Carta XXII


Querido Justo:

«Dame todo lo que te aprisiona…». Así me dijo entonces en la colina de la doble loma. Luego, cuando Rut murió, me pareció que había comprendido: él no quiso curarla. Pero ¿por qué ahora ha vuelto a decirme: «Dame tus preocupaciones»? ¿Qué significa esto? ¿Qué significa, Justo? ¿Por qué las quiere cargar sobre sus espaldas? ¿Cómo pensaba hacerlo? Desdichadamente, ahora ya nadie sabrá contestármelo…

Para todo es ya demasiado tarde. Ahora es un prisionero amenazado de muerte. ¿Qué puede hacer un prisionero por un hombre en libertad?

Acompañado por dos siervos con antorchas (las noches ahora son claras a causa del plenilunio, pero preferí no salir solo a la calle) me fui a casa del sumo sacerdote. Estaba llena de luces y voces. Incluso por fuera la habían rodeado de guardias. A lo largo del muro habían unos gordos y panzudos centinelas sólidamente apoyados sobre sus piernas, con una lanza en la mano. En el patio habían encendido grandes hogueras y junto a ellas se veían otros guardias, servidores del Templo, levitas, ascarios y unos hombres desconocidos con cara de bandoleros. Junto al muro surgían de la penumbra toda una hilera de grupas de asno. El amarillo resplandor de las hogueras hacía danzar sobre las paredes las sombras de las personas en movimiento. Los rayos de la luna quedaron fuera como una lluvia sobre la calle.

Cuando hube entrado en el patio se acercó a mí un levita.

—Te saludo, rabí —me dijo cortésmente—. El Sanedrín todavía no ha terminado de reunirse… Mientras tanto han llevado al prisionero a casa del ilustre Ananías. ¿Quieres ir a escuchar lo que dirá allí?

Contesté que sí y me dirigí al fondo del patio. La casa del sumo sacerdote está tocando a la de su suegro: sólo hay que atravesar dos patios. Por el camino vi por todas partes hogueras rodeadas por una multitud de gente. Los saduceos habían hecho levantar a media Jerusalén. Sobre todo aquel gentío se elevaba una algarabía que a menudo se transformaba en gritos. También se oían exclamaciones entre las columnas del vestíbulo de la casa de Ananías. El levita me hizo entrar por una puerta lateral a una gran sala construida como los compluvios de las casas romanas, con un depósito para el agua en el centro, bajo el cielo raso. De espaldas a mí, bajo la columnata, estaba sentado Ananías sobre un trono bajo. Le rodeaban varios sacerdotes y saduceos, así como unos cuantos fariseos y doctores. Es admirable la rapidez con que una enemistad de muchos años se ha convertido de pronto en amistad. Poco después de llegar yo, por la otra puerta situada frente al trono de Ananías, hicieron entrar al Maestro. Me quedé clavado en mi sitio como si hubiera echado raíces. El espectáculo era doloroso… Jesús llevaba las manos atadas a la espalda e iba ceñido con un grueso cinturón con clavos de hierro, al que habían atado unas cuerdas. Mediante ellas se puede arrastrar a un hombre sin tocarle… de este modo han debido de conducirle desde el huerto de los Olivos. Según todas las apariencias, los siervos no le habían escatimado sufrimientos durante el camino. Arrastrado brutalmente, debió de caerse más de una vez. Su manto y su cuttona estaban sucios, mojados, cubiertos de barro. Además, debieron de maltratarle, porque sus vestiduras estaban arrugadas y rotas y llevaba los cabellos en desorden. Por debajo de la simlah asomaban sus pies ensangrentados y magullados. Pero, a pesar de estas marcas, este hombre seguía superando en estatura y gravedad a todos los circundantes. Su rostro expresaba tristeza y al mismo tiempo dominio. No miraba a los lados, sino directamente y con seguridad a la cara de Ananías. El miedo, si lo había sentido, se había sumido ahora en el fondo de su persona como una piedra en un lago. Cuando le vi de este modo, silencioso y erguido, me lo imaginé allí, bajo los negros árboles, diciendo a las gentes que habían ido a prenderle: «Soy yo. Puesto que es a mí a quien buscáis, dejad que éstos se marchen…». Su actitud debió de impresionar a las autoridades reunidas, porque en la sala reinaba un silencio interrumpido sólo por el crepitar de las antorchas.

De pronto oí algo así como el croar de una rana. Era Ananías que se estaba riendo. Este saduceo, viejo y delgado, siempre está lleno de maliciosa burla. Los saduceos y fariseos que le rodeaban se le unieron a coro. ¿Acaso necesitaban esto para decidirse a pronunciar la primera frase contra el prisionero? Porque al poco rato oí decir al sumo sacerdote:

—¿De modo que tú eres Jesús de Nazaret? ¡Qué honor tenerte entre nosotros…! ¡Ja, ja, ja! Pero ¿cómo es esto? ¿Has venido solo? —Desde mi sitio podía ver el perfil de gavilán de Ananías. La larga nariz le colgaba como un pico sobre su incolora y mal poblada barba; sus labios salientes avanzaban como para besar—. ¿Y dónde están tus discípulos? ¿Tus siervos? ¿Y tu reino? —De pronto cambió de tono. Golpeó con la mano el brazo del trono—. ¡Todo ha terminado ahora! ¡Ya has pecado bastante! ¡Basta de blasfemias! ¡Tú, tú… —hizo una mueca con su boca desdentada— has profanado el Templo del Señor! ¿Pensabas, quizá, que siempre te saldrías con la tuya?

Se calló y arrellanó en su sillón. Pero ahora, en vez de él, gritaban los otros. Se acercaban al prisionero y agitaban ante su cara los puños amenazadores. Los insultos caían sobre él como un torrente impetuoso. El hechizo de la primera impresión se estaba desvaneciendo. Cuando el Maestro, golpeado por detrás por uno de los guardias, cayó sobre el pavimento de piedra, todos se abalanzaron sobre él para golpearle y pisotearle.

Yo le contemplaba aterrorizado. Experimentaba algo así como si en toda aquella gente se hubiera desencadenado una maldad desconocida, oculta hasta entonces. Debí protestar por aquel modo de tratar a un hombre, pero la voz se me paralizó en la garganta. Tal vez hubiese acabado por decir algo de no haber refrenado Ananías el entusiasmo de los atacantes. El Maestro se alzó del suelo y la gente retrocedió unos pasos.

—Ya se ha terminado… —repitió el anterior sumo sacerdote—. Dinos ahora qué enseñabas a la gente. Deja que nosotros también escuchemos esas historietas tuyas. —De nuevo se rió cruelmente y con él todos los suyos—. ¡Vamos, habla! —exclamó en tono amenazador—. ¿Qué te ocurre? ¿Has enmudecido de pronto?

Posiblemente aquella mirada que seguía clavada en él, impasible, le irritaba. La voz del Maestro sonó como siempre, serenamente ponderada y muy triste.

—He predicado mi doctrina en público. He hablado en el ateto del Templo y en las sinagogas. Todo el mundo podía escuchar lo que yo decía. Si quieres saberlo, pregunta a los que me han escuchado.

No terminó porque alguien se acercó a él de un salto y le pegó con el puño en pleno rostro. El hombre era pequeño, pero el golpe debió de ser fuerte, porque Jesús volvió a caer. El hombre aprovechó esta circunstancia para darle aún un puntapié mientras gritaba:

—¡Tú, desvergonzado! ¿Así te atreves a responder al ilustrísimo?

De nuevo todos los reunidos estuvieron a punto de lanzarse sobre el Maestro. Pero él se puso primero de rodillas y luego se enderezó del todo. De su nariz y sus labios, magullados, bajó un río de sangre negra. Su mejilla, con la señal de los nudillos del siervo, se hinchaba más y más. Dijo con dificultad, con voz cambiada:

—Si he contestado mal, dilo. Pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?

En vez de responder, el pequeño siervo escupió con saña a la cara del Maestro y soltó una ruidosa carcajada. Luego, mirando de lado a Ananías, chilló:

—¡Para que no vuelvas a hablar así!

Me pareció recordar esta cara: una frente baja de zorro, ojos cargados de astucia, labios carnosos… ¡Sí, ya lo sé! Es Gadi, aquél a quien, durante la fiesta de los Tabernáculos, mandó Jonatán, hijo de Azziel, con la guardia para que prendiera a Jesús y luego le reprendió cuando volvió sin él. Despedido por el Gran Consejo, al parecer, ha entrado al servicio de Ananías. Ahora se está vengando de aquello… Los saduceos, los fariseos, la guardia, los servidores, todos deseaban lanzarse de nuevo sobre el Maestro. Pero en aquel momento apareció Chai e, inclinándose ante Ananías, le anunció que el Sanedrín se había ya reunido y estaba esperando al prisionero.

Las reuniones del Sanedrín tienen lugar en casa de Caifás. La sala de sesiones, con los bancos dispuestos en semicírculo, está siempre a punto. A pesar de la hora, intempestiva y contraria a todas las reglas, llegaron no sólo los imprescindibles veinticuatro miembros, sino la casi totalidad de ellos. Los bancos se llenaron. En el centro, al lado de Caifás, que saltaba de impaciencia, estaba sentado Jonatán, hijo de Ananías, como nasi de la reunión, y su suplente Ismael, hijo de Fabi, marido de la hija del anterior sumo sacerdote. La familia de Ananías se ha apoderado de todos los cargos como las moscas de la carroña de un asno muerto. En el banco de los saduceos había también otros hijos de Ananías: Eleazar, Ananías, Jehudá, y todos los sacerdotes más ancianos con Simón Kaimita, Jesús, hijo de Damaios, y Saúl al frente. Para sentarme en mi sitio de costumbre tuve que pasar entre nuestros haberim: Simón, hijo de Gamaliel, Jonatán bar Azziel, Eleazar bar Chetah, Johanaan bar Zakkai, Helias bar Abraham, Simón bar Poira, Joel bar Gerión… Les saludé con un movimiento de cabeza, pero observé que al verme se pusieron a murmurar algo entre sí. José de Arimatea también estaba ya allí. Me senté a su lado. El nasi llamó a los dos escribas, al de la defensa y al de la parte acusadora, y les mandó que se sentaran a los extremos del semicírculo de asientos. Entonces se levantó.

—Ilustrísimos padres y maestros —comenzó—. Nos hemos reunido aquí para juzgar a un hombre cuya doctrina y actuación se han convertido en un peligro para la fe, la moral y la misma existencia de la nación israelita. Sabéis a quién me refiero: a este naggar de Galilea.

—Pero ¿por qué se nos ha convocado aquí de noche? —preguntó José, levantándose del banco—. ¿Es que ya no hay día para celebrar los juicios?

José hablaba con una voz honda que recordaba el sonido de un cuerno. Debo reconocer que es más decidido que yo. Son su fabulosa riqueza y sus relaciones con los romanos lo que le han hecho así. Yo, a decir verdad, tampoco debería temer a nadie. ¿Quién podría hacerme algo? Pero soy así… No es fácil vivir con una naturaleza como la mía pero no la puedo cambiar. Soy yo quien hubiera debido hablar y no José. Él no sabe mucho acerca del Maestro. Sólo lo que yo le he contado. Nunca ha hablado con él. ¿Acaso lo ha hecho ahora sólo por amistad hacia mí? Pero creo que más bien ha sido por ganas de contradecir a Jonatán. Entre ellos la discordia ha aumentado desde que, después de aquella pelea entre los saduceos y Pilatos, en otoño, los beneficios del comercio con los romanos van a parar a las manos de José.

—Ilustre… —Jonatán bar Ananías inclinó la cabeza en ademán de forzado respeto—. El asunto es muy urgente…

—Incluso en el caso más urgente no nos está permitido decidir nada de noche.

—¡Está permitido! —exclamó el rabí Johanaan.

En esta sala es una verdadera sorpresa que un fariseo se ponga de parte de un saduceo.

—¡No está permitido! —insistió José.

—Es verdad; cuando se trata de la vida de un hombre no está permitido… —dijeron unas cuantas voces inseguras desde varios rincones de la sala.

—Hay un halaká que dice… —comenzó de nuevo Johanaan.

—¡Pero no consta en las Escrituras! —le interrumpió secamente José.

—Pero, puesto que el soferim ha dicho… —se oyó en el banco de los fariseos.

—¡El parecer del sabio tiene valor cuando ha sido aceptado por el Sanedrín!

—¡No! —exclamó otro de nuestros haberim—. Las palabras de un maestro son tan santas como lo eran antiguamente las de los profetas.

Esto produjo una viva reacción en el banco de los saduceos. Se oyeron voces.

—¡No es verdad! ¡Es invención de los fariseos!

—¡Silencio! ¡Silencio! —Jonatán se apresuró a calmar a los reunidos—. ¡Silencio, ilustrísimos! No es momento de discutirlo ahora. Tenemos un asunto urgente y las discusiones sobre las enseñanzas de la Ley duran desde hace muchos años. Mientras tanto, hagamos las paces. Puesto que todos estarnos de acuerdo en que el parecer de un sabio maestro puede convertirse en ley, ¿no es así?, nada más fácil que convertir en ella la opinión expresada hace un momento por el ilustre rabí Johanaan bar Zakkai.

—Pero es que por principio… —comenzó uno de los jóvenes fariseos del extremo del banco.

—¡Hoy no vamos a discutir principios!

—No vamos a discutir principios —asintió el rabí Jonatán, hijo de Azziel.

Comprendí que hoy los dos bandos trataban de evitar a toda costa la disputa. Nuestros ancianos sacudían la cabeza. Abandonado por los suyos, el joven fariseo se calló y volvió a sentarse. Pero José no quería ceder.

—¡No estoy de acuerdo! —comenzó de nuevo—. De noche no se puede juzgar a nadie.

—Pero, puesto que los doctores están de acuerdo con los sacerdotes… —objetó Jonatán bar Azziel.

—Sin embargo, ¡yo sigo disconforme! —gritó José, golpeando el banco con su enorme mano.

Se produjo un embarazoso silencio. En el banco de los fariseos y en el de los saduceos los miembros inclinaban las cabezas y se consultaban en voz baja. Jonatán volvió a decir:

—Puesto que los doctores y los sacerdotes…

Caifás, al que desde el principio parecía que le estuvieran pinchando, estalló de pronto:

—¡Qué nos importa el parecer de uno! ¡Estamos perdiendo el tiempo! ¡Juzguemos pronto a este embaucador!

—Yo, en cambio, propongo que sigamos el parecer del doctor José —dijo inesperadamente el rabí Onkelos. Este griego siempre encuentra una salida a las situaciones más difíciles—. Es seguro que la sesión se prolongará. Ahora vamos a examinarlo todo, esto nos está permitido, y la sentencia la dictaremos cuando ya sea de día. Entonces estaremos de acuerdo con la Ley.

—¡Es cierto! ¡Tiene razón! ¡Tiene razón! ¡Está en lo cierto! —exclamaron todos al unísono.

Jonatán, el nasi, sonrió aliviado y dijo algo a Caifás. Vi que el sumo sacerdote hacía un signo con la cabeza y dirigía a José una mirada llena de odio.

—Comencemos, pues —dijo el nasi—. Haced entrar al acusado y a los testigos.

Dio una palmada. Los servidores hicieron entrar primero al Maestro. Ahora no iba atado ni tenía sangre en le boca. Pero los labios, la nariz y la mejilla estaban hinchados y amoratados. Llevaba los cabellos en desorden. Debía de estar muy cansado, porque a cada momento se apoyaba pesadamente, ahora sobre un pie, ahora sobre el otro. No perdía la compostura, pero no miraba a los reunidos. Bajó la cabeza y parecía estar contando las baldosas de color. Los cabellos le cubrían la cara.

Detrás de él hicieron entrar a toda una multitud de testigos. Formaban una columna asquerosa, repelente. Olían a ajo y a aceite rancio. Entre esta banda de auténticos ladrones se veía algún rostro con aspecto de más honrado, pero mortalmente asustado. Sólo con verles se comprendía que acudían bajo una amenaza o por dinero. El nasi recitó la fórmula de rigor:

—Recordad que habéis de decir la verdad. En caso contrario, la sangre del inocente caerá sobre vosotros. El escriba que estaba en el centro del semicírculo de los bancos cogió por el brazo a uno de los testigos y le condujo frente al nasi.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Jonatán.

—Chuz, hijo… hijo… —tartamudeó el hombre—, hijo… de Si… de Simón…

—¿Qué sabes sobre las culpas de este hombre?

—Yo… yo… le he visto… —balbuceó el desgraciado— comer… con… con… los pecadores… con los… paganos…

—Los saduceos lo hacen a menudo —dijo el joven fariseo a su vecino, pero tan fuerte que todos le oyeron.

—¿Y qué más? —preguntó Jonatán de prisa al testigo.

—Él, él… ha dicho… que no… que no se puede dar… una carta de divorcio…

—¿También tú lo has oído? —preguntó Jonatán al siguiente.

—Sí, ilustrísimo. Dijo que antes no había cartas de divorcio.

—¿Y que no se pueden dar esas cartas?

—No, ilustrísimo. Dijo que antes no había cartas así…

—¿Y por esto no se puede dar?

—No, ilustrísimo. Él sólo dijo que antes no había cartas…

—¡Echad de aquí a este imbécil! —exclamó Caifás, impaciente—. ¡Que hable el siguiente!

—¿Qué sabes sobre la culpa de este galileo? —preguntó el nasi a un hombre pequeño, contrahecho, con aspecto de mendigo.

—¡Oh, sé mucho, nobilísimo! —El inválido soltaba las palabras aprisa, atragantándose con ellas—. Mucho… Curaba. Es decir, todos creían que curaba. Pero no era así. Muchas de las enfermedades se reprodujeron.

—Esto indica que se servía de artes mágicas, ¿verdad? —sugirió al testigo el rabí Joel.

—¡Es seguro que se servía de ellas! ¡Oh, yo lo sé muy bien…! Siempre, cuando curaba, invocaba a Satanás…

—¡No lo digas en voz alta, necio! —exclamó severamente el sumo sacerdote.

—¿Y tú —Jonatán se volvió hacia el siguiente—, has visto también que la gente curada por él volvía a enfermar?

—No… —negó el hombre, mirando con terror al Maestro, que estaba cerca de él, siempre silencioso.

—¿Por qué habéis traído aquí a un necio como éste? —se irritó Caifás—. ¡Fuera con él!

—Él dijo a uno —exclamó otro entre la multitud de los testigos— que si volvía a pecar vendría sobre él una enfermedad peor aún.

—¡Cállate! —El sumo sacerdote golpeó el banco con el puño—. ¡Nadie te pregunta nada!

—¿Quién ha oído decir que las enfermedades se han reproducido? —siguió preguntando Jonatán.

Pero entre aquella chusma no se encontró para esto ningún otro testigo.

—Sigamos. ¿Qué más sabes? —preguntó el nasi al mendigo charlatán.

—¡Oh, yo sé mucho, mucho, muchas cosas!… Él no daba ofrendas al Templo…

—¿Dices la verdad?

—¡Caiga yo ahora muerto aquí mismo si digo una mentira! Cuando el recaudador fue a hablar con sus discípulos, éstos le dijeron que el Maestro les había prohibido pagar…

—¡Traed aquí a ese recaudador!

La multitud empujó a primera fila a un hombrecillo miserable, asustado, insignificante.

—¡Más cerca! —gritó Jonatán—. ¡Más cerca aún! —El otro se acercó despacio, atemorizado—. Escucha bien lo que te digo. ¿Es verdad que los discípulos de éste —y señaló con la mano al Maestro— no han querido pagar el impuesto para el Templo?

—Ilustrísimo, nobilísimo… —El hombre tragaba saliva a cada palabra y su nuez se movía arriba y abajo—. Es lo que estoy diciendo. Cuando llegué les dije que pagaran… Aquello fue en el mes de tishri, porque en el mes de adar él no estaba en el país…

—¡Esto no nos importa! Contesta: ¿pagó o no pagó? —preguntó, gritando, Caifás.

—Es esto, es esto… —La nuez le saltaba como un animalito vivo que se agitara bajo su piel—. Es lo que digo… Sus discípulos fueron a preguntárselo, ilustrísimo…

—¿Y no pagaron?

—Es decir, ilustrísimo… es lo que digo… fueron a preguntárselo. Y él dijo…

—¿Que no pagaran? ¿Es esto?

—Es lo que digo… Que pagaran… Porque dijo…

—Pero ¿ellos no pagaron?

—Es lo que estoy diciendo, ilustrísimo… pagaron…

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Qué imbécil! ¡El siguiente! Habla tú.

Era un hombre viejo, seco, de aspecto tétrico, con filacterias sobre la frente y una larga barba que le caía sobre el pecho; parecía un fariseo. Hablaba despacio, sin vacilar, en una lengua mucho más cultivada que todos los amhaares que habían declarado antes de él.

—Este hombre mandaba a sus discípulos recoger mucho dinero. Decían que era para hacer limosna a las viudas pobres y a los huérfanos. Pero todo el dinero iba a parar a él. Era un libertino… Predicaba penitencia, pero tenía tratos con meretrices. Le seguía toda una banda de mujeres. Organizaba para ellas grandes banquetes…

—¿Cómo lo sabes?

—Todos le han visto en compañía de mujeres…

—¿Y tú también lo has visto?

Jonatán, el nasi, se volvió hacia un hombre que estaba a su lado.

—¡Oh, sí! —contestó éste, un galileo que hablaba un dialecto casi incomprensible de la región del Tiberíades—. He visto con mis propios ojos que el rabí Nahum, de Naim, le invitaba a un banquete. Entonces llegó una mujer de la calle y le lavó los pies…

—¿Qué está diciendo este hombre sobre no sé quién de Naim? —dijo, irritado, el rabí Simón—. Que diga si mantenía o no relaciones con las mujeres públicas.

—Esto lo sabemos nosotros mismos —dijo el rabí Joel—. ¿Recordáis que durante las últimas fiestas de la Hosanna no permitió lapidar a una mujer que había sido sorprendida en acto de cometer adulterio?

—Sí —asintieron a disgusto unas cuantas voces—. Lo recordamos…

—No vale la pena de volver a hablar de ello… —murmuró el rabí Jonatán.

—Evidentemente, no vale la pena…

—¿Quién puede confirmar lo que ha dicho este hombre —el nasi dirigió la pregunta a los restantes testigos—, de que el galileo mantenía relaciones con mujeres públicas? ¡Cómo! ¿Ninguno de vosotros lo ha visto?

—¿Es que hemos convocado este juicio para juzgar a alguien por estar en tratos con meretrices? —dijo la profunda y sonora voz de José.

—Paciencia, José. Hay todavía otras acusaciones más serias.

—Aún no las he oído. A decir verdad, hasta ahora no he oído ninguna acusación. Los testigos se contradicen…

—¡Fuera con éste! —exclamó Caifás, haciendo una seña a los criados para que se llevaran al testigo de la barba larga. Ahora mismo oirás, José, algo más interesante —dijo Jonatán, hijo de Ananías—. Ven aquí tú —y con el dedo llamó a un levita—. ¿Qué dices tú?

—Este hombre —declaró el levita— ha celebrado hoy la cena de Pascua.

—¡Blasfemia! —vociferaron varias voces—. ¡Ha faltado a la Ley!

—¡No es verdad! —exclamó, elevándose sobre aquel griterío la voz de José.

—Esperad, José nos lo dirá —dijo el nasi con aire burlón—. En casa de un amigo suyo, el noble rabí Nicodemo, miembro del Gran Consejo de los fariseos, es donde se ha celebrado el banquete…

—¡Es verdad! —respondió José—. Ahora voy a contarlo… Él es galileo, ¿verdad? ¿Qué dicen las prescripciones sobre el derecho de los galileos a comer la Pascua en la noche del sábado pascual?

—Te estás hundiendo tú mismo. El sábado comienza por la noche…

—Pero el pascual ya ha comenzado. Olvidáis, según veo, que habéis juntado dos sábados en uno. Además, sabemos por que lo habéis hecho: queríais tener menos trabajo.

Se produjo un silencio. Alguien dijo:

—Tiene razón. Los galileos tienen derecho a aprovecharse de esto.

—Pero no sabemos —dijo precipitadamente Jonatán, hijo de Azziel— si el banquete pascual se hizo de acuerdo con las prescripciones…

—¿Desde cuándo un «no sabemos» decide sobre la culpabilidad de una persona? —gritó José.

De nuevo se produjo un silencio. Oí los furibundos resoplidos de Caifás. Parecía un toro cegado por una capa roja.

—Un discípulo suyo —dijo entre dientes el hijo de Azziel— nos aseguró que después del banquete aún vertió vino y partió pan…

—¿Dónde está este discípulo? Que lo diga él mismo.

Pero, a pesar de que le llamaron, no compareció.

—Se lo ha tragado la tierra —dijo burlonamente José—. Pero nos arreglaremos sin él. Yo os lo diré: las antiguas prescripciones dicen que en señal de amistad y fraternidad, en la noche de Pascua, se puede compartir el pan y el vino con tal de que sea después de celebrada ya la cena.

—Es una costumbre olvidada… —dijo Caifás.

Su mirada era como un cuchillo que quisiera clavarse en el pecho de mi amigo.

—Pero existe —observó José.

—¡El testigo siguiente! —llamó el nasi, cortando la discusión. Oí cómo decía a Caifás en voz baja—: Tenemos muchos.

—Este hombre —dijo nuevamente otro galileo— no observaba los ayunos.

—¿Dijo por qué lo hacía?

—Dijo que se ayunará luego…

—¿Cuando luego?

—No sé, ilustrísimo. Dijo que llegará el tiempo para ello…

—¿Tú también lo has oído? —preguntó el nasi al siguiente.

—Él decía otra cosa, ilustre: que es más importante la caridad que el ayuno.

—Y lo que ha dicho el otro testigo, ¿tú no lo has oído? ¿Acaso no le has entendido bien? ¿Acaso no entiendes la lengua galilea?

—La entiendo, ilustrísimo. Pero nunca le he oído decir esto.

—Pero ¿visteis los dos que no ayunase?

—Yo no lo he visto —murmuró el judío.

—Pero la gente decía que no ayunaba —añadió de prisa el primero.

—¿Quién más ha visto que este hombre no ayunara?

De nuevo se hizo un gran silencio. Lo interrumpió un amhaares con el rostro cubierto de arrugas y unas grandes, duras y torpes manos de obrero que trabaja de albañil.

—Yo le oí decir que las abluciones no son necesarias. Dijo: los fariseos se lavan por fuera, pero a vosotros os basta estar limpios por dentro…

—¡Oh, qué gran pecador! —gimió Joel, y se encogió más aún que de costumbre.

—Ésta es una acusación muy seria —dijo el rabí Johanaan—. Permite, ilustre —se dirigió al nasi—, que hagamos unas cuantas preguntas al testigo. —Cuando Jonatán le dio el permiso con un movimiento de cabeza, dijo—: Escúchame, ¿has visto nunca que este hombre, antes de comer, sumergiera las manos cerradas en el agua?

—No, no lo he visto nunca —aseguró el testigo.

—¿Has visto alguna vez —preguntó ahora el rabí Eleazar— que, al volver de la ciudad, donde un hombre puro siempre puede haber tocado a un pecador, lavara todo su cuerpo?

—No.

—¿Has visto alguna vez — prosiguió el rabí Joel —que él o sus discípulos lavaran con agua los recipientes de cobre en los que se hace la comida?

—No.

—¿O los recipientes de piedra que hubiese podido tocar una mujer impura?

—No.

—¿O el vaso de tierra en el que cualquier desconocido hubiera podido beber?

—No.

—¿O el lecho en el que se acuesta un desconocido a la hora del banquete?

—Rabí Joel, si tienes intención de ir preguntando a este hombre sobre todas las cosas que vosotros mandáis lavar, nos faltará noche para este interrogatorio —dijo Ananías, hijo de Ananías.

—¿Cómo puedes hablar así? —replicó, indignado, el rabí Jonatán, hijo de Azziel—. Todas ellas son cuestiones muy serias.

—Pero demasiado largas.

—Si éstas han de ser las culpas de este hombre —dijo José—, vámonos a dormir. Los fariseos pronto querrán lavar las estrellas y la luna…

—Tú, José, no eres puro. ¡Frecuentas demasiado las casas de los goim! —exclamó Joel.

—Rabí Nicodemo —me dirigía la palabra Johanaan—, tu amigo y socio se burla de las abluciones que seguramente tú mismo no descuidas…

—No… Cuido de la pureza —me defendí—. Pero tampoco me gusta la exageración.

—¿A qué llamas tú exageración? —me atacó Joel.

—Es una exageración, como enseñaba el gran Hillel, exigir que se lave todo un cacharro cuya asa hubiere podido ser tocada por una mujer impura —dije, reanudando con ello la eterna discusión.

—¡No es verdad! ¡No es verdad! —dijo, indignado, el rabí Eleazar—. El asa forma parte del cacharro entero. Cuando el asa…

—Pero ¿nos hallamos aquí para juzgar a un blasfemo o para hablar de cacharros? —interrumpió, chillando, Caifás.

—Estamos investigando —observó el rabí Onkelos con falsa dulzura en la voz— hasta dónde llega la pureza de este galileo.

—¡Pero si afirmáis que fuera de vosotros no hay nadie puro! —exclamó Jesús, hijo de Damaios.

—José tiene razón. Pronto el sol no os parecerá bastante puro —comentó, riendo, Simón Kaimita.

—¡Quien no cuida la pureza del cuerpo no cuida tampoco la pureza del corazón! —respondió el rabí Johanaan.

—Si el sacerdote no lo lavara todo, el amhaares no lavaría nada —dijo el rabí Eleazar, animándose.

—¡Son grandes, muy grandes, los pecados de Israel! —gimió Joel alzando las manos con los dedos abiertos—. ¡Grandes son los pecados si los más grandes hablan así!…

—¡Callad todos! —gritó Jonatán, el nasi—. ¡Callad! —repitió hasta que disminuyeron los gritos a ambos lados de los bancos—. Basta, ilustrísimos. No juzgaremos a este hombre por su impureza. No es sino un simple amhaares. Todos ellos son pecadores, ¿verdad?

—Jonatán tiene razón —reconoció el hijo de Azziel en nombre de todo el banco de los fariseos.

—El testigo siguiente —y el nasi llamó a un hombre que tenía la típica cara del ladrón de ciudad—. ¿Qué sabes sobre él? —preguntó.

—Él dijo que su cuerpo es el pan del que todos deberían comer y su sangre es el vino…

—¡Qué repugnante! —observó con muestra de disgusto Jehudá bar Ananías.

—Sólo un soteh puede hablar así —dijo la voz de otro saduceo.

—O un loco…

Bazar wedam, el cuerpo y la sangre, he aquí lo único que le importa a un amhaares. ¿Y el espíritu qué? —exclamó Joel con voz lastimera.

—¡Esto no es un pecado, es una locura! —observó el joven fariseo del extremo del banco.

—¿Qué más puedes decir de él? —preguntó el nasi.

—Él… —el hombre se paró y levantó las manos con ademán de indignación—, ¡él dijo que el Templo será destruido! —exclamó.

—¡Oh, oh, oh…! —clamaron por todos los bancos.

—¿Quién lo destruirá? —preguntó el nasi al testigo. Éste se quedó unos momentos pensativo.

—¡Los romanos! —aseguró por fin.

—¡Nunca el poder del Hedón podrá destruir el Templo! —dijo severamente Ananías, hijo de Ananías—. El Templo es eterno.

—Sí, sí —asentían todos.

—¿No recordáis la profecía? El Señor dijo al nabí Jeremías que con el Templo ocurriría lo mismo que con la casa de Silo —dijo, de pronto José.

Unas miradas llenas de ira se volvieron contra mi amigo.

—Tú, José, eres sabio y conoces las Escrituras —dijo con voz silbante Ananías, hijo de Ananías—. Por esto deberías recordar que Jeremías se refería a la invasión de Nabucodonosor (¡que el seol sea despiadado con él!), pero luego prometió la vuelta y la reconstrucción del Templo.

—¡Lo sé; no hace falta que me enseñes las profecías! —José estaba de pie con el rostro vuelto hacia el banco de los saduceos, pero miraba a algún punto del espacio más allá de ellos—. Se ha cumplido mucho de lo que Jeremías predijo… Pero no todo. Y mucho de lo que ya se ha cumplido puede volver a cumplirse dos, tres, diez veces aún… ¿Quién de vosotros sabe a qué nueva alianza se refería el profeta? ¿Qué significa eso de que cada pájaro conoce su tiempo, pero el pueblo de Israel no ha conocido el suyo? Escuchad… ¿No os parece que hay algo en el ambiente, un algo muy grande que se puede ganar o se puede perder?

—¡Mirad, José está jugando a profeta! —dijo Caifás—. Otro día, ¿por qué no?, estaremos dispuestos a escuchar sus profecías… ¡Pero hoy no tenernos tiempo que perder!

—Es verdad, tienes razón —dijo Johanaan—. En las sinagogas siempre escuchamos gustosos las palabras de los profetas. Pero ahora hemos de terminar con este hombre.

Jonatán, hijo de Ananías, se volvió hacia el testigo.

—Así, ¿dijo que el Templo será destruido?

—Sí, ilustrísimo.

—¿Por los romanos?

—No —exclamó otro andrajoso de la ciudad baja—. Yo lo he oído: dijo que él mismo destruirá el Templo y luego lo reconstruirá.

—¿Qué? ¿Él mismo? —El sumo sacerdote se levantó de un salto. Aquel largo interrogatorio había agotado todas las reservas de su paciencia. Comenzó a preguntar febrilmente—: ¿Él mismo quiere destruir el Templo?

—Sí, ahora recuerdo; dijo esto —exclamó el primero de los testigos—. Incluso afirmó que lo reconstruirá en tres días…

—¡En tres días! —El joven Ananías soltó una carcajada—. ¿En tres días? Bueno, ¡con un milagro, quizá!

—Él incluso dijo —ahora declaraba el otro testigo— que no lo reconstruirá con las manos…

—No —corrigió el primero—, esto no lo dijo.

—¡Es claro que lo dijo! ¿No lo oíste? —estalló el segundo.

—No, Semei, no lo dijo.

—Los testigos no se ponen de acuerdo —observó José.

—¿Acabaréis de una vez? —preguntó Caifás, airado e impaciente—. Forzad vuestra memoria y decid: ¿lo dijo o no lo dijo?

—¡No, ilustrísimo!… —gritó el primero.

—¡Lo dijo! —exclamó al mismo tiempo el otro—. ¡Dijo que el Hijo de Dios reconstruirá el Templo!

Se produjo un silencio de muerte. Este amhaares se había permitido pronunciar el nombre del Altísimo. Era obligado echarle de allí en el acto, proclamarle mínimo y prohibirle la entrada en el atrio de los fieles y en la sinagoga. Vi que Joel, que estaba sentado no lejos de mí, se tapaba los oídos y, con un gemido, se golpeaba la frente contra el pupitre. Miré a Caifás y observé con sorpresa que su rostro, hasta hace poco irritado y malhumorado, se había aclarado ahora como por efecto de un inesperado descubrimiento. Se levantó bruscamente y alzó las dos manos. Comprendimos que quería hablar con la autoridad que le daba su cargo. Aunque, a decir verdad, no era necesario que fuera el mismo sumo sacerdote el que maldijera a aquel necio. La sala enmudeció en la espera. Pero Caifás no miraba al testigo, aterrado por efecto de sus propias palabras. Miraba al Maestro, que seguía con la cabeza baja, entre dos guardias, como un árbol desprovisto de hojas pero aún altivo e inflexible.

—¡Escúchame, tú! —exclamó. Y continuó en tono solemne—. En nombre del Altísimo te ordeno que contestes: ¿Eres el Mesías, el Hijo de Yahvé?

Instintivamente inclinamos las cabezas y cerramos los ajos. Sólo en semejante conjuro y únicamente al sumo sacerdote le está permitido pronunciar el terrible nombre de El que Es. El corazón me latió más de prisa. Miré al Maestro. Quienquiera que sea Caifás, cuando habla así deja de ser un hombre corriente. Comprendí que él se vería obligado a contestarle. Pero ¿qué le dirá? ¿Serán de nuevo palabras detrás de las que se abre un abismo? Levantó lentamente la cabeza. Aquel rostro hinchado y amoratado tenía en este momento una expresión de poder como cuando con una sola palabra expulsaba los demonios o cuando llamó a Lázaro en la negra abertura del sepulcro. Si el obeso hijo de Betus, con su invocación había crecido hasta las proporciones de un superhombre, este cambio se había producido en grado muy superior aún en aquel maltratado y perseguido prisionero. ¿Acaso esperaba precisamente este momento para derribar todo lo que había venido a derribar? Mi respiración se hizo agitada. Toda mi vida estaba pendiente de sus labios. Caería el rayo sobre la casa de Caifás. Pensé: «quizás a este Sansón le han vuelto a crecer los cabellos…». Sentía la inquietud como un soplo de viento que pasara sobre nuestras cabezas. Todos: sanedritas, servidores, guardia, testigos, Jerusalén entera miraba el rostro del Maestro. Un día yo invoqué el destino. Hoy, con su conjuro, Caifás lo cumplió… Cuando se oiga la respuesta, pensé, sólo quedará un hombre vivo: Él o el sumo sacerdote.

—Atali kamarta… —oí.

Pero aquella voz no era un rayo. Esta inverosímil declaración fue pronunciada no por medio de un rayo, sino con unos labios doloridos, hinchados.

—Tú lo has dicho… Y por esto veréis venir al Hijo del Hombre en toda la gloria del Señor…

Las manos de Caifás, alzadas en ademán solemne, cayeron sobre su cuello. Se clavó sus gordos dedos en la garganta como si le faltara el aliento. Oí un rumor de tela rasgada. Con un brusco movimiento, de hombre al que el ritual no basta, el sumo sacerdote se rasgó la cuttona hasta abajo.

—¡Blasfemooo…! —La voz, con un timbre histérico, pasó de grito a rugido y se disolvió en un susurro—: ¡Blasfemooo! —Caifás volvió hacia los bancos su faz enrojecida—. ¿Habéis oído? ¿Habéis oído? ¿Qué falta nos hacen los demás testigos? ¿Todos nosotros no somos acaso testigos?

Los miembros del Consejo Supremo se pusieron todos en pie. Entre los gritos de «¡Blasfemo! ¡Blasfemia!», se oía el rumor de las cuttonas rasgadas. «¡Acordaos de rasgarlas empezando por abajo!», exclamó Jonatán, hijo de Ananías. En aquella confusión general, sólo el nasi había conservado la serenidad, y ahora nos recordaba que, según el ritual, sólo el sumo sacerdote puede rasgar las vestiduras de arriba abajo; todos los demás han de hacerlo en sentido contrario.

Hablé con José y luego estuve paseando solo por el atrio. Meditaba y poco faltó para que los pensamientos me hicieran estallar el cráneo como unos melones pesados que rompen la cesta demasiado débil. Meditaba en todo lo que aquello significaba. Él ha contestado al solemne conjuro del sumo sacerdote con la afirmación de que es el Mesías, el Hijo del Altísimo… Pero al mismo tiempo no ha matado a sus enemigos con estas palabras. Ciertas confesiones tendrían que ser como un alud cuando cae en un desfiladero… ¿Por qué en él las cosas que sobrepasan más los límites humanos llegan de un modo tan simple, tan humano? ¿Quién es él? ¿Hemos estado esperando desde hace siglos al Mesías para que él ahora, con su primera confesión, se comprara su propia muerte? ¿Para esto hemos estado esperándole? Porque este año, ya desde la primera reunión del Sanedrín, no he tenido la menor duda de que había sido condenado aun antes de que hubiese comenzado su juicio. La pausa que propuso el nasi era necesaria sólo para dictar la sentencia de día. Por tratarse de una sentencia de muerte, tiene que ser ratificada por Pilatos, pero estoy convencido de que este cruel hombre no dudará ni un instante en aprobarla. Si se tratara de pedir gracia para alguien, podría aún esperarse de él alguna sorpresa. ¡Pero siendo una sentencia de muerte, no! De modo que le espera la muerte… ¿Quién votará en contra? Yo, José, quizá alguien más… No llegarán ni a seis voces. ¿Que nos queda por hacer? José sugería oponerse a la sentencia, gritar que el juicio nocturno no es válido, que al Maestro no le han dado defensor, que el nombre «Hijo de Dios» lo encontraremos en las Escrituras. Pero aquí no se trata del nombre. Yo sé más cosas… Hace unas horas. Santiago me repetía sus palabras con lasque aseguraba a sus discípulos que él y el Padre son el mismo… ¡Él se considera literalmente el Hijo de Dios! Se considera… Pero ¿quién es él, en realidad? Durante tres años he estado observándole de cerca y de lejos. Hacía y decía cosas impresionantes. Nunca ha existido un hombre como él. Nunca ha existido una persona… Porque, haciendo cosas asombrosas, era siempre un hombre. Resucitaba a los muertos, pero temblaba de frío en una mañana fresca. Cien veces, mil veces, he visto estas contradicciones. ¿Acaso Judas tenía razón? ¿Acaso él se ha asustado? ¿Acaso habría podido llegar a ser el Hijo de Dios, pero no hizo nada para lograr esta dignidad? ¿Acaso hubiera podido dejar de ser hombre, pero ha preferido seguir siéndolo…?

Todos estos pensamientos me hacían estallar la cabeza. Me paseaba como un sonámbulo entre las hogueras. Alrededor de ellas la gente se había callado y dormitaba. Sólo desde el otro extremo del palacio me llegaban gritos. Procuraba no ir en aquella dirección. Cuando Jonatán, el nasi, mandó que le sacaran de la sala, parecía que todos fueran a hacerle pedazos; los guardias, la servidumbre, incluso algunos miembros del Sanedrín se lanzaron sobre él, con los puños levantados. Le pegaban y le daban puntapiés; para que moderaran su furor donarán tuvo que gritar: «¡No le matéis! No olvidéis que aún no ha sido condenado». En vez de pegarle, todos le escupieron a la cara repetidas veces. José quiso defenderle, pero le apartaron e le hicieron ir a la sala de deliberaciones. Yo logré escabullirme al atrio. No, no he logrado hacer nada por él. ¿Por qué soy tan cobarde? Santiago se desesperaba al ver que todos los discípulos se habían desperdigado y habían huido. Pero ¿en qué podían ayudarle estos pequeños amhaares? Yo…, yo incluso, ¿qué puedo hacer? Si lograra sobornar a alguien… No escatimaría dinero; daría toda mi fortuna… Estoy dispuesto a cumplir nuestro pacto… Él dijo: «Dame tus preocupaciones y toma mi cruz…». ¿Cruz? Sentí un escalofrío por todo el cuerpo. Cruz… Habla tan a menudo de ella como si supiera que en ella tuviese que morir. Porque si muere será en la cruz. ¡Para esto exigimos de Pilatos la seguridad de que no crucificaría a nadie más! Ahora dirá: vosotros mismos lo pedís… ¿Cómo he de tomar esta cruz suya? ¿He de dejar que me crucifiquen con él? ¡Pero esto sería un suicidio! Nadie desea mi muerte. ¿Para qué yo, un hombre delicado, sensato, inteligente y respetado por todos, debería ir a pedir personalmente la más ignominiosa de las muertes? Además, la cruz… No existe nada tan horrible como esta muerte de un hombre destrozado, colgado a la vista de todos, que espera horas y horas a que las convulsiones paralicen su corazón. ¡No es la muerte lo más horrible, sino el acto de morir, y la cruz es un inacabable fallecimiento! Cuando pienso en mi propia muerte siempre quiero imaginarla rápida, como un quedarse dormido. Sólo que la muerte… ¿Qué sé yo cuándo comenzó la muerte de Rut? ¿Cuándo comenzó su cruz?… Se dice: murió plácidamente. ¿Quién muere plácidamente? No, no: no hay fuerza que me obligue a coger su cruz en esta noche tan llena de sobresalto. ¿Por qué no lo hacen ellos, sus discípulos? ¿Han huido y yo he de morir? ¡No, no! Antes prefiero cerrar los ojos a todo lo que ha sido y aún será… Todo recuerdo puede arrancarse de la memoria de algún modo. Nuestro pacto… ¡Qué más da! Además, ¿qué efectos ha tenido para mí? Rut ha muerto y ahora mismo yo me estoy muriendo de miedo. Él morirá por su doctrina, por haber hablado de su Reino, que seguramente no existe… Si el Altísimo es tan enormemente misericordioso como él ha dicho en tantas ocasiones, debería saber que uno de nosotros es un ser miserable incapaz de elevarse por encima del miedo… Quizás hay quien es capaz de no pensar en lo que va a ocurrir. Yo lo pienso siempre. Me consume el miedo de mis propias previsiones. Soy así. No se ser distinto. ¿Es que su doctrina es más suave que la antigua, según la cual a cada uno, bueno o pecador, le espera el frío, oscuro y triste seol? ¿Cómo se puede dar la vida a cambio de algo que quizá es un milagro de la felicidad, pero que no podemos imaginárnoslo siquiera? El reino… ¿Para qué ha venido él? ¿Para contarnos cosas sobre un mundo distinto del que pueden ver los ojos de un hombre vivo? ¿Para qué ha venido? Ha traído sus locos sueños a un mundo en el que ya, de un modo u otro, sabíamos vivir. Cuando Rut murió, pensaba: «No me ha quedado nada…». Pero la vida es más fuerte. De nuevo he vuelto a comer, dormir, hacer planes para el futuro. Evidentemente, podemos sobrevivir a la muerte del ser más querido. Lo podemos todo… ¿Por qué, pues, acordarme de este… reino?

Andaba y temblaba de frío. Me detenía cerca de alguna hoguera, pero era incapaz de quedarme parado, y seguía adelante. Mi sombra se me ponía delante, al lado, o bien se escapaba hacia atrás como la cola de un manto. Las mulas, hambrientas, relinchaban. A lo lejos, más allá de los muros de la ciudad, se oía el canto de un gallo. Los gritos de la gente detrás del palacio eran como un sonido que no logramos acallar con nada; el sonido de una próxima desgracia. El tiempo se alargaba indefinidamente como un camino conocido en todos sus detalles, siempre el mismo.

De pronto los gritos, que hasta entonces me habían llegado de lejos, comenzaron a aproximarse. Tenía que haber huido: pero mis pies se habían quedado clavados en tierra. Me quedé encogido, pestañeando como quien espera recibir un golpe en la cabeza. La gente, vociferando, venía en mi dirección. Otros que hasta entonces no habían tomado parte en los ataques contra el maestro, se apartaron de las hogueras y fueron a su encuentro. Alguien, cerca de mí, dio un grito y de pronto un hombre corpulento que corría hacia la puerta con la cara cubierta me dio un fuerte empujón. Me pareció ver algo familiar en la línea de su cabeza, pero no tuve tiempo para mirarle. Pasó por mi lado, rozándome casi, un grupo de servidores, guardias, jóvenes levitas y fariseos. Entre gritos y silbidos, conducían en el centro al maestro. Logré verle sólo un instante: el rostro cubierto de salivazos; en la cabeza, por escarnio, una corona de paja; las manos atadas a la espalda, y una dolorida mirada que rozaba a la gente y resbalaba por ella como los rayos de la luna por las hojas de los árboles… Por unos momentos esta mirada se posó en mí… No quedaba nada en ella de aquel poder milagroso de antes. Sólo una hora antes, ante el conjuro de Caifás él era alguien cuya sola palabra era capaz de hacer caer de rodillas a todos. Ahora ya no era más que un hombre lanzado al mismo fondo de la miseria humana: un mendigo, un leproso, un enfermo, un prisionero, todo reunido en una sola persona… Pasó junto a mí como una aparición, pero su imagen me quedó bajo los párpados. Ellos siguieron adelante empujándole, escupiéndole, haciéndole reverencias burlescas. ¡Quedé destrozado…! ¡Si hubiera aún en él, al menos, algo del maestro de antes! Me hubiera sido más fácil defenderle. Pero ¿cómo defender a un hombre cuya propia debilidad le ha convertido en algo (no sé cómo decirlo) casi repelente?…

La grisácea luz del amanecer anunciaba el nuevo día. La servidumbre nos hizo volver a la sala. Al poco rato todos habían ocupado sus puestos. Como si quisieran acelerar la llegada del nuevo día, las lámparas estaban apagadas y las sombras chocaban duramente con las blancas manchas de luz. Caifás se levantó lleno de impaciencia. No dejó hablar al nasi; él mismo ordenó:

—¡Haced entrar al prisionero!

Debían de haberle cortado las cuerdas poco antes porque vi que la vida volvía lentamente a sus caídas manos, hinchadas y amoratadas. Se quedó de pie con la cabeza hundida entre los brazos en un instintivo ademán de defensa. Entre sus cabellos se veían briznas de paja y sobre las mejillas unos blancos redondeles de saliva aún húmeda.

Con una mano apoyada en la cadera, Caifás preguntó:

—Dinos otra vez lo que te has atrevido a afirmar antes ¿Eres el Mesías?

Contestó sin alzar la cabeza, con una voz en la que vibraba el cansancio.

—¿De qué me servirá repetirlo? No me creeréis ni me vais a soltar… Pero ha llegado vuestra hora…

Caifás soltó una carcajada fría y cruel y le siguieron como animados por ella, otras voces:

—¿De modo que eres el Hijo del Altísimo?

Tuvo que hacer un visible esfuerzo para vencer la debilidad que le estaba dominando; enderezó el cuerpo, alzó la cabeza y dijo:

—Tú lo has dicho: lo soy.

Después de esto, su cabeza volvió a caer y todo su cuerpo se relajó. Parecía no oír los gritos que estallaron a su alrededor. Se quedó ajeno a todo lo que allí ocurría. No se movió siquiera cuando Caifás preguntó:

—¿Qué sentencia dictáis?

—¡Muerte! —pronunciaron primero los labios de Jonatan, hijo de Ananías, y la palabra recorrió todos los bancos—: ¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!

—¡No! —exclamó José—. ¡No estoy de acuerdo! ¡Este juicio no es válido! ¡Y la sentencia tampoco lo es! Este hombre es inocente…

—¿Inocente? —Caifás se estremeció—. ¿Inocente? ¿Desde cuándo, José, le está permitido a un pecador decir que es el Mesías y el Hijo del Altísimo?

—¿Y si efectivamente lo fuera? —preguntó mi amigo—. Si lo fuera…

—¿Él? —le interrumpió el sumo sacerdote, indignado—. ¿Él? Fíjate bien en él, José. ¿Parece alguien distinto del que es? ¿Este sucio amhaares iba a ser et Mesías?

—Ha obrado milagros —discutió José.

—¡Con la ayuda del impuro! —exclamó Johanaan bar Zakkai—. Los magos egipcios también hacían milagros ante los faraones; sólo que los hechos de nuestro padre Moisés fueron mayores…

—¿Y si lo fuera? Escuchad —José se volvió ahora hacia todos los reunidos—: Y no sé… Sólo soy un comerciante. Nunca he hablado con él. Nunca he meditado estas cuestiones. Pero desde que le miro, desde que le escucho, siento una nueva inquietud… ¿Qué sería si él fuera realmente el Mesías?

Le contestó un rumor que se transformó en gritos salidos de muchas bocas a la vez:

—¡No digas tonterías, José! ¡No es el Mesías, sino un embaucador! ¡Te dejas engañar! ¿Es que te ha lanzado un maleficio? ¡El Mesías no vendrá de Galilea!

José me había infundido valor. Me puse en pie de un salto y grité:

—¡Él no es de Galilea! ¡Ha nacido en Belén! Precisamente en la ciudad…

Pero mi grito, débil y torpe, quedó ahogado por un alud de objeciones.

—¡Todos pueden decirlo desde que fueron destruidos los libros de los linajes! ¡Basta de tonterías! ¡Has hecho demasiado por él, Nicodemo! ¡Le has seguido, le has recibido en tu casa! ¡Le aclamaste cuando entró en la ciudad montado en un asno! ¿Pretendes que todos nos inclinemos ante un amhaares cualquiera? ¡Nosotros sabemos cuáles son las señales que anunciarán la llegada del Mesías! —No perdamos tiempo —exclamó Caifás—, ¡dictemos la sentencia!

—¡Deteneos un momento! Este hombre… —No recuerdo haber oído nunca hablar a José de este modo. En su mente, lúcida y fría, debe de haberse producido algún cambio—. Escuchad —exclamó—: ¿a vosotros no os ha inquietado nada? ¿No os habéis dado cuenta de que todas vuestras acusaciones se desprendían de él como la arcilla seca de la piel? Él, realmente, no me importa nada. Le defendía sólo porque le estabais juzgando injustamente… Pero ahora no sé…

—¡Puesto que no sabes, vete a dormir! —exclamó Ananías, hijo de Ananías—. Somos bastantes aquí para dictar la sentencia.

—Podéis iros los dos, tú y tu amigo. ¡Sería mejor que os fuerais y durmierais bien!

—¡Juzguémosle! ¡Juzguémosle! —apremiaba Caifás.

—¡Juzguemos! —repitió Jonatán, el nasi— ¿Qué sentencia dictáis?

—¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte! —se oía en el semicírculo de los bancos, como golpes de martillo.

—¿Han pedido todos la muerte para el blasfemo? —preguntó el nasi.

—¡Yo, no! —dijo José con dureza—. Considero esta sentencia ilegal…

—Yo tampoco… —dije, procurando dominar el temblor de mi voz.

—Ni yo —la tercera voz, inesperada, pertenecía al joven fariseo del extremo del banco—. Este hombre no puede ser culpable. —El joven haberim miraba bastante atrevidamente al sumo sacerdote—. Yo tampoco sé quién es él —confesó—, sólo me habló una vez. —Entornó los ojos como si quisiera hacer revivir la escena en la penumbra de sus párpados caídos, pero se dominó y adoptó de nuevo el brusco y decidido tono de voz—. ¡Pero es inocente!

Caifás soltó una risotada estrepitosa y triunfante.

—¡Inocente! ¡Pobrecillo inocente! ¡Ah, vosotros…! —apretó los dientes—. ¡Pero vuestra oposición no servirá de nada! —Nos traspasó a los tres con una mirada de odio—. Tú, José, los has soliviantado. ¡Te parece que porque eres el más rico del país te está permitido todo! ¡Te arrepentirás de esta piedad tuya! ¡Ajustaremos cuentas contigo! Y contigo. Nicodemo. ¡Traidores…! ¡Veréis…! —rugía.

Sentí que la cabeza me daba vueltas, como si hubiera llegado al borde de un precipicio. De un lado llegó a mí el susurro de Jonatán, hijo de Azziel:

—Has traicionado la obediencia del haberim. Nicodemo… Defiendes a un hombre que quería calumniamos ante todos. Nosotros tampoco hemos terminado contigo…

En un sordo silencio, uno por uno, abandonamos la sala. Desde la puerta miré al maestro. Por última vez revivió en mí la ligera esperanza de que aún haría algo que lo cambiara todo… Quizás todavía mostrara su poder. Pero seguía con la cabeza baja, inclinada hacia delante como si fuera a caerse de un momento a otro.

Salimos. Del Templo nos llegaba el tañido de las trompetas de plata; las agujas de las torres del palacio de los Asmodeos se colorearon de rosa. El aire era fresco y transparente. Sobre la hierba brillaban como perlas las gotas de rocío. Caminábamos despacio, sin decirnos nada. Por fin, José estalló

—¡Por las barbas de Moisés! ¡Qué pandilla de bandidos…! ¡Y aún amenazan! Yo les enseñaré…

—¿Adónde vas? —pregunté.

—A casa, a dormir —contestó, malhumorado—. No podría hacer nada más por él.

—Yo no podría dormir; iré al Templo y allí esperaré la decisión de Pilatos…

Nos paramos. José iba a añadir algo, pero se limitó a mover la mano con ademán irritado y se marchó sin decir palabra. El joven fariseo seguía allí indeciso.

—Tú, rabí —me preguntó de pronto—, ¿le habías conocido más de cerca?

Moví la cabeza de un modo vago.

—Sí. No: intenté conocerle, pero…

—Él me habló una vez —dijo el joven doctor—. Fue como si hubiera introducido la mano en mi interior y me hubiese vuelto del revés. ¿Quién es él, rabí Nicodemo?

Me encogí lentamente de hombros.

—¡Qué sé yo!…

—Pero ¿dijiste que ha nacido en Belén?

—Esto me han dicho.

—¿Por qué no sabemos nada cierto sobre él? —preguntó—. Es un hombre tras una cortina de niebla… ¿Se puede luchar por alguien a quien no se conoce?

Le dejé con esta pregunta en los labios, marchándome con paso lento. El sol brillaba con creciente intensidad en los dorados metales del Santuario. Los peregrinos subían por el camino. De pronto, en una hendidura del muro vi a un hombre acostado con la cabeza metida entre las piedras. Al principio creí que era un borracho medio dormido después de alguna juerga nocturna. Pero, por las convulsivas sacudidas de sus hombros, comprendí que estaba llorando. También le reconocí por el manto. ¡Nos separan tantas cosas; fueron siempre tan extraños para mí estos amhaares…! Pero sentí una gran compasión por este corpulento y atontado pescador. (¿O acaso esto no era sino compasión de mí mismo?). Me incliné y apoyé una mano en su brazo.

—Pedro —le dije.

No sé cómo se me ocurrió llamarle por el nombre que le había dado el maestro. Se volvió bruscamente.

—¡Ah, eres tú, rabí!… —sollozó. Tenía la cara cubierta de lágrimas y barro—. ¡No me llames así! —exclamó dolorosamente—. No soy una roca. Soy tierra, ceniza y polvo del camino… ¿Sabes qué he hecho? —Me cogió por el borde de la simlah como si temiera que me marchara y no quisiese escucharle. De sus ojos excesivamente separados salían verdaderas fuentes de lágrimas. Sus gruesos labios hacían muecas al sollozar—. ¡Yo… yo… le he negado! He dicho que no te conozco… que no sé quién es… que no le había visto nunca.

—¿Dónde fue eso? —pregunté.

—En el atrio del sumo sacerdote —gimió.

En seguida recordé: era él el que me había dado aquel empujón en la oscuridad. Así y todo, me sorprendió que hubiera tenido valor para entrar allí.

—No llores. —Le apreté el brazo con fuerza: quería consolarle—. Estas cosas ocurren… dije. El hombre…

Pero no lograba consolarle. Estalló en nuevos sollozos aún más fuertes.

—Le he traicionado… Le he traicionado… —balbuceaba—. A él, que amaba tanto…

—Esto ocurre a menudo… —repetí—. El miedo llega a ser más fuerte que el amor… Y quizá me con —me contestaba a mí mismo—, quizá él no es quien parecía ser…

—Soy demasiado ignorante… —lloró más fuerte aún— para saber quién es él. ¡Pero me amaba tanto! Y yo a él… —Corrigió, en medio de un amargo sollozo—: ¡Creí amarle tanto!… Nunca volveré a decir… ¡Nunca! ¡Nunca! —Se golpeaba el pecho con su enorme puño—. ¡Nunca! Estaba tan seguro de mí mismo. Me indignaba contra Judas… que le ha traicionado… Y luego, yo mismo, igual… o aún peor, aún peor… —Se llevaba sus grandes manos a la boca con desesperación.

Es verdad, pensé; él amaba tanto… Siempre se sentía que para cualquiera de nosotros, incluso para mí solo, si hubiera sido necesario pasar por todo lo que ahora está pasando, lo hubiese hecho sin detenerse a pensarlo siquiera… Simón también lo siente así, aunque no sabe pensar. ¿Y yo? ¡Yo no le he negado! Pero tal vez porque nadie me preguntó por él como le habían preguntado a Simón. El destino o la casualidad me han evitado amenazas brutales. Acaso me expulsarán del Sanedrín o del Gran Consejo… Pueden hacerlo. A él han podido matarle sin consultar siquiera a Pilatos… Quizá sólo por esto no le he negado; pero, en cambio, he dudado… Simón le ha negado, pero no ha dudado. Para mí esto sigue siendo una cuestión de fe… Para él, una cuestión de amor…

¿No debería yo también llorar como él? Pero no me quedan más lágrimas. Las últimas las vertí por Rut, no cuando murió, sino cuando comprendí que debía morir… No tengo lágrimas, ni tengo fe. Simón llora, pero seguramente debe parecerle que, a pesar de esta traición, el maestro sigue amándole… Yo he dejado de creer que él me espera. Y por esto no puedo llorar…

Desde la terraza sobre el pórtico veía cómo la serpiente multicolor de la gente se dilataba o contraía al entrar en las estrechas y tortuosas callejuelas. Sobre ellas se elevaban gritos y silbidos que aumentaban en intensidad a medida que se iba acercando el cortejo. No era muy numeroso: al frente iba la guardia que se abría paso a gritos y, cuando esto no bastaba, repartiendo bastonazos. Los seguían, solemnes, con toda la dignidad de sus puntiagudos turbantes, mantos de púrpura, efods y cadenas de oro, los sacerdotes y los ancianos del Gran Consejo. Inmediatamente detrás les conducían a él. Iba rodeado de guardias y un doble cordón de éstos contenía a la turba vociferante que se agolpaba detrás.

Era la chusma ciudadana acostumbrada a recoger las migajas de las mesas de los sacerdotes. Esta gente hace por dinero todo lo que se le pida. Par la noche se les había ordenado que se reuniesen en el atrio de la casa del sumo sacerdote. Ahora iban soltando injurias contra el maestro. Se sumaron a ellos toda clase de mirones callejeros que no faltan ni a esta hora tan temprana.

Pero, cuando el cortejo pasó el puente y entró en el atrio del Templo, todo el grupo quedó ahogado en el denso mar de peregrinos que, a pesar de la hora, se había reunido allí para comprar los animales para el sacrificio y cambiar dinero. El repugnante mercado que él había dispersado volvió a crecer como crece una ortiga cortada o un cardo. Aquel cortejo que trataba de abrirse paso llamó la atención de todos. Miles de personas se abalanzaron hacia él. Los desaforados gritos y los silbidos de los que conducían al maestro fueron ahogados por las voces llenas de sorpresa de los que súbitamente vieron al profeta de Galilea maniatado y rodeado de guardias. Me pareció que entre aquella algarabía oía los gritos, llenos de indignación, de los campesinos galileos. Aquello me animó. Hace una hora, al salir de la casa de Caifás, estaba convencido de que la suerte del maestro estaba echada. Pero ahora había renacido en mí una nueva esperanza. ¡José no tiene razón!, pensé. ¿Qué importa que el Sanedrín haya dictado sentencia? ¡El Sanedrín e incluso el mismo Pilatos no lo son todo! ¡Aquí están las multitudes que hace unos días aclamaban al maestro con el nombre de hijo de David! ¡Los galileos no entregarán a su profeta! Bajé de prisa. Mi debilidad había desaparecido, estaba dispuesto a actuar, a luchar nuevamente por la vida del maestro.

Momentos así, de un súbito resurgimiento de energía, también los había experimentado durante la enfermedad de Rut. Luchando con dificultad para abrirme paso, me dirigí hacia el cortejo que, seguido ahora por una enorme multitud, daba lentamente la vuelta al Templo. Daba empujones e la gente. En cierto momento mi manto se prendió en la mesa de un cambista y las monedas cayeron ruidosamente sobre las losas del suelo. Estallaron gritos de ira e indignación; alguien gritó mi nombre con enojo. Pero no me volví. A pesar de todo, nunca hubiera alcanzado a los primeros del cortejo si no hubiese tenido la idea de acortar el camino pasando por el atrio de los fieles. Por aquí se podía andar: tanto los peregrinos como los sacrificadores se agolpaban en las puertas para salir fuera. La oleada humana me arrastró a la parte opuesta del Santuario, bajo los muros de la severa torre Antonia. Aquí pude reunirme con el cortejo. Rozándome con los que iban a mi lado logré coger al vuelo algunos fragmentos de frases:

—Han prendido al galileo… Por la noche… ¡No se les entregará! Todo el Sanedrín… ¡Maldito hijo de Betus! ¿Adónde lo llevan? Hacía milagros, curaba… Hechizó el agua de la Piscina Probática! ¡Tonterías! ¡Es el Mesías…! ¡Blasfemas diciendo esto! ¡Es un maestro grande y bueno! ¡No, es un mínimo! Pero ¿y si es el Mesías? Veréis como no dejará que le hagan nada. Vamos a verlo… ¿Y qué dicen los romanos a esto? ¡Que no se les ocurra hacer otra vez uso de los garrotes!

A los romanos debió de inquietarles aquel cortejo y el vocerío producido por él, porque, cuando nos acercamos a la Antonia, oí un penetrante ruido de cuernos y silbatos en el interior de la fortaleza. A la puerta nos recibió una triple formación de legionarios con los yelmos hundidos hasta los ojos y los escudos levantados, disimulados bajo un lienzo. Por la ventana, sobre la puerta se asomaba el jefe de la guarnición, el hegémona Sarkus, que haciendo bocina con las manos, gritó:

—¡Deteneos! ¡Si no sois unos rebeldes, deteneos! ¿A qué venís?

El cortejo y toda la multitud que se había juntado a éste se vertió en la estrecha callejuela frente a la fortaleza. Los miembros del Sanedrín que iban delante, al oír las palabras del hegémona, se pararon a unos pasos de los soldados en formación. Pero nadie podía responder a la pregunta de Sarkus porque lo impedía el tremendo alboroto: continuamente nuevos grupos se unían a los últimos, preguntando el motivo de aquella concentración, expresando su opinión ruidosamente, gritando unos contra el maestro, otros contra los sacerdotes y otros, por fin, y éstos eran los más, contra los romanos. El recuerdo de los garrotes romanos permanece vivo en la ciudad y el odio hacia Pilatos estalla por cualquier motivo. Observé que entre la multitud había muchos fariseos mezclados, sobre todo con los grupos de galileos, a quienes dirigían no sé qué rápidas palabras; juraría que las estaban convenciendo de la culpabilidad del maestro. La calle, atestada de gente, hervía como si la consumiera un incendio. Cuando hacía ya rato que esto duraba, vi que el rabí Jonatán, hijo de Azziel, decía algo a uno de los jóvenes haberim, el cual se subió a los hombros de otro y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Silencio! ¡Callad! ¡El sumo sacerdote quiere hablar! ¡Hasta dónde hemos llegado! Tenemos que hacer callar al pueblo para que los saduceos puedan hablar… El vocerío disminuyó. Oí la voz ronca y medio ahogada de Caifás, dirigiéndose a Sarkus:

—Hemos venido a ver al ilustre procurador por un asunto muy grave. Le hemos traído a un conspirador que provoca disturbios. Ve y pídele al procurador que venga a donde tú estás y se digne escucharnos. No podemos entrar en la fortaleza porque, como sabes, mañana es nuestra gran fiesta y no podemos durante este tiempo entrar en casa de nadie que no profese nuestra fe…

Sarkus ni tuvo tiempo de contestar porque en la ventana de al lado apareció inesperadamente Pilatos. Se quedó sólidamente apoyado sobre sus piernas abiertas y con las manos cruzadas sobre el pecho. Debió de haber bebido por la noche, porque tenía dos grandes bolsas bajo los ojos, y sus labios, caídos, daban a su boca una expresión de disgusto. Además, en toda su figura se leía el mal humor, como quien se ha levantado con el pie izquierdo y no hace sino buscar la ocasión para mostrar su enojo. Se me ocurrió pensar que Pilatos no debía de haber olvidado aquel asunto del año anterior ni su triunfo, como probablemente tampoco había olvidado las antiguas derrotas. Para aquel hombre, envenenado por la desesperación, la venganza debía de ser algo así como una distracción o incluso lo único que daba sentido a su vida. Se quedó callado y parecía contar por debajo de sus párpados caídos el número de personas que componían aquella multitud. Caifás hizo una seña y los guardias, tirando brutalmente de la cadena y de las cuerdas, llevaron al prisionero al frente de los reunidos. La mirada de Pilatos pasó de la chusma a los miembros del Sanedrín, ricamente vestidos, y se posó al fin sobre el maestro. Dijo cáusticamente:

—¿Es éste a quien habéis venido a acusar? Veo que no habéis aguardado a que yo le juzgue. Este hombre está medio muerto.

Decía la verdad. Durante aquella sola noche el maestro se había convertido en la sombra de sí mismo. Su rostro estaba cubierto de polvo, sudor y manchas rojizas producidas por los golpes. La mejilla derecha se había hinchado y le deformaba la línea de la nariz. Los cabellos, despeinados y cubiertos de polvo, colgaban en forma de sucios y desordenados mechones. Daba pena ver su barba, de la que los siervos del sumo sacerdote habían tirado y arrancado el pelo a puñados, dejándola convertida en un amasijo de carne, sangre y cabello. Tenía los labios entreabiertos, negros y resecos: en las comisuras, la sangre daba a su boca una expresión de dolor. Por debajo de la frente, cubierta de barro, parecía que miraban con esfuerzo sus ojos, ya no castaños, sino negros, como dos pequeñas ventanas abiertas a una noche sin estrellas…

—¡Es un gran malhechor! —dijo Jonatán, el nasi—. Si no lo fuera, no le hubiéramos traído aquí.

—Puesto que ha hecho tantas maldades, deberíais juzgarle vosotros mismos —dijo desde arriba la voz burlona.

—Ya lo hemos juzgado —dijo el viejo Ananías—. Según nuestro juicio, ha merecido la muerte. Pero a nosotros, noble procurador, no nos está permitido cumplir una sentencia…

—¡Claro que no os está permitido! —exclamó—. En toda Judea sólo yo decido sobre la vida y la muerte de las personas. Si esto dependiera de vosotros… —y movió la mano desdeñosamente—. Vuestra sentencia me importa bien poco —siguió diciendo con malos modos—. Yo solo decidiré cuál habrá de ser su suerte. ¡Traedle! ¡Si este hombre apenas vive! —exclamó, enojado, al ver que el maestro, brutalmente empujado por los guardias, había caído al suelo—. ¿Pretendéis que juzgue a un hombre al que antes habéis torturado? ¿Qué tenéis contra él?

—¡Lee! —ordenó Caifás a uno de los levitas.

Advertí que el sumo sacerdote bullía en su interior, herido en lo vivo por las insultantes palabras de Pilatos. A este par de hombres, quienes durante tantos años habían mantenido constantes y continuas relaciones de verdadera amistad, la cuestión del acueducto les había separado para siempre.

El levita alzó el rollo y comenzó a leer como si cantara un salmo:

—«El Pontífice del Santísimo cuyo nombre no somos dignos de pronunciar, José Caifás, hijo de Betus, después de consultarlo con los más ilustres y sabios sacerdotes, maestros y conocedores de la Ley de Israel, proclama que Jesús, hijo de José, naggar de Nazaret, es culpable de incitar a la gente a no pagar los tributos debidos al César…».

—¡Es mentira! —interrumpió Pilatos—. ¡Yo sé bien quién paga los impuestos y quién no los quiere pagar!

—¡Sigue leyendo! —dijo Caifás con voz que delataba un furor a duras penas contenido.

—«Y también —continuó el levita— es culpable de soliviantar al pueblo y proclamarse a sí mismo rey de Israel…».

—¿Rey? —Su desdeñoso enojo se convirtió en una burla abierta—. ¡Ah! De modo que me habéis traído a vuestro rey… Bueno, siendo así, ¡juzguémosle! —Y dijo a un soldado que estaba a su lado—. Tráeme aquí a ese rey.

Los soldados romanos cogieron las cuerdas de manos de la guardia y tirando de ellas condujeron al maestro al espacioso patio empedrado con mosaico de color. Mientras tanto, los siervos habían sacado para Pilotas la silla curul y extendido sobre ella un baldaquino color púrpura. Vi de lejos que Pilatos se sentaba en el trono, cuyo alto respaldo terminaba con la odiosa figura del águila romana. A su lado se colocó el lictor y, junto a él, se arrodilló el escriba que anota las declaraciones. No pude oír las palabras, pero por los ademanes de Pilatos, podía deducirse el proceso de su conversación con el maestro. Pilatos primero preguntó algo, pero Jesús parecía sordo a sus palabras porque el romano tuvo que repetirle la pegunta varias veces. Luego el procurador mandó al escriba que le leyera de nuevo la sentencia del Sanedrín. Volvió a preguntarle algo, señalando el rollo, a lo que el maestro respondió, pero de tal manera, que Pilatos no hizo sino encogerse desdeñosamente de hombros como si a él mismo se le hubiera preguntado una cosa sin sentido. De nuevo dejó caer una palabra inclinándose hacia el prisionero, quien esta vez le contestó con unas cuantas frases. Al oírlas Pilatos se enderezó y, apoyándose en el respaldo, se quedó mirando fijamente al maestro como si no le hubiera visto hasta entonces. Por un ligero movimiento de la cabeza comprendí que pasaba la mirada de los pies a los cabellos enmarañados y luego de la cabeza a los pies descalzos y ensangrentados del hombre que tenía delante. Cuando volvió a interrogarle, en vez de hacerlo como un juez aburrido, le hizo una pregunta con aire de perplejidad, que el maestro contestó durante bastante rato. En cierto momento Pilatos movió los hombros con impaciencia y sin esperar a que el prisionero acabase de hablar, se levantó de la silla y subió la escalera. A poco le vimos de nuevo en la ventana. Levantó la mano para imponer silencio a la gente que, durante el interrogatorio se había puesto a hablar, llenando de nuevo la calle de gritos y discusiones.

—Yo —afirmó secamente— no veo los crímenes de los que le acusáis…

Se hizo un momentáneo silencio que interrumpió la aguda voz de Caifás con un chillido:

—¡Es un malhechor! ¡Un conspirador! ¡Un rebelde!

También se oyeron voces de otros miembros del Sanedrín:

—¡No puede ser, ilustre procurador!… ¡Es un hombre peligroso! ¡Le hemos juzgado!… ¡Ha cometido muchos delitos!

—No los veo… —interrumpió secamente.

Comprendí que Pilatos había intuido hasta qué punto interesaba a saduceos y fariseos, unidos por primera vez, la condenación del maestro, y precisamente por esto ponía dificultades. Los gritos, cada vez más violentos, de los sanedritas contrastaban con el absoluto silencio de la muchedumbre, que ya no sabía qué pensar de aquellas acusaciones dirigidas contra el maestro. Pilatos conocía demasiado bien a Jadea para ignorar que las opiniones de los sacerdotes y los maestros no tienen valor mientras el pueblo no las apoye. Hizo restallar los dedos con aire de indiferencia.

—¡No gritéis tanto! —dijo, como si quisiera irritarles más—. En último término —se balanceó sobre las piernas y se humedeció los labios—, puesto que os interesa tanto obtener una condena para este hombre —presentí que sus palabras volverían a ser un nuevo pinchazo para el sumo sacerdote y su séquito—, podéis llevarle al tetrarca. Puesto que éste es galileo, se lo cedo…

Dio media vuelta y desapareció de la ventana. Los soldados condujeron al maestro a la puerta y lo entregaron de nuevo a los guardias, que tiraron con rabia de las cuerdas.

La multitud comenzó a descongestionar lentamente la callejuela. Sobre ella seguía elevándose el rumor de animadas discusiones. Los sacerdotes y maestros iban rodeados por la guardia. Al pasar junto a mí, vi que hablaban y discutían acaloradamente. Seguro que ninguno de ellos sentía deseos de ir a ver a Antipas. Comprendí por qué Pilatos los había enviado a él. Sabía que este cobarde no se atrevería a levantar de nuevo la mano sobre un hombre rodeado por el respeto de la mayoría. Sin duda recordaba aquella escena en Maqueronte. En mí nació de nuevo la esperanza de que, si incluso este hombre depravado se había puesto de su parte, el maestro saldría sano y salvo de aquel asunto. Es verdad que el propio acusado había dicho, prevenido… Pero todo ello podría ser sólo a modo de prueba. En no sé qué punto muy recóndito del corazón sentí el pinchazo, como de una aguja muy fina, de un pensamiento: «sabrá salvarse a sí mismo…». Apreté con fuerza la mano. En todos nosotros viven dos personas: una está llena de nobles deseos y grandes anhelos: la otra, incluso en su preocupación por los demás, es capaz de esconder un algo de envidia… ¡Si existiera una fuerza capaz de limpiar los corazones humanos!

Vi también que Joel, Onkelos y Jonatán bar Azziel, saliendo del círculo de los guardias, en lugar de dirigirse hacia el palacio de Antipas, reunían en un grupo a los fariseos diseminados entre la multitud. Les decían algo. Debían de ser nuevas órdenes. Pero, cuando me acerqué al grupo, los otros los pusieron en guardia con una rápida mirada significativa en mi dirección.

Seguí al Sanedrín a cierta distancia. El cortejo avanzaba de nuevo a lo largo del pórtico, atravesó el puente y entró en Xistos. Aquí estaba el palacio construido por Antipas en lugar del antiguo de Herodes, que los romanos se quedaron para ellos. A medida que pasaban las horas llegaba más gente, enterada del prendimiento del maestro. En la ciudad, atestada de peregrinos, la noticia se extendió como el fuego en un haz de paja. Ni los preparativos de la Pascua detuvieron a la gente. La multitud, que supo mantenerse relativamente silenciosa ante la torre Antonia, cuando le tocó andar de una punta a otra de la ciudad, se dejó dominar por una pueril necesidad de gritar, aullar y silbar. El caso comenzó a atraer y apasionar a las personas como las carreras en el hipódromo con el que Herodes ha profanado la ladera del Sión. Se discutía cada vez más acaloradamente:

—Es el Mesías… ¿Qué dices? ¡Si es un simple galileo! ¡El Mesías no se dejaría pegar así!… Curó a mi mujer… El Mesías vencerá al Hedón. ¿Recordáis cómo devolvió la vista a Mateo, hijo de Chuz? Pero dijo que el Templo será destruido… Es un mínimo

De pronto oí junto a mí a uno de los fariseos que decía a la multitud:

—No olvidéis que antes de la Pascua los romanos siempre sueltan a un prisionero. Hemos de exigirlo… —Es verdad, es verdad— respondían. —Tienen que soltar a uno, los malditos. Ya nos encargaremos de gritar.

—Pedid por Barrabás. Él luchó contra ellos… —sugería el fariseo.

¿Barrabás? Casi abrí la boca de asombro. ¡Qué idea! Este bandido criminal nunca ha luchado contra los romanos. Sus víctimas eran sólo los pobres indefensos. Los mismos saduceos pidieron a Pilatos que librara a la ciudad de este malhechor. ¿Y ahora se sugiere a la gente que grite por su liberación?

Mientras tanto los primeros del cortejo habían llegado ya al palacio. Comenzaron a discutir con el filiarca de Antipas porque ninguno de los sanedritas quería entrar, no fiándose de la pureza de la casa del tetrarca, y éste se negaba a salir fuera (sabemos por qué: ¡teme a la gente!). Por fin entregaron el prisionero a cuatro soldados tracios de la guardia del tetrarca y se lo llevaron adentro. Los sacerdotes, los doctores y toda la chusma se quedaron fuera, en la calle.

No esperamos mucho tiempo. Se produjo un movimiento bajo las columnas y la guardia volvió con el maestro. Llevaba, como antes, las manos atadas y el cinturón con las cuerdas, pero sobre sus vestiduras, sucias y rotas, le habían echado una sábana blanca. El filiarca, sin bajar de la escalinata, anunció:

—El nobilísimo rey de Galilea y Parea, Herodes, hijo de Herodes, os encarga, ilustres rabinos, que digáis al ilustre procurador que le da las gracias por haberle mandado al prisionero…

—¡No somos mensajeros del rey Antipas! —exclamó Jonatán bar Ananías, indignado.

—Así lo ha dicho el rey —el griego hizo un ademán como queriendo librarse de toda responsabilidad—. Os devuelve al prisionero. No está dispuesto a juzgarle. Es un hombre anormal…

Los soldados tracios empujaron al maestro hasta el pie de la escalinata de piedra. De nuevo las cuerdas se encontraron en las manos de la guardia del Templo. Caifás les dijo algo con voz ronca de cólera. Entonces comenzaron a pegarle con saña y a maltratarle. El cortejo regresó al Templo. Durante el camino los guardias no cesaron de torturar a su prisionero. Le empujaban, tiraban brutalmente de la cadena y le daban puntapiés cuando se caía. Pensé con horror que, puesto que no lograban obtener la sentencia, le matarían simplemente.

De nuevo nos encontramos ante las puertas de la Antonia. Pilatos, sonriendo con aire de burla, apareció en el balcón.

—¿Y qué? ¿El tetrarca tampoco ha sabido ver en él los crímenes inventados por vosotros?

Los sanedritas no contestaron, aunque se les veía apretar con rabia las mandíbulas y los puños. Caifás volvió su roja faz hacia el hijo de Azziel y éste, en respuesta, movió ligeramente la cabeza. Los fariseos, mezclados entre el gentío, comenzaron a susurrar: «¡Ahora, gritad ahora!». La multitud obedeció:

—¡Un prisionero! ¡Suelta a un prisionero! —Las exclamaciones iban aumentando en potencia, hacían coro—. ¡Un prisionero! ¡Queremos un prisionero!

Al poco rato la calle entera gritaba. —¡Suelta a un prisionero!

—¿Qué chillan éstos? —preguntó Pilatos a Jonatán, el nasi.

—Generalmente, ilustre procurador, en el día de Pascua soltabas a un prisionero… —contestó el hijo de Ananías, esforzándose en mostrarse amable—. Es lo que ellos te están pidiendo ahora.

La muchedumbre, embriagándose con su propio número y fuerza, gritaba como loca:

—¡Un prisionero! ¡Suelta a un prisionero! ¡Suelta a un prisionero!

Pilatos sonreía con malicia. Debía de producirle una gran satisfacción este juego contra sus antiguos amigos. Hizo ademán de que quería hablar y esperó pacientemente a que enmudeciera la última palabra rezagada, como la última piedra que cae en un desprendimiento de tierras.

—¿Queréis que dé libertad a un prisionero? No os lo niego… —Alzó la vista y la voz por encima de las cabezas de los sanedritas. Miró la calle, atestada de gente, que semejaba una rama en la que se hubiera posado todo un enjambre de abejas—. Tengo a dos: uno de ellos es Jesús, a quien llamáis el Mesías y a quien vuestras autoridades acaban de entregarme. El otro es Barrabás… ¿A cuál preferís que ponga en libertad?

Se hizo un silencio absoluto. Por las afeitadas mejillas de Pilatos pasó una sonrisa de triunfo. ¡Esta pregunta había sido un acierto! La multitud, que hasta entonces sólo había actuado como espectador en todo aquel asunto, seguramente respondería ahora con sentido común. Durante dos años Barrabás había sido el terror de mercaderes y peregrinos. Pero yo, esperando con impaciencia la voz del pueblo, no me hacía la menor ilusión sobre la postura de Pilatos. A él no le importaba en absoluto la vida del maestro, sólo deseaba oponerse a los deseos del Sanedrín. Hubiera luchado igualmente por la vida de cualquier otro hombre. Por aquellas dos derrotas consideraba que se le debía más de una victoria.

De pronto se elevó de entre la multitud una sola voz (estoy seguro de que era la de un algún haberim, pues conozco bien el lenguaje de los amhaares):

—¡Suelta a Barrabás!

—¡Suelta a Barrabás! —repitieron otras voces.

Si hubiera dicho tranquilamente: Fijaos en los que nombran a Barrabás; no son de los vuestros…, no dudo de que nadie hubiese repetido la petición. El maestro no sólo ha hecho muchas obras de misericordia, también había ridiculizado a los fariseos y dispersado el mercado en el que el pueblo se sentía explotado. El juego de los acusadores era enormemente arriesgado. Pero no suponía que nuestros haberim conocieran tan bien al procurador.

Le habían hecho caer en la trampa no había podido hablar mejor que cuando dijo, impaciente, burlándose y a la vez autoritariamente, como si no oyera aquellas voces:

—¡Vamos, pronto! ¿Ya habéis escogido? ¿Queréis a Jesús? ¿O quizás alguno de vosotros prefiere al bandido y no al carpintero de Nazaret? ¿No? En este caso os voy a poner en libertad a Jesús…

—¡No! —se oyó gritar—. ¡No! ¡No! ¡Queremos a Barrabás!

Ahora había más voces. La multitud es como un niño que se deja guiar sin darse cuenta de que cumple la voluntad ajena.

—¡Suelta a Barrabás! ¡Queremos a Barrabás!

—¿A Barrabás? —repitió con voz llena de asombro y rabia.

Ahora vi claramente lo que ocurría. La gente de la calle había comprendido que Pilatos defendía al maestro. A ella tampoco le importaba la vida de Jesús, sino la victoria. La lucha contra los saduceos y los fariseos se había transformado en una lucha contra los romanos. Querían triunfar sobre ellos. Quien ha vencido una vez quiere volver a experimentar el triunfo. Sus palabras vacilantes parecían delatar su debilidad. La turba siente por instinto el desaliento de su contrincante. Mil voces chillaron a la vez:

—¡Suelta a Barrabás! ¡A Barrabás! —Se produjo un tumulto—. ¡A Barrabás! —Ahora todos gritaban con toda la fuerza de sus pulmones. Barrabás ya no era el nombre de una persona, sino un símbolo—. ¡Suelta a Barrabás! ¡A Barrabás!

En el rostro de Pilatos se pintó el enojo. Estaba furioso por haber entregado su arma en manos del pueblo y que éste la volvía contra él. Un pequeño efebo griego, como tantos hay en los palacios, se acercó por detrás y le dijo algo. Por las mejillas de Pilatos pasó una súbita contracción, y los ojos le brillaron inquietos. Dijo al muchacho una corta frase, apoyó las manos en la balaustrada y se asomó. Seguía hablando por encima da las cabezas de la gente del Templo, como si creyera que así lograría hacerse oír.

—Así, ¿queréis a Barrabás en vez de Jesús?

—¡Barrabás! —aullaba toda la turba al unísono.

—¿Y qué he de hacer con Jesús?

Por un momento todos se callaron. Sentí cada latido de mi corazón. Si hubiera gritado: «Déjalo también en libertad», quizá la multitud me hubiera seguido. ¡Seguro que sí…! Pero yo no sé dirigir a una masa humana. No me gusta… La temo… Me sentí tímido y atemorizado. La voz se me paralizó en la garganta. Oí que los fariseos, mezclados de nuevo entre la plebe, gritaban: «¡Crucifícale!». La frente se me cubrió de sudor, me faltó el aire en los pulmones. «¡Crucifícale!», repitieron los mismos de antes. Parecía imposible que una multitud compuesta por millares de personas pudiera quedar supeditada a la voluntad de unos pocos. Pero Pilatos ayudó de nuevo inconscientemente a los agitadores, pues hizo una mueca, apretó los dientes y golpeó el muro con el puño, lleno de rabia. Al verlo, todos chillaron triunfalmente:

—¡Crucifícale!

Ahora se volvió hacia la gente del Templo y la sinagoga:

—¿Me pedís que vuelva a crucificar? —preguntó con ironía—. ¿Vosotros mismos me lo pedís ahora?

—El pueblo lo quiere… —Contestó Jonatán, el nasi, abriendo los brazos.

Las voces siguieron gritando sin disminuir ni por un instante:

—¡Crucifícale! ¡Crucifícale!

El procurador, vencido, se mordió los labios. Por dos veces se había dirigido al pueblo y por dos veces éste le había decepcionado. Pero este bárbaro, que, en cierta época, había soñado con los laureles de general, poseía una gran obstinación y un deseo salvaje de lanzar al pueblo contra los sacerdotes, a costa de lo que fuera. No me era difícil comprenderlo: una sola victoria de este tipo le hubiera hecho acreedor de la hasta ahora desconocida fama de persona que sabe gobernar a Judea. Hasta ahora nadie lo había logrado. El César sabría reconocérselo. Y quién sabe cuáles podrían ser las consecuencias de semejante éxito. Aquello no era sino un continuo juego de intereses que se disputaba por encima de la cabeza del maestro y en el que su vida no era más que la apuesta.

El rostro de Pilatos parecía ahora el de un general que ha confiado en cierta maniobra estratégica y, para completar su eficacia, está dispuesto a sacrificar a todos sus hombres. Llamó a un centurión. Al poco rato salieron unos soldados hasta la puerta de la torre Antonia y se llevaron al maestro de manos de la guardia. Pitusos se alejó del balcón y se sentó de nuevo en su silla. Condujeron al prisionero más lejos, al fondo del lisóstrotos. No pode ver dónde ni por qué. Pero había quien podía verlo. Al poco rato circuló entre la turba un rumor como el del viento entre las hojas de una palmera «¡Le están azotando!».

Esto duró bastante tiempo. La gente se quedó silenciosa, en tensión, deseando la sangre del procurador que el maestro iba a verter por él. Del fondo del patio nos llegaban gritos y risotadas de los soldados y, de lejos, del Templo, los balidos de los carneros destinados al sacrificio. Me pareció que oía también restallar los horribles azotes romanos. La respiración de los presentes se volvió rápida, sonora. Pensé que si esto duraba mucho, en vez de muerte gritarían pidiendo piedad. Pero me equivoqué: los azotes más bien los excitaban e impacientaban por presenciar la última tortura.

Luego vi que un grupo de soldados se acercaba al procurador. Éste se levantó y se quedó mirándoles: pero no… no a ellos; había allí alguien más, no costaba adivinar quién. Por fin el procurador se dirigió hacia la escalera, seguido por los soldados. Sin decir palabra apareció en la ventana. En la otra, al lado, apareció el maestro.

—He aquí al hombre… —oí decir a Pilatos.

Me quedé con los ojos cerrados, fuertemente apretados, la garganta seca y sin aliento en los pulmones; el estómago se me subía hasta la garganta, bajo los párpados veía pasar unas manchas blancas y mi corazón se agitaba como una campana en el cuello de una oveja asustada… Aquello no era ya el maestro… Aquello no era ya nadie… ¡Rut, Rut, pensé, también Rut, en cierto momento, dejó de ser ella!… En el cuadrilátero de la ventana apareció la aterradora y lúgubre figura, cubierta de sangre desde la cabeza a las rodillas, de un hombre despellejado vivo. La cabeza, inmóvil sobre el cuello rígido, llevaba una extraña guirnalda sin hojas, una corona de espinas. Debajo de ella, los ojos, o, mejor dicho, dos oscuros agujeros en los que era difícil descubrir aún una llama de vida. Las mejillas y la barba cubiertas de sangre. El resto del cuerpo no era sino un amasijo de carne sanguinolenta también. El manto de púrpura que los soldados habían echado sobre sus destrozados brazos se le había pegado a las heridas como miles de ventosas y le daba el aspecto de persona que acaba de salir de un lagar. Por el pecho, las manos y los muslos la sangre caía al suelo formando pequeños hilos. Los labios del que había sido el maestro pendían sin vida. Las manos, atadas, sostenían una vara de mimbre…

Desde las primeras filas llegó hasta mí el grito:

—¡Crucifícale!

Casi me pareció que yo mismo había gritado también: «¡Crucifícale! ¡Que se termine esto de una vez! ¡No es posible contemplarlo…!».

—¡Crucifícale! —gritaban todos a mi alrededor.

—¡Crucificadlo vosotros mismos! —exclamó Pilatos con rabia.

Habló el rabí Jonatán bar Azziel.

—¿Significa esto, noble procurador, que quieres dejarle en libertad? Nosotros no podemos crucificarle. Pero él debe morir porque ha dicho que es el Hijo del Altísimo.

De nuevo vi sobre la lisa cara de Pilatos la misma contracción que antes cuando el pequeño efebo le dio no sé qué noticia. Miró a los suyos como si quisiera asegurarse de que estaban cerca. Incluso yo podía leer el miedo en sus ojos. Sin decir palabra bajó al patio. Vi que se hundía en su silla, en el abrazo de las doradas alas del águila. Los soldados llevaron ante él al prisionero.

Pilatos cruzó las manos a la espalda. Dio unos pasos pesados hacia delante y hacia atrás. Lentamente, volvió al balcón. Yo no le miraba a él; miraba, desesperado, la roja figura, allí en el patio. Me pareció revivirlo todo por segunda vez… Sentía lo mismo: tenía la misma espantosa conciencia de no ser yo quien sufría, deseando no obstante, que así fuera, porque entonces, al menos, podría ocuparme de mi propio dolor… Y al mismo tiempo, en el fondo de mi corazón, sentía una aturdidora sensación de alivio al saber que no era yo…

—Os digo por última vez… —declaró Pilatos, pero no advertí convicción en el tono de su voz— que no hallo en él crimen alguno. Le he castigado y ahora le voy a soltar…

—¡Crucifícale! —aullaba la turba.

—¡Crucifícale! —gritaban los sacerdotes, los levitas, los saduceos.

—¡Crucifícale! —exclamaban también los fariseos, los doctores.

—Pero si es vuestro rey… —Pilatos se comportaba como un perro atado que, en un ataque de furia impotente, destroza la paja de su yacija—. ¿Queréis que crucifique a vuestro rey?

—No tenernos rey —dijo, destacándose entre el vocerío, la voz del nasi—, sino un César.

—¿Quieres que vaya de nuevo a Capri a quejarme de ti? —dijo alguien, seguramente el mismo Ananías.

—¡Crucifícale! ¡Crucifícale! —vociferaban todos con saña.

—¡El pueblo no cederá…! —dijo uno de los saduceos.

—¡Habrá una revuelta! —exclamó el rabí Onkelos.

—Sabes lo poco que gustará esto en Roma…

—¡Crucifícale! ¿Lo oyes? —chillaba con voz ronca Caifás—. Te llevaste el oro… Ahora crucifícale…

—¡Crucifícale!… —repetían todos con creciente insistencia.

—¿Quieres que vuelva a producirse lo que entonces en Cesarea? —siguió preguntando Ananías.

—¡Este hombre debe morir! —clamaba, sulfurado el rabí Jonatán, hijo de Azziel.

—¡Muerte al blasfemo!

—¡Crucifícale!

—Bien —dijo al fin, apretando los dientes. Ahora era ya como un general que ha perdido la batalla y cuyo ardor guerrero se convierte en un frío desprecio por el mundo entero. Bajó las escaleras y se sentó en su silla. Yo tenía aún un poco de esperanza, totalmente infundada… Pronunció unas palabras, erguido, con las manos apoyadas en las rodillas. Acaso fue la horrible fórmula romana: Ibis ad crucem, Irás a la cruz. Cuando luego se volvió hacia el lictor, comprendí que precisamente había dicho esto. En el patio se produjo un movimiento: los soldados salían y se ponían en formación. Sacaron un caballo. El escriba dejó sus tablillas y escribió algo sobre un madero… El procurador apareció una vez más en la ventana. A su lado estaba el efebo con un cántaro y un recipiente. Con el movimiento de un sacerdote que cumple con un rito religioso, ordenó que le vertieran agua sobre las manos. Al sacudirlas, dijo:

—No tomo sobre mí responsabilidad alguna por esta sangre…

—¡Nosotros la tomamos! —gritó Caifás.

—¡Nosotros! —exclamó Jonatán bar Azziel, y le siguieron todos los fariseos desperdigados entre la multitud.

—¡Nosotros! —repetía el populacho, sin saber bien lo que decía, embriagado por la victoria.

Por fin apareció en la puerta el cortejo. Lo abrían un centurión a caballo y unos veinte soldados. Detrás de ellos iba el maestro. Llevaba sus propias vestiduras, pero tan sucias y ensangrentadas que parecían los andrajos de un mendigo. El madero de la cruz le aplastaba un hombro: por debajo de aquél, rígida, sobresalía le dolorida cabeza coronada de espinas. Caminaba con paso vacilante, tambaleándose. Daba la impresión de que, si los criados no le hubieran sostenido de la cintura por las cuerdas, se hubiese desviado y habría chocado contra la multitud. Detrás de él seguían, igualmente encorvados bajo el peso de las cruces, dos hombres de la banda de Barrabás; los aguardaba la muerte de la que su jefe se había salvado. El resto de la centuria cerraba el cortejo. La multitud se separó, pero, al ver la ensangrentada figura que avanzaba dando tropezones, estalló en un salvaje rugido. Para la chusma él era ahora alguien a quien el romano había querido salvar y a quien ellos habían logrado arrancar de sus manos. Los puños se levantaron en alto y llovieron sobre el maestro piedras y basura de toda clase. Los soldados tuvieron que formar un cordón a cada lado para proteger de los golpes al prisionero. Pilatos, sin bajar del balcón, miraba con desprecio el cortejo que se alejaba. De pronto llegó Caifás, como un vendaval, hasta la misma puerta, casi a la entrada de la fortaleza. Se atragantaba con su propio furor: la barba, la cadena, el manto, las anchas mangas, todo volaba a su alrededor como una nube de pájaros. Moviendo los brazos como las aspas de un molino, chillaba enfurecido:

—¿Qué has hecho? ¿Por qué lo has escrito? ¿Cómo? ¡Esto no puede ser!

Comprendí. Uno de los criados que iba al lado del maestro llevaba una tablilla en la que Pilatos había mandado escribir en tres lenguas distintas la culpa del condenado: «Jesús de Nazaret, rey de los judíos».

—¿Lo has mandado escribir tú? Cogiste el dinero… —gritaba como loco. Otros saduceos y fariseos acudieron también allí, llenos de indignación—. ¡Ordena que lo cambien! Escribe: un embustero, un impostor, un charlatán que se hacía llamar rey…

Pero Pilatos se encogió de hombros. Parecía un hombre que, desde el fondo de su desdicha, ha dejado de contar con sus adversarios. Volviéndose hacia ellos, dijo con desdén

—Lo he escrito y no pienso cambiarlo…

No vi cómo se lo llevaban. El cortejo bajó y luego, desde el fondo del Tiropeón, comenzó a subir hacia la puerta de la ciudad. Los gritos de la gente que acompañaba a los condenados no disminuyeron ni por un instante. Pero, entre los que iban detrás como yo, se notaba la misma febril excitación. Se lanzaban hacia delante a cada momento, jadeando: se daban empujones, se ponían bruscamente de puntillas intentando ver algo por encima de las cabezas de los que nos precedían. Las conversaciones cesaron; la gente intercambiaba sólo unas cortas y escuetas observaciones. Cuando el cortejo se detenía, todos empujaban a la vez hacia delante. Se veía fiebre en los ojos de todos; las manos les temblaban.

Yo me arrastraba al final del cortejo, completamente deshecho. Me faltó valor para ir al lado del maestro. Le dejé solo… pero temía, temía ver su rostro empequeñecido bajo el peso de la corona de espinas, sus ojos, que parecían clavados en el fondo del cráneo. Cuando nos parábamos, entre los gritos que entonces aumentaban, distinguía palabras que expresaban una salvaje alegría:

—¡Ha caído! ¡Está en el suelo! ¡Ha caído! ¡Levántate! ¡Levántate! ¡Más aprisa! ¡Muévete!

¡Tampoco tenía valor para ver esto! ¡Cuántas veces en mi vida me he mostrado cobarde ante la contemplación del dolor! Cada vez me costaba más andar, tropezaba… En cierto momento, al mirar al suelo, vi sobre el empedrado del camino la huella roja de un pie. Estaba seguro de que era el suyo el que había dejado aquella marca. Todo él era una sola llaga, desde la cabeza rodeada de espinas hasta los pies destrozados por los afilados cantos de las piedras… No había en todo su cuerpo ni un solo punto sano… Temblaba al pensar que volvería a verle… ¿Cómo el cuerpo humano que posee tantos atractivos, puede llegar a ser lo más horrible que uno se puede imaginar?

Seguí andando. Atravesamos la puerta. El cortejo torció hacia un pequeño montículo entre el camino y la muralla y se detuvo. En la cima de la colina, en vez de árboles, había clavados unos cuantos palos desnudos. La ladera de piedra, pelada en varios puntos como la piel de un asno sarnoso, sobre la que crecían sólo unos hierbajos parduscos, era también el cementerio de los condenados. Las blancas señales pintadas sobre la roca servían para prevenir a los que temían los contactos impuros. Los verdaderos fieles iban por el camino, por el que podían pasar a la vez sólo dos o tres personas. Éste fue el motivo de que el cortejo se detuviera. Pero la chusma, impaciente y poco escrupulosa en materia de pureza, saltó a través de las tumbas y las rocas.

Cuando logré llegar a la cima, la crucifixión estaba ya terminando. Los dos bandidos habían sido alzados sobre sendos palos colocados en el mismo borde. Para el maestro había sido destinado el palo central, más alto que los otros. Por su pulimentada superficie había resbalado la sangre de muchos malhechores y empapado la madera como una resina que volviera al tronco. La tablilla con la inscripción insultante estaba ya clavada y muchos la señalaban con el dedo, lanzando maldiciones contra Pilatos. Por un momento logré ver, por encima de las cabezas de la muchedumbre, la cabeza del maestro. Pero desapareció en seguida. Los ejecutores le habían ordenado tenderse en tierra. A pesar del vocerío, oí los pesados golpes del martillo. Luego alguien dio la orden y los criados que estaban detrás del palo comenzaron a tirar de las cuerdas. El palo transversal se elevó lentamente con el maestro clavado en él. Tenía la boca abierta, la cabeza rígida, echada hacia atrás, todos los músculos en tensión… La aparición del nuevo crucificado fue recibida por un tremendo vocerío. La gente no sabía qué gritar y sólo dejaba escapar unos extraños y prolongados sonidos, parecidos a los gritos de los que se pierden en las montañas. El madero que resbalaba sobre el palo encontró por fin su encastre. Por la tensa, destrozada piel cruzó un espasmo de dolor. De nuevo se oyó el sordo golpear del martillo. Alguien, por abajo, clavaba los pies.

El maestro colgaba entre el cielo, azul grisáceo, y la cima de la colina cubierta por una agitada masa humana. Su cuerpo se tendía como si quisiera desclavarse de la cruz. Los verdugos, al clavarlo, habían tirado de sus brazos con todas sus fuerzas, por lo que el pecho, excesivamente abombado, no podía relajarse. Se ahogaba. El rostro se le amorató, las venas del cuello se le hincharon hasta reventar y de sus labios abiertos salió una respiración silbante. Excepto una estrecha tira de tela, estaba totalmente desnudo y su cuerpo descubierto dejaba ver claramente todas las señales de los tormentos sufridos. Todo él era una sola llaga, un tumor abierto y purulento. No podía dejar de mirarle y no podía soportar esta visión… En su martirio había algo más que el mismo dolor; algo como un doloroso e indefenso pudor que ellos habían profanado… De nuevo recordé a Rut, sus ojos, cuando los médicos levantaban la sábana sobre su cuerpo deformado… El recuerdo de ella no me abandonaba ni por un momento. Era como si ella estuviese colgante allí, al lado del maestro… Casi me pareció oír, entre el jadeante alentar de los condenados, el de ella…

La multitud se acalló un poco. De vez en cuando alguien hablaba. Una mujer estalló en sollozos. Como si este martirio no fuera bastante, alguien exclamó:

—¡Oye! ¿Por qué no bajas de la cruz?

En esta voz había mofa, pero a la vez denotaba un desesperado llamamiento. Varias voces repitieron:

—¡Baja de la cruz! Anda, ¿por qué no bajas? Sabías hablar y hacer milagros… ¿Por qué ahora no dices nada? ¡Baja de la cruz!

El rumor aumentó de nuevo. A medida que se iban oyendo más frases como éstas, las voces se hacían más insistentes, febriles.

—¡Baja de la cruz! ¡Baja de la cruz! ¡Tú, destructor de templos! ¡Impostor! ¡Embustero! ¡Baja de la cruz! ¡Mentiroso! ¡Mesías! ¡Baja de la cruz! ¡Tú, rey! ¡Hijo del Eterno! ¡Baja de la cruz! ¡Baja! ¡Baja!

Me pareció que una de las voces venía de arriba. Alcé la cabeza. También uno de los bandidos crucificados gritaba:

—¡Baja! ¡Baja! ¿No lo oyes?

El maestro movió su martirizada cabeza para volverla hacia él. En su mirada no había enojo ni reproche. Pero el bandido, como si esto le hiriese más aún, hinchó el tórax, recogió un resto de saliva y escupió en dirección al maestro. Al mismo tiempo masculló:

—¡Tú, impostor!…

Entonces se oyó al otro que colgaba, a la derecha, junto al maestro.

—¡Necio! ¡Estás blasfemando…! Tú sabes por qué morimos… Pero él… él… —le falló la voz; también le faltó aire—. Rabí —se volvió hacia el maestro, si… vas… a tu reino…, quizá… te acuerdes… de mí.

De nuevo vi su cabeza moverse sobre el cuello entumecido. Era difícil creerlo, pero por su rostro hinchado y ensangrentado pasó algo así como la sombra de una sonrisa.

—Hoy mismo… estaremos… allí… juntos —respondió. Y de nuevo jadeó, abriendo mucho la boca para conseguir un poco de aire.

De pronto sentí que los gritos en torno de las cruces habían disminuido. Fijos los ojos en el maestro, no me había dado cuenta del fenómeno que había producido de pronto una inquietud general. La gente, en vez de ocuparse de los condenados, miraba inquieta a todos lados. La luz solar había perdido su potencia y acabó apagándose del todo. No se supo cuándo, por detrás de las colinas circundantes, surgieron unos rojizos torbellinos como de niebla o humo extendidos en el aire húmedo y lluvioso. A pesar de ser mediodía se hacía cada vez más oscuro. Surgieron unas ráfagas que venían de diferentes direcciones y levantaban pequeñas columnas de polvo. Sobre el cielo, que por su colorido recordaba cada vez más el desierto de Judea quemado por el calor, el sol había dejado, perdidos detrás de la niebla, sólo unos pocos destellos de luz, como unas claras estrellas. Alguien gritó: «¡La tierra se mueve!». Aunque yo no lo sentí, me invadió un ciego terror animal. Pero no sólo a mí. La apiñada chusma se dispersó como una manada de gorriones entre los que cae una piedra. Todos corrían gimiendo de miedo. Quedaron en la cima sólo los representantes del Sanedrín, los soldados y un puñado de los más valientes. El viento seguía girando, soplando, silbando, y en sus ráfagas se oían como unos gritos humanos llenos de terror. Seguía oscureciendo como si del cielo cayera sobre la tierra una lluvia de ceniza. En la poca luz gris y rosada que aún quedaba aclarando la oscuridad podían divisarse sólo los objetos más próximos. Ya no se veían los muros de la ciudad ni el camino de Joppa. Me acerqué a la cruz. No quedaba allí casi nadie: sólo los soldados, que paseaban inquietos, unas cuantas figuras con los mantos echados sobre la cabeza, inmóviles al pie del palo del que pendía el maestro, y unas cuantas personas más que formaban un grupito como de ovejas asustadas.

—¿Has oído? —preguntó alguien a mi lado—. Llamaba a Elías…

—Voy a darle de beber… —contestó la otra voz—. Ha pedido agua…

—Que venga Elías y que se la dé él mismo… —dijo un tercero, con mezcla de ironía y temor.

Miré en derredor: los sanedritas ya no estaban allí. Se habían marchado dejando de guardia a un joven fariseo.

Me acerqué a la cruz. El viento arrastraba con fuerza granitos de tierra. El pesado palo se balanceaba ligeramente. Entre los que estaban al pie había varias mujeres y un hombre. Le reconocí: era Juan, hijo de Zebedeo. A su lado estaba la madre del maestro. Tenía el rostro vuelto hacia la cruz en una estática expresión de dolor, como esculpida en piedra. Apoyaba su mano sobre el palo que el viento hacía crujir. Unos hilillos de sangre resbalaban desde lo alto sobre sus dedos. Su sangre, pensé, se mezcla sobre este árbol con la de los más grandes pecadores… Desde las tinieblas nos llegaba su estertor… Era aún más fuerte, más rápido, más entrecortado. A la altura de mis ojos tenía sus pies, puestos uno encima de otro y atravesados por un largo clavo. La tensión de los músculos se notaba incluso en los dedos, abiertos y rígidos.

En pleno sol no había tenido valor para mirarle. Pero en esta oscuridad me sentía más tranquilo si permanecía junto a la cruz de la que él pendía. «Ahora ocurrirá algo.», pensé. «Este súbito oscurecimiento, esta noche en medio del día, esta espantosa tensión tienen que tener un fin. Tienen que tenerlo… O él es realmente alguien o…».

De pronto me llegó desde lo alto una voz que pronunciaba palabras sueltas. Comenzó bajo, pero luego se convirtió en un grito sostenido que recordaba el lamento de un pájaro nocturno. Me pareció oír:

—Abba… en tus… manos…

Alcé la mirada y escuché. Pero ahora ya no se oía nada; sólo el palo seguía crujiendo y el viento silbando. Los demás también escuchaban. No oímos nada más. Las tinieblas cubrieron la figura sobre nuestras cabezas y sólo me pareció notar que las rodillas se habían doblado para quedarse ya así.

Juan dijo: «Ha muerto», y se cubrió la cara con las manos. Las mujeres comenzaron a llorar. Se golpeaban la cabeza contra la tierra. Sólo la madre quedose como antes, con el rostro seco, levantado, inmóvil y gris. Yo seguí sin moverme, con los ojos fijos en sus plantas horadadas. Llegaron a mis oídos unas palabras griegas dichas seguramente por alguno de los soldados:

—No podía tratarse de un hombre corriente…

Seguí allí, insensible, como un palo más clavado en la blanca roca. «Así, ha muerto», pensaba. Para los que veían en él al Hijo del Altísimo, esto tiene que haber sido una inmensa derrota… Pero para mí también lo es, lo reconozco. Esperaba que al final ocurriría algo… Pero que todo haya sucedido tan naturalmente… Él, que había hecho tantos milagros… El recuerdo del pensamiento de que él sabe salvarse a sí mismo me quemaba el rostro como una bofetada… ¡No ha sabido hacerlo! Pero tampoco nosotros… Yo mismo… Le defendí, me expuse a tener un serio disgusto con todo el Sanedrín y el Gran Consejo. Mas, con todo, tengo la impresión de no haber hecho todo lo que estaba en mi mano hacer. Lo mismo fue entonces, cuando Rut murió… Pero ¿qué más podía hacer yo?

Del mismo modo que no había visto cuándo había comenzado a oscurecer, tampoco ahora sé cuándo comenzaron a desvanecerse aquellos lúgubres vapores. El día retornaba… Entre la roja niebla volvieron a aparecer rocas, colinas, la muralla escalonada de la ciudad, el camino, solitario en este momento. Levanté la cabeza. Él colgaba ahora pesadamente, sin la tensión muscular que antes le mantenía erguido. La cabeza caía sobre el pecho y los brazos, estirados como dos cuerdas flojas. El color morado del rostro se había convertido en lívido. Veía sobre mí unos ojos medio entornados y unos labios entreabiertos entre los que brillaban los dientes… El cuerpo, en el último espasmo, se había retorcido horriblemente. Comparados con la contracción de este cuerpo, los otros dos parecían esculturas griegas. Aquí no había ninguna proporción, ninguna armonía. Como si antes de morir en la cruz hubiera sido atacado por la lepra y la parálisis. Como si todas las enfermedades del mundo se hubieran concentrado en él…

En esta muerte no había ninguna dignidad. Era sólo un espeluznante horror que uno sentía deseos de cubrir con algo lo más pronto posible… Los otros dos aún seguían vivos; los veía ahogarse con las últimas bocanadas de aire… En breve morirían y serían como él.

Uno de los consuelos ante la muerte es nuestra fe en su majestad… ¡Pero en realidad no tiene ninguna! Nos morimos en un acto de rebeldía. Toda la desesperación de esta última lucha se pintaba en aquel rostro que colgaba sobre mí. No podía dejar de mirarle. ¿Conoces la fuerza de atracción de un espejo y la incomprensible necesidad de hacer muecas ante él? Este cuerpo parecía un espejo. Veía en él mi propia cara. No lograba apartarme de su lado. Me parecía que me quedaría allí para siempre. Lo que en la persona viva era horrible, ahora, muerto ya, se había vuelto repugnante… No le reprocho haber muerto. ¡Pero no puedo perdonarle que lo haya hecho de este modo!

Sobre aquel palo habían muerto decenas de personas. Igual que él habían dejado escapar sus últimos ronquidos y estertores, su hipo, su rechinar de dientes… Y de pronto quedaban colgados, exánimes… No le sirvió de nada mi proximidad. Nos morimos solos. No oí el último suspiro de Rut, como no había oído el grito de él… Y los dos habían muerto de un modo tan parecido, como si estuvieran uno al lado del otro. Lejos de mí y tan cerca… Como si su muerte…

Volví la cabeza hacia el crucificado que estaba a mi derecha. Su respiración era anhelante, entrecortada. Recuerdo las palabras que él le había dirigido. Todas sus palabras eran como aquéllas. Su vida y su muerte habían sido una constante bendición… Y, así y todo, ha muerto. Es verdad, las rebeldías de Jacob eran insensatas. No hay respuesta para los que discuten. ¿Y si él deseaba tomar sobre sí todo aquel horror…? Muchas veces me he repetido: ¿por qué me ocurre esto? ¿Por qué a mí precisamente? Pero quizá no es así. ¿Acaso esto le ocurre no al que es culpable sino al que ama? Pero yo amo tan poco… Y amo tan mal…

Ha muerto… el día vuelve con sus habituales preocupaciones y temores. Ahora sé: comenzaré a imaginarme cuáles serán las consecuencias de mis palabras en la sesión del Sanedrín. El que muere se va por lo menos al reino del silencio. Quizás a su reino… ¡Si él pudiera existir, a pesar de esta muerte! ¡Qué no daría yo para que él hubiera dicho a Rut lo mismo que le dijo a este ladrón! ¡Y que yo lo hubiera oído!

La rojiza oscuridad se disipó al fin y el sol apareció entre la niebla, rojo, como si estuviera enojado o avergonzado. Sembrando oscuridad, la nube se escondió tras el monte de los Olivos dejando en el aire un olor como el que se percibe después de una tempestad cruzada por los rayos. ¿Conoces este sentimiento?: nos parece que algo ha ocurrido a nuestro lado, pero seguimos sin saber qué es. Me atormentaba la inquietud y no podía concentrarme en nada. Volví a casa apresuradamente y subí a la habitación. Todo estaba tal como lo habían dejado ellos al marchar. Los criados no habían tocado aún nada. Sobre la mesa había un mantel de hilo, un poco arrugado aquí y allá, y sobre él varios jarros, vasos y platos, pedazos de pan y huesos. La luz solar se posaba sobre la mesa pesadamente, como una mano cansada de trabajar. Los mantos rituales y los bastones de viaje estaban caídos en un rincón al lado de un gran recipiente para el lavado de pies y un jarro de agua. Me senté en el banco, pensativo. Contemplé la gran copa de la que el maestro había bebido y de la que había dado a beber a los otros. Brillaba en el sol como si rezumara miel. Tuve que levantarme y mirar en su interior para cerciorarme de que estaba vacía, pues me parecía que algo bullía y se agitaba en ella. Pero no había nada, estaba completamente vacía, como una linterna en la que se hubiera quemado todo el aceite.

Estaba tan sumido en mis pensamientos, que no oí los pasos en las escaleras y no levanté la cabeza hasta que alguien me tocó en el brazo. Era José. A su lado estaba Juan, hijo de Zebedeo, con el rostro pálido, hinchado, retorcido por el llanto. Los pelos, en desorden, le caían sobre la frente y sus largas pestañas se agitaban rápidas como las alas de un pájaro fugitivo.

Advertí que habían venido para pedirme que hiciera algo. Pero yo deseaba sólo paz y olvido. Pregunté a disgusto:

—¿Qué deseáis?

José se sentó a mi lado en el banco y apoyó las manos en las rodillas.

—No sé si sabes que ya ha muerto… —dijo—. Murió pronto. Este muchacho tiene razón al decir que cuando la noticia llegue a Caifás, el sumo sacerdote es capaz de recordarle a Pilatos la prescripción de la Ley según la cual es obligación enterrar los cuerpos de los condenados antes del anochecer. Entonces los echan a una fosa común. Creo que este hombre merece un entierro digno, ¿no te parece? Pero si quieres hacerlo hemos de ir ahora mismo a ver al procurador y pedirle que nos entregue el cuerpo. Nos queda poco tiempo. Dentro de una hora comenzará el sábado.

Dirigí a José una mirada cansada.

—¿Quieres pedirle su cuerpo? Pilatos no querrá entregártelo… —aseguré, queriendo instintivamente librarme de aquella obligación.

—Es posible que lo quiera… —dijo—. Seguro que pedirá dinero, pero al fin se avendrá. De todos modos, se puede probar. Creía que tú respetabas a este hombre…

—Sí, desde luego que sí… —balbucí. Pero seguía buscando una excusa. Estaba aterrado ante la perspectiva de tener que ir en seguida a la casa del procurador, regatear por el cuerpo, cargar con la molestia del entierro y exponerme una vez más a las críticas de los saduceos y de los haberim. ¡Era un esfuerzo superior a mis fuerzas!

—¡Pilatos no querrá hablar hoy con nosotros! —respondí Está furioso. Es un hombre cruel, un borracho, y se comporta como un gañan. Es capaz de descargar su enojo en nosotros.

José me dirigió una mirada penetrante.

—Es posible —reconoció—. Le conozco bien… Pero este muchacho lo pide tanto… Allí, junto a la cruz, están también María, la madre de Jesús, y varias mujeres más. Estamos de acuerdo en que le han condenado sin culpa. Hay que actuar de acuerdo con lo que uno cree… Pero realmente quizá sea mejor que vaya a ver a Pilatos yo solo. Más de una vez he hablado con él. Nunca le he pedido nada.

Me levanté de un salto.

—¡No puedes ir solo! —grité—. Puesto que te empeñas… —Su muerte ha hecho que ahora tema cualquier nuevo esfuerzo—. Puesto que te empeñas… —repetí, enojado, olvidando que si José deseaba obtener el cuerpo del maestro lo hacía sin duda sobre todo para complacerme a mí—. Esto terminará mal, verás… —seguí diciendo—. ¡De qué sirve que ahora le enterremos si antes no hemos sabido defenderle! Pero tú, siempre que te obstinas…

Me paseaba por la habitación lleno de rabia. Me paré porque de nuevo me pareció que la copa dorada en la que el maestro había bebido estaba llena de líquido hasta rebosar. Claro que era sólo una ilusión, pero esto volvió a dirigir mis pensamientos hacia el maestro. Mi irritación me pareció entonces algo repugnante; como si le regateara un as a un mendigo. Él ha muerto, razoné, porque no quiso ceder. Quizá no fue quien la gente creía que era ni quien él mismo creía ser. Pero murió como un héroe. José tiene razón. Hay que honrar dignamente esta heroicidad…

—De veras, iré yo solo —trataba de persuadirme José—. Estás cansado.

—¡No! ¡No! —Ahogué el miedo en mi interior—. Voy contigo. Vamos.

Las calles estaban tan llenas de gente que a duras penas podíamos abrirnos paso. Todos los que en vez de hacer por la mañana los preparativos para la Pascua habían seguido el juicio y la ejecución, ahora se apresuraban, tratando de aprovechar los últimos momentos del día. Así y todo, anduvimos más de prisa que nunca. Jamás recuerdo haber llegado con tanta rapidez a las puertas de la torre Antonia. La nube se había escondido totalmente tras el pórtico de Salomón, el cielo estaba despejado y el sol daba de lleno en la torre, que ardía en esta luz como una antorcha levantada sobre la ciudad.

Dimos nuestros nombres a la entrada y un mozalbete sirio se fue al interior de la fortaleza para anunciar nuestra llegada al procurador. Toqué a José con el codo y le recordé que nos impurificaríamos al entrar en una casa pagana. Me respondió:

—Tu maestro, Nicodemo, no se preocuparía de esto…

Sí, es verdad. José tenía razón. Para él un acto de caridad estaba por encima de todas las leyes. Aunque, por otra parte, ¿de qué sirven ahora las enseñanzas del Maestro crucificado? Pero no había tiempo para meditar; el mozalbete volvió y dijo que el procurador nos estaba esperando. Atravesamos el vestíbulo y el patio y subimos por las escaleras hasta el atrio. En el centro había una pequeña fuente. Al verla recordé la historia del robo del corbán.

Pero en aquel momento apareció Pilatos por el lado opuesto. Se acercó sonriendo, envuelto en una blanca toga. Cuando le saludamos, levantó su manaza de matarife en la que llevaba un anillo de caballero.

—Bien venidos —dijo—. ¿Qué os trae a mi casa, ilustres maestros, a estas horas y en un día como hoy? Ésta es vuestra fiesta más importante, ¿no es así? Ya por la mañana los miembros del Gran Consejo no han querido traspasar las puertas de mi casa… Como si yo fuera un leproso… —Me pareció que se estaba burlando maliciosamente y me sentí incómodo. Pero él trataba realmente de mostrarse amable. Nos señaló dos sillas y él mismo se sentó también. El sol hacía brillar su cráneo coronado por unos pocos pelos rubios—. Una desagradable oscuridad ha caído hoy sobre la ciudad. Como el humo de un incendio.

José le dijo el motivo de nuestra visita.

—¡Cómo! —exclamó—. ¿Ha muerto ya? ¡No es posible! —Me pareció que al decirlo suspiró profundamente como un hombre a quien se ha librado de un gran peso en el corazón. Dijo—: Voy a enviar a un soldado para que lo compruebe… —hizo sonar un pequeño gong y mandó que llamaran al centurión. Éste llegó al instante con la coraza puesta y la vara en la mano—. Escúchame, Longino —dijo el procurador—, ve ahora mismo, allí, a la colina, y comprueba si es verdad lo que me están diciendo estos maestros: que el galileo ha muerto ya.

Salió el centurión. Pilatos se levantó y se fue a la terraza que da sobre el atrio y la ciudad. Desde allí se veía el Gólgota por encima de las azoteas de las casas: un negro montículo a contraluz y, sobre su cima, las siluetas de las cruces y de la gente agrupada a sus pies.

—¡Hummm…! —murmuró, frotándose con la mano su mandíbula cuidadosamente afeitada—. ¿Ya ha muerto? Ha muerto… —Volvió y se sentó cómodamente en la silla—. Dicen que se llamaba a sí mismo el hijo de Júpiter o algo por el estilo, ¿verdad? —No esperó nuestra respuesta. Se secó unas gotas de sudor de la frente—. Me he cansado hoy… —declaró con una expresión ligeramente dolorida—. Desde el amanecer, tanto ruido, gritos, mal olor, todos ellos inseparables compañeros de vuestros sacerdotes. —De pronto le picó la curiosidad—. Y tú, José, ¿para qué quieres su cuerpo?

—Querernos enterrarlo dignamente. Este hombre era un gran profeta. No creo que fuera culpable de lo que le han acusado los nuestros…

—¡Claro que no era culpable!… —asintió Pilatos—. ¡Desde luego que no! Pero ¿qué hacer? ¡No todos son razonables como vosotros! Tanto los sacerdotes como los fariseos y el pueblo gritaban: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”. Si se lo hubiera negado en seguida habrían comenzado los motines, asaltos, toda una insurrección en regla. Habría tenido que mandar a los soldados que restablecieran el orden. Más vale dejar que muera un… ¿cómo le llamáis, profeta?, que tener que matar luego a muchos. No soy un hombre cruel, aunque los judíos me tengan por tal. En todos mis actos trato de estar de acuerdo con la filosofía de la moderación. Pero ¿cómo aplicar ninguna filosofía si en torno mío no encuentro más que perturbados? A un loco se le puede encerrar en una celda sin ventanas. Pero ¿qué hacer cuando todo un pueblo se ha vuelto loco? ¡Hay que soportar su locura! ¡Uf! Hoy me han irritado vuestros compatriotas. A Caifás y a Jonatán, el nasi, parece como si les hubiese picado algún bicho. ¡Querían amenazarme a mí! ¡Pero les he dado su merecido! ¡No lo olvidarán en mucho tiempo! Seguramente oísteis que me pedían chillando: “No escribas esto, manda escribir que es él mismo el que se hace llamar rey…”. Pero yo no he querido ceder. ¿Qué se creen ellos, que les tengo miedo? ¡Que tengan su merecido por sus historias! ¿Lo habéis leído?: “Rey de Judea”. ¡Ja, ja, ja! Todos lo han leído. —Se frotó las manos—. ¡Oh! Vuestro Sanedrín comenzaba a imaginarse que yo iba a bailar como un mono el son de la música que ellos quieran tocar. —La voz del procurador se convirtió en un desagradable sonido gutural—… ¡Que se lo quiten de la cabeza! ¡Podéis repetirles esto! ¡Yo mando y seguiré mandando! El César en Capri y Pilatos en Cesarea.

Estalló en una ruidosa carcajada, satisfecho de su frase. Yo también sonreí aliviado, porque comenzaba ya a inquietarme el tono de su monólogo.

Mientras tanto, a la entrada del atrio, apareció el centurión.

—Bueno, ¿qué? —le preguntó Pilatos.

—Señor, es tal como han dicho los maestros judíos. El galileo ha muerto. Para asegurarme le he atravesado el costado. De la herida salió sangre y agua.

—De modo que es verdad… —dijo el procurador a media voz—. Ha muerto. —Se volvió hacia nosotros—. Parece que mientras vivía obraba milagros, curaba e incluso resucitaba a los muertos. Alguien se lo contó a mi mujer… Suele ocurrir así: estos magos enseñan toda clase de trucos, pero luego, cuando algo les sucede a ellos, se mueren como cualquiera de nosotros. El mundo es necio y obra neciamente. ¡Pero los más necios son los que tratan de encontrarle un sentido a esta necedad! —Llamó al muchacho sirio—. ¡Dame un papiro! —Escribió unas palabras sobre un fragmento y el muchacho puso el sello—. Tomad —nos dijo—. Mostrando esto os podréis llevar el cuerpo del galileo.

Le dimos las gracias con una inclinación. Pero yo estaba convencido de que aquello no terminaría así. Incluso me extrañó que Pilatos no hubiera empezado imponiendo condiciones. Los dos llevábamos oro en las bolsas colgadas de nuestro cinturón y contábamos con que, si aquello no le bastaba a Pilatos, le extenderíamos un escrito prometiéndole más dinero.

—¿Cuánto deseas que te paguemos por esto, ilustre procurador? —pregunté.

En el rostro de Pilatos se pintó una expresión de lucha interna. Estaba a punto de decir el precio, pero se contuvo y cruzó el atrio, pensativo. Se acercó a la balaustrada de la terraza acariciando de nuevo su afeitada barbilla. El sol descendía cada vez más y se escondía detrás de una colina, en dirección del Azot. Su luz atravesó tan directamente el grupo de personas y cruces en el Gólgota, que sus formas desaparecieron y la prominente roca parecía desierta.

—Bueno, pues… Quizá —comenzó Pilatos. Daba la impresión de una persona que ha de renunciar a su patrimonio o a algo igualmente caro—. Quizá, sí… O, mejor, ¡no!, ¡no! —Suspiró y su cara, en contradicción con sus palabras, se volvió mala y amarga—. ¡No! —repitió una vez más—. Os regalo este cuerpo. Recogedlo y enterradlo. Enterradlo bien. Puesto que os lo he regalado, no escatiméis ungüento ni perfumes. No os cuesta nada. Dadle buena sepultura. Lo hago para castigar a los otros… —Se le iluminó le cara. Como queriendo acabar de consolarse por aquel acto inesperadamente generoso, dijo—: Les he dado una buena lección, ¿verdad? ¡No podrán olvidarlo! ¡Es una broma magnífica! ¡“Rey de Judea”! ¡Ja, ja, ja!…

José, con el escrito de Pilatos y unos hombres recogidos por el camino, se fue directamente al Gólgota mientras yo me dirigía al mercado a comprar mirra y áloe. Las tiendas ya estaban cerradas, pero después de llamar mucho rato abrieron una de ellas. Compré tanto perfume cuanto pude encontrar. Dos chiquillos cargaron con la mercancía. Nos fuimos. Las calles estaban sumidas en la sombra: sólo las azoteas se bañaban aún en luz solar. Más allá de la puerta Vieja, el camino que va a Lidda ceñía como un torrente la roca del Gólgota. Cuando me marché de allí, en los flancos del montículo había una enorme multitud de gente: ahora estaban vacíos y sólo un pequeño grupo se movía arriba. Hasta mí llegaban sus voces, fuertes de pronto, y los golpes de martillo. Subí rápidamente por el camino que pasa entre matas de ajedreas, cardos y chumberas. Me seguían los chiquillos con su carga.

Cuando llegué a la pequeña planicie sobre la cima, ya habían descolgado el cuerpo. Yacía rígido sobre una larga pieza de tela rosada, negruzco a causa de la sangre coagulada y teñido de rojo por los últimos rayos de sol. Los brazos, inverosímilmente estirados, conservaban la forma de la cruz y sobresalían mucho por ambos lados del sudario. La cabeza, que antes colgaba sobre el pecho, había caído hacia atrás, descubriendo la cara. Ahora aquello ya no era el rostro siempre dulce y sonriente del maestro. La serenidad de los muertos no se refleja en él. Los labios se habían quedado petrificados en un grito de dolor y desesperación y aún parecía que gritaran y sufrieran. Del maestro de antaño sólo quedaba su gran estatura. Vivo, aventajaba a todos en una cabeza por lo menos; ahora, muerto, parecía aún mayor, un gigante que extendiera su cuerpo sobre toda la colina. El grupito de personas, empujado hasta el mismo borde, me rodeaba. En el centro, la madre velaba al hijo. Con la cara descubierta, medio sentada y medio arrodillada en el suelo sostenía sobre sus rodillas la cabeza del muerto. En su rostro, asombrosamente joven y tan parecido al del maestro, no había sino una inmensidad de dolor. No lloraba, no sollozaba, no hablaba al yacente como se habla a los muertos. Los negros ojos de María estaban fijos con una obsesiva insistencia en el hinchado rostro del hijo. Este silencioso dolor era aterrador. Mirándola comprendí que, si bien la tortura había ya terminado para él, en modo alguno había acabado para su madre. La mirada de la mujer, aparentemente inmóvil, pasaba de una herida a otra, de un morado a otro, descifrando la verdad de cada huella. Parecía seguir al hijo y completar en ella misma todo lo que no se había cumplido en el cuerpo destrozado.

Llamé aparte a José y le mostré los perfumes.

—¿Por qué no habéis lavado aún el cuerpo? —pregunté—. ¡Es tan tarde! Mira, los soldados se están impacientando.

La guardia, que mientras tanto había descolgado los cuerpos de los dos bandidos, nos hacía señales de que nos diéramos prisa.

—Ya lo veo —asintió José—. Les he ofrecido dinero, pero no quieren esperar.

—¿Qué haremos, pues?

—Hay una solución. Tampoco tendríamos tiempo para todo… Yo, como sabes, tengo en la falda de aquella colina un sepulcro. Podemos ungir aquí el cuerpo y lo depositaremos luego allá. Por la mañana, después del sábado, lo lavaremos y ungiremos como es debido con lo que has traído.

—¡Pero la regla, José…! —exclamé.

Movió la cabeza con impaciencia.

—¡Ah, esas farisaicas prescripciones vuestras! Fíjate como ella lo está mirando —dijo, señalando a María, que seguía sosteniendo sobre sus rodillas la cabeza del maestro—. No he tenido corazón para apartarla del cuerpo como exige una prescripción tonta… Quizá soy un pecador, pero…

Se acercó a nosotros un viejo soldado.

—Apresuraos —dijo—. Recoged aprisa el cuerpo. Se está haciendo de noche. Los judíos serían capaces de lanzarse sobre nosotros porque les estamos turbando la fiesta.

—¿Ves, Nicodemo?

No había otro remedio. Llamamos a Juan y le comunicamos el proyecto de José. No protestó. No pareció escandalizado por el hecho de que quisiéramos depositar en el sepulcro un cuerpo sin lavar. Se acercó a María, la toco delicadamente en el hombro y le señaló el sol poniente. Sin resistencia alguna, alzó de sus rodillas la cabeza de su hijo y la dejó sobre la sábana. Juan recogió los brazos extendidos y los cruzó sobre el pecho. Quedaron rígidos, tensos, ajenos a todo recuerdo de un ademán suave. Al mover el cuerpo, del costado salió de nuevo sangre y agua. El sol había descendido tanto que nos parecía estar pisoteando sus rayos. Las sombras, alargadas, no cabían ya en la cima y resbalaban sobre la ladera. Por fin un sudario cubrió el rostro del maestro. Pero al cubrirlo ante nuestros ojos no lo cubrió ante nuestros recuerdos. En mí, al menos, su imagen ha quedado grabada como con un hierro candente. Creí que me sentiría mejor al no ver más aquel rostro ensangrentado que daba horror. Pero no fue así: apenas desapareció ante mis ojos sentí que lo echaba de menos, que si no lo veía una vez más moriría, moriría de hambre, de sed, de repugnancia por todo lo que no fuera aquel rostro. Tú sabes lo que puede llegar a ser la cara de un hombre martirizado. Y sabes lo que uno piensa cuando contempla las huellas de semejante tortura. Pero cuando el rostro del maestro desapareció, ¡créeme!, sentí deseos de volver a él lo más pronto posible, a pesar de estos pensamientos. ¡No que él vuelva a mí, sino yo a él! Era como una llamada desde el seol. Muchas veces, al hablar con él, me pareció leer en sus ojos una llamada. Y siempre me sentía culpable cuando no respondía a ella. ¡Este rostro me llama! Pero en vida era hermoso, claro, lleno de bondad. Después de muerto parece gritar dolor y anunciar dolor. Siempre te lo he dicho: yo no temo lo que ahora es, sino que imagino lo que será… Pero este dolor es una llamada. ¿Comprendes, Justo? ¿Puedes comprender un dolor que llama?

Al día siguiente, como es natural, no fui al sepulcro. Pero cuando, al anochecer, se terminó la Pascua, no pude contenerme más. Salí de casa. La luna brillaba como una lámpara, enorme y redonda, sonriendo ingenuamente. Las puertas de la ciudad estaban cerradas, pero conozco los pasos por donde, de noche, se puede salir a extramuros. Uno de ellos está cerca de la puerta del Valle. Me apresuraba como si alguien estuviera esperándome. Cuando me encontré ya fuera de la ciudad, sobre la llanura inundada de luna hasta el punto de cegarme, me sentí intranquilo. Me acordé de los salteadores de caminos que nunca faltan cerca de la muralla, y más en época de fiestas. Pero no me volví; aquella llamada era más fuerte que mi imaginación. Anduve como hechizado a lo largo de la muralla, siguiendo la dentada línea de claridad y sombra. Las sombras eran hondas, casi tangibles, mientras que la luz resbalaba por las superficies borrando los contornos con millones de menudos reflejos. A veces tropezaba con alguna piedra invisible en aquella resplandeciente claridad. La noche era fría y yo temblaba a pesar de mi gruesa simlah. Al doblar la esquina del palacio de los Asmodeos divisé el Gólgota. A la luz de la luna parecía realmente una enorme calavera: dos hendiduras recordaban las órbitas de los ojos, rellenas hasta la mitad de tierra y los oscuros arbustos de los lados parecían mechones de pelo aún por caer. Caminaba de prisa, enganchándome el manto en los arbustos e hiriéndome dolorosamente los pies con las cortantes piedras. La roca toda parecía llamarme. Como un enamorado, corría impaciente a la cita. Me apresuraba para llegar a una zona de sombra que yacía al pie de la colina como un manto caído de los hombros. Pero apenas hube atravesado la línea divisoria entre la claridad y la sombra, cayó sobre mí un grito como un golpe inesperado.

—¡Detente!

Me paré en seco. El corazón se me subió hasta la garganta: la lengua, entumecida, se movía torpemente en mi boca, como si estuviera hinchada.

—¿A qué vienes aquí? —preguntó el otro.

Salió de la oscuridad y, al resplandor de la luna, brilló su coraza. Era un soldado romano con su escudo cuadrado y la lanza en la mano. Yo estaba solo, de modo que se acercó a mí sin temor alguno. Pero seguía sosteniendo la lanza en actitud de alerta.

—¿Qué quieres? —repitió.

—Yo… nada… He venido solo… al sepulcro… —balbucí.

—¿Al sepulcro? —se rió—. ¿Para qué? ¡Los muertos no necesitan visitas nocturnas! Anda, cuenta ahora mismo para qué has venido, si no quieres que te llevemos a declarar…

Me encontré mal como si fuera a desmayarme. Me vi en mi imaginación destrozado por las más crueles torturas. Estaba dispuesto a decirlo todo, mentira o verdad, con tal de satisfacer al soldado con mi respuesta. Por suerte, en aquel momento, otro soldado salió de la oscuridad. Oí una voz jovial y conocida:

—Déjale, Antonio. Es un ilustre maestro. Yo le conozco. Vete. —El soldado dejó caer la lanza. El otro se acercó—. ¿Me conoces, rabí? —me preguntó.

—Sí, claro que sí —me apresuré en contestar. Aunque el repentino alivio no me desató en seguida la lengua. En cierta ocasión yo le había dado a este soldado unos denarios a cambio de un pequeño servicio. Era un hombre viejo, con el pelo cano, listo como pocos. Me lo trajo una vez Ahir diciendo que por dinero se podía hacer de él lo que se quisiera. ¡Estaba salvado!—. ¡Claro que te conozco, Luciano! ¡Qué Suerte haberte encontrado aquí! No lo olvidaré… Pero, dime —ya había recuperado la voz—: ¿qué hacéis aquí?

—¿Nosotros? —se rió—. Nos helamos de frío y renegamos. ¿De veras no sabes nada, rabí? Nos han mandado vigilar a este profeta galileo. Los doctores y los sacerdotes se lo han pedido al procurador. Al anochecer colocaron un gran sello sobre la piedra. Si quieres, te lo enseñaré. Pero ahora no podrás entrar en el sepulcro.

—¡Pero el cuerpo no fue lavado ni ungido! —exclamé.

—No podemos remediarlo, rabí, aunque he oído decir que fuisteis tú y el comerciante José de Arimatea quienes os ocupasteis del entierro del profeta y que el procurador os dio el cuerpo sin pedir nada a cambio… ¡Hace doce años que sirvo a Pilatos y aún no había oído una cosa parecida! Más fácilmente creería que habíais tenido que pedir prestado a los usureros para contentarle. A veces ocurren cosas curiosas. Pero ahora no puedo ayudarte en nada. Tenemos orden de custodiar el sepulcro hasta mañana por la noche y no dejar entrar a nadie. Los sacerdotes y los doctores nos han prometido una pequeña recompensa a cambio. Pero ¡qué idea, custodiar a un muerto! Por suerte, es sólo por una noche…

—Así, ¿sólo habéis de hacerlo hasta la próxima noche?

—Sí; según parece, este galileo predijo que resucitaría e los tres días. Y si no resucita al tercer día ya no lo hará. La gente cree en cuentos de esta clase y, mientras tanto, nosotros, nos helamos y no dormimos. Acércate al fuego, rabí, y caliéntate un poco.

Me acerqué a la hoguera que ardía en una concavidad de la roca. Alrededor de ella yacían varios soldados apoyados en los codos.

—¡Oh, sois muchos! —observé.

—¡Sí, somos diez! —respondió Luciano—. Basta para ahuyentar a cualquiera que quisiera acercarse el sepulcro. Incluso a él mismo, si resucitara, volveríamos a meterle debajo de la piedra, ¿verdad, muchachos? —gritó alegremente en la penumbra.

Resonaron unas voces roncas:

—Ya no saldrá, no hay cuidado… Le han matado a conciencia…

Uno, en la oscuridad, golpeó en su escudo, con aire de superioridad.

—¡Aunque, si hiciera falta, volveríamos a matarle!

De nuevo se rieron de ese modo cruel y salvaje. Uno de ellos se puso a cantar una grosera canción de soldados. Sus palabras me herían en lo vivo; en estos momentos necesitaba paz para poder hilvanar mis pensamientos. La luna avanzaba por el cielo de un modo imperceptible, pero el tiempo transcurría y la noche pasaba sobre nuestras cabezas parecida a un silencioso simún. Lentamente, me fui hacia la roca. Luciano me seguía a unos pasos de distancia. Debía de temer que intentara arrancar el sello. Me molestaba su presencia; deseaba quedarme solo, al menos por unos instantes, con esta muerte. Le dije:

—Te prometo que no tocaré siquiera el sello… Pero déjame orar un poco aquí al lado de la piedra. Sólo un ratito… Y haz callar a tus compañeros, te lo suplico. Les daré gustoso algo para que se compren un odre de vino… —Saqué de mi bolsa unas cuantas monedas y se las puse en la mano.

—Nos han prohibido beber vino mientras estemos custodiando el sepulcro… —dijo Luciano astutamente.

—Pues os lo compráis luego… Toma más —y añadí más dinero—. Déjame quedarme aquí un instante…

Se quedó parado, un tanto perplejo, ante esta petición mía. Pero, el fin, la plata tuvo más peso que todos sus escrúpulos. Con paso lento se fue hacia sus compañeros. Oí que les decía algo. Le contestaron con una risotada, pero luego se hizo el silencio.

La roca era dura, desagradable, fría y húmeda. Cuando acerqué a ella la cara tenía la sensación de haberla acercado al rostro de un muerto. En cuanto apoyé la frente contra ella comenzó a dolerme. Pasé la mano por la piedra pulimentada. Allí detrás, en un angosto lecho de piedra, yacía aquél a quien yo había pasado tres años observando atentamente. Le he seguido de lejos sin decidirme nunca a dar el paso decisivo. No he experimentado ésa alegría, esperanza y entusiasmo que embriagaba a sus discípulos. Fui a él en un momento de desgracia, destrozado por el sufrimiento, y quizá por esto compartí con ellos una sola cosa: su temor. En lo más hondo de mí, temía el momento en que su extraña doctrina del reino, que parecía empezar en la nada y luego lo absorbía todo, saliera del estado de incubación. Sentía que no siempre seguiría siendo esa dulce canción galilea. Sus palabras germinan como semillas. Cada uno de nosotros ha sido un trozo de tierra en el que han caído, una tierra buena o mala, rica o estéril. ¿Qué clase de tierra habría sido yo? Recuerdo bien lo que él dijo sobre aquella tierra que era necesario arar y abonar, y aquella semilla que exige protección contra el calor y las lluvias… Sus palabras no eran como una planta de fuerza salvaje que crece sola entre los campos, que, aunque la podes, vuelve a crecer y aunque la cortes a ras de tierra vuelve a brotar desde la misma raíz. No eran como esta planta, pero también ellas, en cierto modo, comenzaron a crecer. No sé cuándo fue. Dormíamos y comenzaban a empinarse. No te dabas cuenta y ya se habían convertido en un árbol. Sus raíces habían penetrado hasta los cimientos de la casa. Mi vida me parecía tranquila y segura. Hoy vivo sobre una tierra sacudida por conmociones subterráneas… Le seguí de lejos… Hablé con él sólo unas pocas veces. Fui para pedirle algo y luego no supe formular mi ruego. Rut murió. Él no la curó a pesar de haber obrado tantos magníficos milagros. Me ofreció, a cambio, unas palabras incomprensibles. ¿Qué significó entonces aquello de «volver a nacer»? ¿Qué significaba «toma mi cruz y yo tomaré la tuya»? ¿Qué significaba «dame tus preocupaciones»?

Pero, aunque incomprensibles, estas palabras han ido creciendo en mí. Antes me parecían la clave de un gran misterio. Pero no han mostrado ninguna fuerza mágica. Su sonido no ha convertido a nadie en superhombre. Él mismo… A veces me parece que nunca nadie ha poseído una naturaleza más humana que él precisamente. La filosofía griega ha creado héroes, personas que por unos ideales de verdad, bondad y belleza han sabido elevarse a alturas de un renunciamiento sobrehumano y hecho ofrenda de sus vidas con dignidad y serenidad. Él también ha entregado su vida. Pudo salvarla, pudo huir; incluso no con un milagro, sino simplemente refugiándose cuando le advertimos del peligro. Ha hecho ofrenda de su vida. Pero ¡de qué modo tan diferente de los demás! No fue uno de esos estoicos que tratan de vencer en sí mismos su propia humanidad. Vivió y murió con toda la debilidad humana. Le muerte de los héroes griegos siempre es hermosa. La suya fue horrible. Aquellas muertes poseyeron la belleza de un cuadro creado por un artista. ¿Quién querría representar el impresionante horror de su muerte? Siempre, siempre, hasta el fin, veré su cuerpo extendido sobre la cruz, como siempre veré a Rut en los brazos de las mujeres que la sostenían… Un cuadro así es una semilla de inquietud que va creciendo. La belleza de la muerte de un héroe griego es una belleza acabada. La suya no fue bella ni fue un fin… Aunque ya no vivía y aunque su reino, compuesto de unos cuantos hombres miedosos y rudos, quedara deshecho en unos pocos días, nosotros, los que hemos escuchado sus palabras, no podremos olvidar nunca una cosa… Él enseñaba que todo es nada y que la caridad lo es todo. Éste era, ante todo, el sentido de sus palabras, dijera lo que dijere. Si él viviera, ¡quién sabe!, a lo mejor hubiese llegado a extenderse la verdad de que la caridad precede a todas las demás leyes. El sólo habla de esto. Murió sólo para esta verdad. No huyó ante la más espantosa de las muertes, como para demostrar que esta caridad, de la que tanto había hablado, existe también en el horror de agonizar en una cruz. ¡No logró nada! La muerte de Rut fue horrible. Siento un profundo rencor, no sé exactamente contra quién, de que ella haya muerto así. Pero la muerte de él aún fue más horrible. Siempre le recordaré gritando mientras agonizaba sobre el palo de la deshonra. Cuando le descolgamos de la cruz, cubierto de sangre y sudor, ya no hubo tiempo ni de lavarle, como se hace con el cuerpo aun del más miserable de los fieles, antes de depositarlo en le sepultura. No murió con la sonrisa en los labios, como la muerte de un sabio griego… Con toda le suciedad de su tortura, le acostamos en el sepulcro y, de prisa, como si nos avergonzáramos, corrimos la piedra. Luego vinieron los hombres del Sanedrín y pusieron el sello… Así quedó deshecho el testimonio de la caridad. Él murió para una verdad que no es tal verdad. La hija de Jairo resucitó, Lázaro resucitó… Él ha muerto y yace aplastado por el sello del Santuario —como si fuera aquella profecía de Caifás— y la sandalia del legionario romano. Nadie ha hecho que resucitara, como él no resucitó a Rut… Parece como si hubiera entregado a la muerte, con plena conciencia, sólo a sí mismo y a ella. ¿Para qué? Para que estas muertes den testimonio de que la Ley está por encima de la caridad, que el Altísimo sabe castigar, pero no quiere perdonar…

Me aparté de la pared rocosa. Durante mi meditación, el círculo de sombras se había ensanchado y la luz de la luna había perdido algo de su claridad. Volví hacia la hoguera. Algunos centinelas jugaban a los dados y los otros, paseando, ahuyentaban el sueño con el ejercicio.

—Gracias, Luciano —dije al soldado. Deslicé en su mano el resto de las monedas de mi bolsa—. Muchas gracias. Si algún día necesitares algo de mí…

Me fui. Durante largo rato me siguieron las voces de los soldados que disputaban repartiéndose las monedas. Luego uno de ellos comenzó a cantar de nuevo, a grito pelado, su grosera canción. Sus sucias palabras me perseguían y caían sobre mis hombros como pesos. «Ni esto han querido ahorrarte», pensé. Mañana, al anochecer, los soldados volverán a sus cuarteles. Se burlarán del rey judío que murió como un bandido del desierto y luego fue custodiado para que no resucitara. Y puesto que eran ellos los que le custodiaban, no pudo resucitar. El desprecio se ha transformado en mofa y sólo ella quedará. Nadie se burla de la cicuta. Pero ¿quién podrá evitar que se burlen de la cruz?

Volví a casa. No podía dormir. Por esto te estoy escribiendo. ¡Oh, Justo, estoy pasando unos momentos terribles! Como si todo lo que ya ha muerto en mí una vez, volviera a morir… Tendría que alegrarme de haber sabido mantenerme alejado de ellos, de no haber sido discípulo suyo. El Sanedrín y el Gran Consejo quizá me perdonarán que haya salido en su defensa. Tendría que estar satisfecho… Pero, por lo contrario, este sentimiento me llena de desesperación. Me parece como si los que han ido siempre con él, los que creyeron en él, hubieran conservado algo a pesar de esta muerte y de este desengaño. ¡Yo no he salvado nada! Para mí, él ha muerto como Rut, con todo. ¡Es como si la perdiera por segunda vez! Como si, por segunda vez, experimentara el dolor de que el Altísimo no haya querido cedérmela… Y, al mismo tiempo, ¡oh, Justo!, es incomprensible, pero siento como si en el fondo de mi desesperación se estuviese operando un cambio. De nuevo resuenan en mis oídos sus palabras sobre volver a nacer… ¿Por qué tengo la impresión de que esta noche será precisamente la de mi segundo nacimiento? ¿Qué tiene de común su muerte con mi nacimiento? Siento dolor en todo el cuerpo, un dolor terrible que me traspasa todo, como el de una mujer que da a luz, o el dolor, desconocido para el hombre adulto, del niño que llega al mundo. ¡Escríbeme qué piensas de esto! Pero, antes de que me contestes, la noche pasará y todo habrá terminado. Porque, a pesar de parecerme extremadamente larga, en realidad pasa muy de prisa. Del cielo, aún sombrío, cae una tenue claridad. Todo está en silencio y en esta paz me parece oír unas pisadas… Mi dolor continúa vivo. Creo que incluso aumenta. Si dura mucho más volveré a nacer y en seguida moriré. ¿Qué es la muerte? ¿Por qué no se lo pregunté a Lázaro? Me falta el aliento… Según dicen, cuando el hombre muere ve pasar ante sí, en un instante, toda su vida. Yo también la veo. ¡Mis hagadás, Rut y su cruz…! ¡La cruz que yo tuve que haber tomado…! ¡Pero no la tomé! ¡Él murió para demostrarme que está dispuesto a hacerlo todo por mí! ¡No sé por qué es así, pero él murió por mí! ¡La cruz en la que le clavaron era mi cruz! ¡Mi cruz! ¿Y la de él? ¿Qué he tomado sobre mí? ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada! Simón cogió una espada. Judas dicen que corrió a ver a Caifás y le arrojó e los pies el dinero que le habían pagado por traicionar al maestro. ¿Y yo? ¿Yo, qué? ¡No he hecho ni esto siquiera! ¡No he hecho nada! Quería sólo observar… He guardado para mí mis temores, mis penas… ¡Ya sé qué soy yo! ¡Una tierra estéril! No volveré a nacer. No escribiré una hagadá sobre él. Moriré antes de que amanezca. Moriré de repugnancia de mí mismo… Moriré.

Alguien llegó corriendo hasta la puerta de mi casa…

Justo, ¡era aquel soldado! Le vi temblando ante mí como yo, en la noche, había temblado ante él. Jadeaba y el sudor resbalaba por sus mejillas a pesar de que la mañana era helada. Había perdido su escudo, su lanza y su yelmo… Apretaba en la mano unas monedas. Gritó, golpeándose el pecho con el puño:

—¡A ti te lo digo, rabí! No dormíamos. ¡Y no habíamos bebido…! ¡De veras que no fue un sueño…! Porque, ¿sabes?, él dice que el maestro ha salido del sepulcro. Dice…

¡Oh, Justo!, no sé qué escribirte. Siento una sensación de ahogo y, en la piel, unos escalofríos de terror. ¡Es imposible! ¡Es imposible! Yo no tomé su cruz. Esto sería demasiado… No; debió solamente de parecérselo. Sería demasiada misericordia… ¿Para qué hacerse ilusiones? Luego se tiene una sensación tan horrible… Como si uno hubiera despertado de un sueño en el que Rut vivía y no sufría…