Carta III


Querido Justo:

Otra vez tenemos algo nuevo. Ahora ya no se trata de Juan, hijo de Zacarías. Otro hombre ha eclipsado su fama. La gente, así como antes iba al Jordán, sigue ahora al que ha llegado a esta ciudad desde Galilea en compañía de sus hermanos y amigos. Le llaman profeta, aunque él no anuncia nada. Los profetas hablaban al corazón de los reyes, hacían estremecer tronos y templos. Él no se dirige ni al rey (en esto le doy la razón; sólo un imbécil puede reconocer como tal al libertino del Tiberíades) ni al Sanedrín. Simplemente sigue su camino en un interminable vagabundeo, y habla a los amhaares y a toda una chusma entre la que no faltan meretrices, publicanos y pordioseros. No exige respeto para sus enseñanzas; habla donde sea, sentado bajo un árbol, el lado del camino, o sobre una roca en cualquier lugar sombreado. ¿De quién habla? Antes de haberle oído yo mismo, no hubiera sabido responderte. Cada uno de los que le han escuchado parece haber entendido otra cosa. A unos lo que dice les parece insensato, a otros demasiado elevado. Unos creen que habla con excesiva simplicidad, otros consideran que cuesta entenderle; unos se han escandalizado al oírle, otros se han emocionado y entusiasmado. Todos coinciden en afirmar que su lenguaje es sencillo y fluido, lleno de melodiosas inflexiones. Bajo su apariencia de suavidad, su agradable voz tiene una gran fuerza. Cuando alguien intenta contradecirle, se anima y comienza a lanzar palabras que son como rayos. La gente afirma que nunca había oído a nadie hablar como él. Por lo que me contaron al principio, creí que podía ser uno de los discípulos de Hillel que repitiese las enseñanzas del viejo maestro. Incluso dicen que varias veces ha empleado la frase de éste: «Todo el bien que desees recibir hazlo tú primero». Pero pronto llegué a la conclusión de que no era discípulo suyo. Las enseñanzas de Hillel, como las de un verdadero fariseo, consistían en comentar las Escrituras. Él, en cambio, es muy osado en el hablar y no siempre se apoya en ellas. En todo ello hay algo de profeta; este sentimiento de independencia…, además, no podía conocer a Hillel: es un hombre de mi edad o algo más joven incluso.

Luego pensé que a lo mejor era discípulo de Juan, porque también él bautiza. Pero resultó que no era él, sino sus discípulos, los que bautizaban; aunque ahora ya no lo hacen. No es discípulo de Juan. Pero no quiero decírtelo aún todo… Si lo fuera, sería un discípulo bien ingrato, pues ha oscurecido el nombre de su maestro como se apaga una lamparita con un soplo. Aquel torrente de personas que bajaban hacia Bethabara se ha secado como el Cedrón en el mes de iyyar. Quizá por esto Juan ha abandonado la desembocadura del Jordán para ir a Tiberíades y allí, a las puertas del palacio, lanzar maldiciones sobre la cabeza del tetrarca. Antipas al volver de Roma, se ha encontrado con el profeta que, como castigo por su incesto, le ha predicho una muerte ignominiosa en alguna tierra lejana, en Occidente. Otro, en su lugar, se hubiera humillado o hubiese expulsado al desierto al agresivo profeta. Pero Antipas vacila: se pasa el día pegado a las faldas de Herodías y tiembla de miedo ante las predicciones. ¡Y un ser así querría que los romanos le entregaran el poder sobre Judea!

Vuelvo al profeta de Galilea. Se llama Joshua, Jesús. Un nombre tan atrevido como sus palabras. No he logrado saber el nombre de su padre. Él tampoco lo emplea nunca. Se llama a sí mismo de un modo muy divertido: Bar Nash, el hijo del hombre. ¡Como si todos no fuéramos hijos de seres humanos! Antes era naggar en Nazaret, ciudad que incluso entre los galileos tiene fama de ser un nido de avispas. Hacía mesas, sillas, herramientas, arados, y levantaba casas. Parece ser que era entendido en el oficio. De pronto lo abandonó todo y se marchó a predicar a las gentes. Podría vivir bien con su dinero, honradamente ganado, pero prefiere ser un vagabundo y vivir de lo que le da la gente. Es extraño, ¿verdad? Nosotros, aun habiendo conocido de jóvenes la vida aventurera, con los años nos hemos vuelto amantes de una forma de vida más tranquila y segura. Con él ocurre todo lo contrario: al llegar a la madurez, ha cambiado su sosegada y segura existencia por otra llena de sorpresas e incógnitas.

¿Qué más podría decirte de él? No ayuna, no es nazareo, no se abstiene de beber vino… En cambio, hace milagros. Esto le ha hecho ganar un gran número de adeptos. Se puede no creer en las tres cuartas partes de lo que cuentan sobre él, pero tampoco hay que rechazarlo todo. Yo mismo he hablado con personas a quienes limpió la vista, les curó unos granos o quitó la fiebre con sólo tocarlas con la mano. ¿Te extraña que yo hable con gente que se haya aprovechado de las artes mágicas del Galileo? Desgraciadamente, es la enfermedad de Rut lo que me ha vuelto así. No te he hablado de ella ni una sola vez. ¿Y para qué? Si al menos algo hubiera variado… Pero todo sigue igual. O, mejor dicho, cada día me trae algo nuevo, una nueva derrota. La enfermedad se precipita como las ruedas de un carro sobre una pendiente. ¿Qué podría pararla ahora, cuando el cuerpo está cada día más débil? El último médico, al marcharse, me dijo con un falso optimismo: «Confiemos en la fuerza de la juventud, que obra verdaderos milagros…». Ya sabes lo que significa en boca de ellos esta frase de consuelo. Pero, aunque la juventud fuera la única medicina, cada día que pasa disminuye su valor. No es la juventud que devora a la enfermedad, es la enfermedad que devora a la juventud. El carro se precipita cada vez a mayor velocidad y puede seguir haciéndolo por mucho tiempo todavía… Debería decir «¡afortunadamente!», pero no puedo. Ya te lo escribí en otra ocasión: soy como una ciudad que ha terminado por entregarse, pero cuyo enemigo no acepta la rendición y le ordena seguir luchando…

Me avergüenza decirlo, pero para terminar de una vez este martirio soy capaz de ir a ver al galileo y pedirle que me ayude. ¡No me juzgues mal, Justo! Me han contado que hizo allí, en Galilea, un milagro muy extraño. Estaba en Caná, que es un pueblecito situado a cierta altura, cerca del mar de Genesaret, donde las jóvenes parejas de Galilea suelen ir a celebrar los esponsales. Se encontró allí con una de estas ceremonias, le invitaron a ella y aceptó. Aquí tienes todo un retrato suyo. ¡Se quedó a beber vino y comer tartas de miel entre campesinos galileos que, como sabes, tienen unas costumbres muy primitivas y siempre están a punto de organizar riñas y borracheras! ¿Cómo se puede pensar en conservar la pureza cuando uno se encuentra entre gente de esta clase? Es sabido que allí nadie se preocupa de las oraciones, de los ayunos, de recoger las migajas ni de lavar debidamente los recipientes. En estas fiestas lo primero que hacen los invitados es beber cuanto más mejor, luego se ponen a bailar hasta caer medio muertos mientras otros se desgañitan cantando y, al final, acaban todos dándose pellizcos por los rincones. Ningún fariseo aceptaría semejante compañía. Estamos aquí para dar buen ejemplo a los amhaares y no para aplaudir sus desenfrenos. En cambio, .el galileo no sólo estuvo con ellos, sino que, además, cuando les faltó vino, ¡convirtió el agua en vino! Si este milagro ocurrió realmente, hemos de convenir que este don inapreciable estuvo en unas manos bien irresponsables. A mi entender, un profeta debe ser un hombre excepcional, ¿verdad? ¡A los hambrientos puede dárseles pan, pero no vino! Mis criados reparten diariamente una cesta de pan entre los mendigos; mi administrador calculó no hace mucho que si yo diera cada día dos panes a cada uno de los fieles de Judea, de Galilea y aun de la diáspora, mi fortuna llegaría sólo para tres días de semejante locura. ¡Qué ocurriría si, en vez de darles pan y llamarlos para orar, les diera a todos una jarra de vino y un estímulo para divertirse! La limosna mal administrada vuelve inconscientes a los pobres.

También habría que considerar el valor de esta acción desde otro punto de vista. A los que se cruzaron en su camino les convirtió enormes hidrias de agua en vino, para que bebieran hasta embriagarse, entre gritos y regocijos. Pero ¿qué hizo a los que no se encontraran con él? Poseyendo un don tan grande, ¿no hubiera debido buscar a los más dignos? ¿No sería más razonable que curara, por ejemplo, a mi Rut, en vez de inundar de vino (y de excelente calidad, según dicen) la casa de un campesino galileo? Si me curara… Si consiguiera hacerlo, sabría demostrarle mi gratitud.

Llegó a la ciudad antes de las fiestas. Decidí ir a verle. Al saber que solía pararse con sus discípulos y oyentes bajo el pórtico de Salomón, fui en aquella dirección. Le encontré rodeado por una gran multitud. La turba huele a ajo, cebolla y aceite rancio. Son todos amhaares, campesinos, pequeños tenderos y artesanos. Todos gritan a la vez, empleando generalmente la lengua impura de los galileos. Seguí andando despacio, como sumido en la meditación, pero por debajo de mi turbante, que me había bajado casi hasta los ojos, lo observaba todo con curiosidad. ¡Por la frente de Moisés! Ahora te voy a decir quién es este galileo. Es aquel hombre alto a quien Juan saludó con tanto entusiasmo y al que luego bautizó en el Jordán. No me equivoco, estoy seguro de ello. Además, tiene ese rostro que no se olvida. Te lo escribí entonces: es un rostro humano… En vano busco otra descripción mejor. Aquélla, ya lo sé, no te dice nada. Pero ¿cómo describírtelo? Es alto, bien proporcionado y su rostro expresa una armonía infinita… Otra vez me he atascado. ¡Sí! Esta cara le va muy bien a su cuerpo, a su voz, a sus palabras… Es serena, pero viviente. Incluso diría que hay en ella demasiada vida. Sólo que, otra vez, la palabra «demasiado» no responde a la realidad. En este rostro nada falta y nada sobra. Es como un modelo de rostro humano, tal como deberían ser todos. Estos horribles escultores griegos que ha hecho venir Antipas podrían estarle agradecidos si quisiera hacerles de modelo: estoy seguro que harían con él una estatua para el circo de Cesarea. Pero me pregunto: ¿hay entre ellos alguno, aunque fuera el mejor dotado, que tenga suficiente talento para trasladar este rostro a la piedra? Es tan expresivo que resulta imposible reducirlo a algo simple, que se pueda captar con una sola mirada. Todos los rostros tienen algún rasgo que domina sobre los demás. Así, si quisiera imaginarte a ti (y perdóname esta familiaridad), te describiría como una despejada frente de pensador y, debajo, unas cejas fruncidas con expresión de concentración. El resto ya no tendría importancia. Pero en el rostro del galileo cada rasgo es esencial. Su frente piensa, las aletas de su nariz vibran como por un sentimiento refrenado, y su boca… Su boca ama. No sabría describirla de otro modo. Los finos labios que aparecen entre las barbas, tanto si hablan como si están inmóviles, parecen siempre expresar un grito de amor. Igual que sus ojos. Son negros como un pozo sin fondo, que llama y atrae por su profundidad. No quiero esforzarme más: mis palabras tampoco te darán una idea exacta. Pero no sé describírtelo de otro modo y mi estilete resbala inútilmente sobre la tablilla. Aunque te lo describiera de mil maneras distintas, no lograría formar con todas ellas una sola imagen clara.

Así pues, pasé por su lado cuando él, rodeado de los suyos, les estaba diciendo algo. Fingiendo un momentáneo interés, me acerqué al grupo. No se fijó en mí, y continuó hablando con calor y convicción, acompañando sus palabras con movimientos de las manos. «Se ha acercado el reino de los Cielos…». Sin demostrar gran interés, le pregunté:

—¿A qué llamas reino, rabí?

Sólo por educación le di este título. Me dirigió una rápida mirada y contestó sin vacilar:

—Los profetas, hasta Juan, han predicado la Ley. Quien la conoce, sabe qué es el Reino. Quien la niega, no sabe nada. Pero la Ley perdura. Llegará el fin del cielo y la tierra, mas nada de la Ley variará…

Sus palabras todas son así: sus expresiones, dichas en esta dura lengua de los amhaares que él emplea, nos parecen simples, claras, ingenuamente sencillas. Su profundidad, de primer momento inadvertida, se nos hace patente luego. Se encienden y ya no se apagan. Es como si entraras en una cueva con una antorcha a medida que avanzas, te va mostrando el camino… Los profetas, la Ley, el reino… ¿Cómo este naggar de pueblo conoce tan bien las Escrituras? Pero de nuevo volvió a su doctrina. Es inteligente. En seguida compone una hagadá. Comenzó a decir:

—Había un rey que deseó a la mujer de su hermano. Devolvió la suya a la casa de su padre y mandó decirle: “No me gusta tu hija, no canta bien y no cuida de que yo esté alegre. Es pendenciera y mueve la lengua como si tuviera una rueca en la boca; además, tú no me has dado por ella suficiente dote. Puedes quedártela”. Pero el padre de la mujer repudiada se indignó y mandó que los mensajeros dijeran al rey: “Has obrado mal. Cuando te llevaste a mi hija sabías a quién te llevabas y no te pareció mala esposa hasta que te encaprichaste con la esposa de tu hermano. Obrando así sumas una mala acción a otra. Restitúyele a mi hija sus derechos y devuelve la esposa a tu hermano, con lo cual evitarás que, reuniendo nuestros ejércitos, te castiguemos cada uno por su agravio y que, además, entreguemos tu reino a otro”. Porque yo os digo: quien abandona a su mujer para tomar otra, comete adulterio, y quien se casa con la mujer abandonada también es culpable de adulterio.

Otra vez este abismo detrás de sus palabras. Parece como si contara simplemente la disputa entre Antipas y Aretas, pero de pronto su pensamiento se separa de la tierra y comienza a elevarse. ¿Acaso no da dos imágenes de la misma cosa cuando habla del reino que otro se va a quedar y de aquel que, según él, se nos ha acercado ya? Sentí deseos de preguntárselo, pero me marché, pues me pareció que una persona de mi posición no debía pararse tanto rato entre simples amhaares. Pero debo confesarte que jamás oí a un hombre que hablara como él. Un pensamiento no cesa de atormentarme: ¿Y si él fuera capaz de curar a Rut? Ya te lo escribí en otra ocasión: esta enfermedad es como una joroba. Si de pronto desapareciera, la vida me parecería increíblemente ligera. A veces pienso que entonces ya no me faltaría nada para ser feliz. En cambio, a ratos, me parece que si esta preocupación cesara de pronto, saldrían de su escondrijo otras que ahora precisamente a causa de ella me pasan inadvertidas. Y quizás en un momento dado podría llegar a pensar que era mejor la enfermedad de Rut… ¡Pero no! ¡No! ¡Es imposible! ¡No hay nada tan terrible como esta enfermedad!

No pude resistir al deseo de hablarle. Naturalmente, no quise hacerlo mezclado entre la multitud de los impuros. Lo más sencillo hubiera sido mandarle un criado y pedirle que viniera a casa. Pero también preferí evitar esto. En el Gran Consejo y en el Sanedrín se habla con desprecio del profeta galileo. ¿Qué pensarían allí si lo recibiera en mi casa? Sería cubrirme de ridículo ante todos ellos. Incluso podrían considerarlo un acto impuro. Entonces se me ocurrió que podría entrevistarme con él a escondidas, de noche. Sólo habría una dificultad, y es que nunca se sabe dónde encontrarlo: es como un pájaro que cada noche esconde su cabeza bajo el ala posado en una rama distinta. De modo que antes sería preciso ponernos de acuerdo. Pero es imposible acercarse a él. No está solo ni un momento. Continuamente le asedia la multitud, e incluso mientras come le rodea un grupito de discípulos.

Por fin, al cabo de unos días, se me ofreció una oportunidad. Entre los discípulos del profeta, vi una cara conocida. Era un hombre bajito, oriundo de Karioth, que posee una tienda en Bezetha. Varias veces fui a comprar allí y hablé con él. No es tonto y, a pesar de su juventud, ha vivido bastante. Su aspecto es insignificante: es pequeño, enclenque y está siempre tosiendo. Tiene unas manos inquietas, escurridizas, siempre sudadas. El negocio no le fue bien: en Bezetha nadie puede competir con los levitas que manejan el oro de Ananías y sus hijos. Los acreedores se lo llevaron todo. Creí que había muerto. Pero ha reaparecido al lado del profeta. Le sigue, le escucha y, cuando la gente se apretuja demasiado, restablece el orden dándose unos aires como si fuera la persona de más confianza del maestro. Logré apartarlo del grupo por un momento. Su mano húmeda se tragó unos cuantos siclos que le puse en ella. Prometió facilitarme una entrevista nocturna con el profeta.

Ayer vino a traerme noticias. Me dijo que el galileo pasaría la noche en una pequeña casita en el Ophel y que si yo iba allá antes de la segunda guardia podría hablar con él. La perspectiva era poco atrayente: Ophel es el barrio de los miserables y es peligroso meterse de noche en este laberinto de barracas malolientes. Pero comprendía que era la única manera de poder hablar con el maestro sin llamar la atención. Renegaba en mi interior al pensar que yo, una de las más importantes personas de Judea, miembro del Sanedrín y del Gran Consejo de los fariseos, debía ir a entrevistarme a escondidas con el profeta de los amhaares. Pero no había elección posible. Además, tengo constantemente ante mis ojos el rostro de Rut, cada día más pálido, y sus negras cejas recogidas sobre la frente en un nudo de dolor…

Por la noche salí de casa envuelto en una simlah negra. El círculo de la luna, ya casi completo, esparcía sobre la ciudad una luz mortecina. A cada momento, la cubrían nubes que atravesaban velozmente el cielo perseguidas y maltratadas por el viento. Me acompañaban dos de mis siervos, provistos de espadas y garrotes. Bajamos por las escaleras y nos hundimos en la negra profundidad de la ciudad baja. El acueducto extendía su arco sobre nuestras cabezas. Desde el majestuoso barrio de los palacios penetramos, como en un abismo, en el tenebroso hormiguero de las barracas de barro. Aquí vive la gente más pobre y aquí, durante las fiestas, paran los peregrinos que no pueden pagarse un albergue mejor. Por suerte, las fiestas ya se han terminado y no quedan extranjeros. Sólo han dejado montones de basura y abono animal. Sobre todo el barrio flota una repugnante fetidez. Todo aquí huele mal y de las negras aberturas sale un pestilente olor a suciedad y miseria. Nuestros pasos resuenan en el silencio de la noche interrumpidos sólo por los ronquidos de la gente dormida que nos llegan de todos los rincones. Seguramente no hubiéramos sabido hallar la casa de aquel Fegiel donde se hospedaba el galileo si el ruido de nuestras pisadas no hubiesen hecho salir de algún negro agujero a mi Judas. Evidentemente, estaba esperando nuestra llegada.

—Por aquí, rabí, por aquí —dijo—. Con cuidado. Es fácil torcerse un tobillo…

Comenzamos a subir por unos peldaños medio derruidos, atravesamos pequeños y repugnantes pasadizos y anduvimos a lo largo de unas paredes increíblemente mugrientas. Las nubes habían tapado de nuevo la luna. El viento nocturno soplaba con más fuerza y rugía lúgubremente en las estrechas callejuelas. Mi inquietud aumentaba a medida que me iba hundiendo más y más en el corazón de aquel laberinto, sin esperanza de poder encontrar por mí mismo la salida.

Nunca había imaginado que en Jerusalén, casi a los pies del Templo, existiera semejante cenagar compuesto de toda clase de inmundicias. Hasta entonces sólo conocía la ciudad baja desde el camino que une Xystos con las Tumbas Reales, la piscina de Siloé y la puerta de le Fuente. Judas iba siempre delante, deslizándose ágil y rápido como una rata entre escombros. Debía conocer cada rincón. En la oscuridad, las casas y casitas parecían amontonarse unas sobre otras como personas que treparan sobre los cadáveres de sus compañeros. La fetidez de aquel estercolero humano nos envolvía a oleadas de diversa intensidad.

Por fin Judas se paró al pie de una higuera cuyo tronco medio podrido crujía sacudido por las violentas ráfagas. Ante nosotros había una pared y en ella una abertura muy baja. Judas me dijo que esperásemos mientras él entraba. El árbol se movía y el ruido producido por sus hojas secas recordaba el tintineo de pequeñas monedas. A pesar de que iba bien abrigado, tenía frío y me sacudían los escalofríos. Mis hombres miraban en todas direcciones, inquietos. Vi que aquel lugar también despertaba en ellos cierto temor. En medio de la oscuridad me llegó la voz de Judas.

—Pasa, rabí. El maestro no duerme y está dispuesto a recibirte. Tus hombres que esperen fuera…

Me separé a disgusto de mis acompañantes. No veía nada; avancé a tientas con los brazos extendidos. Pero Judas puso su mano sobre la mía y me guió. Pasamos por una especie de corredor que me pareció muy largo. Fuera rugía el viento. No lo sentía, pero podía oírlo lamentarse con prolongados silbidos.

El corredor terminó de pronto y con él la oscuridad. Inesperadamente, me encontré en una pequeña habitación iluminada por una lamparita. Había allí dos bancos y unos cuantos objetos sencillos. Al fondo se veía una ventana con una celosía que el viento sacudía de vez en cuando como si quisiera arrancarla. En uno de los bancos estaba sentado el galileo con la cabeza apoyada en las manos, sumido en la meditación, completamente inmóvil. Ahora le veía de lado. Sobre la brillante pared se dibujaba claramente su perfil afilado, duro, casi anguloso, y al mismo tiempo extrañamente suave y dulce. Vi una larga nariz arqueada, con las aletas muy marcadas, unos labios anchos pero delicados, una barbilla enérgica… Junto a esto, unos ojos extraordinariamente bondadosos y compasivos. ¡Otra vez esta curiosa contradicción! Podría decirse de él que es un hombre hermoso. Pero su belleza no es modo alguno afeminada. Mientras que sus ojos hechizan, sus labios parecen dar órdenes. Denotan fuerza y una voluntad inquebrantable. ¿No será, acaso, un deseo de mandar? No lo creo… Las pasiones son como la fiebre: arden, pero bajo las brasas se esconde la debilidad. Es verdad que la ambición puede ser duradera. Pero también ella, a medida que se acerca a la meta, destruye la paz y el equilibrio. Este hombre, en cambio, puede desear algo con extraordinaria vehemencia, pero nunca alargará una mano febril para coger el objeto de sus deseos. La más anhelada tentación no le convertiría en un tirano. Me paré, parpadeando, bajo el dintel de la puerta. Me invadió una rara timidez. No te sorprenda esto. Quizá no sea más que un simple amhaares, pero sabe mirar como si fuera el amo. Levantó los ojos y fijó en mí su mirada. Era una mirada serena, amable, más bien suave y extrañamente penetrante. Cuando me mira tengo la sensación de que ve todo mi interior, que lo sabe todo y que no necesita palabras. Judas desapareció y nos quedamos los dos solos en la estancia vacía. De pronto sonrió. Es una sonrisa como la luz del sol, que despeja el cielo y nos quita el desaliento en cuanto aparece. Le contesté con otra sonrisa. Avancé un poco, quise ser amable y le dije:

—Te saludo, buen rabí…

Con un movimiento pausado me indicó que me sentara a su lado en el banco.

—¿Por qué me llamas bueno? —preguntó—. Sólo el Todopoderoso es bueno…

Su pregunta podía tener un solo significado ¿Me crees alguien próximo al Altísimo, o bien, como declaran mis adversarios, consideras que soy un instrumento de Satanás? Vacilé. En realidad, ¿qué sé yo de él? Pero comprendí que si no le mostraba respeto no podría obtener nada para Rut. Además, aunque su mirada no sea severa, cuesta decirle a la cara: eres un siervo de Belial… Así pues, le dije:

—Confío, rabí, que vienes de su parte. Nadie sin la ayuda divina podría hacer los milagros que tú has hecho.

Me senté en el banco y esperé a ver qué decía. Continuaba con los ojos fijos en mí. Aseguraría que sabía para qué había ido a verle. Contestó pausadamente.

—Confías… Has de saber que quien desee ver el Reino tendrá que nacer de nuevo… Completamente de nuevo…

Concentré mis pensamientos. Este hombre habla de sí mismo y de este Reino como si los dos fueran la misma cosa. No como si él fuera el que lo anuncia o el que nos guía hacia el Reino, sino como si él mismo fuera este Reino. Pero este Reino que no existe, puesto que no lo podemos ver, ¿qué es? ¿Hay que volver a nacer? Esto me pareció absurdo. ¿Qué significa nacer de nuevo? ¿Tendrán los hombres que morir y volver luego otra vez al mundo? ¿O es que al llegar a viejos se volverán niños y entrarán de nuevo en el vientre de su madre? Hice esta última observación en voz alta, quizás incluso con cierto desdén. El nimbo del profeta había disminuido a mis ojos. Con él siempre ocurre así: a veces sus palabras son irresistibles, arrebatadoras, pero luego, de pronto, comienza a alejarse y entonces todo parece falso. Permíteme que te repita mi descubrimiento: él quizá podría ser un tirano, pero no quiere serlo…

Así que hube hecho aquella observación, mis palabras me sonaron a falsas, como si chirriaran. Pareció no darles ninguna importancia y continuó hablando con voz grave.

—Todo aquel que no nazca del agua y del Espíritu no entrará en el Reino. La carne nace de la carne y es carne. Tienes razón: el viejo no volverá al seno de su madre. Pero del espíritu también se nace y se nacerá eternamente. No te extrañes al oírme decir hay que nacer de nuevo ¿Oyes este viento?

Tendió en dirección a la celosía una mano blanca y expresiva en la que se veían todavía las huellas de un duro trabajo.

—Oyes su rumor, pero no lo ves. No sabes de dónde viene ni adónde va, pero conoces al que tiene en su mano los vientos y les manda soplar… Igual ocurre con lo que nace del Espíritu: ya ha nacido, pero tú aún no lo has visto…

—¿Cómo? —exclamé—. ¿Cómo ha nacido?

—¿No lo sabes —me preguntó con una bondadosa ironía—, tú que eres maestro, tú que conoces las Escrituras, explicas halakás y creas hagadás…?

Su voz se volvió grave al añadir:

—Sabed que os digo lo que sé y os doy testimonio de lo que he visto. Pero vosotros no me creéis. ¿Encontraré algún día fe en la tierra?

Ahora me pareció como si en sus palabras hubiera dolor y decepción. Dejó caer la mano que había levantado al hablar, y su rostro, con el labio inferior caído, tomó una expresión de triste ruego. Por un instante me pareció ver ante mí a un mendigo en acto de mostrar a los transeúntes toda su miseria. Lo que había dicho iba dirigido a mí. Pero al mismo tiempo hablaba a la oscuridad, a la ciudad invisible tras las paredes de la habitación, al mundo entero:

—Os hablo de cosas terrenales y no me creéis. ¿Cómo vais a creerme cuando os hable sobre cosas del Cielo? Sólo Aquel que ha descendido de los cielos conoce el camino para llegar allí: el Hijo del Hombre.

Sentí un escalofrío en la espalda. ¡Este abismo detrás de cada palabra! No se dirigía a mí, ni siquiera me miraba. Tenía los ojos fijos en el espacio. Su voz, sonora, pausada, aumentaba en potencia a cada palabra. Aquello era como una llamada formulada a alguien invisible, como el final de una disputa incomprensible. Aventuré una tímida mirada a su rostro. Seguía sin comprender de qué me estaba hablando y no sé si hay alguien que pudiera comprenderlo: su pensamiento supera a las palabras… Habla como un sabio o como un perturbado… ¿Volver a nacer? ¿Cómo? ¿Quiere esto decir que hay que conocer algo? ¿Entenderlo? ¿Descubrirlo? ¿De qué está hablando? Sólo una cosa vi clara y es lo necia que había sido mi observación sobre aquel viejo que debía volverse niño. Él debe referirse a algún elevado misterio del Espíritu. ¿Pertenece acaso a la secta de los esenios o a la de los sadokitas? ¿Le habrá sido revelado algún conjuro que nos descubrirá un gran misterio?

El galileo siguió:

—Primero tendrá que ser levantado en alto como la serpiente de bronce que Moisés colgó de un palo en la falda del monte Hor. Entonces, quien lo mire y crea no morirá. Habrá nacido para toda la eternidad. El Altísimo ama tanto al género humano que le ha mandado, a su Hijo unigénito. No lo ha mandado para juzgarlo, sino para que dé testimonio de amor y misericordia. No para que acuse y castigue, sino para que socorra y perdone. Quien se aparte de él se perderá a sí mismo. Quien venga a él encontrará la salvación…

No sé cuánto rato estuvo hablando. Perdí la noción del tiempo. No le contestaba, sólo escuchaba sus palabras en silencio. Acabé por no entender nada. Pero nació en mí la firme convicción de que el misterio que él me anunciaba debía ser un misterio grandísimo, el más grande de todos. Continuaba sin comprender en qué consistía, pero presentía su valor. Los milagros y el reino; por fuerza hay una relación entre ellos. El reino llega junto con los milagros y el más grande de todas ellos, aunque invisible, es la bondad… Pero no sólo la bondad si no entendí mal, la palabra bondad: no expresa ni siquiera en parte el verdadero sentido de esta virtud del Altísimo. Puesto que el Todopoderoso ha de ser bueno, debe ser el mejor. Se puede ser absolutamente justo, pero ¿qué significa ser absolutamente bueno? La justicia tiene un límite; la bondad, no. Hay sólo una justicia verdadera. El mundo de la caridad es infinito…

Mi banco temblaba y me parecía como si el techo de barro se me cayera encima. El mundo se dividía en dos mitades. Esta conversación lo dividía todo. Antes de ella yo era un hombre perfectamente equilibrado, poseía unos sólidos puntos de vista sobre la vida y estaba ajeno a toda duda. ¡Ahora ya no estoy seguro de nada! Me siento invadido por una extraña inquietud. Todo se ha desmoronado a mi alrededor. Dicen que los moribundos sienten algo por el estilo; les parece que no son ellos los que abandonan el mundo, sino que es el mundo el que se cae de sus hombros y se deshace como un manto viejo roído por la polilla…

Cuando se levantó del banco tuve un sobresalto. Con paso precipitado se dirigió hacia la ventana, apartó el madero que la cerraba y empujó la celosía, que se abrió con ruido. Una tenue claridad penetró en la habitación, junto con un último soplo de aire, y apagó antes que éste la mortecina llama de la lamparita.

—La luz ha descendido sobre el mundo —dijo. Al principio pensé que se refería a que acababa de amanecer. Mas él siguió con sus pensamientos: — Pero los hombres —añadió— temen la luz y prefieren las tinieblas que encubren sus malas acciones. La luz las llama, pero ellos le vuelven la espalda. El sol las busca, pero ellos prefieren la sombra…

Alzó las manos, las mantuvo un rato a la altura del rostro y las apoyó por fin en el marco de la ventana. A través de ella se veía brillar a los rayos del sol la blanca y verde pared del Ophel. La sombra del hombre con sus brazos abiertos parecía el cruce de dos direcciones. De lo alto, desde el Templo, llegaba el sonido metálico de las trompetas de plata que tocaban los levitas saludando el amanecer.

No se movió. Continuó de pie como un fiel que rezara el shemá, de cara al Templo. Terminó en voz baja:

—El día tiene sólo doce horas…; luego… —Otra vez aparecía una nota dolorosa en su voz—. Luego… en lo alto… en lo alto…, para que todos…

Poco después me marché. No le hablé de Rut. No.

Al llegar a casa me arrepentí de no haberlo hecho. Aquí pierde sentido todo lo que no sea esta enfermedad. Es como una espina clavada en el pie, que primero sólo molesta y luego se hace insoportable. Había desperdiciado la ocasión… ¿Qué había sacado de aquella conversación? Había estado escuchando unas palabras incomprensibles, quizás absurdas, y me había enterado de que debía nacer otra vez… ¡Esto es todo! ¿Qué relación hay entre este incomprensible consejo y la salud de Rut? Acabo esta carta mirando su rostro espantosamente pálido. ¡Oh, Justo! ¿Por qué me ocurre esto? Sin duda alguna soy una persona que podría proclamar la gloria del Eterno mejor y durante más tiempo que muchos. Otros no le quieren servir, mas yo le sirvo con toda mi existencia; no hay en ella nada que no sea la expresión de una forma de servirle. En lugar de reconocer esto, Él me ha mandado esta enfermedad que me está destrozando lentamente, día tras día. En lugar de castigar a sus enemigos, castiga a sus más devotos servidores. Aquel milagro de bondad de que me hablaba el galileo, ¿no parece, visto así, una broma dolorosa? ¡Oh. Justo! ¡Aquella conversación no me ayudó en nada! Incluso me parece como si después de ella mi desespero fuera aún mayor. Precisamente después de todo lo que él dijo. Antes me hubiese sido posible reconciliarme con el mundo. ¡Ahora, no! ¡No! ¡No!