Carta V


Querido Justo:

Te estoy escribiendo en casa del ilustre Heleg, hijo de Aram, fariseo de Cafarnaúm. He realizado mis planes y he venido a Galilea. Estoy contemplando el lago, sentado ante la casa de mi huésped, a la sombra de un sicomoro que extiende sobre mi cabeza sus múltiples brazos.

El sol baja como un torrente de resina caliente por las inclinadas laderas de las montañas, que llegan hasta el borde mismo del agua, y luego resbala por su superficie hacia la otra orilla, y que emerge suave e irisada de mil colores, como una alfombra tejida con infinitos hilos. El lugar es muy bello. En Judea, los días son fríos todavía y el verdegris de los olivos apenas comienza a destacarse por entre las paredes de las casas amarillentas después de las lluvias invernales. Aquí, en cambio, el tiempo es delicioso ahora: todavía baja un airecillo fresco de las cumbres nevadas, mientras del mar se desprende un suave calor como de un fuego que se estuviera consumiendo lentamente. Sobre su inmóvil superficie aparecen manchas irisadas de mil colores cuando en ella se reflejan el cielo, alto y azul, el dorado sol, las verdes montarlas, las casas blancas y las rocas color naranja. Entre estas manchas pasan lentamente, como nubecillas, los triángulos de las velas. Los pescadores vuelven de la pesca nocturna. Quizás él va en una de esas barcas…

Estoy, pues, en Galilea. Tal vez debí venir antes… Pero con esta enfermedad ocurre lo siguiente: cuando la contemplas, te repele; querrías huir cuanto más lejos mejor, para no verla. Pero a la vez algo te retiene al lado del enfermo, como si estuvieras amarrado a su lecho. Una enfermedad es un continuo echarse a volar y caerse. Es un infinito número de flujos que despiertan la esperanza y otros tantos reflujos que quitan el valor y las ganas de luchar. De improviso, sin saber cómo ni por qué, aparecen los síntomas que tantas veces produjeron una mejoría. Rut sonríe, come, empieza a desear la vida…

Y otra vez, no se sabe cómo ni por qué, llega, como una negra nube, el empeoramiento. La veo entonces acostada, desanimada, silenciosa, triste, apagada, y se me caen los brazos de nuevo. ¡Oh, Adonai! Entonces querría huir a los confines del mundo para no verlo. ¡Ojalá pudiera cerrar los ojos y olvidarlo todo…! Pero ¿de qué me sirve cerrar los ojos? Cuando eras niño, también debía de darte miedo una blanca simlah colgada en un oscuro rincón de la habitación. Entonces cerrabas los ojos y te cubrías la cabeza con la manta. Ya no veías más al fantasma. Pera no podías dormirte porque sabías que aquello continuaba allí… Lo mismo me ocurre con la enfermedad de Rut. A menudo, muy a menudo, cierro los párpados. Entonces no veo sus tristes ojos y el movimiento de desánimo de su delgada mano. Pero sé, sé, siempre sé que es así precisamente como ella mira, que es así como mueve la mano, como reprochándome mi impotencia…

Hasta ahora no he acudido a él… Pero mira: presiento qué clase de médico es. Sé de muchos que han pedido un precio elevado a cambio de unas sabias palabras que no iban a servir para nada. No sé qué querrá darme. Pero sospecho que puede pedirme a cambio mucho más que a los otros… Ya sólo por las primeras palabras que me dirigió… Pero esto te lo contaré más adelante. Te voy a escribir por orden tal como ha ocurrido todo durante estos últimos meses.

Pasaba el invierno y yo seguía dudando: ¿ir a verle?, ¿no ir? Por fin cesaron las lluvias y llegaron las fiestas. Supuse que vendría a Jerusalén y que, por lo tanta, no era necesario ir a buscarle a Galilea. Y así fue. Pero su estancia fue tan corta que me enteré de ella cuando ya se había marchado. Llegó con una multitud de peregrinos galileos y se marchó con ellos. Aquí, en Judea, no es muy atrevido; quizá teme la suerte de Juan. Confía en los suyos, pero prefiere evitar a la gente del Templo. Así y todo, antes de marcharse hizo algo de lo que toda la ciudad no cesa de hablar. ¡En verdad no comprendo qué clase de persona es! Hay en él una mezcla de prudencia y atrevimientos, de sensatez y cierta tendencia a cometer locuras. Escúchame bien. Sabes que en uno de nuestros estanques de las Ovejas, en Bezetha, cada año, durante las fiestas, ocurre un milagro, el agua de pronto empieza a hervir a borbotones y el primer enfermo que entonces logra entrar en ella queda curado. ¿Me preguntas por qué no he llevado allí a Rut? Claro… Pero imagínate la escena: los pórticos desbordantes de miseria y mendigos… No existe enfermedad que no encuentres allí. Cada piedra está empapada de sudor, pus y orina. Las moscas se te meten a enjambres en la boca, en la nariz, en los ojos. Aquellos pobres que yacen por allí sólo aguardan el momento del milagro. Apenas el agua mueve un poco, todos se lanzan y corren atropellándose unos a otros. Ninguno vacilaría en matar a quien se le pusiera por delante. Soy de esa clase de personas que detesta llegar el primero a base de dar empujones y estar acechando para ver a quién podría ganarle la delantera. Y no es que me importe su desgracia. Quiero serte sincero. Si pudiera comprar el acceso al agua no dudaría en hacerlo. Creo que tengo más derecho a un milagro que muchos de los repugnantes pecadores que yacen por allí. Pero luchar por un sitio, por la primacía… No sé hacerlo. De modo que intento convencerme a mí mismo de que entre aquella plebe nunca lograría llegar al agua el primero. Mientras tanto, la chusma rodearía a Rut y podría contagiarle alguna porquería. ¿Sería posible evitar que se rozara con algunos de esos enfermos cuya sola vista horroriza? Quien desea un milagro debe exponerlo todo a una sola carta. Pero a mí no me gusta el azar. Esta clase de decisiones no son para mí. Prefiero actuar lentamente, conservando la mesura y el buen sentido.

Pues bien, Jesús fue al estanque. Él siempre va allí donde hay la peor gentuza, la más sucia, la más repugnante. Andaba entre gente jadeante de dolor, impaciencia y odio contra todos aquellos que habían logrado ocupar un sitio mejor, más cercano al agua. Se paró junto a un hombre, enfermo desde hace largo tiempo, que lleva muchos años tratando inútilmente de echarse al agua en el momento oportuno. Él hace esto a menudo: se acerca a alguien que no le llama y le hace preguntas a las que no necesita respuesta… Le preguntó: ¿Quieres sanar?». El enfermo, como es natural, comenzó a contarle sus penas, entre gemido y gemido: «Pues sí, claro está, ¿quién no lo querría? Ya hace tantos años que no me levanto… Pero ¡qué le voy a hacer! Nunca podré llegar al agua… Mis piernas no me llevan. Siempre se me adelantan los otros… ¡Oh, la gente es muy mala!… Sí, sólo me queda morir. Si tú, rabí, quisieras quedarte a mi lado para conducirme de prisa hacia el agua así que la vieras moverse… Pero sé que no querrás… Es mi destino…». Estuvo hablando así largo rato, como toda persona a quien se le ha incrustado una enfermedad en la vida, oscureciéndole el mundo entero. Pero Jesús le interrumpió a secas, como si le aburriesen aquellas quejas, diciéndole: «Coge tu lecho y vete…». ¡Y el enfermo se levantó! Se puso de pie, se echó el jergón a la espalda y se fue. Ni dio las gracias al nazareno, que ya había desaparecido entre la multitud que se había formado en seguida a su alrededor.

Pero, cuando atravesaba la ciudad con su carga a cuestas, le pararon los fariseos y los soferim, escandalizados. ¡Cómo! ¿No dicen muchas halakás que está prohibido llevar pesos en día de fiesta? ¡Y era un sábado! Comenzaron a reprenderle, pero el hombre se defendía diciendo que aquél que le había curado le había mandado coger su lecho y marchar a casa con él. De nuevo me parece que este hombre tiene más poder que sentido común. ¿Por qué le curó sin que él se lo hubiera pedido y precisamente en sábado? ¿No pudo haber esperado hasta el día siguiente? ¿Era aquél el que más había merecido su curación? Se crea enemigos inútilmente. Incluso los nuestros comienzan a odiarle. Porque escandalizar así a la gente es una muestra de insensatez. Estamos aquí para preservar la pureza, y quien desobedece las leyes nos tiene por fuerza en contra de él. Nosotros, los fariseos, cuidamos de que cada palabra y cada acto del pueblo sean constructivos. Mientras que él, haciendo cosas en principio buenas, escandaliza por el modo como las hace. ¡Y si la cosa terminase aquí…! Pero, al anochecer, aquel hombre encontró a Jesús en el Templo y comenzó a gritar: «¡Mirad, mirad, éste es el que me ha curado! Es un grande y sabio profeta…». Al oírlo, la gente acudió y formó corro en torno a ellos. Fueron también varios fariseos y hombres versados en las Escrituras. Uno de ellos, Saúl del Hebrón, dijo al nazareno:

—Has hecho un acto pecaminoso al curar a este hombre en sábado. Y todavía has aumentado tu pecado ordenándole que cargara con su jergón en día de fiesta…

Fíjate ahora en lo que le contestó. Si juntos se hubieran puesto a examinar halakás, quizá hubieran encontrado alguna fórmula que explicara su comportamiento. Mas él, con voz pausada pero tajante como una espada, dijo:

—Mi Padre obra así siempre, y yo obro así…

Ahora comprenderás por qué todos se indignaron. Ningún profeta osó llamar al Eterno padre suyo. Quizás este hombre predica las enseñanzas del santísimo Adonai. Se lo reconocí así aquella vez… Pero ¡cuánto orgullo significa creerse más próximo al Altísimo que todos los otros mortales! Alguien exclamó:

—¡Has blasfemado!

Pareció como si no hubiera oído. Siguió exponiendo su idea.

—El Hijo debe imitar al Padre en todo. El Padre, por amor al Hijo, le muestra su modo de obrar. Por esto veréis cosas mayores todavía, para que os maravilléis… Igual que el Padre resucita a los muertos, así el Hijo devolverá la vida a quien él quiera. El Padre dio al Hijo todo su poder, para que le adoréis como al Padre. Quien no adora al Hijo, no adora al Padre que le envió… Por esto, oídme —aquí su voz se hizo solemne como siempre que dice palabras oscuras cuyo profundo significado es imposible descubrir—: quien crea en mi palabra creerá en la palabra del Padre y alcanzará la vida cierna. Dentro de poco los muertos también oirán al Hijo, a fin de que ellos también puedan vivir. El Padre vertió todo su poder en el Hijo y le confió su juicio porque el Hijo es un hombre… Por mí solo no puedo hacer nada. Cuando juzgo, juzgo por la voluntad de Aquel que me ha enviado. Cuando doy testimonio de mí, no soy yo el que da testimonio, sino que él, mi Padre, es quien da testimonio de mí. Queríais que Juan os dijera quién soy. Tengo un testigo mejor que Juan, aunque él era como una antorcha de llama muy potente. Mis obras os dicen que es el Padre el que me envía…

—¡Está blasfemando, blasfema! —repetían todos—. Si yo hubiera estado allá seguramente también hubiese dicho: «está blasfemando». ¿Comprendes, Justo? Él se cree el mayor de los profetas, alguien que no ya con sus palabras, sino con su vida entera representa al Altísimo… Saúl del Hebrón dijo:

—No hemos oído palabras suyas que nos den testimonio de ti.

—¿No las habéis oído?

Arqueó las cejas y su mirada se volvió desafiante y conciliadora a la vez. Señalando los pliegos que los soferim sostenían en la mano, exclamó:

—Examinad las Escrituras y encontraréis que os hablan de mí. Pero vosotros no buscáis porque no tenéis amor a Dios… Vienen otros en nombre propio, buscando su propia gloria, y a éstos sí les escucháis. Pero a mí, que he venido en nombre de mi Padre y cuya gloria sólo busco, no me queréis escuchar. ¡Si al menos creyerais a Moisés! Él escribió sobre mí y me anunció. ¡Pero ni a él creéis! ¿Cómo, pues, vais a creerme a mí?

Después de aquellas palabras tan fuertes, cortantes, firmes e insolentes, estas últimas sonaron como una nota dolorosa. «¿Cómo, pues, vais a creerme a mí?».

Nuestros haberim se quedaron en silencio, atragantándose con su propio furor. Sólo les faltaron estas palabras para acabar de odiarle. Luego oí cómo relataban este suceso en el Gran Consejo; el odio salía de sus bocas a bocanadas, como el olor a ajo recién masticado. Lo que más les había ofendido era la afirmación de que no creen en Moisés. En cuanto a mí, no sé realmente qué pensar. Reconozco que este hombre dice a veces cosas simplemente indignantes. Tú, que eres tan sabio, sabes que hay dos clases de verdad. Hay una exclusivamente para el entendimiento. La admitimos o la rechazamos, nos dejamos convencer o creamos nuestra propia «antiverdad» para combatirla. Pero cuando dejamos de pensar, cuando comemos o dormimos, sostenemos una conversación corriente con los nuestros o amamos, entonces esta verdad nos es en realidad indiferente. Pero hay otra que no basta aceptar con el entendimiento. Debemos aceptarla con todo nuestro ser porque, mientras no lo hacemos, sentimos que ella se rebela en nuestro interior y nos produce dolor. ¡Quién sabe si él no predica precisamente esta clase de verdad y por esto sus palabras me ocasionan, cada vez que las oigo, una conmoción tan fuerte! Cada una de ellas me parece una petición. ¡Y qué petición! Yo no le odio… ¿Por qué iba a odiarle? A veces, incluso pienso que sería muy bello si existiera una verdad tan absoluta y que llenase tanto la vida como la que predica. ¿Me comprendes, Justo? Quizás ahora mis palabras te indignan. Hubo un tiempo en que pusiste todo tu esfuerzo en inculcar en mi alma la indiferencia del sabio al que importa no la vida, sino la verdad. En cambio, este hombre, si sólo se le pudiera llamar filósofo, parece predicar otra teoría. Dice que lo importante es la vida, puesto que la verdad está en él… O algo por el estilo… De todos modos, para él la verdad y la vida no son dos conceptos distintos. Para mí…, pues, ¡no lo sé!

Por la mañana todos, en la ciudad, hablaban de esta conversación. Discutían y buscaban a Jesús. Pero él desapareció durante la noche y ya no ha vuelto a aparecer en Jerusalén. Las fiestas terminaron y comprendí que esperaba en vano a que volviera. Si deseo aprovechar su poder y su sabiduría para salvar a Rut, debo ir en su busca. Rut presenta de nuevo muy mal aspecto; no come y tiene aquella mirada tan desgarradoramente triste…

Me puse en camino. Seguí, claro está, el curso del Jordán para no encontrarme con los samaritanos. Al fondo del ghor hace ya muchísimo calor y casi se pueden ver crecer los árboles y arbustos. Un agua turbia, cuyo caudal apenas ha disminuido después de los desbordamientos de primavera, llena el cauce del río hasta los bordes. Pasa por allí mucha gente; sobre todo peregrinos que vuelven de las fiestas. Encontré a dos jóvenes que habían venido de Perea pasando por el vado cerca de Bethabara. Anduvimos juntos y durante el descanso nocturno me enteré de que eran discípulos de Juan y llevaban un mensaje de su parte para Jesús. Eso despertó mi curiosidad e intenté averiguar en qué consistía el mensaje. No quisieron decírmelo, pero, en cambio, me contaron muchas cosas de su maestro. ¡Pobre Juan! Mientras seguí el curso del Jordán le tuve constantemente ante mis ojos tal como le había visto hace un año. ¡Pobre Juan! Continúa en las mazmorras de Maqueronte. Él, que durante años enteros no supo qué es una casa que protege del sol y la lluvia, está ahora encerrado en una estrecha celda mal ventilada. ¡Qué negros pensamientos deben de llenar su mente! Ya entonces vivía en un mundo irreal formado por visiones perturbadoras. Juan es un cantor como aquel griego que hizo surgir de la nada una guerra por causa de una ciudad y la vuelta de uno de sus conquistadores a través del mar Grande. Se cuenta de él que era ciego. Yo creo que realmente lo fue. Sólo un hombre que no ve lo inmediato puede ver aquello otro tan lejano… Pero Juan no es ciego. ¡En qué constante martirio debe de vivir! Estoy seguro de que tú comprendes, Justo, este desgarro interno de la persona que vive en dos mundos a la vez y siente que uno de ellos es la negación absoluta del otro. En realidad, cada uno de nosotros…, ¿verdad? Cada uno de nosotros lleva en su interior algo que le une con la tierra más allá del horizonte. Pero, al mismo tiempo, hay que vivir, vivir normalmente. Yo también… Por esto quizá comprendo tan bien el infortunio de Juan. Comprendo las tentaciones que le atormentan. Para él aquel otro mundo es como una espina que no puede ser extraída. Desgraciadamente, nunca sabemos expresar nuestros anhelos de tal modo que podamos, por el mero hecho de expresarlos, ahogar la conciencia de nuestra debilidad… Esto me recuerda aquella historia griega sobre Tántalo… ¡Sufrir y no poder dejar de sufrir! Como yo a causa de Rut… Pero no sólo a causa de ella. Me sentiría igualmente desgraciado si Rut no se me estuviera muriendo ante mis ojos desde hace años ¿Conoces esta sensación? Alguien a tu lado está gritando. Al principio no le haces caso. Luego este grito se apodera de tu mente. No puedes apartarlo, no puedes concentrarte en nada. Al fin ya no sabes si es otro el que grita o eres tú mismo… Sin querer, también tú te pones a gritar. Al darte cuenta, cierras la boca con fuerza, aumentas la atención y buscas en tu interior la voz que hace poco salía a pesar tuyo. ¡Es inútil! Otra vez el grito se apodera de ti. Pero, al mismo tiempo, sabes que aquella voz baja que antes has querido ahogar es lo más importante de tu vida. Lo darías todo —o así te lo parece —para oírla de nuevo…

Aquellos dos jóvenes, con los rostros de expresión retraída y ausente, son como las manos de Juan tendidas en el espacio con el ademán de un ciego que busca ayuda. Nuestros profetas habían sido grandes hombres. Juan también lo es. Pero creo que la protección de los profetas ante su propia grandeza era esta continua proyección hacia el futuro de su visión profética. Pero ¡ay del profeta que, como Juan, ha sobrevivido a su misión! Si todo lo que él esperaba debía concretarse en la aparición del nazareno, ya no debería seguir viviendo. Deberíamos morir antes de terminar nuestra obra; más nos vale luchar por ella que verla ya realizada. Sobre todo los cantores deberían morir antes de terminar su canto… La gente dice que el nazareno es el Mesías, pero yo, claro está, no lo creo. ¡No, no! ¿Te imaginas lo que sería para el cantor que hubiera creado en su alma la visión de un máximo triunfo la llegada de semejante Mesías? Un Mesías que es un hombre perseguido por los sacerdotes, odiado por los fariseos y amenazado por Antipas y los romanos: un mendigo de vida siempre insegura, un maestro incomprendido incluso por los suyos…

Porque ellos no le comprenden. Me he convencido de ello. Le encontré en Cafarnaúm: caminaba por entre las verdes colinas de Galilea seguido de un inmenso gentío. Cuando entramos en alguna ciudad, no lejos del lugar donde él esté predicando, no se encuentra en ella un alma viviente. Todo y todos le siguen. Cuando se detiene, la multitud le rodea y contempla con los ojos muy abiertos. A veces alguien más atrevido le interroga. Entonces habla. La gente, sentada sobre la hierba, no aparta la vista de él; todos estarían dispuestos a escucharle durante días enteros. Y hay que… También él es un cantor, sólo que su canto tiene una madurez inaccesible. Ninguna nota sobra o desentona. De nuevo me recuerda a aquel griego ciego. Pero su canto consistía en descubrir el mundo que ya fue, mientras que el del nazareno, no. En su canto, la belleza del mundo es una belleza viva. Oí como decía: «Mirad los lirios del campo…». Su voz se volvió entonces suave, extrañamente delicada. Cuando dice «lirios», aunque no veas la flor, sientes su delicado perfume y te parece estar tocando sus pétalos. Y luego: «Ni aun Salomón en toda su gloria estuvo vestido como uno de ellos…». Fíjate en esta comparación. Otros compararían la púrpura de un manto real a un incendio, sus destellos al brillo de una joya… Él, en cambio, toma una florecilla insignificante. Nos descubre la belleza allí donde ya hemos dejado de hallarla. No necesita hacer comparaciones altisonantes. De nuevo ocurre aquello que te escribí en otra ocasión: él no avasalla a nadie. Atrae a las personas sin gritar, a media voz.

Cuando se dispone a proseguir la marcha, la multitud se aparta ante él, formando como un estrecho callejón que no tiene fin. A su paso yacen, puestos en hileras, enfermos, lisiados e impuros. Cuando se acerca, levantan las manos hacia él, gritan y le llaman. Toda la miseria de la tierra galilea se le pone allí en formación. Él se inclina sobre los enfermos, les toca a veces la frente o el hombro y habla bajito, aprisa, siempre con el mismo tono de voz, como si con estas palabras se alejara de su propia obra: «Levántate… estás purificado… ya no estás enfermo… quiero que te cures…».

Yo le encontré en un momento así. Avanzaba entre la multitud acompañado por los gritos de los enfermos que le llamaban y del vocerío de los que habían sido curados. Nos paramos en un lugar donde había menos gente. Se acercó prodigando curaciones como limosnas que una persona humilde pone a escondidas en la mano de un mendigo. Los dos discípulos de Juan se adelantaron y se colocaron delante de él. Se paró. La gente acudió en seguida ávida de cada una de sus palabras. Les preguntó:

—¿Qué queréis?

—Rabí —dijo uno de ellos, nuestro maestro. Juan, hijo de Zacarías, ha oído hablar de ti en la cárcel. Nos ha mandado para que te busquemos y te preguntemos: ¿Eres aquel que había de venir, o hemos de seguir esperando?

En esto, pues, consistía su mensaje. ¡Pobre Juan! En aquella mazmorra oscura su canto ha cesado, y en su lugar ha aparecido la duda. ¿Podemos extrañamos? Más de una vez los profetas han huido ante el peso de las palabras, como hizo Jonás. Juan no huyó. Pero cuesta demasiado soportar la carga de un desengaño… A lo mejor en aquella pregunta se escondía algo más. La unción con la que los mensajeros pronunciaron aquellas palabras parece extraña. Cada profeta debe dar testimonio de sí mismo. Aquella vez, como enviados del Sanedrín, pedimos a Juan que nos explicara su misión. El Sanedrín no ha mandado a nadie para interrogar a Jesús. Quizá por esto Juan ha hecho lo que debe hacerse con todo nuevo anunciador de las palabras del Altísimo: le ha enviado discípulos suyos para que preguntaren: ¿quién eres?

—Id —contestó— y contad a Juan lo que habéis visto. El ciego ve, el sordo oye, el cojo se ha curado y puesto a correr como un ciervo, el mudo habla, el leproso está limpio, el muerto ha resucitado, el pobre ha escuchado la buena nueva.

Estas palabras son simples. No hay en ellas nada de incomprensible. Y en su simplicidad dan la respuesta más justa y más innegable. Si él también había comprendido la pregunta de Juan como un llamamiento para que definiera su misión, no pudo contestarle mejor. Sus palabras, mezcladas con citas de Isaías, dichas en este prado lleno de gente enloquecida de alegría por su curación y entre una multitud que lo sigue como a quien le trae la más gozosa de las nuevas, tienen la virtud de devolver las fuerzas a un corazón solitario. Los mensajeros le saludaron y se retiraron entre la multitud. Sus rostros abrasaban. Estoy seguro de que ocurrirá lo siguiente: irán a ver a Juan, le repetirán lo que les ha dicho el nazareno y volverán presurosos para convertirse en discípulos suyos. ¡Qué pronto atrae a la gente!

Los mensajeros se fueron, pero él no se movió. Se dirigió a la multitud que seguía aumentando sin cesar:

—¿Quién es Juan? —preguntó, como si esperara que alguien le contestase: pero, naturalmente, nadie habló. Siguió diciendo—: ¿Es un junco del desierto mecido por el viento o un cortesano de palacio vestido con una blanca cuttona? ¿O un profeta? ¡Sí, y más que un profeta!

Citó a Malaquías con esa facilidad con que menciona y esclarece los más oscuros textos de los profetas.

—Mando a un ángel para que te prepare el camino… Sabed que nunca entre los nacidos de una mujer ha habido alguien más grande que Juan. ¿Por qué no habéis aceptado su bautismo? Habéis despreciado la ayuda que el mismo Dios os ha enviado. Como niños. Como niños inconscientes, viendo que Juan no comía ni bebía, habéis exclamado: «¡No le escuchemos! ¡El demonio está con él!». Cuando veis que el Hijo del Hombre come y bebe, decís: «¡No le escuchemos!».

Entre la muchedumbre reinaba un gran silencio.

—Pero, así y todo —concluyó inesperadamente— Juan es más pequeño que el más pequeño en el reino de Dios.

Salió en defensa de Juan abierta y decididamente. Si Juan le había anunciado presentándole como a alguien mucho más importante que él, Jesús habla de él con afecto y casi con ternura, pero no cambia nada de su mutua relación. Creo que así es mejor para Juan. Sería peor que en su cautiverio pudiera pensar que el maestro no se considera a sí mismo tal como él le anunciaba. Sólo una cosa no puedo comprender: ¿por qué, en este reino del que habla, Juan no es nadie? Como si quisiera aumentar mis dudas, siguió diciendo:

—Los profetas, hasta Juan, profetizaron. Él será el último… Pero vosotros matabais a los profetas y negáis el Reino. Queréis usar la fuerza. ¡Lo intentáis en vano! El cielo y la tierra dejarán de existir antes que cambie una sola letra de las profecías del Señor. ¿Creéis que Elías ha de volver? ¡Pues habéis tenido a Elías entre vosotros!

Apenas se pone a hablar se abre ante los oyentes todo un mundo de misterio. ¿Elías?

¿Así pues, Juan es Elías? Pero ¡si él mismo lo había negado! Había dicho: «no lo soy…». Es verdad que ningún profeta había predicho un futuro tan próximo a sí mismo. Lo anunciaban decenas y centenares de años antes. La tragedia y la grandeza de Juan es esta conciencia de haber llegado a la orilla… Pero si después de Juan comienza algo realmente nuevo, este algo debe tener un nombre: Reino de los Cielos… Éste sería el sentido de sus misteriosas palabras sobre Juan, que es el más pequeño. Juan se ha quedado en la otra orilla. Pero estas dos orillas, ¿no se juntarán? ¿Qué significa esta división del tiempo que el profeta de los amhaares anuncia con una tan inconmovible firmeza? ¿Un reino? Sigo sin comprender…

Súbitamente me di cuenta de que él me estaba mirando Miraba como si quisiera que yo dijera algo, que le preguntase algo. ¿Acaso me había reconocido? Dicen que siendo aún niño hacía en el Templo tales preguntas a los sabios sacerdotes, que dejaba a todos estupefactos. Ahora también pregunta. Pero más a menudo aún exige que se le pregunte. Se para ante un hombre y mira como si quisiera decir: ¿Me ves y no me interrogas? ¿Por qué? Yo te puedo contestar a todo… Cedí. Tragando saliva, le pregunté:

—Rabí, ¿qué es el reino? ¿Cómo llegar a él?

—Tienes los mandamientos —contestó—. ¿Acaso no los conoces tú, un estudioso, un conocedor de la Ley?

Me había reconocido.

—Los conozco —dije—. Pero… —Quería decir: los conozco, pero no sabía que cumplirlos condujera a ningún reino… Yo mismo soy un fiel servidor de la Torah, observo la pureza, cumplo escrupulosamente todo lo que me mandan las prescripciones. Soy fariseo… Y a pesar de todo no conozco el reino, el reino de la felicidad en el que no existen desgracias, dolores, separaciones ni enfermedades… Balbucí—: Pero ¿cuál, rabí? ¿Qué mandamiento es el más importante para hallar tu reino?

Sonrió: Fijaba en mí una mirada suave, bondadosa, que me traspasaba todo.

—¿El más importante, preguntas? ¿No es éste? Amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Y este otro, parecido a él: Ama al prójimo como a ti mismo…

Sentí como una sacudida. Seguramente has experimentado algo parecido: es la súbita conciencia de haber descubierto la existencia de un hilo que une miles de pensamientos conocidos formando uno solo. Me pareció haber comprendido el sentido de aquellas palabras. No hay mandamiento (no mates, no cometas adulterio, no mientas, no robes) que no se volviera necesario si existiera el amor. Un amor así, claro está. Los hombres son malos porque no aman. ¡Si se pudiera enseñarles esto! ¿De qué sirve que el emperador mande ofrecer sacrificios en nombre suyo si el soldado romano nos odia? ¿De qué sirve que los ascarios recojan los impuestos para el Templo, si la masa de los amhaares está dominada por la ira y el odio? Él tiene razón. A la gente hay que enseñarle a amar. ¡Si se pudiera obligarla a ello! ¡Pero no se puede forzar a amar…! Sí, es un pensamiento muy bello… ¡Pero tan ilusorio! ¡No habrá muchas personas en este reino suyo! Con todo, consideré que, para fortalecer a la gente, debía darle la razón.

—Has dicho bien, rabí —contesté—. Hay que amar al Eterno con todas las fuerzas y al prójimo como a uno mismo. Esto es más importante que todos los sacrificios u holocaustos…

Sus ojos, que habían permanecido cerrados unos instantes, me miraron. Su luz descendió sobre mí. La sentí como se siente el efecto de un trago de leche caliente en un cuerpo helado. Dijo pausadamente, sin dejar de mirarme:

—No estás lejos del reino…

¿Pretendía esto ser un elogio? Pero si lo era, no muy grande en todo caso. Si de mí, que soy un fariseo, apenas puede decirse que no estoy lejos, ¿qué decir entonces de aquellos vociferantes amhaares que lo rodean? Pero aquello no era un elogio. No lo dijo del modo como se elogia a un hombre que ha expuesto razonablemente una cuestión. No sé, pero tengo la impresión de que sus palabras tenían poca relación con las mías. «No estás lejos…». ¿Por qué? ¿Porque le había dado la razón? ¿O fue por…? Casi me inclino a creer que él me había destinado un lugar «no lejos del reino», y que es allí donde me ve, o donde desearía verme…

Continuó su camino y yo le seguí.

Así voy desde hace unos días vagando por los prados, sentándome en la hierba para escuchar sus enseñanzas y admirando los milagros que obra cada día. A veces comparto con él los alimentos. Vive de un modo muy sencillo. Generalmente pasa la noche al aire libre, envuelto en su manto, cerca de alguna hoguera. Cuando los otros ya duermen, se levanta, se dirige a la colina más próxima y se pone a orar. Come muy poco, lo que encuentra o lo que los otros le dan, y más de una vez, cuando la afluencia de gente es muy grande, se olvida de comer. Durante el día nunca está solo. Siempre se halla rodeado de personas sedientas de oír sus palabras y presenciar sus obras. Pero mientras los oyentes ocasionales van cambiando sin cesar, un grupito de discípulos incondicionales le acompaña constantemente. Él los trata como a sus amigos más íntimos. ¡Pero estos discípulos…!

Dicen que él mismo los ha escogido entre muchos. Podría creerse que estaba ciego cuando lo hizo. ¡Qué manera de elegir! Son doce. Casi todos pescadores locales, gente sencilla y grosera. A alguno le conocía por haberle visto hace un año a orillas del Jordán. Desde luego, recuerdo a aquel hombretón alto, de facciones toscas como talladas con un hacha y voz hueca como el sonido de un tambor árabe. Le gusta hablar, vanagloriarse, sobresalir entre los demás. La boca no se le cierra ni un instante. Pero los otros tampoco se quedan cortos. Parecen sentirse enormemente orgullosos de que el nazareno los haya escogido como compañeros. Se jactan de ello y muestran aires de suficiencia a los de fuera. Pero entre ellos se pelean a más no poder. Cada uno se cree el mejor y querría ser el primero después del maestro. Cuando él habla, se callan, pero basta que deje de hablar o se aleje un poco para que vuelvan a alborotar. Comienzan a cruzar por el aire palabras groseras. Cualquiera que los oyera sin haber visto ni oído antes al nazareno huiría de aquella compañía convencido de que se trata de una pandilla de borrachos. Por su intimidad con el maestro, esperan alguna extraordinaria gloria en el futuro. ¡Realmente, no le veo el provecho de trabar amistad con gente de esta clase!

El pescador de la voz hueca se llama Simón, hijo de Jonás. También está aquí su hermano Andrés. Luego dos pescadores más, también hermanos: Santiago y Juan, a los que el Maestro llama «los hijos del trueno». Juan es un muchacho todavía y tiene un hermoso rostro de adolescente (creo que a él también le vi cuando permanecí a orillas del Jordán). Pero las duras cuerdas ya le han estropeado las manos y tiene la lengua afilada como los otros. A continuación viene Felipe, un muchacho con cara de atontado que continuamente se asombra de todo y se preocupa por cualquier cosa; pero cuando el maestro le soluciona esta preocupación prorrumpe en grandes demostraciones de ingenua alegría, palmotea, grita y canta. Luego viene Natanael, oriundo de Caná, que se considera, no sé porqué, el más listo de todos; ¡un tontivano de pueblo! Otro es Simón, también de Caná, antiguo zelota y quizá sicario, actualmente expulsado de su sociedad a causa de unos robos de poca monta o algo por el estilo. Éste también tiene muy elevada opinión de sí mismo y todo porque, en cierta ocasión, tomó parte en un asalto a unos legionarios borrachos. Luego viene Tomás, un pequeño artesano impulsivo y atolondrado como Simón; estos dos a cada momento llegan a las manos. En contraposición a ellos está Mateo, que es el representante de la mayor miseria que uno pueda imaginarse. Los otros son amhaares: éste, para colmo, es, o mejor, era publicano. ¡Servía a los impuros y recogía ases para los romanos! A pesar de todo, el nazareno le admitió en su grupo, de modo que éste también le sigue, aunque afortunadamente no abre la boca. No hace sino mirar a todos lados, temeroso de que la gente comience a echarle piedras.

Los dos siguientes son hermanos del maestro. Por más que no propiamente hermanos, sino hijos de la hermana de su madre o del hermano de su padre. Santiago se parece un poco al nazareno, es alto, bien parecido y tiene una mirada pensativa. Generalmente habla despacio, no discute con nadie, pero también se las da de listo. Él siempre sabe mejor lo que se debía haber hecho y cómo, y es el único que se atreve a hacer observaciones a su hermano. Le dice: «esto lo has hecho mal», o bien: «lo que has hecho es injusto». Jesús, al oírlo, calla y sonríe. Su otro hermano, Judas, es callado y obediente como Mateo. Sigue a los otros, no abre la boca y mira al maestro con los ojos de ciervo asustado. Algún día se perderá y nadie se dará cuenta de su ausencia.

El último es aquel tendero de Karioth a quien conozco. Este hombre sueña con alguna venganza, pero es listo, experimentado e incluso un poco versado en las Escrituras. Me es más fácil hablar con él que con los otros. Desprecia a sus compañeros y considera que el maestro cometió un gran error escogiendo unos discípulos como aquéllos. Según él, el nazareno también es culpable de que tal distinción se les haya subido a todos a la cabeza. No le ha bastado con haberlos admitido como amigos suyos, sino que, además, les ha enseñado a curar gente y echar al demonio. Escribo «les ha enseñado», aunque no es la expresión adecuada. Judas afirma que no les ha enseñado nada. Simplemente les dijo «curad…». Ya varias veces han logrado vencer una enfermedad y echar al demonio. ¡Qué idea entregar semejante poder en manos como aquéllas!

Pero ellos prueban de hacerlo sólo cuando Jesús se aleja por un momento. En su presencia no alardean de sus facultades. Por ahora sólo él cura, y sus curas… Pero no son sólo curas. Te escribí que mandó decir a Juan «los muertos resucitan…». Y es verdad. Unos días antes de que yo llegase resucitó a un hombre. La cosa ocurrió como sigue: Cuando entraba en el pueblecito galileo llamado Naim vio a unos hombres que conducían un féretro, seguidos por la madre del muchacho muerto. La mujer gritaba, gemía, se mesaba los cabellos y se rasgaba la cuttona. Ya sabes cómo hacen las madres. En Jerusalén cada día se ven plañideras por el estilo. Desde luego, compadezco a la gente, sobre todo cuando se les muere un niño. No hay nada tan doloroso como la muerte de un niño; es imposible pensar en ello tranquilamente y menos resignarse a esta idea. Debe ser aún más difícil soportarlo cuando se tiene la conciencia de haberlo provocado con los propios pecados. A menudo se ven mujeres así, pero a él le conmovió la desesperación de aquella madre precisamente… Se acercó, tocó el féretro (no se fija en las reglas para conservar la pureza) y paró a los que lo conducían. Dijo, como de costumbre, sólo unas pocas palabras: «Muchacho, levántate, te digo». Y el muerto se incorpora. Como es natural, se produjo un tremendo alboroto; los hombres dejaron caer el féretro y huyeron como locos. Es raro que esta sola resurrección no le haya costado varias vidas porque, con el pánico que se produjo, muchos hubieran podido morir pisoteados. Pero todo terminó bien. Con razón pudo decir a los mensajeros de Juan: «el muerto se ha levantado de entre los muertos». Me pregunto si resucitaría a alguien más, al hijo de otros padres que se lo pidieran.

Yo continué siguiéndole, pero aún no le he hablado de mi problema. Escucho lo que dice y cada vez estoy más persuadido de que si hace algo por mí será pidiéndome mucho a cambio. Quizá no me lo pida… pero yo tendré que dárselo… Me paro a considerarlo y dejo que los días vayan pasando…

El paisaje es muy bonito. Aspiro a pleno pulmón el perfume de las primeras flores, pero así que empiezo a disfrutar de ello siento como un golpe en el pecho: «tú aquí, y allí Rut…». Mi alegría se extingue entonces como la llama de una lamparita bajo un soplo de aire. Me encierro en mí mismo, exprimo todo el dolor que me llena y repito las palabras del sabio: «vanidad de vanidades y todo vanidad…». Luego el dolor, las penas y la añoranza se mezclan con una sensación de gusto que aparece no sé cómo. En verdad te digo: más vale seguirle y escuchar sus explicaciones, como cuentos que un cantor compusiera en una noche cuajada de estrellas altas, en medio del silencio interrumpido sólo por el rumor de los riachuelos.