GOMBE
Me di la vuelta y miré la hora: eran las 5.44 de la madrugada. Mis largos años de experiencia en madrugar me permiten despertar antes de oír sonar el desagradable timbre del despertador. Poco después estaba sentada en las escaleras de mi casa, mirando el lago Tanganika. La luna en menguante permanecía suspendida sobre el horizonte, allí donde la montañosa costa de Zaire delimitaba el lago Tanganika. Era una noche tranquila y los reflejos de la luna bailaban y se llegaban hasta mí, serpenteantes, a través del pausado movimiento del agua. Terminé enseguida mi desayuno —un plátano y una taza de café del termo— y diez minutos más tarde subía ya por la embarrada cuesta detrás de mi casa, con mis pequeños prismáticos y mi cámara apretujándose en mis bolsillos con la libreta y los lápices, un racimo de uvas para mi comida, y bolsas de plástico, en las que poner las cosas si llovía. La tenue luz de la luna brillando en la húmeda hierba me permitía encontrar el camino sin dificultad, y así llegué al lugar donde la noche anterior había observado dieciocho chimpancés en su descanso nocturno. Me senté a esperar a que despertaran.
Los árboles estaban aún embebidos de los misterios del último sueño de la noche. Todo permanecía tranquilo, lleno de paz. Los únicos sonidos eran el ocasional crujido de una rama y el suave murmullo del agua del lago allí donde acariciaba los guijarros, camino abajo. Mientras me sentaba allí me embargaba esa expectante sensación que, en mi interior, precede siempre a un día con los chimpancés, un día recorriendo la selva y las montañas de Gombe, un día para nuevos descubrimientos, para nuevas vivencias.
Entonces se produjo una repentina explosión de sonido: un duelo entre un par de arrogantes y maravillosos petirrojos. Me di cuenta de que la intensidad de la luz había cambiado: el amanecer me había invadido inadvertidamente. La luz del sol lo capturaba todo, venciendo a su propia plateada e indefinida luminosidad reflejada en la luna. Los chimpancés aún dormían.
Cinco minutos después se oyó en lo alto un susurro de hojas. Miré hacia arriba y vi las ramas moviéndose contra el cielo iluminado. Allí era donde Goblin, el macho dominante de la comunidad, había hecho su nido. Luego volvió la tranquilidad. Debió darse la vuelta, tumbándose después para un último y corto sueño. Inmediatamente después se produjo movimiento en otro nido, a mi derecha; luego, en otro a mi espalda, más arriba, en la pendiente. Ruidos de hojas, el crujido de una ramita: el grupo comenzaba a despertar. Mirando a través de los prismáticos hacia el árbol donde Fifi había confeccionado su nido para ella y su hijo, Flossi, pude ver la silueta de su pie. Un momento más tarde Fanni, su hija de dieciocho años, trepó desde su cercano nido y se sentó justo encima de su madre, pequeña mancha oscura contra el cielo. Los otros dos vástagos, el adulto Freud y el adolescente Frodo, habían anidado más arriba, en la cuesta.
Nueve minutos después de su primer movimiento Goblin se incorporó súbitamente y, casi enseguida, abandonó su nido y empezó a saltar salvajemente por el árbol, agitando vigorosamente las ramas. El pandemónium estalló. Los chimpancés más cercanos a Goblin dejaron sus nidos y siguieron su camino. Otros se incorporaron a mirar, tensos y preparados para volar. La paz de la primera hora de la mañana fue interrumpida por los feroces gritos y rugidos que los subordinados de Goblin emitían para inspirar respeto o temor. Momentos más tarde finalizaba la parte arbórea de la exhibición; Goblin saltó abajo y cargó delante de mí, manoteando y pateando el suelo húmedo, poniéndose en pie y agitando la vegetación, cogiendo y tirando una roca, un viejo pedazo de madera, de nuevo una roca. Luego se sentó, con los pelos erizados, unos quinientos metros más abajo. Respiraba pesadamente. Mi propio corazón latía a mayor velocidad. Mientras él se movía me había levantado, abrazándome a un árbol, rezando para que no me aporreara como hace algunas veces. Pero, por suerte me había ignorado; así que me volví a sentar.
Con suavidad, jadeando, el hermano menor de Goblin, Gimble, descendió y vino a saludar al alfa o macho dominante, tocando su cara con sus labios. Luego otro macho adulto se acercó a Goblin y Gimble se apartó del camino. Era mi viejo amigo Evered. Se acercaba con sonoros y sumisos gruñidos. Goblin, lentamente, alzó un brazo en señal de saludo y Evered se lanzó hacia delante. Los dos machos, abrazados, gritaban ruidosamente en la excitación de esta reunión matinal; sus blancos dientes brillaban en la penumbra. Durante unos momentos se desparasitaron uno a otro y luego, calmado, Evered se apartó y fue a sentarse tranquilamente.
Sólo bajó otro adulto más: Fifi, con Flossi colgando de su vientre. Evitó a Goblin, pero se acercó a Evered gruñendo suavemente; alzó su mano y tocó su brazo. Entonces ella empezó a desparasitarle. Flossi se subió al regazo de Evered y contempló su cara. Él le echó una mirada, desparasitó su cabeza con ahínco durante un momento y luego se volvió para devolver a Fifi sus atenciones. Flossi se acercó a Goblin, pero sus pelos continuaban erizados, así que pensó que más le valdría trepar a un árbol cerca de Fifi. Pronto empezó a jugar con Fanni, su hermana.
La paz volvió a reinar, pero faltaba el silencio del amanecer. Arriba, en los árboles, los otros chimpancés del grupo empezaban a moverse, preparándose para el nuevo día. Algunos empezaron a comer; oí el suave murmullo producido por las semillas y las pieles de los higos arrojados al suelo. Me senté, llena de felicidad por haber vuelto a Gombe después de una larga y desacostumbrada ausencia, de casi tres meses de conferencias y reuniones en Estados Unidos y Europa. Aquel iba a ser mi primer día con los chimpancés y mi plan era disfrutarlo completamente, ponerme al corriente de todas las novedades de mis viejos amigos, tomar fotografías, recuperar mi forma física para la escalada.
Evered tomó la iniciativa de la marcha, treinta minutos después, deteniéndose dos veces para mirar atrás y comprobar que Goblin se iba también. Fifi los siguió, con Flossi a sus espaldas como un pequeño jinete, y Fanni inmediatamente detrás. En aquel momento los otros chimpancés bajaron y caminaron tras ellos: Freud y Frodo, los machos adultos Atlas y Beethoven, el magnífico adolescente Wilkie, y dos hembras, Patti y Kedevu, con sus hijos. Había otros más, pero iban más arriba, por la cuesta, y no pude verlos. Nos dirigimos hacia el norte paralelamente a la playa; después nos internamos en el valle de Kasakela y, con frecuentes pausas para comer, nos encaminamos hacia la ladera opuesta. Por el este el cielo se iluminó, pero hasta las ocho y media el sol no rebasó los picos de la escarpada cordillera. En aquel momento nos encontrábamos encima del lago. Los chimpancés se detuvieron y gruñeron unos instantes, disfrutando de los cálidos rayos del sol de la mañana.
Aproximadamente veinte minutos después se produjo un súbito estallido de gritos de chimpancé, una mezcla de suspiros y chillidos. Distinguí la peculiar voz de la grande y estéril hembra Gigi por encima de las del grupo de hembras y jóvenes. Goblin y Evered se detuvieron gruñendo, y todos los chimpancés dirigieron sus miradas allí de donde venían los sonidos. Entonces, con Goblin ahora en cabeza, la mayor parte del grupo se movió en esa dirección.
Fifi, sin embargo, se quedó detrás y continuó acicalando a Fanni, mientras Flossi jugaba sola colgando de una rama baja cerca de su madre y de su hermana mayor. Decidí quedarme también, aprovechando que Frodo, que no dejaba de molestarme, se había marchado con los demás. Él pretendía divertirse conmigo y comenzó a volverse agresivo al ver que yo no le seguía el juego. A sus doce años es mucho más fuerte que yo y su conducta es peligrosa. Una vez golpeó mi cabeza con tanta fuerza que casi me rompió el cuello. Y en otra ocasión me empujó cuesta abajo. Solamente puedo esperar que, a medida que crezca y deje la infancia atrás, madure y abandone estos hábitos irritantes.
Pasé el resto de la mañana vagando pacíficamente con Fifi y sus hijas, trasladándonos para comer de un árbol al siguiente. Los chimpancés se alimentan de distintos tipos de fruta. Durante unos tres cuartos de hora arrancaron hojas de los arbustos bajos, que enrollaban y masticaban después. Una vez pasamos por delante de otra hembra, Gremlin, y su nuevo hijo, el pequeño Galahad. Fanni y Flossi corrieron hacia ellos para saludarlos, pero Fifi apenas miró en esa dirección.
A cada momento ascendíamos más y más. Al poco rato, en una loma abierta y verdeante, encontramos otro pequeño grupo de chimpancés: el macho adulto Prof, su joven hermano Pax y dos tímidas hembras con sus hijos. Estaban comiendo hojas de un esplendoroso árbol mbula. Hubo unos pocos y tranquilos gruñidos de saludo cuando Fifi y los jóvenes se incorporaron al grupo; después empezaron también a comer. En aquel momento los otros se fueron y Fanni los siguió. Pero Fifi se hizo un nido y se acurrucó en él para la siesta. Flossi también se quedó trepando, balanceándose, entreteniéndose junto a su madre. Después se fue con Fifi a su nido, comenzó a mamar y pareció caer dormida.
Desde donde estaba sentada, debajo de Fifi, podía ver el valle de Kasakela. Al frente, hacia el sur, el Pico. Una oleada de cálidos recuerdos me invadió al verlo, inclinado como una turgente espalda de mujer sobre la verde loma que separa Kasakela del valle de Kakombe, donde tenía mi casa. En los primeros tiempos de investigación en Gombe, en 1960 y 1961, pasé día tras día observando los chimpancés a través de mis prismáticos desde este aventajado mirador. Me subía al Pico un pequeño cofre de latón con una olla, un poco de café, azúcar y una manta. A veces, cuando los chimpancés dormían cerca, yo permanecía allí con ellos, envuelta en mi manta para resguardarme del frío de la noche. Gracias a este contacto diario empezamos a compartir gradualmente algunas cosas de la vida cotidiana; aprendí sobre su alimentación, sobre sus rutas y empecé a comprender su estructura social, única, de pequeños grupos que forman parte de otros mayores, de grandes grupos que se dividen en otros más pequeños, con chimpancés errando en solitario.
Desde el Pico vi por vez primera un chimpancé comer carne: David Greybeard. Lo había visto subir a un árbol agarrando el cadáver de un pequeño jabalí de río potamoquero, correspondiente a la especie Potamochoerus porcus (N. del T.), que compartió con una hembra mientras los jabalíes adultos embestían desde abajo. Y a sólo unos nueve kilómetros del Pico, en un inolvidable día de octubre, en 1960, había visto a David Greybeard, junto a su íntimo amigo Goliath, tratando de pescar termitas con unas ramitas. Mirando hacia atrás reviví la emoción que sentí cuando vi a David tender la mano, sosteniendo un manojo de ramitas, apretarlo para que pudiese pasar por la estrecha boca del nido de termitas y acercarlo cuidadosamente al termitero. No sólo estaba usando los troncos como herramienta: estaba, de hecho, modelándolos para conseguir un objetivo concreto, mostrando un principio de construcción de herramientas. ¡Qué emocionados telegramas envié a Louis Leakey, el avispado genio que me animó a investigar en Gombe! El hombre no era, después de todo, el único animal creador de herramientas. Ni los chimpancés eran los plácidos vegetarianos que todo el mundo suponía.
Aquello fue después de que mi madre, Vanne, se marchó para volver a sus otras responsabilidades en Inglaterra. Durante su estancia de cuatro meses había efectuado una inestimable contribución al éxito del proyecto: montó una clínica con cuatro postes y un techo de paja, donde proveyó de medicinas a los nativos, la mayoría pescadores, y a sus correspondientes familias. Aunque sus remedios eran simples —aspirinas, sales, tintura de yodo, vendas, etc.—, su dedicación y su paciencia no tenían límites, y sus curas funcionaron con frecuencia. Mucho más tarde supimos que la mayoría de la gente llegó a creer que poseía poderes mágicos para las curaciones. De esta manera consiguió que la población local me respetase y me apoyase.
Por encima de mí se agitaba Fifi, sosteniendo en sus brazos a la pequeña Flossi para que pudiese mamar más cómodamente. Entonces sus ojos se cerraron de nuevo. La pequeña se amamantó durante un par de minutos más; luego se quedó dormida. Yo continué la jornada soñando despierta, reviviendo en mi mente los momentos más señalados del pasado.
Recordé el día en que David Greybeard visitó por vez primera mi campamento junto al lago. Había venido para comer de los frutos maduros de una palmera que allí crecía. Atisbó unos plátanos que había sobre una mesa, fuera de mi tienda, los cogió y fue a comérselos entre los matorrales. Desde que descubrió los plátanos se convirtió en visitante habitual y, gradualmente, otros chimpancés comenzaron a seguirlo hasta mi campamento.
Una de las hembras que llegó a ser una visitante regular en 1963 fue la madre de Fifi, la vieja Flo, de arrugadas orejas y bulbosa nariz. ¡Qué día tan emocionante cuando, después de cinco años de preocupación maternal por su hija, Flo recuperó su atractivo sexual! Ostentando su hinchado caparazón trasero rojizo atrajo un buen número de pretendientes. Muchos de ellos nunca habían estado en el campamento, pero habían seguido a Flo hasta allí: la pasión sexual había vencido a las precauciones naturales. Y, en el momento en que descubrieron los plátanos, se incorporaron rápidamente al grupo de visitantes habituales de mi campamento. Así me fui familiarizando con la totalidad del grupo y con las características de los chimpancés, cuyos aspectos se describen en mi primer libro, In the shadow of man.
Fifi, tumbada tranquilamente sobre mí, era una de las supervivientes de aquellos primeros días. La primera vez que la vi, en 1961, era sólo una criatura. Había superado la terrible epidemia de polio que azotó a la población, tanto humana como de chimpancés, en 1966. Diez de los chimpancés del grupo en estudio murieron o desaparecieron. Otros cinco quedaron lisiados, incluso su hermano mayor, Faben, que perdió la movilidad de un brazo.
Durante la época de la epidemia el Gombe Stream Research Centre estaba dando sus primeros pasos. Los dos primeros colaboradores ayudaban a recoger y mecanografiar datos sobre la conducta de los chimpancés. Por aquel entonces visitaban regularmente el campamento unos veinticinco chimpancés y, por tanto, teníamos sobrado trabajo. Después de observar los chimpancés durante todo el día solíamos transcribir las notas de nuestras grabadoras hasta altas horas de la noche.
Mi madre, Vanne, efectuó otras dos visitas a Gombe durante la década de los sesenta. En una de ellas coincidió que la National Geographic Society, que por entonces financiaba el estudio, envió a Hugo van Lawick para realizar una filmación. Louis Leakey consiguió «por enchufe» el pasaje y los gastos de Vanne, insistiendo en que no estaría bien que yo estuviera sola en la jungla con un joven. ¡Cómo han cambiado las normas sociales en un cuarto de siglo! En todo caso, Hugo y yo nos casamos, así que Vanne, en su tercera visita 1967, tuvo que compartir conmigo, durante un par de meses, la tarea de cuidar a mi hijo Grub (su verdadero nombre es Hugo Eric Louis) en la jungla.
Un leve movimiento se produjo en el nido de Fifi y vi que se había vuelto y que me estaba mirando. ¿Qué pensaría? ¿Cuánto recordaba del pasado? ¿Pensaba en Flo, su vieja madre? ¿Había seguido la desesperada lucha de su hermano, Figan, para alcanzar el puesto dominante, la posición alfa? ¿Se enteró de aquellos años en que los machos de la comunidad, a menudo dirigidos por Figan, disputaron una especie de guerra primitiva contra sus vecinos, asaltándolos, una y otra vez, con desorbitada brutalidad? ¿Sabía algo de los caníbales ataques realizados por Passion y su hija mayor sobre la población de recién nacidos de la comunidad?
Mi mente se devolvió al presente al oír el llanto de un chimpancé. Sonreí. Tenía que ser Fanni. Había alcanzado la edad en la que una joven hembra se separa de su madre para viajar con los adultos. Pero de pronto deseaba a su madre desesperadamente y abandonaba el grupo para buscarla. El llanto se acentuó y pronto pude ver a Fanni. Fifi no prestaba mucha atención, pero Flossi saltó del nido y se lanzó a abrazar a su hermana mayor. Y Fanni, encontrando a Fifi donde la había dejado, cesó de llorar como una cría.
Estaba claro que Fifi había estado esperando a Fanni; en aquel momento bajó del árbol y se pusieron en marcha con los pequeños tras ellas. La familia se trasladó rápidamente, colina abajo, hacia el sur. Mientras los seguía parecía como si todas las ramas tuvieran que enredarse en mi pelo o en mi camisa. Me arrastré frenéticamente, reptando a través de una increíble espesura de maleza. Delante tenía a los chimpancés, rápidas sombras negras moviéndose sin esfuerzo. La distancia entre nosotros aumentó. Tenía ramas enredadas en los zapatos y en la correa de la cámara y espinas en los brazos, y mis ojos se inundaron de las lágrimas cuando mi cabello se enredó con cuanto había a mi alrededor.
Después de diez minutos estaba empapada en sudor; tenía la camisa rasgada, las rodillas arañadas de arrastrarme por el pedregoso suelo y, encima, los chimpancés habían desaparecido. Me quedé inmóvil, intentando escuchar algo más que el latido de mi corazón, mirando en todas direcciones a través de la espesura que me rodeaba. Pero no pude oír nada.
Los siguientes treinta y cinco minutos estuve vagando por los rocosos parajes del arroyo de Kasakela, parando para escuchar, inspeccionando las ramas por encima mi cabeza. Pasé bajo una tropa de monos colobos rojos que saltaban por las copas de los árboles, fijándome en sus extrañas llamadas de elevado tono. Encontré algunos papiones de la tropa-D, incluyendo al viejo Fred, con su ojo inútil y su doble rizo en la cola. Y luego, mientras me preguntaba a dónde ir a continuación, escuché el grito de un joven chimpancé a lo lejos, por encima del valle. Diez minutos más tarde encontré a Gremlin con el pequeño Galahad, a Gigi y a los dos más jóvenes y recientes huérfanos de Gombe, Mel y Darbie, que perdieron a sus madres cuando apenas contaban tres años. Gigi, como solía hacer por aquellos días, estaba «haciendo de tía» de ambos. Todos comían en un alto árbol, sobre un torrente casi seco, y me senté en unas rocas a observarlos. Mientras perseguía a Fifi el sol se había ocultado; entonces, mirando hacia arriba a través de la vegetación, pude ver el cielo, gris y amenazante. Creció la oscuridad y con ella llegó la calma; se hizo ese silencio que tan a menudo precede a la tormenta. Sólo el ruido de los truenos, cada vez frecuente, rompía la tranquilidad; los truenos y los leves movimientos de los chimpancés.
Cuando empezó a llover Galahad, que había estado jugando y acariciando los dedos de su madre, saltó a sus hombros rápidamente. Y los dos huérfanos se apresuraron a sentarse, bien juntos, cerca de Gigi. Pero Gimble empezó a saltar por las copas, balanceándose vigorosamente de rama en rama, trepando para luego precipitarse y agarrarse de otra rama. Así que la lluvia se hizo más intensa y cada vez más gotas se abrían paso entre el verde dosel sus saltos se volvieron más salvajes y atrevidos y el balanceo de las ramas más ostensible. Cuando fuese mayor este comportamiento se expresaría en la magnífica exhibición bajo la lluvia, o danza de la lluvia, del macho adulto. De repente, pasadas las tres y tras el anuncio de un cegador destello de luz y de un trueno que hizo retemblar las montañas, las grises nubes dejaron caer una lluvia torrencial y pareció como si el cielo y la tierra estuviesen unidos por el agua en movimiento. Entonces Gimble dejó de jugar y, como los demás, se sentó junto al tronco del árbol. Yo me abracé a una palmera, aguantando como pude. Mientras seguía lloviendo interminablemente me iba enfriando más y más. Pronto, acurrucada sobre mí misma, perdí toda noción del tiempo. No recuerdo nada más, no había nada en qué pensar excepto en el silencio, en la paciencia, en la resistencia a todo trance.
Debió pasar una hora antes de que dejase de llover y el núcleo de la tormenta se dirigiese hacia el sur. A las cuatro y media los chimpancés bajaron y se fueron a través de la empapada y goteante vegetación. Yo los seguí, caminando penosamente, con mis empapadas ropas estorbando cada uno de mis movimientos. Bajamos por el lecho del torrente y luego nos dirigimos hacia arriba, al otro lado del valle, en dirección al sur. En aquel momento llegamos a una verde serranía que dominaba el lago. Apareció un tenue y húmedo sol cuya luz se reflejaba sobre las gotas, de modo que el mundo parecía cuajado de diamantes colgando, brillando en cada hoja y en cada brizna de hierba. Me agaché para no destruir una enjoyada tela de araña, que brillaba exquisita y frágil, atravesando el camino.
Los chimpancés subieron a un arbolito para comer hojas tiernas. Me situé en un lugar desde donde podía ver cómo disfrutaban de la última comida del día. La belleza de la escena cortaba el aliento. Las hojas brillaban, verde claro a la suave luz del sol; el tronco húmedo y las ramas parecían de ébano; los abrigos negros de los chimpancés constituían un espectáculo de reflejos cobrizos. Y detrás de este cuadro vivo se extendía el dramático telón del oscuro cielo índigo sin la menor señal de luz, y el distante ruido de los truenos.
Hay muchas ventanas a través de las cuales podemos ver el mundo e investigar. Unas han sido abiertas por la ciencia y pulidos sus cristales por una sucesión de mentes privilegiadas. A través de ellas podemos ver con mayor profundidad, con más claridad, en temas que una vez estuvieron por encima del conocimiento humano. A lo largo de los años, curioseando a través de esa ventana, he aprendido mucho sobre la conducta de los chimpancés y el lugar que ocupa en la naturaleza de las cosas. Y ello, a su vez, nos ha ayudado a comprender un poco mejor ciertos aspectos de la conducta humana, nuestro propio lugar en la naturaleza.
Pero hay otras ventanas; ventanas abiertas por la lógica de los filósofos; ventanas a través de las cuales los místicos buscaron visiones de la verdad; ventanas desde las que los líderes de las grandes religiones han mirado a la búsqueda no sólo de la maravillosa belleza del mundo, sino también de la oscuridad y de la fealdad. La mayoría de nosotros, al meditar sobre el misterio de nuestra existencia, miramos el mundo a través de alguna de esas ventanas. A veces, ésta se presenta empañada por el aliento de nuestra finita humanidad. Entonces limpiamos de vaho un pequeño círculo y dirigimos la mirada a través de él. No es maravilla que el minúsculo tamaño del agujero por el que miramos nos induzca a confusión. Después de todo, es como intentar abarcar el panorama de un desierto, o del mar, mirando a través de un periódico enrollado.
Mientras estaba aquí, de pie tranquilamente, en medio del húmedo bosque y de las criaturas que viven allí, miré por un breve momento a través de otra ventana y con otra mirada. Es una experiencia que llega sola, sin hacerse rogar, hasta algunos de los que pasamos tiempo solos en la naturaleza. La atmósfera se vio invadida por una encantadora sinfonía, el trinar de los pájaros. Escuché nuevas frecuencias en su música, así como en el canto de las voces de los insectos; notas tan altas y dulces que me dejaron asombrada. Ya me había fijado en la forma y el color de las hojas sueltas; era la variedad de sus nervios lo que realmente las hacía únicas. Los aromas eran nítidos, fácilmente identificables: a fruta madura o fermentada; a tierra empapada y fría, a corteza mojada; el olor húmedo a pelo de chimpancé y, sí, mi propio olor. Y la aromática fragancia a hojas tiernas y rotas, casi arrolladora. Noté la presencia de un antílope jeroglífico y entonces lo vi, paciendo tranquilamente con los cuernos oscurecidos por la lluvia. Y yo estaba completamente llena de aquella paz «que trasciende toda comprensión».
Entonces llegaron por el norte unos lejanos gritos de chimpancés. El trance quedó interrumpido. Gigi y Gremlin contestaron, profiriendo sus gritos distintivos. Mel, Darbie y el pequeño Galahad se unieron al coro.
Estuve con los chimpancés hasta que hicieron sus nidos, pronto después de la lluvia. Y cuando se asentaron, Galahad cómodamente al lado de su madre, Mel y Darbie cada uno en su pequeño nido junto al grande de tía Gigi, los dejé y volví por el camino de la jungla hasta la costa del lago. Pasé de nuevo junto a la tropa D de papiones. Estaban reunidos alrededor de sus árboles dormitorio, peleándose, jugando, acicalándose unos a otros a la suave luz del atardecer. Mis pies hacían crujir los guijarros de la playa y el sol era como un gran globo rojo sobre el lago. Mientras iluminaba las nubes en otra de sus magníficas actuaciones el agua se volvía dorada, atravesada por ondulados rayos violetas y rojos bajo el cielo llameante.
Más tarde, agachada junto a mi pequeño fuego de leña, fuera de la casa, donde había cocinado y luego comido judías, tomates y un huevo, aún seguía absorta en la experiencia de aquella tarde. Pensaba que había sido como mirar hacia el mundo a través de la ventana que conocen los chimpancés. Me puse a soñar frente a la mortecina llama. Si pudiésemos, aunque fuese brevemente, ver el mundo a través de los ojos de un chimpancé ¡cuánto podríamos aprender!
Una última taza de café y pasaría dentro, encendería la lámpara a prueba de viento y escribiría las notas del día, de aquel maravilloso día. Mientras no conozcamos la mente del chimpancé debemos proceder laboriosa y meticulosamente, si es necesario durante treinta años. Debemos continuar recogiendo anécdotas y, poco a poco, compilar vidas completas. Debemos continuar, durante años, observando, grabando e interpretando. Ya hemos aprendido mucho. Gradualmente, mientras se acumulan conocimientos y más y más gente trabaja en equipo y comparte información, vamos alcanzando la celosía de la ventana por la cual, algún día, seremos capaces de ver más claramente el interior de la mente del chimpancé.