Carta XVIII


Querido Justo:

Desde hace unas semanas vivo triste, amargado, casi desesperado. Nunca hasta ahora creí que se pudiera llegar a desear la muerte. Tampoco nunca hasta ahora había caído en la tentación de pensar que, quitándome la vida yo mismo, podría encontrar la salvación… Siempre fui un hombre solitario. Quizá por esto mi amor por Rut fue tan inmensamente profundo. Pero últimamente me parece como si no hubiera conocido la verdadera soledad hasta ahora. ¡Ahora que él me ha engañado! Pero veo que comienzo a hablar como Judas. Y sé que esto no es verdad. Él no engaña. No sabría siquiera hacerlo. Se le podría acusar de otras cosas, pero no de insinceridad. Él no engaña. Somos nosotros mismos los que nos engañamos al interpretar a nuestro modo sus palabras. ¿Qué fue lo que me dijo en aquella ocasión? «Coge mi cruz… y yo cogeré la tuya». No mencionó para nada a Rut. Sólo a mí me pareció que mi cruz era esta enfermedad y la de él sus dificultades con nuestros haberim. Pero el verdadero sentido de sus palabras es más profundo, mucho más profundo. Han pasado tres años desde que le vi por primera vez a orillas del Jordán. Me parecía que durante este tiempo había llegado a comprenderlo. Pero, no. ¡Sigo sin saber quién es! Dijo hace poco que era el principio… Para mí lo ha sido sin lugar a duda. ¿Pero el principio de qué? Tengo cuarenta años, no soy un jovencito. He ido acumulando ciencia y prestigio. Se dice aquí que soy el mejor creador de hagadás. Podría decirse que he hallado mi camino y que hubiera debido seguirlo tranquilamente hasta la muerte. Es el curso natural de la vida. Pero en la mía esta enfermedad lo ha cambiado todo. La enfermedad y a él. Fue el principio de algo nuevo. Dejé de escribir hagadás. Esto no quiere decir que ahora no sepa o no pueda escribirlas. ¡Al contrario! Siento en mí como una orden de que vuelva a hacerlo. Pero lucho contra ella. No quiero… Hasta ahora había creado mis hagadás sin dolor, sin esfuerzo alguno, con el alegre deseo de servir al Altísimo. En cambio, ahora sé que esto ya no volverá. Escribir ahora sería ir grabando las letras no sobre cera, sino directamente sobre el corazón. He de escribir y lo temo. Creo, Justo, que comienzo a descubrir lo que él entonces quería de mí… ¡Yo tenía razón! Era una trampa. ¡Quería que escribiera una hagadá sobre él! ¡Él no sabe escribirla solo! O quizá no puede. Pero ha exigido que yo me convierta en su estilete. Y ésta precisamente había de ser su cruz. Yo me imaginaba que debía defenderle, salvarle… Pero él no lo desea. Se expone. Acaso busca la muerte. Y a mí me ha mandado que escriba una hagadá sobre él mismo. Ahora lo sé con certeza: es esto lo que quería… Por esto no salvó a Rut. Seguramente conocía su enfermedad, leía la desesperación en mis ojos, conocía los momentos de su agonía. Quizá… quizá lloró por ella como lloró ante el sepulcro de Lázaro. Pero no escuchó mis ruegos. Dejó que Rut se muriese. Y no la resucitó. ¡Oh, es despiadado para los suyos! Y para sí mismo también… Sus milagros son para los extraños. Judas tiene razón de sentirse engañado. Le siguió creyendo que sería su maestro, su rey, su Mesías. En cambio, él es el Mesías de los que le rechazan. Los que le han seguido deben compartir su suerte, porque yo creo que es realmente el Mesías… Pero un Mesías distinto del que esperábamos. Otra decepción más… La vida es un continuo desengaño. ¿Por qué me ha mandado escribir la hagadá sobre sí mismo? ¿Por qué a mí precisamente? Soy miedoso, lo reconozco… Sé moverme entre elementos conocidos, simples, aceptados por la tradición. Pero una hagadá sobre él seria algo contrario a todo esto. Quien se decidiera a escribirla debería disponerse a luchar contra todos. Una hagadá sobre él seria un escándalo… ¡Uno puede hacerse respetar escribiendo sobre toda clase de temas, pero no sobre él! Soy un hombre tranquilo. Detesto las discusiones. Soy capaz de ceder cien veces con tal de no crearme enemigos discutiendo. Una hagadá sobre él pondría a todos en contra de mí… Todos serían enemigos míos. ¡No quiero, no quiero! ¿Por qué me he escogido a mí? ¿Por qué me crucé en su camino? Dijo entonces: «Estás cerca del reino…», y al instante sentí que aquello equivalía a designarme un puesto de trabajo… ¿Por qué fui a él? ¿Acaso Rut se hubiera salvado? La gente, generalmente, no pierde lo que le es más precioso sobre la tierra. A todos les queda siempre algún consuelo… Yo no tengo ninguno. ¡Ninguno!, ¡ninguno! ¡Mi habilidad para hacer hagadás!… Pero incluso esto se ha convertido para mí en una herida en la mano… ¿Qué quiere decir, Justo, esto que he escrito: «herida en la mano»? Sé bien quién tiene la mano herida. Siento escalofríos… ¿Por qué lo he escrito? ¡Cuán exactamente se cumplen todas sus palabras! Me dijo: «Te doy mi cruz…». Tengo mi mano clavada a esta hagadá suya como el condenado en el madero de la cruz…