Carta XIII


Querido Justo:

Esto me ha tranquilizado un poco. Por lo demás, estaba como ausente, le tenía constantemente ante mis ojos tal como la encontré al volver: débil, delgada, incapaz de cambiar de postura por sí misma… Te dije en cierta ocasión que parecía como si tuviera vergüenza de su propio cuerpo. Pero entonces, sobre su cuerpo hinchado, vi por primera vez una expresión de absoluta indiferencia por todo. No le importaba que yo hubiese vuelto. Dejó que le volvieran la cabeza en mi dirección y movió ligeramente los labios como si me mandara un beso a distancia. Nada lograba despertar su interés, ni mis palabras ni los regalos que le había llevado. Sin levantar la cabeza del almohadón, agitó una mano. Siempre la recordaré así, con su negra cabeza sobre la blanca funda y el brazo, horriblemente delgado, en alto…

¿Qué más puedo decirte? Aquella noche, a pesar de todo, me pareció que mi esperanza renacía un poco. «No creo que el caso sea desesperado —me aseguraba Lucas—. Está muy débil, pero…». Me agarré ansiosamente a estas palabras. Para poder soportar la noche quería convencerme e mí mismo de que aquello no podía ser… ¿Cómo se puede conciliar el sueño si se sabe que aquello ocurrirá ya al día siguiente? ¿O es que todo entonces se me volvió indiferente? Sólo deseaba tragarme las palabras del médico como si fueran píldoras soporíferas: cerrar los ojos y no despertar hasta que todo hubiera terminado. Estaba agotado, Temía no poder soportar otra prueba.

Quedé profundamente dormido sin ensueños, ajeno e mi propia existencia…

Me despertó un grito. Ni por un instante dudé de su significado. Me levanté de un salto, sereno, tembloroso, pero dispuesto a plantar cara a otra nueva experiencia. Me llamaron a su habitación. Fue a primeras horas de una madrugada gris y fría. También es posible que el frío lo llevara yo en mi interior. Me vestí con esmero, como si fuera a emprender un viaje. Me movía aprisa, pero mi mente percibía con mayor rapidez aún cada uno de mis movimientos. Casi me cogieron desprevenido cuando me avisaron que, aunque todo parecía indicar el final, aún no se sabía nada cierto… En vez de mandar a alguien por Lucas fui a buscarle yo mismo. Lo hacía todo como en sueño. ¿Conoces esta sensación de estar corriendo y parado al mismo tiempo? La blanca niebla del amanecer me parecía espesa y pegajosa. Me crucé con varios transeúntes… Mi cerebro trabajaba y hacía observaciones: ¡cuánta gente hay levantada a una hora tan temprana! Y no a todos se les está muriendo alguien. ¿Muriendo? No, claro que no. Hablaba conmigo mismo. Estos son pequeños artesanos para quienes la jornada de trabajo siempre resulta demasiado corta; tenderos que van a estas horas en busca de mercancías para vender, publicanos que se dirigen a su trabajo, mendigos que se dan prisa para poder ocupar los mejores puestos a la entrada del Templo, meretrices que no vuelven hasta ahora a sus casas. Jerusalén está lleno de gente así. Durante el día no se ven. Yo, al menos, nunca me había fijado en ello, Para verlas he tenido que salir a esta hora tan temprana… Pero, a decir verdad, ¿qué me importan todos ellos? ¿Qué me importa el mundo entero? Rut se está muriendo… ¿Muriendo? Hace tres años, tres largos años que la veo morir. ¿Qué valor tendrá mi vida sin ella, incluso sin esta constante preocupación por su salud? Pero ¿también todo lo otro terminará con su muerte? ¿Acaso yo también podré morir? ¿Qué me une ahora a la vida? ¿Mi trabajo? ¿Mis hagadás? Nimiedades; no comprendo cómo he podido perder tanto tiempo con ellas… He malgastado mi vida… No debía apartarme ni un instante de Rut… No, no —me defendía—, debo conservar la serenidad. El hombre no ha sido creado para soportar tanto. Cada uno de nosotros tiene una misión que cumplir. Mis hagadás tienen su razón de ser. Si el Altísimo no deseara que yo las escribiera, no conduciría toda mi vida par un camino tan definido. ¿Acaso hubiera podido ser alguien distinto de quien soy? Sí y no. Habría podido si hubiera encontrado en mi vida otros elementos. Si hubiese encontrado un poco de satisfacción… Pero para mí toda alegría se convierte en amargura. Tenía a Rut, y Rut se me está muriendo… La fama, el respeto, los honores son como ecos lejanos de los que nunca estoy seguro. ¿Las riquezas? ¡Una preocupación más! Muchas veces di gracias al Eterno por habérmelas otorgado: creía que eran un premio a mi vida. Pero ¿qué me han dado? No he logrado salvar a Rut. Si fuera un mendigo, si hubiera sabido mendigar…

Soñaba con poder abrazar a un ser en cuyos brazos verter todas mis lágrimas, coger una mano cuyo solo contacto me hiciera el dolor menos amargo. ¡Todo el vano! Estaba solo, solo con todo mi dolor y con mi fe en el Invisible. ¡Oh, Adonai! Nunca como entonces comprendí qué dura prueba es para nuestros corazones esta invisibilidad. Sólo unos brazos que se pudieran tocar, el real contacto con una mano, hubiera sido capaz de mitigar mi desesperación. Aunque, a decir verdad, entonces no estaba desesperado. Desesperarse significa rechazar por completo la esperanza. Yo no la había rechazado; era ella la que me había abandonado. Me dejó un vacío en el que no hay sitio ni para la rebeldía…

Cierto día llevaron un paralítico a Jesús. Una gran multitud se agolpaba en torno a la casa donde estaba él, haciendo inaccesible la entrada. Los familiares del paralítico, no queriendo privarle de la ayuda del maestro, subieron al enfermo a la azotea, hicieron tiras con sus sábanas y le descolgaron dejándole a los pies de Jesús, el cual no se extrañó; contempló al paralítico como si no viera su enfermedad, o como si descubriera otra que sólo él podía ver, y dijo: «Estás curado de tus pecados…». Pero luego añadió otra palabra y el paralítico se levantó.

No agujereé la azotea para echar a Rut a sus pies. ¡Al contrario! Cuando todos buscaban en él consuelo y fortaleza yo me avine a compartir su debilidad. Aquella vez me dijo: «Tienes demasiadas preocupaciones… toma mi cruz…». ¿Podía saber entonces que su cruz es también la cruz de cada uno de los hombres y que al entregarle la mía, creyendo que así me libraba de ella, él me daba a cambio la suya? Ésta es su verdad…

El sol se había elevado sobre las montañas y los levitas hacían resonar sus trompetas. Me paré para rezar la shemá. Pero la oración cotidiana se quedó como paralizada en mis labios. En vez de decir: «Escucha, Israel; nuestro Señor es uno…», brotó de mi corazón un grito: «¡Adonai, devuélveme a Rut!». Y así me quedé repitiendo una y mil veces: «¡Devuélveme a Rut, devuélvemela!». De pronto una fuerza desconocida me selló los labios, me ahogó ese grito. Me pareció que mi cuerpo se entumecía y que me abandonaban los sentidos. Pero no podía caer; moría y no podía morir. El dolor, que iba describiendo círculos en torno mío como una fiera que se prepara a atacar, se abalanzó ahora sobre mi corazón y clavó en él todas sus garras. Aquello era el máximo grado del dolor, era espina clavada en la carne viva. Como en sueños, comprendí que sólo podía decir una palabra más y que debía decirla. Ella era mi única salvación. Murmuré con unos labios duros y secos como dos trozos de madera: «Si éste es tu deseo, ven y coge…». Y de nuevo sentí que me desmoronaba como un tejado resecado por el sol y maltratado por golpes de bastón y pisadas. No era yo quien la descolgaba por la azotea de la casa en la que él estaba predicando. Yo era esta casa y, a través de mi cuerpo lacerado, él cumplía su obra…

Subí las escaleras corriendo. Subí rápidamente, pero mi pensamiento corría más aprisa que mis piernas. Rut estaba sentada, pero era porque la sostenían. Sus ojos se refugiaron bajo el párpado superior y sus labios permanecían entreabiertos descubriendo un poco los dientes. Lo vi todo, mil detalles que no había visto o que había preferido no ver hasta entonces… Luego los que la sostenían la soltaron. Aquello ya no era Rut… Era un cuerpecillo pequeño y encogido. Diría que incluso estaba despojado de toda su dignidad… Toqué una mano caliente aún; pero aquélla ya no era su mano. ¿Dónde está Rut? ¿Dónde estás? No puede ser que tú ya no existas. Sé que existes… Lo sé, lo siento… Pero ¿dónde? Siempre quería ir delante de ti, apartar de ti todo peligro. Ahora te has ido la primera… No estás… Ésta no eres tú, es sólo tu cuerpo recostado. Las plañideras gritan en la habitación contigua, los músicos tocan los tambores y los pífanos, horriblemente estridentes… Sé que es así, pero yo no oigo nada. Yo también he muerto.

No, no he muerto. Sufro, lo cual indica que aún vivo. Aquel enfermo se marchó curado. Nadie podrá volver a cubrir el tejado de mi cuerpo. Yo soy como una casa abierta a la lluvia y al sol…