un animal para que el trato fuese el mismo que el que reciben las personas. Como no era mi deseo abrirme un hueco en el mundo de la ciencia, sino que simplemente quería seguir viviendo y aprendiendo entre los chimpancés, la posible reacción del editor no me preocupó. De hecho, yo gané aquella partida: el libro que fue finalmente publicado confería a los chimpancés la dignidad de su género y los ascendía de simples «cosas» a seres en esencia.
Sin embargo, y a despecho de mi ciertamente agresiva actitud, quise aprender y aprecié la increíble suerte que tuve al ser admitida en Cambridge. Quería conseguir mi Doctorado en Filosofía, aunque sólo fuera por consideración a Louis Leakey y a las demás personas que habían escrito en apoyo de mi admisión. Y aprecié también lo afortunada que fui al tener a Robert Hinde como supervisor. No sólo porque pude beneficiarme de su mente brillante y de su claro pensamiento, sino también porque dudo que hubiese podido encontrar otro profesor que se adecuase tan bien a mis necesidades particulares y a mi personalidad. Gradualmente fue capaz de revestirme de algunas de las características de los científicos. De esta manera, aunque seguí manteniéndome en la mayoría de mis convicciones —que los animales tenían personalidad; que podían sentir felicidad, tristeza o temor; que podían sentir dolor; que podían esforzarse para conseguir ciertos objetivos si eran bien motivados—, pronto me di cuenta que estas convicciones eran difíciles de probar. Era mejor ser prudente, al menos mientras no me ganase ciertas credenciales y credibilidad. Y Robert me dio un maravilloso consejo sobre cómo hacer que las ideas más revolucionarias tuviesen cierto tinte científico. «Tú no puedes saber que Fifi estaba celosa», me reprendió en una ocasión. Discutimos un poco. Y luego: «¿Por qué no dices: si Fifi fuese una niña, diríamos que estaba celosa?». Así lo hice.
No es fácil estudiar las emociones incluso cuando los sujetos son seres humanos. Sé como me siento si estoy triste, o feliz, o enfadada, y si un amigo me dice que está triste, feliz o enfadado asumo que sus sentimientos son similares a los míos. Pero, desde luego, no puedo saberlo. Si intentamos ponernos a estudiar seriamente las emociones de seres progresivamente distintos de nosotros, el trabajo, obviamente, crece en dificultad. Si asignamos emociones humanas a seres no humanos somos acusados de antropomorfismo, pecado común en la etología. Pero ¿es eso tan malo? Si probamos el efecto de los medicamentos en los chimpancés porque biológicamente se parecen tanto a nosotros; si aceptamos que existen similitudes increíbles entre los cerebros y sistemas nerviosos del hombre y del chimpancé ¿no es lógico asumir que existirán similitudes en los más básicos sentimientos, en las emociones de ambas especies?
De hecho, todos cuantos que han trabajado largo tiempo con chimpancés no han dudado en asignar a los chimpancés emociones similares a las que en nosotros mismos etiquetamos como placer, alegría, pena, enfado, aburrimiento, etc. Algunos de los estados emocionales de los chimpancés son tan obviamente semejantes a los nuestros que incluso un observador inexperto podría comprender lo que sucede. Un pequeño que se tira al suelo, con la cara arrugada, azotando con los brazos cualquier objeto cercano, golpeándose en la cabeza, está claro que ha cogido una rabieta. Un joven que se retuerce junto a su madre, dando volteretas, encaramándose a su espalda, tirando de su mano pidiendo unas cosquillas está, lógicamente, lleno del «placer de vivir». Algunos observadores no dudarían en atribuir su comportamiento a la felicidad, al buen vivir. Y uno no puede observar a los pequeños chimpancés sin darse cuenta que tienen las mismas necesidades de afecto que los niños. Un macho adulto tumbándose a la sombra después de una buena comida, aceptando condescendiente jugar con un pequeño o rascar ociosamente a una hembra adulta, está ofreciendo signos claros de buen humor. Cuando se sienta con el pelo erizado, gritando a sus subordinados y amenazándolos con gestos irritados y todo esto se produce seguidamente, es una señal evidente de malhumor. Juzgamos de este modo porque el parecido de la conducta de un chimpancé con la nuestra nos permiten compararlas.
Es difícil tratar emociones que no hayamos experimentado. Puedo imaginar, hasta cierto punto, el placer de una hembra chimpancé durante el acto de la procreación. Los sentimientos de su compañero macho están más allá de mi conocimiento, como lo están los del macho humano en el mismo contexto. He pasado incontables horas observando madres chimpancés tratando con sus hijos. Pero hasta que no tuve mi propio hijo no empecé a comprender el básico y poderoso instinto del amor materno. Si alguien accidentalmente hacía algo que asustase a Grub, o que amenazase su bienestar de alguna manera, yo sentía un chorro de ira irracional. ¡Cuánto más fácil fue comprender los sentimientos de la madre chimpancé cuando agitaba su brazo con furia y gritaba amenazadoramente al individuo que se acercaba a su hijo demasiado, o al compañero de juegos que, sin querer, hería a su pequeño! Y Basta que no sufrí el duro revés de la muerte de mi segundo marido, no pude empezar a apreciar la desesperación y el sentimiento de pérdida que puede causar a los jóvenes chimpancés la pérdida de sus madres.
La empatía y la intuición pueden ser de valor incalculable cuando intentamos comprender ciertas complejas interacciones del comportamiento si, como así se hace, son registradas precisa y objetivamente. Afortunadamente, rara vez he encontrado problemas para registrar los hechos de manera ordenada, incluso durante las épocas de poderoso compromiso emocional con los actores. Y «saber» intuitivamente cómo se siente un chimpancé —por ejemplo, después de un ataque— puede ayudar a comprender lo que va a ocurrir a continuación. No deberíamos tener miedo, como mínimo, a intentar utilizar nuestra relación con el cercano proceso evolutivo de los chimpancés en nuestros intentos de interpretar conductas complejas.
Hoy en día, como en tiempos de Darwin, una vez más es elegante hablar de la mente animal, así como estudiarla. Este cambio se iba produciendo de manera gradual y se debía, al menos en parte, a la información obtenida de cuidadosos estudios de las sociedades animales en el campo. Como estas observaciones pasaron a ser ampliamente conocidas, era imposible rechazar la complejidad del comportamiento social que iba revelando en una especie tras otra. El confuso desorden reinante bajo las alfombras de los etólogos era puesto en evidencia y examinado pieza a pieza. Gradualmente se vio que las explicaciones parsimoniosas de comportamientos aparentemente inteligentes eran con frecuencia erróneas. Ello condujo a una sucesión de experimentos que, considerados en conjunto, probaban claramente que muchas habilidades intelectuales que han sido consideradas, o mejor dicho, pensadas como exclusivamente presentes en los seres humanos, se presentan también, aunque en un grado menor de desarrollo, en otros seres no humanos. Particularmente, por supuesto, en los primates no humanos, y especialmente en los chimpancés.
Cuando comencé a leer acerca de la evolución humana aprendí que una de las características de nuestra propia especie era que nosotros, y solamente nosotros, éramos capaces de hacer herramientas. El «Hombre fabricante de herramientas» era una de las definiciones utilizadas más a menudo, a pesar de la cuidadosa y exhaustiva investigación de Wolfgang Kohler y Robert Yerkes en la capacidad de los chimpancés para fabricar y usar herramientas. Estos estudios, llevados a cabo de modo independiente durante los años veinte, fueron recibidos con escepticismo. Tanto Kohler como Yerkes eran científicos respetados y ambos tenían un profundo conocimiento de la conducta de los chimpancés. Realmente, las descripciones de Kohler de las personalidades y el comportamiento de varios individuos de su colonia, publicadas en su libro The Mentality of Apes se cuentan entre las más vivas y brillantes jamás escritas. Y sus experimentos, que muestran cómo los chimpancés amontonaban cajas y luego se encaramaban en las inestables construcciones para alcanzar la fruta que colgaba del techo, o unían dos palos para hacer una larga vara capaz de alcanzar la fruta que, de otra manera, quedaba fuera de su alcance, se han convertido en clásicos, apareciendo en casi todos los libros de texto que tratan la conducta inteligente en animales no humanos.
Por el momento, las observaciones sistemáticas del uso de herramientas proceden de Gombe y han quedado olvidados aquellos estudios pioneros. Aún más: se sabe que los humanizados chimpancés podían utilizar instrumentos; otra cosa era descubrir si era un suceso corriente en la jungla. Yo recuerdo bien que escribí a Louis sobre mis primeras observaciones, describiendo como David Greybeard no solamente usaba manojos de ramas para coger termitas, sino que, de hecho arrancaba hojas y con ellas hacía una herramienta. Y recuerdo también que recibí el telegrama que contestaba a mi carta: «Ahora debemos definir herramienta, redefinir hombre o aceptar los chimpancés como humanos».
Al principio hubo unos cuantos científicos que intentaron echar abajo mis observaciones con las termitas, ¡incluso llegaron a sugerir que yo había adiestrado a los chimpancés! Pero muchísimas personas quedaron fascinadas por la información y por las subsiguientes observaciones en las que los chimpancés de Gombe empleaban objetos como herramientas. Y sólo unos cuantos antropólogos manifestaron su disconformidad cuando sugerí que los chimpancés, probablemente, transmitían sus tradiciones en el uso de herramientas de generación en generación por medio de la observación, imitación y práctica, de manera que se podía suponer que cada población pudiera tener su propia cultura en el uso de herramientas. Lo cual, incidentalmente, parece cada vez más cierto. Y cuando describí como un chimpancé, Mike, resolvió espontáneamente un nuevo problema utilizando una herramienta (rompió un palo para tirar un plátano al suelo cuando estaba demasiado nervioso para cogerlo de mi mano) no creo que nadie se sorprendiese lo mas mínimo en la comunidad científica. Es verdad que yo no fui atacada, como Kohler y Yerkes, por sugerir que los humanos no eran los únicos seres capaces de razonar.
A mitad de la década de los sesenta vi comenzar un proyecto que, junto con otras investigaciones semejantes parecidas, pretendía enseñarnos mucho sobre la mente del chimpancé. Era el proyecto Washoe, concebido por Trixie y Allen Gardner. Ambos compraron un pequeño chimpancé y empezaron a enseñarle los signos de la ASL, el lenguaje de los signos usado por los sordomudos. Veinte años antes otro equipo formado por los esposos Richard y Cathy Hayes había intentado, casi sin éxito, enseñar a hablar a Vikki, un joven chimpancé. La iniciativa de los Hayes nos enseñó mucho sobre la mente del chimpancé, pero Vikki, aunque pasó bien las pruebas de coeficiente de inteligencia y aunque era una joven inteligente, no podía aprender a hablar como los hombres. Los Gardner, sin embargo, consiguieron un éxito espectacular con su alumno, Washoe. No sólo aprendió los signos con facilidad, sino que rápidamente empezó a usarlos juntos en diversas situaciones. Estaba claro que cada signo evocaba en su mente la imagen mental del objeto que representaba. Por ejemplo, si en el lenguaje de los signos le pedían que trajese una manzana, se iba y encontraba una manzana que estaba fuera de la vista, en otra habitación.
Otros chimpancés entraron en el proyecto, algunos de ellos empezando a vivir en familias que utilizaban normalmente el lenguaje de los sordomudos antes de reunirse con Washoe. Y finalmente Washoe adoptó un pequeño, Loulis. Venía de un laboratorio donde jamás había penetrado la idea de enseñar los signos. Mientras estuvo con Washoe no recibió lecciones acerca de la adquisición del lenguaje, al menos, de los humanos. Sin embargo, cuando tenía ocho años utilizaba en el contexto correcto cincuenta y ocho signos. ¿Cómo los aprendió? La mayoría, al parecer, imitando el comportamiento de Washoe y de los otros tres chimpancés, Dar, Moja y Tatu. A veces recibía instrucción del propio Washoe. Un día, por ejemplo, empezó a pavonearse de ir sobre dos pies, con el pelo erizado, haciendo la señal de comida ¡comida!, ¡comida!, ¡comida! con gran agitación. Había visto a un hombre acercándose a ella con una tableta de chocolate. Loulis, de sólo dieciocho meses, contemplaba la escena pasivamente. De repente Washoe detuvo su exhibición, fue hacia él, cogió su mano e hizo el signo de comida (los dedos apuntando a la boca). En otra ocasión y en un contexto similar, hizo el signo correspondiente a chicle, pero colocando su mano sobre Loulis. En una tercera ocasión Washoe, sin que viniese al caso, cogió una sillita, se la llevó a Loulis, la colocó frente a él e hizo claramente el signo de silla tres veces mientras miraba a Loulis fijamente. Los dos signos de comida fueron incorporados al vocabulario de Loulis, pero el signo de silla, no. Obviamente, las prioridades del joven chimpancé eran similares a las de un niño humano.
Cuando las noticias sobre los éxitos de Washoe llegaron por primera vez a la comunidad científica, provocaron de inmediato una tormenta de amargas protestas. Esto implicaba que los chimpancés eran capaces de dominar un lenguaje humano, y esto, a su vez, indicaba un poder mental de generalización, abstracción y formación de conceptos, además de habilidad para comprender y utilizar símbolos abstractos. Y dicha habilidad intelectual era ciertamente, prerrogativa del Homo sapiens. Aunque muchos estaban fascinados y excitados por los descubrimientos de los Gardner eran muchos más los que rechazaban el proyecto en su conjunto, en la suposición de que los datos eran poco fiables, la metodología poco sólida, y las conclusiones no solamente erróneas, sino completamente absurdas. La controversia originó todo tipo de proyectos sobre el lenguaje. Y, aunque los investigadores eran reticentes a empezar y esperaban desmentir los trabajos de Gardner, y aunque su intención era demostrar lo mismo por un camino distinto, sus investigaciones proporcionaron información adicional sobre la mente de los chimpancés.
Y así, con nuevos incentivos, los psicólogos empezaron a medir la capacidad mental de los chimpancés de diversas maneras; una y otra vez los resultados confirmaron que sus mentes son misteriosamente iguales a la nuestra. Durante largo tiempo se sostuvo la idea de que sólo los humanos eran capaces de lo que se denomina transferencia cruzada de información», es decir, si alguien cierra los ojos y con las manos palpa una patata de forma extraña, al abrir los ojos la reconocerá entre otras patatas solamente con verla. Y viceversa. Resultó que los chimpancés también son capaces de «saber» con sus ojos y «sentir» con sus dedos en idéntico proceso. De hecho, ahora sabemos que algunos otros primates no humanos poseen la misma habilidad. Espero de toda clase de criaturas la misma habilidad.
Entonces se probó experimentalmente y por encima de cualquier duda que los chimpancés podían reconocerse a sí mismos ante un espejo, lo que demuestra que, de algún modo, poseen alguna clase de auto-concepto. De hecho, Washoe ya había demostrado esta habilidad unos años antes, reconociéndose espontáneamente ante un espejo, mirando fijamente su imagen y haciendo el signo de su nombre. Pero esa observación era meramente anecdótica. La prueba llegó cuando a unos chimpancés que habían estado jugando con espejos se les aplicaron, mientras estaban anestesiados, toquecitos de pintura inodora en puntos, como la cabeza y las orejas, que no podían ver sino en el espejo. Cuando se despertaron no sólo quedaron fascinados por su manchada imagen, sino que inmediatamente investigaron con sus dedos las manchas de pintura.
El hecho que los chimpancés tuviesen una excelente memoria no sorprendió a nadie. Después de todo, hemos crecido creyendo aquello de que «un elefante nunca olvida», así que ¿por qué iba a ser distinto un chimpancé? El hecho de que Washoe hiciera espontáneamente el signo del nombre de Beatrice Gardner, su madre adoptiva cuando volvió a verla después de una separación de once años, no es una hazaña que supere a la de un perro que reconoce a su amo después de separaciones más largas, a pesar de que la longevidad de un chimpancé es mucho mayor. Los chimpancés pueden también hacer planes para su inmediato futuro. Esto quedó bien ilustrado en Gombe durante la estación de las termitas: a menudo un individuo preparaba una herramienta para usar en un termitero que estaba a más de cien metros y completamente fuera de su campo visual.
Este no es lugar para describir con detalle otras capacidades cognoscitivas que han sido estudiadas en laboratorio en los chimpancés. Entre otras conclusiones, se sabe que los chimpancés poseen habilidades prematemáticas: pueden, por ejemplo, diferenciar fácilmente entre el más y el menos. Pueden clasificar cosas en categorías específicas de acuerdo con un criterio dado —por ejemplo, no tienen dificultad en separar una pila de alimentos en frutas y verduras en una momento dado y, en otro, dividir la misma pila de alimento de grandes a pequeños, incluso aunque esto requiera poner verduras junto con frutas. Los chimpancés a los que se ha enseñado un lenguaje pueden combinar signos de modo creativo para describir objetos para los que no poseen un símbolo concreto. Washoe, por ejemplo, dejó perplejos a sus guardianes al preguntar por una fruta roca. Por casualidad intuyeron que se estaba refiriendo a las nueces de Brasil, que había encontrado poco antes por primera vez. Otro chimpancé entrenado en el uso de los signos describió un pepino como un plátano verde y otro se refirió un Alka-Seltzer como la bebida que se oye. Pueden, incluso, inventar signos. Cuando Lucy envejeció tuvimos que ponerle una traílla para sacarla de paseo. Un día, impaciente por salir, pero no disponiendo de signo alguno para traílla, manifestó su deseo agarrando el cierre del anillo de su collar. Este signo pasó a formar parte de su vocabulario. A algunos chimpancés les gusta dibujar, y especialmente pintar. Los que han aprendido los signos del lenguaje, a veces etiquetan sus trabajos espontáneamente, «Esto [es] manzana», o ave, o maíz tierno, o cualquier cosa. El hecho de que las pinturas parezcan a nuestros ojos notablemente distintas a los objetos representados por los artistas hace pensar que los chimpancés son malos dibujantes ¡o que nosotros tenemos mucho que aprender del arte representativo de los grandes monos!
Algunas veces la gente se pregunta por qué los chimpancés han desarrollado tan complejos poderes intelectuales cuando su vida salvaje es tan simple. La respuesta es, por supuesto, que su vida en libertad no es tan simple. Ellos emplean —y necesitan sus habilidades intelectuales durante el habitual día a día en su compleja sociedad.
Continuamente tienen que tomar decisiones, como dónde ir o con quién viajar. Necesitan imperiosamente desarrollar su habilidad social, particularmente aquellos machos que luchan por un alto puesto en la jerarquía dominante. Los chimpancés de nivel inferior deben aprender a contentarse —a ocultar sus deseos, o bien a hacer las cosas en secreto— si quieren seguir viviendo con sus superiores. En realidad, el estudio de los chimpancés en libertad nos sugiere que sus habilidades mentales se han desarrollado durante milenios para poder arreglárselas cada día. Hoy, el volumen de datos fiables acerca de la inteligencia de los chimpancés obtenidos con tanto cuidado en los laboratorios, constituyen un valioso soporte para los que estudiamos los casos de inteligencia y conducta racional en la jungla.
Es más fácil estudiar la destreza mental en el laboratorio, mediante cuidadosos y elaborados tests y con un juicioso empleo de los datos, puesto que los chimpancés pueden verse animados a superarse a sí mismos, a exprimir sus mentes hasta el límite. Tiene más sentido realizar los estudios en la jungla, pero resulta mucho más dificultoso. Tiene más sentido, porque podemos comprender mejor la presión ambiental que conduce a la evolución de la habilidad mental en las sociedades de chimpancés. Es más difícil porque, en libertad, casi todas las conductas pueden ser influidas por incontables variables; los años de observación, grabación y análisis ocupan el lugar de los controvertidos tests; las mediciones pueden ser contadas con los dedos de la mano; los únicos experimentos son realizados por la propia naturaleza y sólo el tiempo termina por proporcionar una respuesta.
En la jungla, una simple observación puede tener un gran significado y constituir la clave de algún enrevesado enigma de ciertos aspectos del comportamiento, la clave para comprender, por ejemplo, un cambio de relación. Obviamente, resulta crucial observar el mayor número posible de acontecimientos de este tipo. Durante los primeros años de mi estudio en Gombe quedó claro que una sola persona sólo podría comprender una fracción de lo que ocurría en una comunidad de chimpancés en un momento dado. Y así, a partir de 1964, pude formar un equipo de investigación para ayudarme a obtener información sobre la conducta de nuestros más cercanos parientes vivos.