Carta XVII


Querido Justo:

En vez de estarse tranquilamente escondido y aprovechar el silencio que se ha formado alrededor de su persona, el maestro está buscando de nuevo la desgracia. Llegó a Jerusalén para la fiesta de la Chanuca. Los festejos de este año han coincidido con un tiempo frío y lluvioso. La lluvia, mezclada con nieve, venía a ráfagas y apagaba las luces que los fieles habían encendido en las azoteas de las casas. Nunca las ceremonias de la bendición del Templo me habían parecido tan grises y faltas de alegría.

La gente, helada de frío, se había agrupado bajo los pórticos. Entonces vieron que él llegaba con un grupo de discípulos. Alguien exclamó, «¡Mirad, el profeta de Galilea! ¡Ha venido! ¡No tiene miedo!». Envuelta en sus mantos mojados, la gente se sentía triste y desanimada. La lluvia, que apagaba las luces de fiesta y penetraba en las casas por todas las rendijas, los había puesto tristes. ¿De qué sirve que desde hace doscientos años se celebre el día de la purificación del Templo profanado por Epífanes? ¿Es que algo ha cambiado desde entonces? Después del general romano, que también penetro a la fuerza en el Santuario, nadie purificó el Templo con la solemnidad requerida y hoy no se conmemora este día. Pero Pompeya, al menos, no se llevó nada. Pilatos ha robado el oro del corbán, construye con él un acueducto y sigue impune. Todo esto, ¿no son como peldaños por los que nuestra nación desciende cada vez más bajo? ¿Qué somos ahora? ¿Veremos el fin de nuestras humillaciones? Ahora la gente piensa a menudo en esto, sobre todo en el mes de kislév. No es de extrañar, pues, que alguien entre la multitud gritara:

—¡Escucha, rabí! ¿Cuánto tiempo nos vas a mantener aún en este estado de inseguridad? Si eres el Mesías, dínoslo claramente…

El maestro se detuvo. Quizá no hubiera hablado si no le hubieran interpelado. Pero el nunca deja una pregunta sin contestar. Dijo simplemente, como si sus palabras no tuvieran un contenido tan extraordinario:

—¡Tantas veces os lo he dicho y no me habéis escuchado! ¡Tantas veces os lo he demostrado con obras y no habéis querido creerme! ¿Qué más puedo hacer? Como predijo el profeta, he venido a reunirme con mis ovejas. He buscado a las que se habían perdido y he llamado a las que se apartaban del rebaño… ¡Quiero dar mi vida por ellas, igual que el buen pastor la da por las suyas! Pero ahora es necesario que haya juicio entre una oveja y otra. Se ve que no sois de mis ovejas. Si fuerais mías nadie os apartaría de mí. Lo que el Padre me ha dado nunca nadie podrá arrebatármelo. Porque yo y el Padre somos uno…

¿No era esto suficiente para provocar a esta gente amargada? Su tristeza encontró una salida en la indignación. Se levantaron en alto bastones y puños. Otros comenzaron a coger piedras del suelo.

—¡Está blasfemando! ¡Está blasfemando! —gritaban—. ¡Lapidadle! ¡Está blasfemando!

Preguntó serenamente, como si no se diera cuenta de que su vida estaba en peligro.

—¿Por qué queréis lapidarme? ¿Por cuál de mis obras? ¿Por cuál de mis curaciones?

—¡No por las curaciones! —gritaron—. ¡Has de morir lapidado por blasfemo!

—¿Blasfemo decís…? —repitió tristemente—. ¿Mis palabras os suenan a blasfemia? ¿Y mis actos? ¿Y mis obras? Si no queréis creer en mis palabras, creed en mis obras. Cada obra mía da testimonio de mí…

Se mezcló con el gentío y, antes de que nadie se decidiera a lanzar sobre él una piedra, desapareció. Debió de abandonar la ciudad en seguida porque no se le vio más. Pero esta corta discusión hizo que junto a la ira contra los romanos y Pilatos apareciera de nuevo una general irritación contra él. A decir verdad, son como dos arbustos que nacieran de una misma raíz. El pueblo está harto de la vida que le ha tocado vivir. Desea una liberación. Por esto odia a los romanos y por esto esperaba tanto del maestro. Empiezo a comprender a todos aquellos cuya fidelidad, como la de Judas, se está transformando en irritación, reproches, e incluso en una sospecha de traición… Esperaban que después de los milagros, de las curaciones, vendrían las milagrosas victorias sobre el enemigo. Pero el maestro no piensa siquiera en esto. No entiende lo que es un enemigo… Podría creerse que Pilatos y los romanos significan para él lo mismo que sus hermanos. Te dije en otra ocasión que parece alegrarle y al mismo tiempo entristecerle la extraña idea de que un día vendrá gente forastera y se apoderará de la heredad abandonada… ¡Hay en él tantos misterios! Pero los hombres como Judas no pueden soportar los misterios. Siempre quieren saberlo todo. Para ellos, un denario dado lo mismo a quien ha trabajado una jornada entera que a quien ha trabajado sólo una hora es una simple estafa. ¡Aunque este denario tuviera el valor de todos los tesoros del Ofir!

Pero esta mentalidad de Judas la tienen ahora muchos en la ciudad. La chusma ciudadana habla con desprecio del maestro. En Galilea seguramente sigue teniendo miles de amigos y partidarios. Pero en Jerusalén ya no es así. Aquí cada uno quería verle realizar sus propios deseos. ¿Para qué viene a Judea? Un soñador como él, predicador de hermosas doctrinas y hagadás, debería quedarse entre los suyos. Ellos tampoco le comprenderían, pero le apreciarían, particularmente si evitara irritar inútilmente a nuestros haberim. Nuestra secta permite que todos tomen la palabra en las cuestiones referentes al Altísimo. Y su lenguaje es hermoso… ¡Cuánto bien podría hacer aún enseñando al pueblo cómo amar al Eterno Sekina, o bien curando! Mientras que, sin haber hecho nada todavía, parece dar su tarea por terminada. ¿Qué ha logrado en estos tres años? Se ha ganado doce discípulos y un grupo de oyentes. ¡Es bien poco! ¡Incluso si tuviera de su parte a toda Galilea, Judea y Perea, pero no Jerusalén, no habría logrado nada! En esto nuestros doctores tienen razón: ¡sólo se puede ser profeta en Sión!

Y él, en Jerusalén, se ha enemistado con todos, pequeños y grandes. No queda nada de la consideración con la que un día le recibieron. ¡Ojalá se volviera de una vez entre los suyos y se quedara allí!

—Si se obstina en volver a menudo a Jerusalén, temo mucho que tarde o temprano le llegará la muerte…

Dije esto porque cierto día, imagínate tú, se me presentaron en casa las dos hermanas de Lázaro. Si María hubiese venido sola no hubiera hablado con ella. No quiero tener relación alguna con mujeres que hayan vivido en pecado. ¡María todavía hoy parece hechizar!… Yo soy un hombre puro. Que el maestro perdone a pecadoras como ella, que hable con ellas y que incluso llegue a aceptar comida de sus manos, me desagrada profundamente. Exagera en su bondad. ¡La ley dejaría de existir si no hubiera un castigo para los pecadores!

Pero no quise disgustar a Marta. ¡Es tan buena! La mujer, según afirman algunos de nuestros doctores, es un ser inferior creado por el Altísimo y quizás en parte por Satanás. Había dudado de esto desde hace tiempo, pero dejé de creer totalmente en ello desde que la madre del maestro ha vivido en mi casa. Mas también Marta es toda una persona. Me conmueve su abnegación. No vive para sí misma. Si llegara a la conclusión de que el mundo la necesita sólo para cocinar alimentos, no se apartaría de los fogones para el resto de su vida. Su deseo de servir a los demás no tiene límites. Conozco muchas esposas fieles y abnegadas. Me pregunto si Marta sería una buena esposa. Me temo que aceptaría de manos del marido tanto lo bueno como lo malo, siempre con la misma sonrisa serena. Y esto al hombre le desagrada. La mujer no debe ofrecerle sólo bondad y cuidados. Esto le aburriría. Pero para el hermano y la hermana Marta es un amigo y un amigo incomparable.

Te dije en otra ocasión que irradia paz y serenidad. Pero ahora, sentada ante mí en la estera, pude ver sus ojos dolorosamente entornados bajo las pesadas cejas fruncidas. Las dos hermanas no se parecen en nada. Marta no es hermosa, y su cara ha conservado la tendencia infantil a hacer muecas. Parece una criatura grande y buena. María es muy diferente; su belleza emana de ella como el perfume de una flor. Ningún colorete, ningún afeite podrían añadir nada a su hermosura. Anda por la calle con la cabeza erguida, y su mirada se posa en los transeúntes como por fuerza; sus ojos parecen estar siempre buscando a alguien. Se parecen a los de Juan, hijo de Zacarías…

Vinieron a contarme sus penas. Su hermano había enfermado gravemente. De pronto se vio atacado por unas fiebres muy altas que le han dejado postrado en el lecho.

Primero creyeron que la fiebre cedería como suelen ceder las enfermedades causadas por los bruscos cambios de temperatura invernal… Pero la fiebre de Lázaro no cedía: requemaba su cuerpo hasta dejarlo como un madero seco.

—Si sigue así unos días más, tendrá que morir… —dijo Marta en voz baja, con esfuerzo.

—¿Podría ayudaros en algo? —me ofrecí. Sé que no necesitan dinero: el taller de Lázaro y el huerto de Marta les dan suficiente para vivir.

—Aconséjanos, rabí —respondió—. Tú sabes —y sonrió a pesar de su dolor— que si él estuviera aquí curaría a Lázaro con sólo decir una palabra.

Para mí aquello fue como si me hubieran asestado un golpe en el pecho. ¿No se encontraba él en Jerusalén cuando Rut estaba enferma? ¿Por qué, pues…? De nuevo la terrible pregunta se apoderó de mí. Nunca podré contestármela. O, mejor dicho: ya me la había contestado. Me decía que no me ayudó porque me considera como a alguien muy próximo a sí mismo. Es una explicación curiosa, ¿verdad? Pero, gracias a ella, había recobrado la tranquilidad. Ahora, en cambio, las palabras de aquella mujer me la han quitado de nuevo.

—Sí —contesté, dominando a duras penas mi amargura—, es amigo vuestro; de modo que, si se lo pidierais… Pero no está aquí. Y no sé dónde hallarle.

—Yo sé dónde está —dijo Marta en voz baja—. Yo lo sé… Se ha ido al desierto, cerca de Efrem…

—Pues decidle que venga.

Las dos se estremecieron. Ahora habló María, que hasta entonces no había dicho ni una palabra, dejando que lo hiciera su hermana.

—¡Si viniera aquí serían capaces de matarle! Dicen que quisieron lapidarle la última vez que estuvo aquí. Que escapó de poco… Me pasé varias veces lo mano por la barba mientras meditaba la respuesta.

—Sí —reconocí—, aquí realmente le amenazan muchos peligros. Tiene enemigos entre los sacerdotes, los doctores y el pueblo.

Sentí la tentación de decir: «¡Tenéis razón, no debéis llamarle!». No tengo nada contra Lázaro, ni le deseo ningún mal, ¡pero deseaba con toda mi alma que se curara solo, sin la ayuda del maestro! Al mismo tiempo, otros pensamientos caían sobre mi corazón gota a gota… Bastaría que los soltara para que afluyeran como un torrente. La salud y la vida de Rut no le importaron lo más mínimo. Su muerte le dejó indiferente. Pero si muriera Lázaro… Sentí en mi corazón una alegría maliciosa. Lázaro es amigo suyo. Con su muerte quizás comprendiera lo que siente una persona cuando no tiene quién le ayude…

Era como si algo extraño se adueñara de mí, gritando, zarandeándome y no dejándome hablar… Me martilleaban estas frases en el cerebro: «Entonces no supo ver mi desesperación. ¿Sabrá ver ahora el dolor de estas mujeres? A mí no me ayudó. Pero a sí mismo, a sí mismo, sí que lo hará… Esto será una prueba para saber cómo es él…». El tiempo pasaba y yo seguía sin saber que contestar a Marta y María.

—¡Si aquí tuviera que ocurrirle algo —dijo de pronto María—, sería mejor que Lázaro muriese!

Sus palabras me parecieron simplemente crueles. Miré, inquieto, a las dos hermanas.

—Tú, María —observé— no debes de querer mucho a tu hermano…

—¡No! ¡No! —se apresuró en decir Marta. Su menudo rostro estaba contraído por la inquietud, le temblaban los párpados y los ojos se le llenaron de lágrimas—. No, rabí, no la juzgues así. Ella quiere mucho a Lázaro… pero ella recuerda lo que él dijo…

—No me defiendas, Marta —interrumpió María a su hermana. Es verdad lo que ha dicho el rabí: no os quiero bastante, no os quiero como vosotros me queréis a mí. Pero tengo tanto miedo por él…

Su voz, grave y melodiosa, que antes me había parecido tan despiadada, se quebró, quedó suspendida en una nota como una piedra que, lanzada a un precipicio, queda de pronto detenida por una mata de hierba.

—Si Lázaro muriera… sería una desgracia horrible. Tendría que llorarle hasta el fin de mis días. Nunca podría perdonarme haberle pagado de este modo sus bondades. Pero… si algo le ocurriera a él —apretó los puños contra sus labios—, entonces todos los hombres… los hombres y las piedras… tendría que… —Se quedó con los ojos muy abiertos, como si acabara de tener una visión espeluznante—. ¡No! ¡No! ¡No! —gritó—. ¡Hay que evitarlo por todos los medios!

De nuevo me pasé la mano por la barba y vi que este movimiento me ayudaba a pensar. Si Rut viviera y yo estuviese seguro de que él, con su llegada, la curaría, no dudaría ni un instante. De pronto recordé su dolorosa advertencia: «¡Las meretrices se os adelantarán en el camino del Reino!». Las meretrices… Miré a María como si la viera por primera vez. En su mirada se leía una fidelidad ciega y una ardorosa entrega. Una expresión parecida, en tal estado de tensión, sólo la había visto antes en el rostro de Simón. Pero el de Simón es tosco e inexpresivo, mientras que el de María es de una belleza turbadora. Los pecados cometidos no han dejado en ella menor huella: como si nunca los hubiera cometido, como si no se avergonzara de ellos. En su rostro los sentimientos presentes han borrado todo rastro de las culpas pasadas. Miré a Marta. ¡Pobre Marta! A ella la comprendo mejor. Ella no sabría escoger tan categóricamente como lo ha hecho su hermana. El nuevo amor no ha borrado en ella todo lo anterior. La comprendo. Yo también, a pesar de lo mucho que espero del maestro… ¿Espero? ¡Esta palabra ha aparecido sin quererlo bajo mi estilete! ¿Qué puedo esperar de él? Rut ha muerto… Su Reino es un reino de palabras y sueños… Él no es el Mesías… Yo y Marta somos personas corrientes. Conocemos el precio del dolor. Conocemos la fuerza de los lazos humanos. Tentemos lo que pueda ocurrir…

—¿Qué podría aconsejaros? —murmuré—. Creo —luchaba conmigo mismo—, creo que deberíais tratar de salvar a vuestro hermano… —Hablaba como si estuviera cargado con piedras—. Si el maestro viniere a Jerusalén, su vida podría peligrar, mas si va sólo a vuestra casa, a Betania, ¿quién lo sabrá? Pero pedidle —acabé entre dientes— que no venga a la ciudad…

—¡Qué bien razonas, rabí! —exclamó Marta. Sonrió a pesar de las lágrimas, que resbalaban por sus mejillas. María no dijo nada. Seguía sentada, con la cabeza baja, como quien ha dicho todo lo que tenía que decir.

—No debéis de tener a nadie a quien enviarle. —Sentí el deseo de actuar en contra de mí mismo, en contra de mis pensamientos y mi dolor—. Si queréis, mandaré a Efrem a mi siervo Ahir. Es un hombre listo. Él le encontrará y le conducirá hasta vuestra casa…

Se inclinaron ante mí con respeto y agradecimiento.

Pasó toda una semana antes de que Ahir volviera a casa. Llegó cansado, con los pies cubiertos de barro seco y la simlah sucia y mojada. Ahir es un siervo muy fiel que utilizo sólo para asuntos que requieran a un hombre de confianza. Su padre había servido ya en casa del mío. No tengo secretos para él. Conozco también su espíritu de iniciativa. No dudé de que sabría encontrar al maestro aunque estuviera escondido en la más miserable de las aldeas.

—¿Has logrado dar con él? —pregunté.

Aprecio tanto a Ahir que le permití sentarse en mi presencia.

—Sí, rabí; le he encontrado y ya viene. Si quieres verle cuando entre en Betania, ve allá ahora mismo. Debería llegar hacia el anochecer…

—Has tardado en encontrarle.

—No tanto, rabí. Es verdad que ya no estaba en Efrem. Había atravesado el Jordán. Pero cuando le encontré allí no quiso marchar en seguida…

—¿No quiso?

—Es un hombre extraño… Cuando le hablé de le enfermedad de Lázaro, sonrió y dijo a sus discípulos: «No es una enfermedad mortal, pero por medio de ella la gloria descenderá sobre el hijo del hombre». Y va no se habló más de su vuelta a Betania. Me quedé sin saber qué pensar. Es un hombre muy extraño, rabí. Parece que lo ve todo, pero actúa como si no viera nada. Quise volver yo solo. Pero al cabo de dos días él mismo me llamó a su lado. Me mandó que le explicara de nuevo la enfermedad de Lázaro. Luego dijo a los suyos: “Vamos a Judea”. Al oírlo, sus discípulos comenzaron a suplicarle que no fuera, porque allí le amenaza peligro de muerte. Pero él dijo: “Quien camina de día ve su camino y no tropieza. Mas cuando llega la noche puede caer… Vámonos. Nuestro amigo Lázaro se ha dormido. Hay que despertarle”. “Si duerme”, dijeron los discípulos, “sanará. El sueño es la mejor medicina…”. Entonces movió la cabeza y dijo: “Lázaro se ha dormido con el sueño de la muerte. Ha muerto…”.

—¿Cómo lo sabía? —exclamé, asombrado. Hacia días que me habían comunicado que el hermano de Marta y María había muerto. El pobre no aguantó hasta la llegada del maestro. Se extinguió al amanecer, silenciosamente, como la luz de una lamparita.

—No lo sé —Ahir se encogió de hombros—, no lo sé…

Así pues, sabía que Lázaro se estaba muriendo y, a pesar de esto, no fue antes… Debe de ser cierto lo que yo suponía de que no le gusta socorrer a los amigos. Este descubrimiento hubiera tenido que darme ánimos. Había hecho lo mismo con ellos que conmigo. Pero, a pesar de ello, me sentí algo así como decepcionado. Y también tuve una vaga conciencia de culpabilidad. Como si yo tuviera la culpa de que Lázaro hubiese muerto sin la ayuda del maestro.

—¿Entonces se puso en camino? —pregunté a Ahir.

—Sí; los discípulos ya no se opusieron más. Uno de ellos exclamó: «¡Puesto que el maestro va a morir, vayamos a la muerte con él!».

Sonreí con desdén. ¿Quién era el que así se las daba de valiente? ¿Simón o Tomás? Los dos son igualmente fanfarrones. Pero si supieran qué clase de peligro amenaza en realidad a su maestro, no volverían a comparecer en Jerusalén hasta el fin de sus días. La heroicidad, en la mayoría de los casos, es simplemente inconsciencia. A veces siento no poder ser inconsciente en según qué momentos… Pero me di cuenta de que estaba deseando verle. Quería saber qué diría cuando le preguntaran: «Puesto que ahora has decidido venir, ¿por qué no lo hiciste más pronto?».

Dije a Ahir:

—Ve y llama a Datán y Hefer. Que me traigan el bastón de viaje, la simlah y las sandalias. Ellos irán a Betania conmigo…

La casa de Lázaro estaba de luto. Ya no había plañideras ni pífanos, pero en todas las habitaciones se notaba el olor a incienso quemado y, sentados a las mesas, se veían numerosos visitantes que habían ido a dar el pésame. Marta, con la ayuda de una sirvienta, acudía con la comida y la repartía. Tenía los ojos enrojecidos y apretaba los labios con fuerza. Peco cuidaba de que a los invitados no les faltara nada. Había pensado en todo y no omitía detalle. Ahogó su dolor en el trabajo.

En cambio. María estaba sentada en un banco, en un rincón solitario del jardín. Al verme se levantó de un salto y vino hacia mí. Un mechón de pelo rojizo caía sobre su frente y mejilla como una serpiente de cobre. Preguntó precipitadamente:

—Rabí, ¿vendrá él?

Su respiración era agitada, y en sus grandes ojos verdes se leía una ardiente impaciencia.

—Estará aquí de un momento a otro —contesté.

Bajó la cabeza y lanzó un profundo suspiro, como el corredor que, al llegar a la meta, se siente desfallecer. Volvió a su banco.

El rostro de Marta era el de una persona que ha sufrido una derrota, pero sabe soportarla. El de María era, en cambio, el de una persona derrotada. Podría decirse que aquélla sigue luchando aún.

Ahir lo había calculado bien. El sol comenzaba a esconderse tras el monte de los Olivos cuando alguien entró en la casa gritando:

—¡Marta! ¡Marta! ¡Ha llegado el maestro!

Marta estaba más cerca y salió la primera. Yo la seguí. Él atravesaba precisamente entonces el portillo del bajo muro, hecho de piedras planas. Parecía el mismo de siempre, sereno y sonriente. Marta corrió hacia él y se echó a sus pie, Sus brazos, que soportaban tan enérgicamente todo el trabajo de la casa, se volvieron débiles temblorosos, femeninos. Lloraba en silencio postrada a sus pies. Él se inclinó y le acarició suavemente la cabeza. Luego ella la alzó y le miró. Su voz, tan dominada en presencia de los visitantes, se quebraba ahora:

—Si hubieses estado aquí, rabí, Lázaro no habría muerto… —sollozó—. Pero sé —hablaba conteniendo las lágrimas— que aun ahora, cualquier cosa que pidas al Altísimo, Él te la concederá…

Asintió con la cabeza y dijo:

—Tu hermano resucitará.

—Sé que resucitará —siguió diciendo ella, sumisa—. Lo que dicen los doctores y así lo enseñas tú, rabí: resucitará al último día.

Con suavidad y firmeza a la vez, puso las manos sobro los hombros de ella. La apartó ligeramente, como si quisiera contemplar sus fieles ojos, y dijo:

—Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, vive aunque haya muerto, y quien vive ya no morirá. ¿Tú crees esto, Marta?

Sus ojos se encontraron; ella le miraba con fe y sumisión.

—Lo creo, rabí —contestó. Y de pronto, con una firmeza insólita en una mujer, exclamó—: Y creo que tú eres el Mesías, el Hijo del Altísimo que ha bajado del Cielo…

Como si sintiera que ya no podía completar con nada esta atrevida confesión, se levantó y se marchó con un paso rápido. Yo estaba aturdido e impresionado. En seguida recordé que Judas me había contado que Simón le había dirigido estas mismas palabras allí, cerca de Paneas. «¿Se han vuelto locos todos ellos?», se me ocurrió pensar. ¿Qué ven en él? Desde luego, no se trata de un hombre corriente. Es un ser extraordinario. Es un profeta, un maestro… Pero esto que dicen ellos es una blasfemia. Y él no lo niega, no les reprende por ello. ¡El Hijo del Altísimo! ¡No me está permitido ni siquiera escucharle!

Atravesó el jardín y vino en mi dirección. Estuve dudando si marchar o quedarme y saludarle. Pero en aquel momento salió de la casa un grupo de gente delante de la cual iba María. Ahora ella se postró a sus pies. Le saludó con las mismas palabras que su hermana:

—¡Oh, rabí! Si hubieses estado aquí, Lázaro no habría muerto…

El maestro pasó la mano por sus cabellos de fuego como si recogiera sus rojos y dorados destellos. Y, como si este contacto tuviera algún poder mágico, el rostro de Jesús cambió de pronto. Su expresión, serena y amable, se volvió ahora dolorosa. Por primera vez vi lo que Judas me había contado: ¡Este hombre se estremeció! Al venir aquí pensaba: debe de ser insensible al dolor. Incluso se lo reprochaba en mi interior. Ahora vi un rostro que el dolor estaba transformando con la rapidez del fuego. Lo cubrió como una máscara. Parecía como si se hubiera desmoronado en él un dique que hasta ahora había contenido este sufrimiento, y que él le había permitido desbordarse, e incluso lo había provocado… Más de una vez he visto muecas de personas que lloran, y siempre había creído que estas contracciones dolorosas son hasta cierto punto liberadoras. Pero él no hacia mueca: su dolor no recurría a ellas para liberarse; quedó aprisionado en su interior. El rostro se le oscureció como el cielo cubierto por una nube amenazadora y quedó sumido en la tristeza. De pronto estalló en sollozos. Lloró como un niño a quien apartan de su madre. Tú sabes lo que fue para mí la muerte de Rut… Pero acaso no sufrí tanto entonces… Mi dolor tenía límites. Pero el suyo era como un mar, como el mar Grande… En su llanto se oía el grito de miles de personas ante las tumbas. Él lloraba por Lázaro, pero a mí me pareció por un momento que también lloraba por Rut…

—¿Dónde le habéis enterrado? —preguntó entre sollozos.

—Ven, rabí, verás su sepulcro —dijeron varios.

Nos dirigimos hacia el fondo del jardín. Iba llorando aún, entre las dos hermanas, que también lloraban. Le seguían los discípulos y los visitantes. Yo pensaba: «nunca creería que le amara hasta tal punto». ¡De cuánto amor es capaz! Nunca lograré llegar hasta el fondo de su corazón. Si aquel denario de la viña fuera este amor suyo, ¿podría alguien quejarse de injusticia?

Pero si tanto amaba a Lázaro, ¿por qué no vino a tiempo de curarle? Si sabía cuándo Lázaro había muerto, también debió saber su enfermedad, aun antes de que Ahir se lo dijera. ¿Curó a tanta gente y no pudo curar a Lázaro? ¡Qué extraña amistad, que se manifiesta torturando al prójimo y aun a sí mismo! Pero quizás esto sólo sea una muestra de cobardía por su parte. Quizá no ha querido curarle porque sabe que cada milagro obrado en Bethania es sabido el mismo día en Jerusalén.

Llegamos ante una roca en la que habían excavado la sepultura. Le piedra que cierra la abertura había sida introducida en un estrecho corredor de mucha pendiente. Nos detuvimos. Todo estaba en silencio; sólo se oía su sollozo. La sangre me latía en las sienes como la savia de primavera en las ramas de los arbustos que nos rodeaban. Él seguía llorando. Ahora parecía un hombre débil y acongojado, encorvado bajo un dolor superior a sus fuerzas. ¡Cómo se contradicen esta actitud suya y las palabras pronunciadas por Marta! En aquel llanto había toda nuestra impotencia ante la muerte.

Lloró lo mismo cuando corrieron la losa. «Esto significa el fin, el fin», me repetía entonces. Aunque, a decir verdad, para mí no era Rut lo que yacía bajo aquella piedra. Allí había sólo su pobre cuerpo cansado, casi repelente en su dolorosa desolación. Mientras que ella estaba en no sé qué punto del espacio, invisible, lejana… La losa nos aparta sólo de los recuerdos del muerto… ¿Para qué ha venido él aquí? ¿Para llorar a Lázaro? Allí, bajo la piedra, no queda sino su cuerpo en descomposición…

—Quitad la piedra —oí.

Primero creí que no lo había entendido bien. Pero el murmullo de asombro y espanto que se produjo entre los presentes me confirmó que estaba en lo cierto. Le miré. Este hombre cambia con extraordinaria rapidez. Ya no lloraba. Estaba erguido ante la blanca pared de piedra, como Moisés cuando golpeó la roca con su basten. No sé por qué se me ocurrió esta comparación. La gente se apartó instintivamente, dejándole ante la sepultura sólo con las dos hermanas. María miraba al maestro abriendo desmesuradamente los ojos. Sus oscuras y largas pestañas brillaban como los rayos de las estrellas. En aquellos ojos se leía un grito, un grito de esperanza… El rostro de Marta, antes tan dolorido, volvió a ser el rostro sereno de la persona que sabe dominar sus sentimientos.

—Ya hiede, rabí —contestó—. Hoy hace cuatro días que lo bajamos a la sepultura…

La interrumpió con tono de reproche:

—¡Te dije antes: cree en mí!

No se opuso más. Hizo una seña a los criados. Cuatro hombres fuertes cogieron la piedra y, con un esfuerzo enorme, la sacaron fuera. Apareció la negra abertura, semejante a las fauces de un animal. Salió del interior una corriente de aire frío y olor a perfume mezclado con el insoportable hedor de un cuerpo en descomposición. El maestro abrió los brazos y levantó la cabeza. Siempre reza así: aprisa, en voz baja o con un susurro apenas audible. No oí nada de lo que dijo. Pero las palabras que dirigió a la gente las oímos todos. Las dijo en voz alta, como una orden dada a todo un ejército preparado para la lucha. No pude huir, pero me cubrí los ojos con la mano. ¡No sé por qué tenemos este miedo a los muertos, aunque sean los más queridos! Quizá porque este cuerpo yacente, sin movimiento, ya no es ninguno de ellos… Es sólo un cuerpo. Me cubrí los ojos con los dedos, pero no dejé de mirar. Seguramente estuve gritando como los otros. En el corredor excavado para introducir la piedra que cerraba la sepultura apareció una blanca figura que avanzó por la empinada pendiente dando unos torpes saltos… Todos gritaban, se cubrían los ojos, caían al suelo. Dominando aquel griterío, oí su voz:

—¡Desatadle!

Pero nadie, excepto las hermanas y el mismo maestro, se atrevió a acercarse a la figura envuelta en sábanas. Sólo ellos tres lo hicieron. La gente dejó de gritar. Parecía como si todos reserváramos el resto de nuestras fuerzas para poder gritar de nuevo ante la visión que se nos ofrecería cuando el sudario cayera de la cara del resucitado. Pero cuando vimos entre Marta y María el rostro de su hermano, nadie gritó. No había motivo. Era un hombre vivo, como si acabara de despertar de un sueño, sonriente: parpadeaba y miraba un poco sorprendido a sus hermanas, a todos nosotros y a sí mismo… Luego levantó la vista hasta el maestro. ¿Qué había en aquella mirada? ¿Miedo? ¿Adoración? ¿Admiración? No sabría decírtelo. Yo vi en sus ojos alegría. ¿Alegría por haber resucitado? ¿O porque la primera persona que veía al revivir era el maestro? Se arrodilló y él le atrajo la cabeza contra sí mismo. Luego, mirando a Marta, exclamó casi con alegría:

—Dadle de comer, ¿no veis que está hambriento?

Las personas que habían presenciado aquello continuaban inmóviles, llenas de temor y admiración. Pero se fueron animando lentamente. Uno después de otro se acercaban a Lázaro y le tocaban tímidamente. También yo me acerqué. Era un hombre vivo. El hedor de la descomposición había desaparecido. Tampoco quedaba nada de su palidez, frialdad y rigidez… Lázaro nos sonrió y alargó los brazos en señal de saludo como quien vuelve de un largo viaje. Comió del pan que le sirvió Marta. La silenciosa admiración de todos se trocó en entusiasmo. Los discípulos dieron la primera señal. Resonaron de pronto gritos de alegría. Todos chillaban a la vez, sin darse cuenta de que estaban gritando como si estuvieran borrachos.

—¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Qué gran rabí! ¡Gran profeta! ¡Hijo de David! ¡El Mesías! ¡El Mesías! ¡El Hijo del Altísimo!

Se oía cada vez más claro:

—¡El Hijo del Altísimo! ¡Mesías! ¡Aleluya!

Yo no gritaba con ellos… Me marché cuando el banquete fúnebre se transformó en una alegre fiesta. Aunque la noche era fría y había niebla, prefería volver a Jerusalén a tener que compartir con ellos aquella alegría nocturna. Tú, Justo, me comprendes, ¿verdad? Él lo ha resucitado… Si yo le condujera hasta la roca donde Rut yace desde hace cerca de un año, ¿lloraría y diría como aquí: «Sal de la tumba»? No lo creo, no puedo creerlo… Dijo en cierta ocasión: «Hay que tener fe, y a una orden tuya la montaña caerá al mar…». Querría creerlo, ¡pero no puedo! Así pues, ¿yo no merezco un milagro así? No lo merezco, ésta es la única respuesta. Se ve que soy peor que todos estos amhaares, pescadores, publicanos y meretrices. Para María ha hecho el milagro, pero para mí no lo haría… Soy peor, más miserable, más débil, más pecador. No sé cómo ha sido, no sé cómo he podido no verlo hasta hoy. Estaba convencido de que era mejor, más puro… Pero él ha vuelto el mundo del revés. Lo ha entregado a manos de gente sencilla como Simón, Tomás, Felipe… Y en él no hay sitio para mí. Hubiera tenido que ser amhaares y no doctor, conocedor de la Ley, creador de hagadás… Pero yo ¿quién soy? Por eso Rut sufrió y murió. Murió como señal de que no pertenezco a su mundo. En el mundo anterior yo participaba en el festín y Lázaro era un mendigo. Ahora se han cambiado los papeles. ¡Pero yo no quiero los restos de la mesa de otro! ¡No siento deseos de participar en la alegría ajena! ¡Vuelvo a mi casa, a mi soledad, a mi dolor, a mis recuerdos de Rut! ¡No quiero quedarme entre ellos! Si él me hubiera resucitado a Rut no volvería a pedirle nada a la vida.

No sé quién es él. No hay duda de que debe ser alguien muy grande. Quizás es el Mesías, quizás es realmente el Hijo del Altísimo… ¡pero, quien quiera que sea, la felicidad que trae consigo no está destinada a mí!