Carta XXIII


Querido Justo:

¿Cómo podré describírtelo todo? Esto habría que cantarlo y no decirlo… ¿Cómo pueden contarse cosas maravillosas con esta pobrísima y sencilla lengua humana que se traba y balbucea en la boca? Lo más terrible de su nueva es que uno se queda como lanzado lejos, más allá de la tierra, a la región de las estrellas, pero sigue teniendo el mismo cuerpo y corazón humanos…

Procuraré reunir para ti, en una sola unidad, todos los hechos que galopan como caballos desbocados. Apenas se hubo marchado aquel soldado, oí venir los pasos de los otros acontecimientos. Eran de nuevo, como ayer tarde, José y Juan. Pero ahora presentaban otro aspecto. Los dos tenían en los ojos una expresión de aturdimiento en el que la alegría iba pareja con el miedo. Mi amigo, antes de decirme nada, se sentó frente a mí y durante largo rato estuvo pasándose la mano por la barba y el pelo con un movimiento que denotaba perplejidad. Juan permanecía a su lado, un poco inclinado. Sus negros ojos despedían chispas y por sus labios pasaba un temblor.

—¡Hummm…! —comenzó José—. No sé si ya habrá llegado algo de esto a tus oídos. Pero es un hecho asombroso. No entiendo nada. Escucha: este muchacho dice que muy de mañana todo un grupo de mujeres se dirigió al sepulcro con intención de lavar el cuerpo y ungirlo. Iban muy de prisa. Seguramente ninguna de ellas sabía lo del sello y los centinelas. Mientras tanto… Habla tú mismo —dijo a Juan.

—Estas mujeres, rabí —comenzó el hijo de Zebedeo—, cuentan que en cuanto pasaron la puerta enfrente del Gólgota se oyó como un terremoto…

—Yo no he sentido nada —dijo José.

—Ni yo —confesé.

—Yo tampoco —siguió Juan. El muchacho, a pesar de su febril excitación, procuraba hablar con serenidad y claridad—. Pero ellas dicen que fue así. También dicen que fue como si un rayo hubiera caído sobre la roca. Vieron su resplandor y oyeron el trueno… Luego vieron correr a los soldados… ¡Imagínate, rabí!, ellos huían tirando al suelo escudos, yelmos, lanzas…

—Sí, lo sé.

Veía ante mí la cara bañada en sudor, mortalmente asustada, de Luciano.

—Las mujeres se asustaron también. Unas huyeron en seguida, pero otras, a pesar del miedo, se acercaron al sepulcro… Nosotros pasábamos la noche en casa de Safán, el curtidor, en el Ophel. Ninguno de nosotros podía dormir. De pronto llegó Juana, la mujer de Chuz, gritando que cuando se acercó al sepulcro con sus compañeras vio la piedra corrida y sobre ella a un hombre envuelto en un manto que resplandecía como el sol. Ellas están seguras de que era un ángel… Les habló y les dijo que el maestro no estaba allí porque había resucitado… Entonces huyeron chillando. Tratamos de tranquilizarlas. Les dijimos que seguramente todo aquello sólo había sido una alucinación… Pero ellas gritaban, hablaban todas a la vez, reían y oraban al mismo tiempo. Siguen creyendo que han visto a un ángel. Aún estábamos hablando con ellas cuando llegó mi madre y dijo que cuando estaba con María oyó la voz del maestro… No vio nada, pero oyó como hablaba con su madre… No sabíamos qué pensar de todo aquello, pero todos temblábamos de excitación. Tomás se puso a gritar diciendo que sin duda alguna desde el amanecer todos habían perdido el juicio. También Natanael dijo que la tristeza ha debido de perturbar a las mujeres y por esto cuentan cosas sin sentido. Las mujeres gritaban y nosotros también. Entonces llegó María, la hermana de Lázaro. Jadeante, con los cabellos caídos sobre los hombros, parecía como antes, cuando el demonio la tenía aún en su poder. Golpeó tanto la puerta que supusimos que era la guardia… Se puso a gritar más fuerte aún de lo que gritábamos todos. Decía que le había visto… Nos quedamos aterrorizados. Estábamos seguros de que había ocurrido algo terrible. Si yo mismo le había depositado en el sepulcro con vosotros, ilustres… Estaba frío y rígido… Y ella dice que le ha visto vivo… Primero no lo reconoció, pero él la llamó por su nombre y entonces se le abrieron de pronto los ojos. Le vio frente a ella, sobre la hierba, y dice que cuando se postró a sus pies, vio sus plantas agujereadas… Todavía nunca un hombre descolgado de la cruz ha seguido viviendo. No permitió que ella le tocara. Dijo que para esto era demasiado pronto… y desapareció. Entonces ella vino corriendo a contárnoslo lo más de prisa que pudo. Jadeaba y tenía las piernas tan cansadas que tuvo que sentarse en el suelo. No pudimos aguantar más tiempo encerrados en la casa. Simón y yo salimos. Corríamos y dábamos empujones a la gente, que gritaba a nuestro paso. Pero no nos deteníamos. Yo llegué el primero al sepulcro; Simón quedó un poco rezagado…

—¿Y qué? —exclamé en el colmo de la expectación—. ¿Y qué? ¿Qué viste?

Respiró hondo como si se preparara para una nueva carrera.

—El sepulcro estaba realmente abierto… No tuve valor para entrar en él, por lo que esperé a Simón. Entramos juntos…

—¿Y qué? ¿Qué?

Me moría de impaciencia por oír la última palabra.

—El cuerpo no estaba allí —exclamó con precipitación—. ¡En la tumba no hay nada! Todas las telas en las que envolvimos al maestro estaban allí, tiradas en un rincón… Sobre el gran sudario se ven las huellas de su cuerpo… Incluso el pañuelo con el que le tapamos la boca estaba caído a un lado… Lo recogimos todo…

Respiró de nuevo y se calló. Yo también estuve callado. José me preguntó con su sonora voz:

—Nicodemo, ¿qué significa esto?

Me encogí de hombros sin saber qué decir.

—No sé —respondí—. No sé… Todo esto parece un cuento. Las mujeres dicen que la tierra tiembla, aunque nadie en la ciudad lo ha notado; un rayo cae del cielo despejado; se aparece un hombre, o alguien que no lo es, con vestiduras resplandecientes; diez soldados romanos huyen despavoridos. Los otros dicen que le han visto y oído; el sepulcro está vacío… ¡No, todo junto no tiene sentido! Dejemos a un lado las visiones, en las que no creo. Hay una cosa segura: el cuerpo ha desaparecido… Sobre esto se pueden hacer varias conjeturas. Primera posibilidad: Caifás ha querido profanar el cuerpo, ha mandado sacarlo del sepulcro y echarlo a la fosa común. Sobornó a los soldados para que fingieran pánico.

—Esto tampoco tiene sentido —me interrumpió José—. Ni Caifás ni Ananías se atreverían a hacer una cosa así. Pilatos nos entregó el cuerpo y nos dio permiso para enterrarlo. Supongamos que han querido hacerlo de manera que no se supiese quién ha robado el cuerpo… Pero ¿por qué no han esperado hasta el día siguiente, puesto que por la noche la guardia iba a retirarse? Mientras tanto el cuerpo estaba bajo el sello del Sanedrín. No se trataba de una cruz a la que nadie vigila y por esto mandaron arrancarla y echarla no sé dónde… ¡Cuánto más fácil hubiera sido robar el cuerpo cuando ye se encontrará en nuestras manos…!

—Tienes razón —reconocí—. Pero en tal caso son los discípulos los que se han llevado el cuerpo.

—¡Nicodemo, no dices más que tonterías! ¿Los discípulos? ¿Ellos? —y señaló con la cabeza a Juan—. Pero si están muertos de miedo. ¡Cuánto valor habrá tenido que reunir este muchacho para salir de su escondrijo en pleno día! ¿Sospechas que tengan tanta valentía como para lanzarse sobre los soldados romanos? ¡Estás bromeando, amigo! Pero, si no son ellos, entonces, ¿quién? ¿Es que, exceptuando a nosotros dos, tenía él algún amigo de suficiente autoridad como para atreverse a realizar un acto como éste?

—No. Acaso Pilatos —dije sin fe en mis propias palabras—. Me han dicho que su mujer se ha interesado por la suerte del maestro.

Se golpeó la rodilla, irritado.

—¡Me obligarás a que me ría de tus palabras! —exclamó—. ¿Te imaginas al procurador romano robando a sus propios soldados el cuerpo de un hombre a quien él mismo condenó a muerte hace dos días? ¡Conozco a Pilatos! ¡Hará despellejar a estos guardias! ¡Nunca les perdonará que se hayan atrevido a huir como un rebaño de ovejas ante los ojos de toda Jerusalén! Me imagino lo que está ocurriendo allí ahora… ¡No mezcles a Pilatos en ese asunto! —Pero entonces, ¿quién?— pregunté.

José se quedó en silencio, mirándonos de reojo a mí y a Juan.

—¿Y si él hubiera resucitado? —dijo lentamente.

Le contesté con otra pregunta:

—¿Crees en esto?

—No —confesó—. Soy un hombre que admite sólo lo que se puede sopesar y tocar con la mano… Con gran dificultad creí en la resurrección de Lázaro. Bueno, no podía dejar de creer, puesto que le había visto andar por la ciudad… Pero cuando alguien ha resucitado y luego ha desaparecido no soy capaz de creerlo. Mas, por otro lado, no encuentro para lo ocurrido ninguna otra explicación. Por esto pregunto: ¿y si hubiera resucitado realmente? ¿Es posible su resurrección? ¿Será realmente posible?

—Él —exclamó Juan— decía que resucitaría de entre los muertos. ¡Lo dijo muchas veces! ¡Ahora lo recuerdo!

—¿Y tú qué dices a esto? —me pregunto José.

—Como fariseo creo, desde luego, en la resurrección. Pero creo que esto ocurrirá en un tiempo futuro, en el momento en que ocurran ciertos cambios que nos ayuden a creer… Creo en la resurrección, pero no que se realice en un mundo como el que nos rodea.

—En el fondo —movió los hombros—, razonamos igual. Y tú —preguntó a Juan—, ¿crees?

El delicado rostro del discípulo, tan diferente del de los muchachos de su edad, cubierto de granos, siempre sudoroso, con un constante aire burlón, ardió de pronto. Él lo creía; yo estaba convencido de ello aun antes de que lo dijera. Declaró en voz alta:

—Sí, ilustre. Él ha resucitado.

José, ceñudo, alzó los brazos y los dejó caer. Se levantó y cruzó varias veces la habitación. Volvió a sentarse, e iba a decir algo cuando entró un criado anunciando que acababa de llegar Jonatán, hijo de Ananías.

—¿Jonatán? —exclamé, asombrado.

—¡Vaya, vaya! —José movió la cabeza—. No siento menos curiosidad que tú por saber a qué ha venido. Juan —dijo al hijo de Zebedeo—, tú márchate. Que no te encuentre aquí. Más vale que no te vea. Vuelve junto a los tuyos, pero avísame en cuanto haya alguna novedad.

Salí a la puerta para recibir al inesperado visitante. Jonatán venía en una magnífica silla de manos. ¡Estos saduceos imitan en todo a los griegos y romanos! Le hice pasar a la sala.

—¡Oh!, ¿José también está aquí? —exclamó al ver a mi amigo. El nasi estaba tan cordial como si el día anterior no hubiera pasado nada entre nosotros—. Me alegro de veros a los dos a la vez. —Se sentó y, con una sonrisa ligeramente provocativa, permitió que le echaran agua para las manos—. Veo que siempre sigues fiel a las prescripciones —se rió—. Bueno, Nicodemo —dijo, frotándose las manos—, ¡vaya jugarreta que nos has hecho a todos!

—¿A qué te refieres, Jonatán?

—No aparentes que no lo sabes. Si he de serte franco, nunca te hubiera creído capaz de hacer una broma de este tipo.

—Pero ¿de qué estás hablando?

—¿Aún me lo preguntas? Me refiero a tu idea de esconder el cuerpo.

—¿Mi idea?

—Desde luego no es mía. Escucha, rabí, no nos creas tan tontos. Sabemos que eres tú quien ha robado el cuerpo.

—¡Yo no me he llevado el cuerpo!

—¡Ja, ja, ja! ¡Desde luego, eres estupendo! Bueno, claro es que tú solo no te has llevado el cuerpo. Como buen fariseo, nunca tocarías un cadáver. Pero eres lo bastante rico para poder pagarte un servicio. No me negarás que fuiste de noche al sepulcro.

—Sí, fui…

—¡Bien! Entonces diste a los soldados una buena recompensa para que huyeran al ver a un espíritu… ¿No fue así? No lo niegues; no te servirá de nada. Debo confesarte que has acertado en la elección de tu venganza. Cuando Caifás se enteró de esto, creí que la rabia le ahogaría allí mismo. ¡Ja, ja, ja! Me pregunto si incluso habrás sobornado al mismo Pilatos, pues, en vez de condenar a los soldados a una buena azotaina, les ha perdonado la culpa. ¡No recuerdo nada parecido desde que tengo uso de razón! Este desollador os entrega gratis el cuerpo, a vosotros, a los dos hombres más ricos de Jerusalén, y luego permite graciosamente que sus invencibles soldados, vencedores de los partos, atraviesen la ciudad corriendo y chillando de miedo como mujeres… desde luego, lo has organizado todo con gran habilidad. A Caifás, al final, no le ha quedado en las manos más que la cruz, por la que ha pagado, os lo digo en confianza, mucho dinero…

—No me he llevado el cuerpo —repetí.

—Bien, bien… Digamos que no te lo has llevado. Entonces es que se ha volatilizado. Pero lo importante ahora es que los cuerpos de los muertos no se paseen por Jerusalén por su propio pie. Durante la sesión no hemos sido muy amables contigo, lo reconozco… A cambio de esto, tú te has burlado magníficamente de Caifás. Ojo por ojo… ¡Ja, ja, ja! Habet, como dicen los romanos. Pero ahora hay que acabar con esto. Escucha, Nicodemo, hagamos un pacto. Nadie de nosotros se llevará el cuerpo… Además, nadie tuvo nunca la menor intención de hacerlo. Es un acto impío. Pero tú dinos dónde se encuentra ahora. No lo tocaremos, te lo prometemos por lo que más quieras. Sólo queremos saber que yace bajo esta o aquella piedra…

—¡Pero si te digo, Jonatán, que yo no me he llevado el cuerpo!

—¡Claro que te lo has llevado, claro que sí! Ha sido tu venganza. Y nosotros no te lo censuramos. Quédatelo, si quieres. Que se esté tranquilo en el sepulcro de José o en algún otro. ¡Pero que yazca quieto como cualquier otro cadáver!

—¡Yo no tengo el cuerpo!

—Nicodemo, esto es inútil palabrería.

—Te digo por última vez que no tengo el cuerpo.

—Pues, ¿quién lo tiene? ¿José?

Ahora habló mi amigo:

—Yo tampoco lo tengo. Pero sé dónde está. —Con brusquedad y decisión alargó el dedo en dirección a Jonatán y dijo—. ¡Vosotros lo habéis escondido!

El nasi saltó del taburete. Luego se echó a reír, pero no era una risa franca, escondía su turbación.

—¡Ja, ja, ja!… ¡ja, ja, ja! Tú, José, eres un jugador… Pero esta vez nadie te creerá. ¿Íbamos nosotros a llevarnos el cuerpo? Vosotros lo habéis hecho. Escuchad Basta de discutir: ¡si todos lo saben…! Vengo a hablaros como amigo. Ha habido entre nosotros disputas y disgustos, es verdad, pero yo vengo ahora con el corazón en la mano… No quiero discutir y me irrita la falta de sinceridad. Olvidemos lo que ya ha pasado. Escuchad: Caifás se siente muy ofendido. Conocéis su encarnizada obstinación. Cuando quiere vengarse no tiene escrúpulos. ¿Veis, pues…? Salomón dice: «más vale perro vivo que león muerto». Pero yo os digo: a veces más vale león muerto… Dad un buen entierro al león y todo quedará arreglado. Bueno, ¿qué decís a esto?

Miré a José. Mi amigo estaba serio, con expresión atenta y concentrada, como si estuviera meditando una idea que le llegara hasta el corazón. Movió la cabeza gravemente y dijo:

—A mí también me gusta la sinceridad, Jonatán, y no acostumbro encubrir mis acciones. Hablemos en serio. ¿Queréis forzamos a decir que hemos escondido el cuerpo? Pues te doy mi palabra de honrado comerciante e israelita que ni yo ni Nicodemo tenemos nada que ver con todo esto.

Jonatán dejó a un lado la amabilidad que había mostrado hasta entonces.

—¡Sólo vosotros habéis podido hacerlo! —exclamó, airado—. ¡Esta chusma galilea nunca se hubiera atrevido a hacer una cosa así!

—Pero, a pesar de esto, no hemos sido nosotros.

—¿Vas a decirme que lo ha hecho Pilatos para su Claudia?

—Pues, ¿qué ha sido del cuerpo? No se ha evaporado, supongo yo…

—Jonatán… —José se levantó, se acercó al nasi, apoyó una mano en el respaldo de la silla del otro y se inclinó sobre él—, la misma pregunta nos estamos haciendo Nicodemo y yo desde el amanecer. Y no hemos sabido encontrar la respuesta. O, mejor dicho, tenemos sólo una…

—¡Oh! —Jonatán volvió a reír, pero su risa recordaba el chirriar de una sierra sobre un tronco duro—. ¡Ja, ja, ja…! José, tú no eres doctor ni fariseo, sino un comerciante sensato. Dejemos que Nicodemo crea en ello… ¡Pero tú y yo sabemos que es una sandez! —Acercó su cara a la de José y cerró las mandíbulas con tanta fuerza que viese sobre sus mejillas el movimiento de los músculos. Con voz ronca continuó—. Es una sandez, pero de la que no sabemos quién querrá aprovecharse… Sólo una cosa es segura que el Templo y la fe sufrirán las consecuencias de esto. Vuelvo a repetirte que más vale león muerto que perro vivo… Pero un resucitado… ¡Basta! ¡Hay que volver a correr la piedra sobre este «espíritu»!

—Si es él mismo el que ha quitado la piedra —dijo despacio José—, no se le podrá cubrir con ella por segunda vez…

—¡No la ha quitado solo! Vosotros le habéis enterrado, pero sé que antes un soldado le atravesó el corazón. Ellos saben dar en el punto preciso. Un hombre al que han clavado una lanza romana en el costado es seguro que está muerto.

—¡Es seguro que estaba muerto! —asintió José.

—De modo que no fue él quien apartó la piedra. Vosotros le habéis puesto en el sepulcro y luego vosotros mismos le habéis sacado de él.

—No lo hemos hecho.

—¡José! ¡Nicodemo! He venido aquí bien dispuesto, con sinceros deseos de llegar a un acuerdo. ¡Una vez más os prevengo! ¡Caifás está decidido a todo! Sé que esta mañana se ha entrevistado con el rabí Jonatán bar Azziel, con el que inesperadamente ha vuelto a tener tratos. No permitirán que este asunto se les escurra de las manos. No quiero asustaros, pero, si seguís con vuestra obstinación, encontrarán un medio para obligaros a entregar el cuerpo.

—No quieres asustarnos, pero nos asustas, ¿verdad? —dijo José con tono burlón.

—Sólo os prevengo… —Jonatán se levantó. Por última vez intentó adoptar un tono ligero, amistoso—. Vamos, más vale que lleguemos a un acuerdo. A fin de cuentas no nos importa lo que hayáis podido hacer con el cuerpo. Nos interesa el sepulcro y que vosotros declaréis a todos que el galileo yace en él…

—Pero ¿no habrá nadie dentro?

—Un cuerpo u otro siempre se encontrará.

—De esto se encargarán los sicarios, ¿no es así?

—¡José! Recuerda que ni tus tratos con los romanos ni tu dinero…

—Lo sé, no es necesario que me lo adviertas. Ve en paz, Jonatán. Saluda al sumo sacerdote de mi parte y dale mi condolencia por lo del deterioro de la cortina…

—¡Esto son tontas habladurías! Un levita tendría un mal sueño y ahora cuenta necedades que la plebe repite por encantarle estas «espeluznantes» historias…

—Pero, según he oído decir, es cierto que la cortina se rasgó el mismo día de la preparación.

—¡No, no se rasgó! Y aunque así fuera, sabes que tenemos continuos temblores de tierra. En la roca Moriah han aparecido grietas y hendiduras; en el Templo caen objetos… También la cortina podía…

—Naturalmente…

—Así, pues… Quizá… Sé que sois personas sensatas. ¿Para qué luchar contra Caifás? No sé si habéis oído que solicitó vuestra destitución del Sanedrín.

—Aunque vosotros no me hubierais echado, yo mismo me habría ido. Después de esta sentencia, el Sanedrín ha dejado de ser lo que era.

—¿Es ésta tu última palabra, José?

—Sí.

—¿Y la tuya también, Nicodemo?

—José la ha dicho por mí.

—En este caso ya no me queda más que decir. No olvidéis la venganza de Caifás. Os aconsejo que abandonéis la ciudad… No os lo perdonará nunca…

Fui a despedir al nasi hasta la puerta y volví a la sala. José andaba de un lado a otro con la cabeza baja y las manos cruzadas a la espalda. Me senté en el taburete que momentos antes había ocupado Jonatán. Me sentía tembloroso y febril, en una inquietante espera. José seguía paseando en silencio. Por fin se paró ante mí y dijo:

—Después de esta conversación, dos cosas han quedado completamente claras. La primera es que la lucha de todos ellos contra el maestro aún no ha terminado. Son capaces de sostenerla con lo que ellos llaman su «espíritu» y con todo aquel que crea en este «espíritu». La segunda es que si antes podía haber alguna sospecha de que ellos hubieran escondido el cuerpo, ahora se ha desvanecido por completo. Jonatán no mentía. Realmente, no sabe dónde está el cuerpo. Y tampoco ha exagerado al decir que Caifás no se detendrá ante nada. Ni Jonatán bar Azziel tampoco. Además, les comprendo: para ellos el maestro es aún más peligroso ahora que cuando vivía… Se ha convertido en un símbolo y un símbolo puede llegar a ser más peligroso que un hombre vivo. Ahora tienen que luchar. Escucha, Nicodemo. Jonatán tiene razón; estás en peligro y seguirás estándolo por un tiempo… Más adelante los odios se enfriarán, pero ahora podrían hacerte caer en manos de los sicarios. Saben que fuiste a visitar de noche el sepulcro… No me lo habías dicho. ¿Por qué lo hiciste?

—Este sepulcro —confesé— parecía llamarme… —Es verdad, llama —dijo José—. Incluso ahora, vacío. Tendremos que ir allá. Pero déjame volver a lo de tu peligro. Creo que, tal como aconseja Jonatán, harías mejor marchándote de la ciudad. No para mucho tiempo, sino sólo para tres o cuatro días. Tienes un palacio entre Emaús y Lidia, ¿verdad? Hace tiempo que no has ido allí y nadie sospechará si lo haces ahora. Llévate contigo a este joven Cleofás que se mostró contrario a la sentencia. También se querrán vengar en él… Tenemos que protegerle… Es un fariseo y te será más fácil hablarle. Bueno, ¿qué te parece este plan?

No me gustan las marchas repentinas. No me gusta cambiar inesperadamente de lugar, sobre todo en un tiempo en que cada momento parece traer algo nuevo. Pero José tiene razón. Preferiría que él viniera conmigo. Es muy enérgico y a mí el valor y la energía me han abandonado por completo. La verdad es que nunca he tenido demasiada energía. El maestro, en los momentos difíciles, debió haberle tenido a su lado. José me había dicho en varias ocasiones que deseaba conocerle. Decía estar interesado por su doctrina, de la que yo le había hablado. Pero no llegó a verle. En parte, yo tengo la culpa. A decir verdad, nunca hice nada para que este encuentro se efectuase. Siempre estaba ocupado en mí mismo y en mis propios asuntos. Me parecía que el maestro había penetrado con tanta fuerza sólo en mi vida… José es amigo mío, pero, en el fondo, le conozco muy poco. Me he acostumbrado a pensar que lo único que le interesa en la vida son los azares del comercio…

—Pero tú… —dije—. No quiero dejarte aquí.

—No temas por mí. Nada me amenaza. Estoy en buenas relaciones con los romanos y nadie se atreverá a tocarme. Tú debes marcharte ahora mismo.

—Me iré —decidí después de pensarlo un poco—, pero… —Me sentía incómodo sabiendo que yo marchaba y él se quedaba afrontando el peligro—. Pero tú…

—No me pasará nada —repitió—. Te lo aseguro… Puso una mano sobre mi hombro tranquilamente y con la otra se acarició la ondulada barba.

De pronto me di cuenta de todo lo que le debía a aquel hombre que cumple tan poco las prescripciones de la Ley. Desde hace años era como un sólido roble en el que podía apoyarse el débil arbusto de mi existencia. ¡Se mostró tan atento y tan bueno con Rut! Me traía el oro cuando yo no tenía tiempo ni cabeza para pensar en los beneficios. Un día me dijo que en el testamento me nombraba heredero de toda su fortuna. Ha vivido a mi lado y, a pesar de recibir tanto de él, simplemente no le veía… Pero, de pronto se me han abierto los ojos. En un súbito arranque de gratitud le tendí una mano.

—José —le dije, y la emoción me hizo temblar la voz—, eres un verdadero amigo…

—No —dijo—, te equivocas. Me parece que apenas he entrado en la pista de lo que debería ser la amistad… —volvió a apretarme la mano—. Márchate y vuelve sano y salvo. Cada uno de nosotros meditará por separado en el misterio de la desaparición de su cuerpo y luego nos comunicaremos las conclusiones. ¿De acuerdo? —Sonrió y quedose pensativo—. Hay misterios —dijo luego— que para comprenderlos hay que lanzarse a ellos como se lanza uno al agua, seguro de que se abrirá ante nosotros. Vete en paz, Nicodemo. Salom alehem. ¿No crees que algunas cuestiones hay que aceptarlas primero para poder comprenderlas después?

Andábamos despacio porque el día se había vuelto muy caluroso, como si aquél no fuera el mes de nisán. Al principio casi no hablamos; ambos íbamos pensativos sopesando en nuestro espíritu los acontecimientos de la mañana. El camino de Emaús se desliza por las rocosas laderas de la meseta sobre la que están situados el Hebrón, Jerusalén y Gofna. La ciudad se encuentra sobre la última colina: más lejos, a lo largo de la costa, se extiende la franja de la llanura de Sarón, cubierta ya en esta época por una abundante vegetación y toda clase de flores olorosas.

Decidimos pasar la noche en Emaús para proseguir la marcha a la mañana siguiente.

Estábamos más o menos a medio camino cuando Cleofás, que hasta entonces había avanzado con aire sombrío y la cabeza baja, relinchó como un caballo joven y comenzó a hablar con voz que delataba una gran agitación interior.

—¡No, no, no! ¡No logro comprenderlo! Supongamos que haya resucitado; aunque esto es imposible. La gente, en ocasiones ha sido resucitada en nombre del Altísimo, pero todavía nadie ha salido por sí solo del sepulcro. Sin embargo, supongamos que haya ocurrido así… Entonces, dime, rabí, ¿qué sentido ha tenido este juicio, este martirio, esta muerte? Quien es capaz de resucitar por sí mismo no debería morir como un esclavo. ¡No, no, no! ¡No lo comprenderé nunca! A no ser que tú, rabí, puedas explicármelo. Tú debes comprender algo más… Le conocías…

—Le conocía —respondí—, pero esto no me ayuda a comprender toda esta historia. Es verdad que en vida procedía a veces como si quisiera asustar a los suyos para así probarles… Luego desaparecían los peligros, resultaban falsos, o bien los vencía… Pero, más a menudo, aún se dejaba vencer por la vida. Es evidente que poseía un poder, pero nadie nunca sabía cuándo haría uso de él. El milagro de la resurrección es el más grande de los milagros. Tienes razón al decir, Cleofás, que quien es capaz de levantarse de entre los muertos no debería sufrir tanto en la vida. Además, ¿de qué sirve una resurrección como la suya? ¿Ha resucitado y desaparecido? Sólo le han visto su madre y aquella pecadora arrepentida… Si esta resurrección tuviera que ser señal de la veracidad de su doctrina, tendrían que verle otros…

—¡Tendrían que verle todos! —exclamó el joven fariseo.

—Naturalmente… Puesto que los que no le vean no querrán creer. El Mesías no puede triunfar en un solo corazón…

—¿Crees tú, rabí, que era el Mesías?

—¡Qué sé yo! Pero, si lo era, fue un Mesías distinto del que anunciaban las profecías. Ha traído algo diferente de lo que esperábamos.

—¿Y qué es?

—Una sola cosa: el amor…

—Pero, según parece, decía que quien quiera ser discípulo suyo debe odiar a los suyos: a la madre, a la esposa, a los hijos.

—Le oí decirlo. Pero eran unas palabras extrañas, como una sola faceta de la verdad…

—¿Así crees, rabí, que no mandó odiar? Desde que me repitieron esto tuve miedo…

—Él no conocía la palabra odio. Aunque decía: «He traído la espada», añadía en seguida: «La antigua Ley dice: “¡No mates!”, pero yo digo: el que se enoja ya mata…». No, te lo aseguro, no sabía lo que significa odio. ¡Nunca odió a nadie! Ha muerto… A mí me parece incluso que se entregó en sus manos sólo para mostrarnos que el odio puede ser vencido…

—¡Pero es el odio el que venció! Y le ha matado…

—Sí —asentí.

Y de nuevo cada uno de nosotros se sumió en su tristeza.

Nuestras dos sombras se deslizaban oblicuamente ante nosotros. No noté el momento en que se nos unió una tercera sombra. El hombre que nos había alcanzado y estaba con nosotros parecía un caminante acostumbrado a hacer largos viajes, porque andaba ligero como si apenas tocara el suelo con los pies. No había en él nada especial que llamara nuestra atención: era muy alto llevaba un bastón y una cuttona arremangada para el viaje; no llevaba bolsa alguna. No habíamos oído sus pisadas, aunque debió andar muy deprisa, pues cuando, poco antes, me volví en el recodo (temía que alguien estuviera persiguiéndonos y esta inquietud no me abandonaba ni un instante), no vi a nadie. Pero ahora supo adaptar su paso al nuestro.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó—. ¡Parecéis muy tristes!

Cleofás se encogió de hombros.

—Vienes desde Jerusalén; por lo tanto, deberías saber…

—¿Saber qué?

—Habrás estado en la ciudad de paso solamente y no para las fiestas. En los últimos días han ocurrido allí…

—¿Qué cosas?

Las preguntas de nuestro nuevo compañero eran impacientes, como si temiera no poder llegar a entablar diálogo con nosotros. Cleofás estaba demasiado trastornado para poder contar ordenadamente todos los acontecimientos, de modo que hablé yo:

—¿Has oído hablar del profeta de Galilea que andaba por todo el país, predicando y obraba maravillosos milagros? Curaba e incluso resucitaba… Pues, cuando hace unos días vino a la ciudad para las fiestas, nuestros sacerdotes y doctores mandaron prenderle y le entregaron, después de condenarle a muerte, a los romanos. Ellos le han crucificado. Los milagros de este hombre eran tan grandes y su doctrina tan hermosa, que muchos creyeron que venía de parte del Altísimo para liberar a Israel. Yo mismo lo creí también… ¡Desgraciadamente, ha muerto! ¡Y con una muerte horrible…! Hoy hace tres días que le depositaron en el sepulcro… Me interrumpí porque mi pensamiento voló de nuevo hacia su cuerpo torturado, hacia todo el horror de aquella muerte terrible. Durante un rato descendimos en silencio por un sendero inclinado. Ahora teníamos el sol de frente: una gran bola roja colgaba sobre las grises franjas de neblina que se extendían a lo largo de la convexa superficie del mar.

—De modo que murió y le enterraron… —Al hombre que se había reunido con nosotros no le bastaban mis palabras—. ¿Qué más ocurrió?

Cleofás movió las manos con un ademán desesperado.

—Hay quien cree —dijo casi enojado— que ha resucitado.

Nos dirigió una penetrante mirada.

—Y vosotros —preguntó—, ¿qué creéis?

Le miré con cierta desconfianza; no me gustó este interrogatorio suyo. Parecía como si supiera todo lo referente a la muerte del maestro y nos hiciera estas preguntas sólo para conocer nuestra opinión. ¿Acaso era un espía del Sanedrín? En todo caso, pensé, está solo y nosotros somos dos. Ya nos habíamos alejado de la ciudad unos cuarenta estadios. Además, aunque este hombre no se diferenciaba en nada de cualquier otro caminante que hubiéramos podido encontrar en un camino solitario, había en él algo que inspiraba confianza.

—Efectivamente —comencé de nuevo—, hoy varias mujeres han ido a su sepulcro antes del amanecer… Volvieron diciendo que ya no habían encontrado el cuerpo y, en cambio, habían visto a un ángel, el cual, según ellas, les dijo que el muerto había resucitado. Al saberlo, los discípulos fueron también al sepulcro y tampoco encontraron el cuerpo…

—¿Y qué dices tú a esto? —preguntó al ver que de nuevo me había interrumpido.

Ya no me preguntaba lo que había ocurrido luego, sino directamente lo que yo pensaba de todo aquello. Volví a sentir cierta desconfianza, pero de nuevo sucumbí a la fuerza de su autoridad. Él preguntaba no como una persona curiosa, sino como un hombre que tiene derecho a preguntar…

—No sé —respondí con vacilación—. No sé… Este galileo fue, sin duda alguna, un ser extraordinario. En cierto momento creí que era el Mesías… Nunca nadie había obrado milagros como los suyos, nunca nadie había hablado como él… Pero el Mesías debería ser superior a un hombre cualquiera…

—¿Tú, un gran soferim, dices esto? —me interrumpió—. ¿No recuerdas lo que dijo Isaías sobre «la raíz del árbol de Jessé»?

—Lo recuerdo. Pero también Etam Ezrahita dijo: «He jurado a David que su linaje durará por todos los siglos…».

—¿Y crees que esto no se cumplirá?

—¿Cómo puede cumplirse? ¡El trono real dividido y en manos extranjeras! Y él, aunque fuera del linaje de David, ha muerto, le han dado una muerte horrible… Si lo hubieras visto…

—¡Hombre de corazón perezoso! —dijo de pronto severamente—. ¡Maestro que no enseñas a los demás ni tú mismo quieres conocer!

—No recuerdo que nunca nadie me haya hablado de este modo.

Mas, a pesar de todo, no me sentía ofendido. Hablaba irritado, pero al mismo tiempo parecía disipar la cortina de humo que nos había cubierto los ojos.

—¿Aún no veis que se ha cumplido todo lo que tenía que cumplirse? ¿No nos dijo nuestro padre Jacob que el Enviado, el Esperado, vendría cuando Judá perdiera su trono? ¿No has leído nada de esto en los libros sagrados, amigo? Escucha… —Citó con fluidez las palabras de la profecía de Isaías: «La gloria bajará sobre el camino del mar que atraviesa la pagana Galilea y el pueblo que vive en tinieblas verá una gran luz…»—. ¿No has estado en Galilea, no has visto?

—He visto… —murmuré—. ¡Es verdad!

¡Tantas veces he oído exclamar «El Mesías no vendrá de Galilea»! Pero este hombre ha sabido extraer esta profecía de los libros sagrados como un niño hábil pesca un pececillo en un pequeño charco. El ciego pueblo de Galilea, las turbas de amhaares han visto la luz… Es verdad… Lo miré. Él siguió diciendo:

—¿Dónde nació? ¿No fuiste allí a cerciorarte? ¿No has leído “Tú, Belén, tierra de Juda, de ti saldrá el caudillo del pueblo”? ¿De quién ha nacido? ¿No te lo han dicho? ¿Y no has leído: “He aquí que una Virgen concebirá y dará a luz un Hijo…”? ¿No has oído contar cómo tuvieron que huir con él a la tierra de los faraones? ¿Y qué dices a esto: “De Egipto llamé a mi Hijo…”? ¿Quién lo anunció? ¿No decía el nabí: “Envíé un ángel para que te prepare el camino… La voz del que clama en el desierto, para que enderecéis los caminos del Altísimo…”?

—Todo esto es verdad… Sí, lo es… —me repetía.

El globo solar seguía bajando y se volvía cada vez más rojo; el mar, lejano, brillaba. Me sequé la frente bañada en sudor. Las palabras del desconocido me llenaban de asombro y de temor al mismo tiempo. ¿Cómo es que yo mismo no he sabido ver todo esto?, me preguntaba. Cada uno de los textos citados por él caía sobre mi cabeza como un pesado garrote. He vivido en estrecho contacto con las sagradas profecías y no he sabido leerlas. El maestro estuvo en lo cierto cuando en varias ocasiones me dijo: «¿Eres doctor y maestro y no lo sabes?». Me embriagaba con el sonido de las palabras de las Escrituras y no sabía ver su contenido. Como los otros, ciegamente y con obstinación, exigía el cumplimiento de las profecías que me convenían a mí, que respondían a mis propios anhelos, que traían el triunfo del ruido y no el del silencio…

El viajero siguió diciendo:

—¿No enseñó como lo habían predicho: «con parábolas contaré cosas ocultas desde el principió del mundo»? ¿No envió a los suyos «como golondrinas de mar, para que pescaran hombres de todo monte, de todo collado, de toda caverna…»? ¿No fueron predichos todos sus milagros? ¿Acaso el Altísimo no tenía que concertar con vosotros una nueva alianza, una nueva Ley, escrita en el corazón y no en el cuerpo?

—¡Dices la verdad! —oí decir a mi lado a la exaltada voz del joven Cleofás—. Cada una de tus palabras nos abre un nuevo libro… Pero, si es como dices, ¿por qué ha muerto? ¿Por qué?

—¿Y por qué ha muerto así? —exclamé—. De un modo tan miserable, tan horrible, tan infame, tan doloroso…

Le mirábamos los dos con los ojos muy abiertos. Sentíamos que este hombre era incomparablemente más instruido que nosotros. Parecía saber todo lo que nosotros ignorábamos y, al no saberlo, estábamos llenos de temor, como aquel de quien las Escrituras dicen «teme de día y de noche; por la mañana dice: ¡ojalá fuera de noche!, y por la noche: ¡ojalá ya fuera de día!».

No nos reprendió. Suavemente, como si cantara el son de un kinnor, comenzó

—¿Tampoco recordáis esto: «Gusano soy y no varón, vergüenza de hombres y desecho del pueblo… La gente grita y mueve la cabeza: ¡Ha puesto su esperanza en el Altísimo, que él le salve! Me cercó una banda de malignos rugiendo como leones… Me rodearon unos perros feroces… Horadaron mis manos y mis pies y contaron todos mis huesos… Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay sobre mí ni un solo trozo de carne sana… Todo es una lívida herida. Ni belleza ni hermosura… Veíamos que no hay nada en él, y así y todo le hemos deseado. A un hombre cubierto de desprecio, al más miserable de los humanos, todo él dolor, que conoce toda debilidad… Nuestras enfermedades han caído sobre él, nuestros dolores le han herido. Para nosotros fue como un leproso, y el mismo Eterno le condenó a morir de muerte ignominiosa… Por nosotros ha sido aniquilado, por nuestras maldades. Pero su lividez nos ha curado. Nos desviamos del camino recto, pero el Altísimo ha puesto sobre él nuestros pecados. Él mismo lo quiso… No movió los labios en defensa propia… Padeció en compañía de malhechores y por ellos oró…»?

—¡Oh, Adonai! —murmuré. Sentía los labios resecos como si estuviera atravesando un desierto sin agua.

—«Entregué mi cuerpo a los que me azotaban y no aparté la mejilla de los que me golpeaban —siguió diciendo—. Fui como un silencioso cordero conducido al sacrificio…».

No nos dimos cuenta del camino andado. Cuando, después de la última frase, se paró de pronto como si quisiera despedirse, vimos con asombro que ya habíamos llegado a Emaús. Él parecía saber que nos deteníamos allí, pero hizo como si tuviera intención de seguir adelante. Sin consultárnoslo, los dos a la vez exclamamos:

—¡Rabí, quédate aquí con nosotros! Queremos que nos cuentes aún muchas otras cosas… Mira, se está haciendo de noche. Por la mañana seguirás tu camino. Quédate.

Pareció meditarlo. Pero ante nuestra insistencia accedió y entró con nosotros en la posada. Por suerte estaba vacía. El posadero nos colocó la mesa bajo una ancha higuera y se marchó a preparar la comida. Unas sombras rojizas caían sobre la tierra rosada. Del mar soplaba con fuerza, una fresca brisa refrescante. Las cimas de las colinas por las que habíamos bajado se coloreaban de rojo vivo, como los troncos en un fuego a punto de extinguirse.

—¿Así, él era el Mesías? —preguntó Cleofás con labios temblorosos.

En vez de contestar siguió citando:

—«Este día los sordos oirán las palabras de los libros y los ojos de los ciegos verán en las tinieblas. Los mansos se sentirán dichosos y los pobres se alegrarán en el Santo de Israel. Los que no me buscaban me buscarán y diré a la nación que nunca me ha llamado: aquí estoy… Vendrán pueblos desde los confines de la tierra…».

En el aire gris y denso, como entretejido de hilos de telarañas, su voz resonó de pronto a modo de un triunfal grito de alegría. Después de la sangrienta visión que nos había descubierto con las anteriores dolorosas palabras, nos hizo la impresión de un coro de trompetas plateadas que lanzaran al cielo un canto de victoria. Nuestros corazones latieron más vivamente, con mayor ardor aún. Pero al mismo tiempo nos miramos inquietos. No era necesario hablar. El mismo pensamiento se había encendido en nuestras mentes. Si era verdad todo aquello que no habíamos sabido ver, a pesar de tener los ojos abiertos, ¿qué suerte nos esperaba e nosotros y a toda la nación escogida, que no se había dado cuenta de la llegada del Anunciado y le ha rechazado y crucificado? Ha sido terrible este esperar al Mesías durante miles de años. Pero ¿qué será el fin de esta espera unido a la certeza de que el Mesías ha venido y nosotros no le hemos recibido? ¿Qué significa rechazar al Mesías? ¿Qué ocurrirá con los que le han dado muerte al Hijo del Altísimo?

Pero, como si adivinara nuestros pensamientos, dijo:

—Era necesario que se cumplieran las Escrituras… Y se han cumplido. El Hijo del Hombre ha muerto para que vosotros no muráis y vive para que vosotros viváis. Ha tenido que morir así para que cada uno de vosotros pueda salvarse. Porque el profeta ha dicho: «Aunque vuestros pecados fueran escarlata, los blanquearé más que la nieve…».

Seguíamos sentados en silencio mientras el viento movía sobre nuestras cabezas las ramas de la higuera, desprovistas de hojas. Él alargó una mano, cogió un pan que el posadero había dejado en la mesa, lo partió y nos dio un pedazo a cada uno… Entonces, ¡oh, Justo!, este movimiento suyo… ¡De pronto todo se hizo claro! Me di cuenta en el acto de lo que antes no había visto: las llagas de las manos y esta sonrisa, única en el mundo, la sonrisa del amor que no tiene límites. ¡Oh, Justo, cómo lloré entonces! Como Simón… Porque él, después de darse a conocer, desapareció. ¡Estaba allí y de pronto ya no estuvo! Pero el pan quedó, y la copa de vino… y las palabras… y esta inmensa alegría en la que él había convertido nuestra desesperación… ¡Oh, Justo!, te lo escribo llorando… Nos levantamos de un salto. El sol se bailaba en el mar y la noche iba extendiéndose sobre nuestras cabezas como una tienda, pero en nosotros había un solo pensamiento, potente, e imperativo: volver, volver; volver inmediatamente, decirles a todos que él ha resucitado de veras. ¡No había en el mundo nada más importante que esta noticia! Era menester comunicarla a todos, había que gritarla desde las azoteas… Comimos el pan y empezamos a desandar el camino. Nuestras sombras eran absorbidas por la parda carretera llena de polvo. Avanzábamos llenos de febril agitación; a veces corríamos. Ninguno de los dos notaba si subíamos una cuesta o si nos faltaba el aliento. No nos decíamos nada, sólo de vez en cuando nos lanzábamos alguna rápida pregunta.

—¿Recuerdas cuando él decía…?

—¡Si, lo recuerdo! El corazón me latía con fuerza…

—¡Lo sentíamos, Cleofás, sentíamos que era él!

En el cielo se encendió la primera estrella. A veces andábamos, a veces corríamos. Ni por un momento recordé los peligros de los que por la mañana había estado huyendo…

No me acordaba de ellos cuando llegué a la puerta de la casa de Safán, el curtidor. Era ya negra noche y el soldado de la torre Antonia acababa de anunciar la segunda guardia. La luna cruzaba por el cielo sembrado de pálidas estrellas, apagándolas a medida que se acercaba a ellas. Unas cuantas nubecillas blancas se recortaban contra el brillante cielo negro azulado y avanzaban lentamente de poniente a levante. El conglomerado de casas de Ophel semejaba un terrible desfiladero montañoso en el que hubieran caído sucesivos aludes o una ciudad convertida en un montón de ruinas. Mientras atravesaba las tortuosas, estrechas callejuelas (antes nunca me hubiera atrevido a pasar por allí, y menos de noche), temblaba de impaciencia. La pequeña puerta estaba cerrada. Me puse a golpearla con ambas manos. La noticia que llevaba me quemaba los labios como fuego vivo. No me abrieron en seguida. Detrás de los maderos oí un leve ruido; adiviné que alguien, asustado, trataba de mirar por le rendija para ver quién llamaba. La impaciencia no me dejó esperar. Grité:

—¡Soy yo! ¡Nicodemo! ¡Abrid! ¡Soy yo! ¡Os traigo una importante noticia! ¡Abrid!

Aún me pareció que tardaban; retrocedí unos pasos hasta colocarme en una mancha de luna, que parecida a un espejo abandonado, caía sobre la callejuela, un poco más ancha en aquel punto. Quise que me vieran en aquella luz y me reconocieran. En seguida se oyó el ligero chirriar de la puerta.

—Entra rabí —me dijo en voz baja Simón, el Zelota—. ¡Ven y no grites! ¡Tu voz podría atraer el peligro!

¿Peligro? No lo temía, no tenía miedo. Entré rápidamente por la estrecha puerta. Al final de un pequeño corredor había una habitación espaciosa que debía de servir para secar las pieles, porque flotaba en ella un fuerte olor a tanino y piel medio podrida. Estaba llena de gente. A pesar de lo avanzado de la hora, nadie dormía en la casa. En el resplandor del fuego que chisporroteaba en el hogar vi reunidos a sus discípulos (todos menos Tomás y Judas), a su Madre y su hermana, a Marta y María, varias mujeres más y unos hombres con aire de modestos artesanos. En este momento todos los rostros estaban vueltos hacia mí, todos los ojos parecían arder de curiosidad e inquietud. Debían de haberles asustado mis bruscos golpes. Pero el temor luchaba en ellos con la curiosidad de oír la noticia que todos, sin dame cuenta exacta de ello, estaban esperando; aunque se notaba que no estaban todos de acuerdo y antes de que yo llegase habían discutido.

—Ya sabemos lo de José… —dijo de prisa Santiago, hijo de Zebedeo.

Le interrumpí con un impaciente movimiento de la mano. No sabía de qué me quería hablar, pero para mí no había nada más importante que la noticia que les llevaba. Exclamé.

—¡Le he visto! ¡Le he visto!

El silencio duró sólo un instante, porque de pronto todos a la vez se pusieron a hablar:

—¿Veis como él también le ha visto? ¡Él también ha tenido visiones! ¡Miriam le ha visto! ¡A veces, a las madres les parece ver a sus hijos muertos! ¡No gritéis tanto, la gente nos va a oír! ¡Pero os digo que él ha resucitado! ¡No, no, es imposible! ¡Le he visto! ¡Me eché a sus pies…! —oí que decía ahora María con su voz baja, casi masculina—. ¡Estás trastornada por el dolor; te lo pareció! ¡María le ha visto y yo le he visto! —tronó la voz de Simón—. ¡Os lo aseguro!

—¡Te lo pareció, Simón! ¡De tanto llorar estás completamente atontado…!

—¡Pero yo le he visto de veras! —exclamé—. Anduvo conmigo durante varios estadios. Habló, enseñó… Escuchad: me explicó por medio de las Escrituras que había tenido que sufrir de aquel modo precisamente para salvarnos…

—Rabí —dijo Santiago, el hermano del Maestro, acercándose a mí—. Se ve que también a ti la pena te ha ofuscado el entendimiento… ¡No alborotéis tanto! —añadió dirigiéndose a todos los reunidos, que trataban de convencerse unos a otros—. ¿Queréis que todo el Ophel venga aquí atraído por vuestros gritos? ¿Que traigan a la guardia del Templo? ¿Sabéis que nos acusan de haber robado el cuerpo? Escucha, rabí —me dijo de nuevo—, este repugnante crimen que te ha tocado tan de cerca… Créeme, compartimos sinceramente tu dolor… pero no te dejes llevar por las mismas alucinaciones que han tenido Miriam, Simón y María. Les parece haber visto al Maestro. Pero no podía ser más que una alucinación. Él ha muerto y la gente del Templo ha robado su cuerpo. Ahora, en cambio, nos acusan y dicen que nos lo hemos llevado nosotros. Si comenzamos a contar por todas partes que él ha resucitado, nos prenderán y nos matarán. Todos los que creen haberle visto han sufrido alucinaciones. Podría ser un espíritu… Hay gente que ha visto los espíritus de los muertos… A lo mejor alguno de vosotros ha visto el suyo…

—¡No era su espíritu! —gritó María, sacudiendo su dorada cabeza de rojizos reflejos—. ¡No era su espíritu! ¡Hubiera podido tocarle si él lo hubiese permitido…!

—¡No era su espíritu! —repitió a su vez Simón. Pero no sentí en su voz esa inquebrantable seguridad en sí mismo que vibraba en las palabras de María. Además, Simón estaba como encorvado, encogido, sumiso. No intentaba hacer prevalecer su voz sobre la de los demás. No trataba de imponer a todos su punto de vista—. Yo tampoco le he tocado… —dijo como excusándose—. Pero le oí hablar. El Señor dijo así… —bajó aún más la voz queriendo imitar la manera de hablar del Maestro—, así: «Pedro…». ¿Podría un espíritu hablar como él? —me preguntó de pronto.

—No era un espíritu… —asentí—. En aquella misma mesa partía el pan y lo daba… No, no. Soy el hombre a quien más costaría creer una cosa inverosímil. También yo casi pude tocarle…

—¡Pero ninguno de vosotros le tocó! —exclamó Santiago.

—Te lo parece, Simón —dijo Andrés—. Has visto a un espíritu.

—¡No era un espíritu! —volvió a exclamar María.

—¡Si al menos, como espíritu, pudiéramos volver a verle! —gritó de pronto Juan—. No estaríamos tan tristes…

—No, Juan —oí en este momento la voz de Miriam. Ella habla como su Hijo; aunque lo haga en voz baja, sus palabras siempre tienen peso y se hunden en nosotros como el grano en la tierra. Habla poco, muy poco. Casi nos extrañó que lo hiciera entre aquel vocerío de los que disputaban—. No, Juan —repitió—, él no se ha levantado sólo como espíritu. Su espíritu no ha muerto nunca. Se ha alejado de nosotros por un momento y ha vuelto en seguida. Pero su cuerpo ha resucitado para que nuestros ojos humanos puedan ver y nuestros labios humanos puedan hablar…

—Pero si fuera así… —comenzó Santiago.

—¿Habéis oído a Miriam? —exclamó Simón—. Debo hablar, debo… —y se golpeaba el pecho con su fuerte puño—. Debo gritar…

—No es posible guardarlo en silencio —asentí.

Entonces fue cuando él apareció entre nosotros. La puerta no se abrió, el chisporroteo del fuego no cesó, y nuestras respiraciones no se quedaron paralizadas. Seguíamos en nuestro mundo y él estaba allí, igual al de antes: alto, con los brazos abiertos en ademán de saludo y con su sonrisa irresistible en los labios.

Salom alehem —dijo.

Nadie le contestó, nadie se movió. Nos quedamos clavados en tierra como la mujer de Lot con el rostro vuelto hacia el incendio que devoraba las ciudades pecadoras. Reinaba un silencio mortal; sólo llegaban a nosotros, como a través de una cortina de niebla, unos lejanos ladridos y el rumor del viento que agitaba los cipreses.

—¿Por qué teméis? —preguntó—. ¿Por qué buscáis en vuestras cabezas una respuesta más difícil que la que viene por sí sola? Soy yo. Mirad, examinad mis manos y mis pies. Tocadme, no soy un espíritu desprovisto de carne y hueso. Tocadme. ¿Aún no me creéis, hijos? ¿Aún teméis? Debéis de tener aquí algo para comer. Mirad, como vuestros peces y vuestra miel. ¿Tampoco ahora creéis que estoy aquí, vivo, entre vosotros?

—¡Oh, rabí! —gritó Juan y, cayendo de rodillas, apretó los labios contra el borde de su manto.

—¡Rabboni! —exclamó María, acercándose a él de rodillas, con las manos extendidas y el rostro radiante de felicidad.

—¡Maestro! —sollozaba Pedro.

—¡Señor! —suplicaba Santiago—. Perdona que haya podido no creer…

—¡Jesús! —decía Miriam—. ¡Hijo mío!…

—¡Rabí! ¡Maestro! ¡Señor!

Todos se apretaban a su alrededor, le besaban las manos y las vestiduras, lloraban de felicidad y alegría. Él los estrechaba contra sí como si también se alegrara de haber vuelto y estar de nuevo entre ellos.

El último en acercarme a él fui yo.

—Rabí —dije—. Anduvimos mucho camino juntos y no te reconocí hasta el final… Entonces desapareciste. Tuviste razón al hacerlo. No merezco la gracia de tu proximidad. No supe conocer quién eras, no supe abandonarlo todo para seguirte. Si me echas de tu lado será un castigo merecido… Y… Es que yo…

—Amigo —me interrumpió bondadosamente—, amigo mío, al que he dado mi cruz, ven, ven más cerca para que pueda estrecharte contra mi pecho.

¿Qué puedo decirte? Los griegos cuentan una leyenda sobre los hijos de la diosa tierra, que eran invencibles porque al caer sobre la tierra madre recuperaban la fuerza y la salud y volvían a la lucha con renovado ímpetu. Esta leyenda es como un pálido reflejo de lo que él… Así que toqué su cálido, casi ardiente pecho, todo lo que había en mí de debilidad se convirtió en el acto en fortaleza. ¡Él me ha curado!

¡Oh, Adonai…! ¡Él me ha resucitado…!

Nos sentamos en el suelo, en círculo, y él quedose en el centro como otras veces había hecho. Volvió a decirnos que le había sido necesario morir precisamente de aquel modo para que se cumplieran las Escrituras y para que pudiera descender sobre todos la gracia de la remisión de los pecados…

—Vosotros seréis mis testigos —terminó diciendo—. Iréis por el mundo entero y llevaréis a cada uno la promesa del Padre…

Antes del amanecer, aquel hombre, que había cargado sobre sus espaldas las leyes del mundo para poder dominarlas, se fue como había entrado, sin abrir la puerta.

Cuando, por la mañana, quise marcharme, se me acercó Juan y me llevó aparte.

—Rabí —dijo—; no vuelvas aún a tu casa, no sea que te ocurra lo mismo que a José…

—¿José?… —exclamé. Sentí una súbita contracción en el corazón—. ¿Qué le ha ocurrido? Habla… —dije bruscamente—. No sé nada.

—No creía que no lo supieras aún… —respondió, turbado—. Tu amigo, rabí, ha muerto. Fue al sepulcro del Maestro y allí lo asesinaron los sicarios…

¡José ha muerto! Me resistía a creer esta noticia. ¡José ha muerto! ¡Mi amigo, mi único amigo, que tanto me había dado en la vida y a quien no había descubierto hasta unos momentos antes de morir! Me dirigí a un rincón, me senté en un banco y me cubrí la cara con las manos. Pero no lloré. Aquella mañana no podía llorar. ¡Uno no puede llorar cuando ha sentido el contacto del pecho del Hijo de Dios…! ¡De ahora en adelante le llamaré así! ¿Puede ser una blasfemia pronunciar el nombre del Altísimo cuando con este nombre se le llama a él? Pero José ha muerto. Desgraciadamente, sigo siendo un hombre. La alegría que él me ha dado es como un soplo de viento, apenas toca nuestra mejilla y ya desaparece… Él no nos libra del dolor como no nos libra del mundo. Pero tanto uno como otro son diferentes ahora. José ha muerto. Le echaré mucho de menos. El vacío que ha quedado en mi vida después de morir Rut se hará aún más hondo… Pero sé una cosa con certeza… ¡No la sé, pero la siento! ¡Éste será un vacío mío solamente! Rut y José están con él. Su muerte ha creado un nuevo mundo lleno de inconmensurable alegría. Ellos dos están con él. No importa que me falten hasta el fin de mis días, no importa que nadie pueda sustituírmelos. ¡A ellos no les faltará nada! ¡Están en el Reino, con él! Es seguro que están con él… ¿Qué importancia tiene, Justo, que nosotros estemos en peligro si podemos estar tranquilos por la suerte de los que más amamos?