Carta I
Querido Justo:
Esta enfermedad. Justo, me está destrozando. Antes yo era un hombre lleno de energía, sabía mostrarme suave y comprensivo con los que me rodeaban. No sentía esta continua irritación e impaciencia, esta insoportable necesidad de quejarme sin cesar a los demás, Solamente ahora descubro en mí estas desagradables características del ser perseguido, que como una vid silvestre desea trepar sobre cualquier seto y está resentida contra todos porque ninguna la acerca al sol tanto como ella desearía. ¡Antes sabía negarme a tantas cosas! Hoy apenas cumplo los ayunos prescritos. También reconozco que me estoy volviendo intolerante con los demás. Cada vez me siento más alejado de mis haberim del Gran Consejo. Me aburren mortalmente sus inacabables disputas sobre el tema de las purificaciones y sus discusiones sobre las nuevas halakás. Todas estas cuestiones me son cada día más indiferentes. Se puede pasar toda una vida cumpliendo escrupulosamente las prescripciones y, sin embargo, no recibir nada a cambio… ¿Por qué ha tenido que ser ella precisamente la víctima de esta enfermedad? Toda la Ley se resume en las palabras del salmo: «Haz, hombre, lo que te mande el Altísimo y Él nunca te abandonará». Nunca… No hay muchos hombres que hayan ayunado, observado la pureza, hecho ofrendas y meditado las halakás y hagadás tan tenazmente como yo. Aquí falla algo. No son tantos mis pecados como para que el Altísimo tenga que castigarme por ellos con una desgracia tan horrible. Es verdad que las Escrituras narran la historia de Job… Pero aquel idumeo, en primer lugar, no era fiel, y en segundo lugar no sabía cómo se sirve al todopoderoso Sekiná. Se obstinaba en no querer reconocer que toda persona peca si no vigila, constantemente y sin descanso, la pureza de sus pensamientos y de sus actos. Y, además, el Altísimo le hizo sufrir a él mismo y no a alguien que le fuera tan querido como lo es Rut para mí. La enfermedad es una cosa horrible: a menudo veo estas repugnantes y retorcidas criaturas que viven en las grietas de la vieja muralla cerca de la puerta Esterquilinia. Pero contemplar, cruzado de brazos, cómo la enfermedad devora el cuerpo del ser más querido, es algo a lo que es imposible resignarse.
Con quienquiera que hable he de mencionarlo. Dentro de poco la gente huirá de mí como de quien contagia tristeza, igual que hay quien contagia la lepra o la enfermedad egipcia de los ojos. Sólo una cosa me salva: mi trabajo. Creando hagadás y comentando en ellas la grandeza del Innominable, busco el olvido como en el vino. Sé que se habla de ellas con creciente interés. Los comentarios que llegan hasta mí me sirven de cierto consuelo. Pero, junto con las alabanzas, recibo también críticas, y éstas me hieren de un modo particularmente doloroso. La gente parece no comprender que mientras vivo la enfermedad de Rut sólo puedo hablar con palabras duras que no admiten paliativo. Si a veces se me ocurre una palabra impropia, no lo bastante fuerte, qué remedio… Con más frecuencia cada vez me digo: «qué remedio», y con esta expresión, a modo de escudo, protejo mi corazón ensangrentado. Entonces me siento como una tortuga que ha escondido la cabeza y las patas bajo su caparazón y prefiere no moverse antes que exponerse a un contacto doloroso. Anteriormente, cuando pronunciaba dicha frase, ésta significaba que el asunto era importante y que ningún sacrificio sería excesivo para solucionarlo. Hoy mi «qué remedio» significa: más vale ignorar las cuestiones más importantes que tener que sufrir más aún. Pero, a decir verdad, ¿cómo se puede sufrir más aún? ¿Acaso no ha colmado la medida del dolor humano aquel que por miedo a ulteriores sufrimientos se siente ya incapaz de defender nada?
También me deprime ver que mi sufrimiento ha venido en los momentos en que el mundo entero se encuentra en esta difícil encrucijada. No sólo tú lo notas. Aquí también parece como si una extraña fiebre se hubiera infiltrado en la sangre de todos. Nunca en el Gran Consejo ni el Sanedrín estallaban disputas tan violentas como ahora. Estas discusiones continúan luego bajo el pórtico, en Xystos, y se convierten en peleas en las que, desgraciadamente, toman parte incluso los más sabios e ilustres doctores. Los conflictos más grandes los solucionan los sicarios. ¡Qué escándalo! Esta secta, la de los más fieles, se presta a matar simplemente por dinero a aquellos cuya muerte ha sido deseada por alguien. Los hombres viejos y experimentados dicen que semejante excitación y odio existía hace veinte años cuando, desde Galilea, iban llegando, una tras otra, las bandas de rebeldes. Los romanos han logrado apaciguar el país y hay que reconocer que su gobierno es más soportable que la tiranía de Herodes y sus hijos. Pero ¿podrá durar mucho tiempo esta paz relativa? Algo flota en el ambiente, a modo de un inquietante soplo de tormenta que se esconde aún detrás de las montañas, pero ya está cerca. Todos están contra todos. Para nadie es un secreto que el legado romano en Siria odia al procurador romano en Judea, que el procurador y los tetrarcas se pelean como perros por un hueso y que entre los descendientes de Herodes hay tal rivalidad, que todos estarían dispuestos a matarse y envenenarse mutuamente. Y por encima de todo esto, como la roja sombra del Khamsin, se extiende el recuerdo del lejano emperador, cruel y loco. Las noticias de las sanguinarias proscripciones que él ordena en Roma despiertan un salvaje e irrefrenable sentimiento de odio en quien las escucha. En Cesarea los griegos han atacado varias veces a los nuestros. Dicen que incluso ha habido escaramuzas en Alejandría y Antioquía. Según he oído decir, al saber que los pretorianos se han llevado a Seyano, la multitud ha atacado nuestro barrio en Roma. Por todas partes guerra, sangre y matanzas. ¡Y hace tan poco todavía que los escribas romanos anunciaban la «era dorada» y la «paz eterna»!
Tengo el presentimiento de que algo malo se prepara. En momentos así, ¿verdad?, uno preferiría sentirse libre para poder estar alerta y vigilar de qué lado vendrá el peligro. Ahora, en cambio, toda mi atención la absorbe esta enfermedad. Quizá mañana o pasado ocurran hechos de importancia decisiva y yo ni siquiera me daré cuenta. Soy como una persona que, por llevar un gran peso encima, apenas puede mirar dónde pone los pies. Algo se está avecinando. ¿Qué crees tú, Justo, que pueda ser esto? Contéstame: ¿tú esperas, realmente, que un día aparecerá éste a quien llamamos Mesías? Los saduceos hace ya tiempo que no creen en su llegada. Empapados de filosofía griega, lo consideran simplemente un símbolo. Se ríen desdeñosamente cuando alguien les habla del Hombre Mesías. Y. a decir verdad, ¿para qué necesitan al Mesías? A ellos sólo les interesa que exista el Templo, que en este templo todo Israel deposite sus ofrendas, que sólo ellos sean los intermediarios entre el hombre y el altar del Señor, y, finalmente, que los romanos no se opongan a este estado de cosas. Nosotros estamos bien lejos de quitar a la gente la fe en el Mesías. Hablamos de él a menudo y en numerosas hagadás explicamos cómo será su llegada. Pero, a pesar de haber hablado y escrito tantas veces sobre esto, te confieso que no puedo librarme de la idea de que todas estas promesas suenan demasiado bien. Malka Messiah, vencedor del Hedón, señor del mundo y de la naturaleza, que con su llegada la hará fecunda como no lo había sido jamás.
¿Parece muy verosímil todo esto? ¿Quiénes somos nosotros? Una nación pequeña, rodeada por docenas de otras naciones y, lo mismo que ellas, encadenada al carro vencedor de la bárbara Roma. Llenos de discordias internas… ¿Quién tendría que ser ese Hijo de David para poder cambiar este estado de cosas? ¿Un simple hombre o más bien un semidiós? Pero los semidioses andan por la tierra sólo en los Cuentas griegos. Yo creo que hubo un tiempo en que el Altísimo obraba hechos milagrosos. Pero hoy día sólo suceden cosas vulgares… Se cuenta que en algún lugar más allá de los mares existe la tierra de los milagros. Pero los que lo dicen son unos mentirosos incorregibles. El mundo que nos rodea está lejos de ser maravilloso. Sé que lo gobiernan la ira, el odio, el orgullo, la soberbia y las pasiones… Para vencer este mundo se tendría que ser más malo, más orgulloso, odiar más y estar más dominado por las pasiones que todos los demás. En este mundo sólo la guerra trae la victoria. El Mesías tendría que ser un jefe que pudiera enfrentarnos con todos nuestros enemigos, ¡y de éstos hay legiones enteras! Quizás esto te desagrade, pero no puedo imaginar un Mesías semejante. No sé apartarme de lo que veo, oigo y siento… A un hombre que con un puñado de nuestros jóvenes se enfrentara con el mundo entero y lograse vencerlo, ¿podríamos considerarlo un ser de carne y hueso? Desgraciadamente, y a pesar de odiar todo lo que viene de los saduceos, siento que empiezo a pensar como ellos. El Mesías se me aparece sólo como un modelo ideal de todas las virtudes que nos hubiera sido dado y mediante el cual, si pudiéramos imitarlo, aunque sólo fuese en parte, haríamos mejores nuestras vidas, más agradables y más bellas. Y creo que no solamente yo pienso así. También algunos fariseos, cuando se menciona en su presencia la profecía sobre la vuelta de Elías, dicen «esperadlo, esperadlo», mas con el tono de quien no cree que esto haya de cumplirse jamás. Pero, aunque lo piensan así, no lo dicen en voz alta. Yo tampoco suelo hablar de ello: sólo a ti te lo escribo. Justo, y lo comento a veces con José. Como sabes, no es fariseo ni saduceo y practica la filosofía según la cual el oro honradamente ganado es lo que da su verdadero sentido a la existencia humana. Mis haberim me reprochan mi amistad con él y que tengamos negocios en común, lo consideran impuro a causa de sus relaciones con los goim. En realidad, José es un gran pecador…, pero yo le tengo un gran afecto. A pesar de los muchos asuntos que no le dan tiempo para detenerse aquí, en Jerusalén, ni en Arimatea, se interesa siempre por la salud de Rut y aun encuentra ocasión para visitarla, charlar con ella, distraerla o llevarle algún obsequio. Parece extraño que pueda poseer tanta bondad un hombre que no sigue las prescripciones de la Ley: estoy seguro de que si no fuera por sus riquezas ya le hubieran considerado mínimo. Siempre he juzgado a las personas por su piedad y jamás sospeché que precisamente José y yo llegaríamos a un trato tan cordial. Si no fuese por él… He vivido momentos de completa desesperación. Sentía deseos de blasfemar, de renegar, de buscar el olvido en los pecados. En días así, las grandes pero insinceras palabras de consuelo que me dirigían mis haberim me producían náuseas. En cambio, una sencilla frase de José, alguna broma dicha con el deseo de aliviar mi pena, me ayudan a recuperar el equilibrio. Nunca como ahora me es necesaria la amistad de las personas y nunca la había buscado con tanta insistencia. Pero ¡es una perla tan difícil de hallar, sobre todo cuando la necesitamos!
Aunque ahora no colabore en nada, mi fortuna crece y se multiplica gracias a haberme asociado con José. Soy casi tan rico como él. La gente nos considera como los más acaudalados de toda Jadea. Si Rut estuviera sana, ¡cuántas alegrías podría proporcionarle con mis riquezas! Pero ella contempla indiferente todo cuanto le regalo. A veces dejo sobre su lecho joyas valiosas traídas de lejanos países. No quiere disgustarme —tiene ahora una sensibilidad extrema—; por eso juega un poco con los anillos y pulseras, los coge en sus pequeñas manos, tan hábiles para toda clase de costura, y dice: «Sí, son muy bonitos…». Mas, aunque trate de ocultármelo, noto el desaliento en su voz. Luego añade: «Llévate esto…», y con un ligero movimiento de cabeza me indica que la deje sola. Cierra los ojos… ¡Ah! Se me hace un nudo en la garganta cuando la veo así, y ahora cuando lo escribo.
Siempre había creído que las riquezas que el Altísimo me ha permitido adquirir me habían sido dadas en señal de aprobación por su parte. Cuando releo alguna de mis hagadás antes de darla a conocer a la gente, pienso que he debido de agradar al Eterno si permite que hable así de él. ¿Por qué, pues, ha venido esta enfermedad, que es como una espina clavada en mi costado? ¿Por qué él me castiga con tanta dureza, habiendo tantos pecadores impunes a mi alrededor? A veces me parece estar encerrado en una horrible prisión recibiendo crueles torturas y, al mismo tiempo, creo ver más allá de las rejas casas donde la gente vive normalmente, ama y disfruta de las pequeñas alegrías cotidianas, tan insignificantes en sí, pero tan deseadas en la cautividad. ¿Quién, antes de tener una enfermedad en su propia casa, es capaz de comprender lo que es la salud? ¿Quién sabe hasta qué punto el amor puede anular todas nuestras fuerzas cuando de pronto perdemos la posibilidad de ayudar a quien más amamos?
Me parece como si el dolor se encarnizara en mí más que en nadie. Y, sin embargo, reconozco que el mundo entero está lleno de sufrimientos terribles que alcanzan a todos y que todos, en cierto grado, son dignos de compasión. ¿No será que cada uno de nosotros vive en una prisión y, cuando contempla la casa de otro pensando con envidia en su felicidad, no ve en realidad sino otra prisión? Si lo que ha de venir ahora al mundo ha de provocar un cambio verdadero, es necesario que traiga también una contestación a la falta de sentido de nuestras vidas. He escrito «falta de sentido» y, aun admitiendo la inexactitud de estas palabras, no puedo tacharlas. Tú me conoces, Justo, y sabes que siempre seré fiel al Altísimo. No sabría renunciar a la esperanza de que algún día me ayudará. Además, incluso dejando aparte esta esperanza, jamás osaría abandonarle. ¿Qué me quedaría entonces? Soy un verdadero israelita, uno de los que están destinados a dar testimonio de él. A lo largo de toda mi vida y en todo lo que hago, mi misión consiste en servirle; sin ésta, todo trabajo merepugna por su falta de sentido. No huiría ante él como Jonás, y diría de corazón todo cuanto él me ordenase decir… Pero ¿por qué consiente esta enfermedad?
He aquí, querido maestro, mi actual estado de ánimo por el que preguntabas. Como ves, ha cambiado mucho desde los tiempos en que escuchaba tus enseñanzas sentado a tus pies. A veces me parece haber envejecido mucho, aunque no debiera hablar así por respeto a tu venerable senectud. Contéstame y volveré a escribirte acerca de mí mismo y de Rut… ¡Ojalá entonces pueda ya decirte: «Está curada»!