XVIII. LLENANDO EL VACÍO

Louis Leakey me envió a Gombe con la esperanza de que una mejor comprensión de nuestros familiares más cercanos abriría una nueva ventana hacia nuestro pasado. Había acumulado abundantes evidencias que le permitieron reconstruir las características físicas de los primeros habitantes de África, y pudo especular sobre el uso de diversas herramientas y otros artefactos encontrados en los sitios donde vivían. Pero la conducta no se fosiliza. Su curiosidad por los grandes monos se debía a la convicción de que comportamientos comunes entre el hombre actual y los chimpancés actuales podían estar presentes en nuestro antepasado común y, por lo tanto, en los primeros hombres. Entre sus contemporáneos, Louis fue un precursor en cuanto a las ideas, y hoy su aproximación parece más valiosa a la vista del sorprendente descubrimiento de que, como ya he mencionado, el ADN humano sólo difiere del ADN del chimpancé en algo más del uno por ciento.

Existen grandes muchas similitudes entre la conducta del hombre y la del chimpancé: los lazos afectivos y de apoyo entre los miembros de la familia, el largo periodo de dependencia de la infancia, la importancia del aprendizaje, los patrones de comunicación no verbal, el uso y la fabricación de herramientas, la cooperación en las cacerías y ciertas sofisticadas manipulaciones sociales por citar sólo unas cuantas. Las similitudes en la estructura del cerebro y del sistema nervioso central conducen a habilidades intelectuales, sensibilidades y emociones similares en las dos especies. Que esta información de la historia natural de los chimpancés ha servido de ayuda a aquellos que estudian a los primeros hombres ha quedado demostrado, una y otra vez, por la frecuencia con la que los textos de antropología hacen referencia a los chimpancés de Gombe. Desde luego, las teorías sobre el comportamiento de los primeros hombres no pueden ser otra cosa que especulaciones; no disponemos de una máquina del tiempo y por tanto no podemos presenciar el amanecer de estas especies para fijarnos en la conducta o seguir el desarrollo de nuestros antepasados: si investigamos para comprender algo acerca de estas cosas, debemos sacar el máximo jugo de la menor evidencia disponible. Por lo que yo sé, las ideas de los primeros humanos atrapando insectos con palos y limpiándose con hojas parecen sensatas. El pensamiento de nuestros ancestros saludándose y tranquilizándose uno a otro con besos o abrazos, cooperando en la protección de su territorio o en la caza y compartiendo comida es atractivo. La idea de estrechos lazos afectivos entre la familia de la Edad de Piedra, de hermanos ayudándose, de jóvenes adolescentes reclamando la protección de sus viejas madres, de hijas adolescentes cuidándose de los bebés dota de vida a las fosilizadas reliquias.

Pero el estudio en Gombe ha hecho bastante más que proporcionar material sobre el que basar nuestras especulaciones de la vida humana prehistórica. La apertura de esta ventana en la vida de nuestros parientes vivos más cercanos nos ha proporcionado una mejor comprensión no sólo del lugar de los chimpancés en la naturaleza, sino también del lugar del hombre en la naturaleza. Sabiendo que los chimpancés poseen capacidades cognoscitivas que en otros tiempos se creyeron únicas del hombre; sabiendo que (junto con otros animales «mudos») pueden razonar, sienten emociones, dolor y miedo nos sentimos humildes. No estamos, como creíamos, separados del resto del reino animal por un abismo infranqueable. Sin embargo, no debemos olvidar ni por un instante que, aunque no nos diferenciamos de los monos en cuanto a clase, sino sólo en cuanto a grado, este grado es abrumadoramente grande. Una comprensión de la conducta del chimpancé ayuda a iluminar ciertos aspectos de la conducta humana que son únicos y que nos diferencian de los otros primates vivos. Sobre todo, hemos desarrollado habilidades intelectuales que empequeñecen las del mejor de los chimpancés. A causa del salto entre el cerebro humano y el de nuestro pariente vivo más cercano, el chimpancé, extraordinariamente grande, los paleontólogos buscaron durante años un esqueleto medio-humano, medio-mono, el puente que permitiera cruzar la brecha que entre seres humanos y no humanos. De hecho este «eslabón perdido» está formado por una serie de cerebros desaparecidos cada uno más complejo que el anterior: cerebros que están definitivamente perdidos para la ciencia excepto por las débiles huellas que dejaron en los cráneos fósiles; cerebros que contienen, en sus intrincadas circunvoluciones, el dramático serial de la historia del desarrollo del intelecto que conduce hasta el hombre moderno.

De todas las características que diferencian a los humanos de sus primos no humanos, la habilidad de comunicarse a través del uso de un sofisticado lenguaje hablado es, creo yo, la más significativa. En cuanto nuestros antepasados adquirieron esta poderosa herramienta, pudieron comentar los acontecimientos del pasado y realizar complejos planes a corto y largo plazo. Podían enseñar a sus hijos explicándoles las cosas, sin necesidad de demostración práctica. Las palabras otorgaron sustancia a pensamientos y a ideas que, faltas de expresión, podían haber permanecido indefinidas y carentes de valor práctico para siempre. La interacción mente con mente amplió las ideas y agudizó los conceptos. A veces, observando a los chimpancés, llegué a sentir que, puesto que no disponían de un lenguaje como el humano, estaban cogidos en su propia trampa. El conjunto de sus llamadas, posturas y gestos forman un rico repertorio, un complejo y sofisticado método de comunicación. Pero es no verbal. Pensaba en cuanto más podrían hacer si pudiesen hablar unos con otros. Es verdad que podemos enseñarles a usar los signos o símbolos de una especie de lenguaje humano. Y que tienen habilidades cognoscitivas con las que combinar estos signos en frases con sentido. Mentalmente, como mínimo, podría parecer que los chimpancés están en el umbral de la adquisición del lenguaje. Pero es obvio que aquellas fuerzas que empujaron a los hombres a empezar a hablar no desempeñan papel alguno en la configuración del cerebro del chimpancé.

Los chimpancés también están en el umbral de otra conducta que es únicamente humana, la guerra. La guerra humana, definida como conflicto armado organizado entre grupos ha influido profundamente en nuestra historia desde la noche de los tiempos. Allí donde se hallara el ser humano ha disputado, en un momento u otro, alguna clase de guerra. Así, parece más que probable que primitivas formas de guerra estuviesen presentes en nuestros primeros antecesores y que conflictos de este tipo desempeñasen un papel importante en la evolución humana. Se ha sugerido que la guerra puede haber supuesto una considerable presión selectiva en el desarrollo de la inteligencia y en una cooperación progresivamente sofisticada. Hubiera sido un proceso escalonado: cuanto mayores fueran la inteligencia, la cooperación y el coraje de un grupo, mayor sería el desafío a sus enemigos. Darwin fue uno de los primeros en sugerir que la guerra podría haber ejercido una poderosa influencia en el desarrollo del cerebro humano. Otros han postulado que la guerra podría ser responsable de la gran diferencia entre el cerebro humano y el de nuestros más cercanos parientes, los grandes monos: los grupos homínidos con cerebro inferior no podían ganar guerras y eran exterminados.

Así pues, es fascinante y a la vez sorprendente aprender que los chimpancés muestran una hostil y agresiva conducta territorial no muy distinta de las formas de la guerra humana primitiva. Algunas tribus, por ejemplo, efectúan incursiones en cuyo transcurso «acechan o se acercan sigilosamente al enemigo, usando tácticas reminiscentes de la caza», escribe el etólogo Renke Eibl-Eibesfeldt, que ha estudiado la agresión en pueblos de todo el mundo. Mucho antes de que la sofisticada guerra evolucionase en nuestra propia especie, los antecesores prehumanos deben haber mostrado preadaptaciones similares —o idénticas— a las mostradas por los chimpancés actualmente, tales como la vida en grupo, la cooperación temporal, la cooperación en la caza y el uso de armas. Otra preadaptación necesaria hubiera sido el temor inherente, u odio, a los desconocidos, a veces expresado en agresivos ataques. Pero atacar a individuos adultos de la misma especie es siempre un asunto peligroso y por ello, en las sociedades humanas de los tiempos históricos, ha sido necesario entrenar a los guerreros con objetos culturales tales como la gloria, la condena de la cobardía, el ofrecimiento de altas recompensas al valor en el campo de batalla y el énfasis en la conveniencia de practicar deportes «viriles» durante la infancia. Los chimpancés, sin embargo, particularmente los machos adultos jóvenes, encuentran los conflictos inter— grupos claramente atractivos, a despecho del peligro. Si los jóvenes machos prehumanos también hubieran encontrado excitación en encuentros de este tipo, ello probaría una firme base biológica para la glorificación de los guerreros y de la guerra.

Entre los humanos, los miembros de un grupo pueden verse a sí mismos muy distintos de los miembros de otro grupo y pueden tratar de manera distinta a los individuos según pertenezcan o no a dicho grupo. En realidad, los miembros que no son del grupo pueden incluso ser «deshumanizados» y considerados casi como criaturas de otra especie. Cuando esto sucede la gente se libera de cuantas inhibiciones y sanciones sociales operan dentro de su grupo, y así pueden comportarse con los miembros de otro grupo de un modo que no tolerarían en el suyo. Entre otras cosas, eso conduce a las atrocidades de la guerra. Los chimpancés también muestran diferente conducta hacia los que son de su grupo y los que no lo son. Este sentido de identidad de grupo es fuerte y reconocen claramente a los que pertenecen a su grupo y a los extraños: los que no son miembros de la comunidad pueden ser atacados tan ferozmente que mueran de sus heridas. Y esto no es simplemente un «miedo a los extraños»; los miembros de la comunidad de Kahama son reconocidos por los agresores de Kasakela y atacados con brutalidad. Al estar separados, es como si perdiesen su «derecho» a ser tratados como miembros del grupo. Además, algunos patrones de ataque dirigidos a miembros de otros grupos nunca se han observado entre miembros de la misma comunidad: miembros dislocados, piel rasgada, ingestión de sangre. Las víctimas han sido así, con toda intención y propósito, «despojadas ideológicamente de su condición de chimpancés»; ya que estas costumbres suelen observarse cuando un chimpancé está intentando matar una presa animal adulta, un animal de otra especie.

Los chimpancés, como resultado de una conducta desacostumbradamente hostil y violentamente agresiva hacia los individuos que no pertenecen al grupo, han alcanzado claramente un nivel en el que están cerca de la capacidad de destrucción, crueldad y planificación de conflictos de los hombres. Si desarrollasen algún día el poder del lenguaje ¿no podrían abrir la puerta y declarar la guerra al mejor de nosotros?

¿Y el otro lado de la moneda? ¿A qué nivel están los chimpancés respecto a nosotros en la expresión del amor, la compasión y el altruismo? Porque la conducta brutal y violenta es fácil de observar, es fácil también quedarse con la impresión de que los chimpancés son más violentos de lo que son en realidad. De hecho, los contactos pacíficos son mucho más corrientes que los agresivos; las amenazas débiles son más comunes que las fuertes; las amenazas son mucho más frecuentes que las peleas; y los combates serios con resultado de lesiones son raros comparados con otros de corta duración y relativamente inocuos. Además, los chimpancés poseen un rico repertorio de conductas que sirven para mantener o restaurar la armonía social y promover la cohesión entre los miembros de la comunidad. Los abrazos, besos, palmaditas y apretones de mano sirven como saludos después de una separación, o son utilizados por los miembros dominantes para tranquilizar a sus subordinados después de una agresión. Las largas y pacíficas sesiones de relajado acicalamiento. El reparto de comida. El interés por la enfermedad o las heridas. La disposición para ayudar a compañeros en peligro, incluso cuando comporta arriesgar la vida o la integridad de algún miembro. Todas estas conductas reconciliadoras, amistosas y de ayuda están, sin duda, muy cerca de nuestras cualidades de compasión, amor y sacrificio.

En Gombe el cuidado de los enfermos no es una conducta habitual entre los chimpancés no emparentados. De hecho, un individuo malherido es a veces esquivado por sus compañeros no familiares. Cuando Fifi, que se hirió en la cabeza, solicitaba repetidamente acicalamiento a los otros miembros de su grupo, ellos miraban la herida (donde se podían ver gusanos y moscas) y se iban corriendo. Pero su hijo la acicalaba cuidadosamente alrededor de la herida y a veces la lamía. Y cuando la vieja Madam Bee yacía moribunda después de un asalto de los machos de Kasakela, Honey Bee pasaba muchas horas cada día acicalando a su madre y apartando a las moscas de sus terribles heridas. Hay grupos de chimpancés cautivos, cuyos individuos han crecido juntos y que se conocen como si fueran de la misma familia, que celosamente se quitarán el pus de las heridas y espantarán los insectos. Uno de ellos sacó un grano de arena del ojo de un compañero. Una joven hembra desarrolló el hábito de limpiar los dientes de sus compañeros con palitos. Encontraba la tarea particularmente fascinante cuando los dientes de leche estaban gastados ¡incluso realizó un par de extracciones! Tales manipulaciones son en su mayor parte debidas a la fascinación por la actividad en sí misma y casi siempre derivan del acicalamiento social. Los resultados, sin embargo, son a veces beneficiosos para los receptores y, junto al interés tan a menudo mostrado por los miembros de la familia, este tipo de conducta proporciona una base biológica para la emergencia del compasivo cuidado de la salud en el hombre.

Entre los primates no humanos en libertad es raro que los adultos compartan comida con otros, aunque es característico que las madres la compartan con sus jóvenes. En la sociedad chimpancé, sin embargo, incluso los adultos no emparentados la comparten frecuentemente con otros, aunque es más probable que lo hagan con sus mejores amigos. En Gombe se ha observado a los adultos compartir entre sí durante las comidas de carne, cuando el poseedor permite al que suplica con una mano extendida u otro gesto de solicitud arrancar un pedazo. En este aspecto algunos individuos son mucho más generosos que otros. A veces otras comidas de escaso suministro, como los plátanos, se comparten también. Entre los chimpancés cautivos se ha podido observar un trato equitativo en el reparto. Wolfgang Kohler, «en interés de la ciencia», encerró una vez al joven macho Sultán en una jaula sin su cena, mientras alimentaba fuera a la vieja hembra Tschego. Cuando se sentó a comer, Sultán cayó en un frenesí llamándola, gimiendo, gritando, tendiendo sus brazos hacia ella e incluso lanzando bocados de rabia en su dirección. Finalmente (cuando ya estaba seguramente ahíta) ella reunió cierta cantidad de comida y la puso en la jaula.

Los científicos suelen explicar el hecho de que los chimpancés compartan la comida como la mejor manera de librarse de algo molesto: las súplicas de un compañero. A veces esto es indudablemente cierto, ya que los individuos suplicantes pueden ser extraordinariamente persistentes. A menudo el individuo poseedor del objeto deseado demuestra una paciencia y tolerancia realmente notables. Por ejemplo, en una ocasión la vieja Flo quería el pedazo de carne que Mike estaba masticando. Le suplicó, con las dos manos en su hocico, durante más de un minuto. Poco a poco acercando sus labios más y más hasta ponerlos a menos de tres centímetros de Mike. Al final él la recompensó, pasándole el trozo (bien masticado por aquel entonces) directamente de su boca a la suya. ¿Y que decir de la alimentación de Tschego al joven Sultán? Ella debió estar harta de su rabieta, pero podría haberse alejado. Robert Yerkes cuenta que ofrecieron a una hembra zumo de fruta con una taza a través de las barras de su jaula. Ella se llenó la boca y luego, respondiendo a las súplicas que llegaban de la jaula vecina, fue hasta allí y transfirió el zumo a la boca de su amigo. Entonces volvió a por más, que se le dio de la misma manera. Y así continuó hasta que se vació la copa.

Hacia el final de la vida de Madam Bee hubo en Gombe un verano desacostumbradamente seco y los chimpancés se veían obligados a cubrir grandes distancias entre una fuente de comida y la siguiente. Madam Bee, vieja y enferma, a veces se cansaba tanto durante estos trayectos que no le quedaban energías ni para trepar a por un poco de comida. Sus dos hijas daban grititos de alegría y subían a comer, pero ella simplemente se quedaba debajo, exhausta. En tres ocasiones distintas Little Bee, la hija mayor, después de comer unos diez minutos, bajó con comida en la boca y en una mano; luego fue y colocó la comida de su mano en el suelo junto a Madam Bee. Las dos se sentaron juntas, comiendo. La conducta de Little Bee no era sólo una demostración de donación voluntaria, sino que también mostraba comprensión de las necesidades de su vieja madre. Sin esa comprensión no habría empatía ni compasión. Y, tanto en los chimpancés como en los humanos, estas son las cualidades que llevan a la conducta altruista y al servicio a los demás.

En la sociedad chimpancé, aunque casi todos se exponen, hay ejemplos de individuos que se arriesgan a resultar heridos o a morir para ayudar a compañeros que no son de su familia. Evered una vez se expuso a la furia de un papión macho adulto para rescatar al adolescente Mustard que chillaba, atrapado, durante una cacería de papiones. Y cuando una hembra enfurecida cogió a Freud durante una cacería de jabalí de río, Gigi arriesgó su vida por salvarlo. La hembra de jabalí lo había cogido por detrás, y Freud, dejando ir a su jabato, lloraba y luchaba por escapar cuando llegó Gigi con el pelo erizado. La hembra se dirigió hacia Gigi y Freud, sangrando, pudo escapar a un árbol.

En algunos zoológicos los chimpancés se guardan en islas artificiales rodeadas de fosos llenos de agua. También de aquí nos han llegado relatos heroicos. Los chimpancés no saben nadar y, a menos que sean rescatados, se ahogan si caen en aguas profundas. A pesar de esto, algunos individuos han efectuado en ocasiones esfuerzos heroicos para salvar a sus compañeros de morir ahogados, y a veces con éxito. Un macho adulto perdió la vida cuando intentaba rescatar a un pequeño cuya incompetente madre había permitido que cayese en el agua.

Todas aquellas especies animales en las que los padres pasan tiempo y gastan energías para educar a sus jóvenes, arriesgarán la vida cuando la ocasión lo requiera en defensa de sus vástagos. Es mucho más inusual en un adulto mostrar este comportamiento hacia un individuo que no sea de su familia. Después de todo, si se presta ayuda a un pariente, que lleva parte de los propios genes, dicha acción beneficiará al propio clan en su lucha por sobrevivir; aun en el caso de resultar herido durante la acción. De estas raíces básicamente egoístas parte la más sofisticada forma de altruismo: el que ayuda a otro cuando, si no hace nada, uno no tiene nada que perder.

A medida que los antecesores de los chimpancés (e, incidentalmente, nuestros) fueron desarrollando gradualmente cerebros más complejos, el periodo de dependencia infantil se fue alargando y la madre se vio obligada a emplear cada vez más tiempo y energía en la cuidado de la familia. Los lazos madre-hijo se hicieron más duraderos. Las descendientes de las madres más cuidadosas y eficientes prosperaron y se convirtieron a su vez en buenas y cuidadosas madres con tendencia a producir más descendencia. Los jóvenes no tan bien cuidados tenían menos oportunidad de supervivencia, y los que sobrevivían solían ser débiles y con menos probabilidades de fundar familias. Así, el amor y la nutrición competían en el sentido genético con otras conductas más egoístas. Desde los eones, las tendencias de ayuda y protección, que originariamente se desarrollaron para la eficaz crianza de los jóvenes, se infiltraron gradualmente en el acervo genético del chimpancé. Hoy observamos, una y otra vez, que la angustia de un miembro no familiar, pero bien conocido, de la comunidad puede suscitar auténtico interés en un compañero y su deseo de ayudar.

Compasión y autosacrificio constituyen dos de las cualidades más valoradas en nuestra civilización occidental. En algunos casos —como cuando alguien arriesga su vida para salvar a otro— el acto altruista viene probablemente motivado por el mismo complejo inherente a las conductas de ayuda que hacen que un chimpancé ayude a su compañero. Pero hay incontables momentos en que el resultado queda oscurecido por factores culturales. Si sabemos que ése otro, especialmente un familiar cercano o un amigo, está sufriendo, nosotros mismos nos sentimos mentalmente afectados, a veces hasta la angustia. Sólo ayudando (o intentando ayudar) podemos aliviar nuestro dolor. ¿Significa, entonces, que cuando actuamos altruistamente lo hacemos sólo para sentirnos mejor con nosotros mismo? ¿Que nuestra ayuda, analizada hasta sus últimas consecuencias, no es sino un deseo egoísta de tranquilizar nuestra conciencia? Se puede especular interminablemente sobre los motivos humanos para ayudar a los demás. ¿Por qué enviamos dinero para los niños hambrientos del Tercer Mundo? ¿Porque otros nos aplaudirán y nuestra reputación se verá realzada? ¿O porque los niños hambrientos evocan en nosotros un sentimiento de piedad que nos incomoda? Si nuestro motivo es mejorar socialmente o aliviar nuestra incomodidad, ¿no es la nuestra una acción básicamente egoísta? Es posible; pero siento intensamente que no deberíamos permitirnos argumentos reduccionistas de tal suerte que puedan desvirtuar aquello que inspira la naturaleza de muchos actos humanos de altruismo. El hecho real es que nos sentimos angustiados por el dolor de individuos que no conocemos, y con eso está dicho todo.

Somos, desde luego, una especie compleja e infinitamente fascinante. Llevamos en nuestros genes, transmitidos desde nuestro lejano pasado, tendencias agresivas profundamente arraigadas. Nuestros patrones de agresión difieren poco de los observados en los chimpancés. Pero mientras los chimpancés carecen, hasta cierto punto, del conocimiento del dolor que infligen, sólo nosotros, creo yo, somos capaces de la auténtica crueldad: la deliberada inflicción de dolor físico o mental a criaturas vivas a pesar, o incluso a causa de, nuestro exacto conocimiento del dolor que provocamos. Sólo nosotros podemos torturar. Sólo nosotros, seguramente, somos capaces de lo peor.

Pero no olvidemos tampoco que el amor y la compasión están igualmente arraigados en nuestra herencia como primates, y en esta esfera también nuestra sensibilidad es de un orden superior de magnitud que las de los chimpancés. El amor humano es el éxtasis derivado de la perfecta unión entre el cuerpo y la mente, lo que lleva a unas alturas de pasión, comprensión y ternura a la que no llegan los chimpancés. Y mientras los chimpancés responden, realmente, a la inmediata necesidad de un compañero afligido aunque ello suponga un riesgo para sí mismos, sólo un ser humano es capaz de realizar actos de autosacrificio con pleno conocimiento del precio que quizás tenga que pagar no sólo en el momento mismo, sino también en el futuro. Un chimpancé no posee la capacidad conceptual de convertirse en mártir y ofrecer su vida por una causa.

Así, puesto que nuestra maldad es peor, inconmensurablemente peor, que la peor de las acciones concebibles en nuestros más cercanos parientes, permítasenos confortaros con la consciencia de que nuestra bondad puede ser incomparablemente mejor. Además, hemos desarrollado un sofisticado mecanismo, el cerebro, que nos permite, si así lo queremos, controlar nuestras odiosas tendencias heredadas de agresión. Tristemente, hemos obtenido un pobre éxito a este respecto. Sin embargo, deberíamos recordar que somos la única forma viviente sobre el planeta capaz de reprimir, por elección consciente, los dictados de nuestra naturaleza biológica. Por lo menos, ésa es mi creencia.

¿Y los chimpancés? ¿Se encuentran al final de su progresión evolutiva? ¿O serán esas presiones sobre su hábitat forestal las que, andando el tiempo, los situarán en el camino que tomaron nuestros antecesores prehistóricos, produciendo monos que serán cada vez más humanos? Parece improbable; la evolución no se repite a sí misma. Probablemente los chimpancés se convertirán en algo diferente; por ejemplo, podrían desarrollar el lado derecho del cerebro a expensas del izquierdo.

Pero la cuestión es puramente académica. No tendrá respuesta hasta dentro de miles de años, aunque ahora ya está claro que los días de los grandes bosques africanos están contados. Si los propios chimpancés sobreviven en libertad, será en aisladas parcelas de bosque avaramente concedidas donde las posibilidades de cambios genéticos entre los distintos grupos sociales serán limitadas o imposibles. Y, a menos que actuemos pronto, nuestros parientes más cercanos sólo existirán en cautividad, condenados, como especie, a la esclavitud del hombre.