Carta X
Querido Justo:
Acabo de volver de Maqueronte. Escucha lo que ha ocurrido allí en estos últimos días.
Antipas se ha desvivido organizando unos festejos como no habíamos visto desde los turbulentos tiempos de su padre. La fortaleza estaba adornada toda ella con colgaduras de colores como la tienda de un cacique negro, e iluminada de noche igual que Jerusalén en los primeros días de las fiestas de la siega. Los solitarios y salvajes desfiladeros montañosos resonaron durante toda la semana con los tambores árabes, cítaras, kinnor y pífanos. Digno hijo de Herodes, quiso contentar a todos, para los romanos había carreras, luchas y toda clase de juegos: para los árabes, música salvaje y bailarinas, para los fieles, cantos religiosos que entonaban por las mañanas y por las noches los levitas venidos de Galilea.
¡Y cuántos invitados! No faltaba nadie. En primer lugar la digna familia del tetrarca: su hermano Filipo, gobernador de Traconítide, Batanea y Hauranítide, su sobrino Alejandro, hijo de Alejandro, Agripa, recién llegado de Roma, y Herodes, rey de Culcidia. El más decente de todos ellos es Filipo; es un hombre tranquilo y silencioso y desde un principio parecieron disgustarle aquellas ruidosas diversiones. Dicen que gobierna su tetrarquía con justicia. Alejandro, un jovencito fogoso, parece siempre dispuesto a realizar grandes hazañas, pero siempre se apaga su ardor y cede el paso a la indecisión y a un visible miedo: podría creerse que teme morir envenenado antes de tiempo. A Agripa se le ha subido por completo a la cabeza su estancia en Roma. Habla sólo en la lengua de los griegos y de los romanos, se ha cortado la barba y se vanagloria de su amistad con el joven Cayo, hijo de Germánico. Junto con los descendientes de Antipatros, había también en la fiesta toda una banda de reyezuelos y jefes árabes. Cuando ven que Antipas los mira, mueven las cabezas con falsa admiración, como en señal de aprobación. En el fondo le odian por la ofensa infligida a Aretas, que goza de una gran popularidad entre los idumeos.
Llegó para la ceremonia el esperado Julio Poncio Pilatos. Fue la primera vez que pude verle de cerca y hablar con él. Últimamente no se le ve casi nunca en Jerusalén. A primera vista me dio la impresión de ser uno de estos hombres que contemplan el mundo con filosófica indiferencia. Pero esta impresión cambió en cuanto empezó a hablar. Entonces vi que tenía ante mí a un soldado sin educación ni cultura. Cada ademán suyo delataba su baja condición. Cuentan de él una historia curiosa parece ser que es hijo de un jefe galo. De niño le mandaron a Roma como rehén. Entonces se llamaba Vinix. Allí se ocupó de él alguien de la familia de los Claudios y le latinizaron hasta tal punto que Vinix nunca más quiso volver junto a los suyos. Se cambió el nombre, ingresó en el ejército, le hicieron tribuno y se distinguió en varias guerras. Luego se casó con Procla, hija del senador Marco Metelo Claudio, mujer ya un poco pasada, pero emparentada, como lo indica su apellido, con la familia del César. Alguien me ha dicho que en aquella época Pilatos distaba mucho de llevar una vida ejemplar, pero tenía sueños de grandeza. En Roma cada tribuno se imagina que llegará a emperador. Seguramente por esto se casó con una mujer fea y entrada en años, pero perteneciente a una antigua familia patricia. Sin embargo, no consiguió mucho con ello: cierto día el Emperador le nombró procurador de Judea. Hará de esto seis años. Los romanos consideran este puesto como una especie de destierro: Valerio Grato solía decir que las minas de cobre en Chipre y el gobierno de Judea son lo mismo en este sentido. En compensación, permitió que Pilatos, violando con ello el derecho romano, se llevase a su mujer (que así ha escapado a la suerte que ha corrido últimamente toda la familia de los Claudios Metelas). Apenas desembarcó en Cesarea, Pilatos quiso mostrarnos lo que es gobernar con mano dura. Quizá pensaba que así llamaría la atención del César y lograría que le diera un destino mejor. Habrás oído hablar de aquellas insignias militares que hizo entrar en Jerusalén de noche y de aquellas tablillas votivas que mandó colgar en los muros de la torre Antonia. Pero en los dos casos el procurador perdió la partida. Tuvo que ceder ante la intransigente oposición de todos. Esto le estropeó el humor para varios años. Dejó como jefe de la guarnición de la Antonia a Sarcusio, su tribuno de confianza, y él mismo se encerró en Cesarea. Viene a la ciudad muy de tarde en tarde, durante las fiestas más señaladas, y su llegada siempre es presagio de algún suceso sangriento. Hace un año, durante las fiestas de la siega, ordenó que sus soldados atacaran sin más ni más a unos galileos que habían venido a depositar sus ofrendas. Deseaba ver sangre. Preferimos que se esté quieto en su casa no venga a Jerusalén. Se ha vuelto alcohólico, ha engordado y dicen que de puro aburrimiento se ha puesto a filosofar. Ha comprendido, según parece, que ya nunca le sacarán de aquí, porque ha dejado de molestarnos. Las relaciones entre él y el Sanedrín han quedado tácitamente solucionadas de manera que él permanece en Cesarea y no se mezcla en nuestros asuntos mientras nosotros cuidamos de que en la ciudad reine una paz absoluta. Todo iría bien si no fuera por su ilimitada codicia. Ya que no tiene poder, quiere tener oro. Exige que se le paguen por todo grandes suma. Pide precios descaradamente elevados. A veces es imposible colmar su avidez, lo sé porque es José quien lleva las negociaciones con él en nombre del Sanedrín. También los hijos de Manías lo hacen por su propia cuenta. Les vende sin escrúpulo alguno todos los cargos y cierra los ojos cuando ellos despojan hasta del último céntimo a los pobres peregrinos. Gracias a él, los saduceos, aunque odiados, han aumentado su poder. Por suerte, también nosotros tenemos cierta influencia sobre él. Su mujer es gere hasan, prosélita de la puerta.
Pilatos es de mediana estatura, ancho de espaldas; tiene unas manos grandes y torpes y los brazos bien musculados. Sobre su calva cabeza no le quedan más que unos pocos mechones de pelo rojizo. Anda pesadamente como un oso y reparte a derecha e izquierda grandes palmadas sobre las espaldas de todo el mundo. Continuamente, sin motivo alguno, estalla en grandes carcajadas. Él y Antipas se pasearon un buen rato por el jardín, hablando parecían dos perros que se están oliendo y se acercan el uno al otro con las piernas rígidas. Cada uno quería hacer ver al otro que se encontraba allí por propia voluntad, dando a entender que el otro lo hacía por mandato de Vitelio. En realidad, los dos son unos juguetes en manos del legado.
Luego volvieron del jardín y Pilatos fue a saludar a todos los que estábamos allí reunidos. Se acercó sonriendo como si fuera un tribuno que inspecciona a los nuevos reclutas. Dio una amistosa palmada en el vientre a uno de los jefes árabes, y a otro le tiró de la barba. Prorrumpía en grandes risotadas delante de cada persona, hacía muecas y guiñaba el ojo significativamente. No cuesta adivinar que donde este hombre se encuentra mejor es en una cuadra o en un cuartel. Los jefes árabes, a los que daba palmaditas como si fueran caballos, le contestaban con una risa que me recordaba el balido de una oveja. Pero en el fondo de sus negros ojos se veía hostilidad. Tanto o más odiábamos el procurador los que estábamos bajo su poder. Pero debo reconocer que con nosotros se mostraba menos rudo. Sólo a Jonatán le saludó como si se conocieran mucho:
—¿Cómo estás, Jonatán? —dijo con una mueca que debía de indicar buen humor—. Por cierto —se inclinó hacia él como si de pronto recordara algo—, ¿cuándo me traeréis el dinero?
—Lo estamos recogiendo —contestó Jonatán con una inclinación.
—Lo estáis recogiendo… —repitió burlonamente—. ¡Ja, ja, ja! —prorrumpió en una sonora carcajada, y guiñó el ojo—. ¿Crees que podrás engañarme? ¿Para qué lo estáis recogiendo? Os basta meter la mano en vuestro tesoro. Hay allí oro suficiente. Sé algo de esto. Te lo prevengo, daos prisa… —Y le amenazó con el dedo, medio en broma, medio en serio.
Jonatán, como queriendo desviar su atención en otra dirección, me presentó a él.
—Aquí tienes, ilustre procurador, al rabí Nicodemo: un gran sabio y fariseo, representante del Sanedrín.
—¡Salve!
Pilatos movió la mano con cierta negligencia.
¿Fariseo? Se sorprendió de pronto como si esta palabra le recordara algo. Se paró y preguntó. Es uno de esos que hablan de una vida después de la muerte, de un premio, de un castigo, de espíritus, ¿verdad?
—Sí, noble Pilatos —respondió prontamente Jonatán—; el rabí Nicodemo es uno de los más grandes doctores fariseos.
—¡Ja, ja, ja! —Pilatos lanzó una carcajada como un general para quien todo lo que no sea conducir una cohorte en pie de guerra y conquistar fortalezas son nimiedades de las que sólo los tontos se ocupan—. ¡Ja, ja, ja! Es divertido. Según vosotros, los espíritus vuelan así, ¿no es esto? —Y levantó una mano hasta la frente, moviendo los dedos en el aire—. A mi esposa le encantan esa clase de historias. A menudo la visitan unos fariseos y le cuentan cosas sobre espíritus. Pero nosotros, Jonatán, sabemos qué pensar de todo esto, ¿verdad? —Puso su enorme mano sobre el hombro del hijo de Ananías y soltó una carcajada estentórea que resonó por todo el castillo—: ¡Ja, ja, ja!
Al pasar delante de mí hizo un movimiento como si quisiera golpearme el estómago con su puño de gladiador, que es como un martillo. Sólo de pensarlo me sentí mareado. Pero pasó de largo y se mezcló entre los demás invitados, riendo y gesticulando.
Las borracheras fueron aumentando de día en día. Los banquetes se sucedían sin interrupción. En cierto momento vi a Pilatos rodeado de bailarinas, hablando con Herodías, que estaba recostada sobre su lecho, al otro lado de la mesa. Esta mujer, a pesar de sus años, sabe hechizar todavía a los hombres. Su cuerpo conserva una línea magnifica. Parece casi una jovencita. Pero cuando contempla a Antipas con la tierna mirada de sus negros y brillantes ojos de largas pestañas, cuesta creer que esta misma mujer se haya deshonrado ya una vez con una ilícita unión con uno de sus tíos, le haya engañado y abandonado luego para irse a vivir con Antipas, también tío suyo. A los pies de Herodías estaba sentada una muchacha joven, esbelta y de tez morena. Cuando miro a una criatura se me aparece en el acto la imagen de Rut. ¡Ojalá pudiera no pensar en ella! Creí que era una sirvienta, pero resultó ser la hija de Herodías y Filipo. La madre la hace estar allí y ella nos contempla a todos con sus enormes ojos negros.
Oí fragmentos de la conversación entre Pilatos y Herodías. Ella intentaba convencerle de que su nuevo marido desea ser su mejor amigo:
—Ya verás, ilustre procurador; te lo demostrará en el momento oportuno… Cuando más lo necesites…
—¡Nunca voy a necesitar nada de él! —contestó altivamente, mientras mordía un muslo de pavo—. Pero ya que tú me lo aseguras —echó el hueso debajo de la mesa—, estoy dispuesto a creer. —Se limpió la boca con el revés de la mano y se quedó contemplándola—: ¡Por Hécate, tienes unos bonitos hombros, Herodías! —dijo, acariciando al mismo tiempo a una de las bailarinas. Luego se inclinó sobre la mesa y comenzó a decirle algo en voz baja, pero ya no pude oírlo. Sólo me llegó una palabra que se le había escurrido como un siclo de una bolsa agujereada: «corbán». ¿Qué es lo que él puede querer del tesoro del Templo? La mujer le escuchaba sonriendo.
—Es verdad, noble procurador —asintió al fin— realmente hay allí demasiados tesoros… —Tomó una copa y la acercó a la de Pilatos volviendo a sonreírle—: ¿Bebemos? —dijo—. De lo otro me ocuparé yo personalmente, pierde cuidado.
Me había picado la curiosidad y no sabía qué pensar de aquella conversación. Consideré que debía contárselo a Jonatán. Pero él se encogió de hombros:
—¡Oh, ya sé! Varias veces ha querido convencernos de que paguemos con el dinero del Templo la construcción de una conducción de agua desde Siloé hasta la Antonia. Pero tendrá que contentarse con el proyecto: una conducción de agua, bien, ¿por qué no? Pero no con nuestro dinero. No se lo negamos y aparentamos no acabar de entender lo que nos pide. Dejemos pasar el tiempo. Ahora buscará apoyo en Herodías, ¡el necio!
Se marchó riendo y unos minutos más tarde le vi hablando alegremente con Pilatos. Comienzo a creer que le tienen más cogido de lo que nos imaginamos.
La fiesta degeneró en una orgía. Bailarinas árabes y nubias ejecutaban sus bailes y luego se mezclaban con los invitados. Los reyezuelos árabes eran los que más se divertían. Los criados servían una tras otra las ánforas de vino y acompañaban a los vomitorios a los que querían vaciar sus estómagos demasiado llenos. Mi repugnancia aumentaba por momentos. Pilatos se destornillaba de risa en un extremo de la mesa y repartía fuertes palmadas que resonaban hasta el techo. Al otro extremo estaba sentado Antipas, cada vez más sombrío a pesar de su borrachera, que iba en aumento. Entre él y Pilatos había nacido una visible hostilidad. En vano Herodías trataba de aproximarlos. Continuaban tan ajenos el uno al otro como los árboles en las márgenes opuestas del Jordán. Antipas parecía ser el que oponía más resistencia; era evidente que desconfiaba de la ruidosa familiaridad del procurador.
Cierta mañana, cuando los invitados, cansados de la orgía nocturna, roncaban aún sobre sus lechos, salí al jardín para rezar mis oraciones matinales. Al volver, me encontré con Antipas: el rey estaba solo y caminaba con aire sombrío, con las manos cruzadas a la espalda. Pensé que pasaría junto a mí sin hacerme caso. Pero, al verme, me llamó como si precisamente me hubiera estado buscando. Me cogió del brazo y nos dirigimos al fondo del jardín.
—Debe de indignarte, rabí —dijo, mientras caminábamos a lo largo de una avenida de palmeras que conservaban aún el frescor de la noche todo lo que está ocurriendo aquí estos días. Tú eres fariseo y un hombre recto y piadoso… Pero no deberías indignarte. No tengo más remedio que hacerlo así para todos los no circuncisos que están aquí —hablaba como si desde tiempos inmemoriales fuese un seguidor de la Ley, cuando no lo fue hasta que Herodes se avino a que los hijos de Malthake fueran circuncidados—. Si no tratara de vivir en buenas relaciones con todos ellos, acabarían por destrozarme. Este Pilatos es una alma mezquina y, para congraciarse con Tiberio, sería capaz de contarle no sé qué calumnias… Agripa también querría aniquilarme. Se cree superior a mí porque es nieto de Mariamme… Igual que Alejandro, pero éste es más tonto. Por todas partes sólo veo enemigos… La vida es una lucha contra todos. He de estar continuamente en guardia. Yo sólo deseo la paz. No me importa que Pilatos «reine» en Judea. Me basta con lo que tengo… Herodías me ama, y podría ser feliz… Pero tampoco me dejan disfrutar de esta felicidad. Por todas partes hay gente mala y envidiosa… Como vuestros saduceos, por ejemplo. ¿Qué quieren de mí? Por un lado halagan a los romanos, por otro hacen negocios con Pilatos. ¿Puede uno ser honrado en un mundo en que nadie lo es? Rabí, tú que eres tan sabio, dime: ¿Se puede luchar continuamente contra todos y no tener a nadie en quien apoyarse?
Dimos la vuelta a un pequeño estanque iluminado por el sol que parecía un bloque de ámbar rojo y dorado en el que hubieran quedado aprisionados unos pececillos de ojos saltones y colas como un solo de muselina. Volvimos lentamente hacia el palacio.
Dímelo continuó. Pero no esperó mi respuesta. Me iba arrojando sus penas como una comida mal digerida. Por todas partes enemigos y sólo enemigos. Comenzó a contarlos con los dedos, Pilatos. Vitelio, Tiberio, Agripa, Alejandro, Filipo, Aretas, los saduceos…—. Vosotros también me sois hostiles… Me creéis un impío, lo sé. Él también es tan severo… Pero yo únicamente deseo paz y un poco de felicidad. Herodías me ama y me cuida. Nadie me ha amado nunca, nadie me ha cuidado. Nunca podía saber si un día cualquiera me darían un veneno. No podía fiarme ni de mi mujer. Por esto la devolví a su padre. Herodías me seguiría hasta los confines del mundo. ¡A su lado estoy seguro! ¡Qué me importa que haya sido mujer de Filipo! Ella no le quería, ni él a ella.
¡El despreciable hijo de un padre malvado me había escogido como confidente de sus penas! Cree que todos le odian (y en esto no se equivoca), que está rodeado de enemigos que amenazan su vida y que sólo Herodías le protege contra los peligros. En este hombre, mezcla de idumeo y samaritano, han revivido todos los temores de Herodes. Ahora, por un exceso de afecto, debería envenenar a Herodías y luego construir un palacio en su honor, como hizo su padre con la madre de Alejandro y Aristóbulo.
—¿Por qué él me lo reprocha? —estalló de pronto cuando entramos de nuevo en la sombreada avenida en dirección al estanque—. Yo le tenía en gran estima, y le tengo aún. Es un rabí sabio y santo. Es un profeta. Le venero como veneraría a Elías o a Isaías si volvieran a la tierra. No le condenaré a muerte aunque ella lo desea… Pero ¿por qué me trata así? ¿Qué le he hecho? Él dice que he obrado peor que David con Urías ¡Yo no he hecho matar a nadie! Yo sólo amo a Herodías y ella me ama a mí…
Entonces recordé a Juan. Últimamente había olvidado por completo que él estaba encerrado en una mazmorra de la fortaleza y que, mientras sobre su cabeza se organizan banquetes y fiestas, él en su prisión sueña con la libertad perdida. Este necio le tiene encerrado, pero aún le teme. Herodes era un lobo astuto, pero valiente. En cambio, Antipas, como una vez dijo con razón el maestro, no es sino un zorro capaz de merodear de noche, pero sin atreverse a plantar cara de día. Nunca logrará hacer una acción grande.
—Juan —me aseguraba con insistencia, quizá pensando que todos los fariseos somos de la misma opinión— es un santo profeta. Me gusta hablar con él. Le escucho. Haría todo lo que me dijera. Incluso lo hice. Pero no renunciaré a Herodías. ¡No! ¡No! La amo y ella me ama. Sólo a su lado estoy seguro. La necesito. A su lado puedo ser bueno, justo, caritativo. Un rey para ser bueno, necesita que le amen. Tengo entendido que vosotros, los fariseos, conocéis una ley según la cual hay muchos motivos por los cuales se puede dar una carta pidiendo el divorcio. Filipo le dará una carta así, seguro que se la dará… ¡Le obligaré a que se la dé! Juan no quiere ni oír hablar de esto. No se puede hablar con él porque en seguida grita y amenaza.
Estuve paseando así durante más de una hora, de un lado a otro del jardín, mientras él me hablaba siempre de lo mismo. Por fin, para librarme de él, le dije que estaba dispuesto a entrevistarme con Juan para ver si le convencía de que no debía juzgar tan severamente las relaciones entre Antipas y Herodías. Esta idea le entusiasmó. Quería darme las gracias. Sentí cerca de mi rostro sus repugnantes y siempre húmedos labios. Exclamó que por fin había encontrado a un amigo. Mandó llamar al jefe de la guardia y le encargó que me escoltara hasta la mazmorra del prisionero.
De este modo fui a visitar al profeta de Bethabara, aunque hubiera podido hacerlo sin la ayuda de Antipas: la enrejada ventana de su celda da a un patio por donde el hijo de Zacarías puede comunicarse con sus discípulos, darles sus enseñanzas y consejos. Bajé por unos resbaladizos peldaños de piedra. En la mazmorra, sobre un jergón de paja, yacía un hombre. Le reconocí en el acto, a pesar de lo mucho que había cambiado durante aquellos años. Estaba delgado y envejecido y su piel, antes bronceada por el sol, tenía ahora un color pardo amarillento de tela descolorida. Allí nadie le torturaba, no llevaba cadenas y a su lado, en el suelo, había una cesta repleta de excelente comida. Pero a un hombre como Juan nada puede compensarle el sufrimiento de sentirse cautivo. Por esto quizá sus claros cabellos comienzan a volverse blancos y su rostro, crispado y surcado por infinitas arrugas, tiene las mejillas hundidas como un odre vacío.
Cuando entré, el prisionero no se movió. Ni siquiera levantó la cabeza. Yacía con el cuerpo medio fuera del jergón; un rayo de sol caía sobre su rostro como una mancha luminosa. Meditaba… o quizá no pensaba en nada y sólo exponía la cara a la caricia del sol. Cuando me acerqué a él, abrió lentamente los ojos y se incorporó. El guardia salió, dejándonos solos en la oscura celda, que aparecía aún más oscura a causa de aquella oblicua columna de luz solar que se clavaba en ella. Pero pronto mi vista se acostumbró a esta mezcla de luz cegadora y oscuridad absoluta. El hombre estaba sentado frente a mí, apoyado en sus rodillas levantadas. La larga sombra de su nariz le alargaba el rostro: no podía verse si tenía la boca abierta o cerrada. Levantó la cabeza y, al desaparecer la sombra que producían sus cejas encrespadas, pude ver los ojos del profeta. Aquellos ojos eran lo que menos había cambiado; seguían siendo soñadores como antes. Eran los de un ser que busca y espera algo. Ya no quedaba en ellos ni sombra de su indignación contra todo lo que le rodeaba. Parecían barcos que hubieran entrado para siempre en alta mar. Por de pronto tuve la impresión de que volvían de aquella alta mar. De nuevo se encendió en ellos el fuego de antes y sus párpados se agitaron como velas movidas por el viento. Oí una voz ronca y baja, la misma que entonces tronaba a orillas del río.
—¿Ya vienes a buscarme?
—Rabí… —comencé. No comprendí su pregunta. Experimenté cierta timidez ante aquel hombre que hablaba sin temor alguno ante multitudes enteras—. He venido a visitarte. No debes de acordarte ya de mí. Una vez estuve contigo en Bethabara…
—Es posible —admitió, como si no quisiera hacer el esfuerzo de recordar—. Eres fariseo, ¿verdad? Asentí con un movimiento de cabeza. Supuse que seguiría interrogándome. Pero no dijo ni una palabra más. Parecía como si de nuevo se hubiera alejado de la orilla a la que yo le había llamado.
—Entonces, rabí, me mandaste esperar —agregué después de una pausa—. Y me dijiste que sirviera, pero que supiera renunciar al servicio…
Levantó la cabeza y fijó en mí una mirada como si yo acabara de decir algo enormemente importante, algo que se introduce en la mente con lentitud e insistencia. Era una mirada interrumpida en su trayectoria como agua pasada por un tamiz.
—Sí —repitió despacio—: saber renunciar… —Me pareció que no se dirigía a mí—. Renunciar —repitió— como aquel que entrega al amigo su prometida y, cuando los dos se alejan seguidos de sus invitados, él se queda solo pero feliz por la felicidad del amigo. Cumplir su obligación y luego desaparecer. Quemarse como una lamparita hasta la última gota de aceite… Y no arrepentirse de nada…
Levantó aún más la cara y el sol le inundó con su luz las delgadas mejillas y los labios, fuertemente apretados. Parecía una persona que, después de una larga temporada de calor, expone su rostro a las primeras gotas de lluvia refrescante. Pero al poco rato aquella expresión soñadora se transformó en un sentimiento de disgusto a impaciencia. De pronto exclamó:
—¿A qué has venido? ¿Qué quieres de mí?
Su voz comenzaba a ser violenta. «¿Qué quieres?». Era como el sonido de unos truenos a orillas del Jordán.
—Rabí —quise explicar tímidamente—, entonces decías, enseñabas…
—Entonces —exclamó con acento dolorido —todo era diferente. Entonces yo era la voz. La voz del que clama en el desierto. Entonces era el momento de preguntar y de contestar… Hoy —se pasó la mano por su delgado pecho desnudo—, ¿quién soy yo? ¡Nadie! Me han arrancado la lengua. Soy el silencio… Ve con él, es a él a quien debes preguntar. —Bajó la cabeza hasta apoyar la frente en las rodillas: su respiración se hizo entrecortada.
Entonces me pareció que le había comprendido. Su cántaro estaba lleno hasta los bordes. Vino otro y le quitó los discípulos mientras él mismo iba a parar a una mazmorra. Bajo la piel de sus costados vi cómo sus costillas se estremecían con violentas sacudidas. Todo su cuerpo era presa de escalofríos.
—¿Por qué te quedas ahí parado? —me dijo, sin levantar la cabeza—. Te lo repito: ve con él. Él debe crecer, mientras yo voy disminuyendo, encogiéndome, y cuando vengan por mí seré como un niño. —Su voz, irritada e impaciente, se hizo luego suave y persuasiva—. Ve… ¿Qué esperas de mí? Ahora soy un árbol seco. Es él quien tiene hojas ahora.
Se irguió con esfuerzo, apoyándose contra la pared. Su respiración se hizo honda y pausada. Le pulsaban las sienes.
—Él es la vida —siguió murmurando en voz baja—: el ciego ve, el cojo anda, el leproso queda limpio, el miserable oye la buena nueva… Sí, él es… —Cerró los ojos y movió la cabeza—. Ve con él. Y que otros vayan también. Él lo sabe todo. Él ha venido del Cielo. Él dice la verdad. Mis discípulos lo han seguido: mis buenos, mis inteligentes discípulos. Sólo yo no puedo seguirlo…
No pude dejar de preguntar:
—¿Tú seguirlo a él? Si fuiste tú quien le bautizaste y no él a ti… Sonrió cama sise compadeciera de mi falta de fe.
—La madre cría al hijo, pero el hijo, al crecer, se hace mayor que ella. Él quería que la lluvia celestial cayera primero sobre las manos de los hombres y de allí a la tierra. Él quiere nuestro canto, pero cuando a nosotros nos falla la voz él lo termina y lo hace más hermoso que el nuestro… Nuestro espíritu tiene un límite. Sólo él no conoce límite alguno. El Padre se lo ha dado todo. Quien vaya con él lo habrá ganado todo…
—¿Así pues, crees tú, rabí, que él es… —me arrodillé junto al lecho de paja— que él es el Mesías?
Me contestó con una estrofa de Ezequiel:
—«Ya no habrá en Israel más visiones falsas, ni profecías que no podamos comprender». —Volvió a su canto—: El ciego ve, el muerto ha resucitado, el pobre ha oído la palabra de consuelo. ¿Preguntas si él es el Mesías? —dijo, como si aún no hubiera contestado a mi pregunta—. Él es aquel que había de venir. Para él he estado allanando los caminos. He estado anunciando su llegada. Ha venido y ha traído la salvación. Seguidlo a él y a mí dejadme. ¡Dejadme! —Sus palabras eran de nuevo violentas. Gritaba como si en la mazmorra hubiera muchas personas y no realmente yo—. ¡Dejadme! ¡Yo soy como una concha vacía! Como uno de esos enfermos que quedan en el camino después de su paso. ¡Seguidlo! Yo ya no puedo servirle. No tengo con qué. Ya no me necesita…
En otra ocasión te escribí lo triste que es la suerte de los profetas que llegan al final de sus profecías. Las palabras de Juan están veladas por el dolor. Lleva en su interior un gran vacío, pero ni una sombra de rebelión. ¡Qué extraño! Justamente él, que se cree el último de los profetas, hubiera debido esperar otra clase de Mesías.
Pero, en lugar de esto, se está torturando por otro motivo. Parece como si envidiara a sus discípulos que han seguido al maestro de Nazaret. Ellos se han ido y él no ha podido ir… Y esa extraña frase de Jesús: «Juan es más pequeño que los moradores del reino»… Parece como si estos dos seres estuvieran ligados por un misterio que yo soy incapaz de descifrar.
—Pero tú eres un gran profeta —le dije, queriendo consolarle.
—No soy profeta —negó del mismo modo que cuando se lo preguntamos en nombre del Sanedrín—. Soy la voz que ha dejado de oírse… ¡Ahora ya no hace falta la voz! —exclamó de pronto.
En sus palabras vibraba aún la nota de dolor, pero, su rostro se iluminó igual que cuando, por encima de mi hombro, vio venir al galileo. Hablaba con calor, fijando los ojos en la columna de luz llena de relucientes partículas de polvo.
—Ahora todo hablará: las personas, los árboles, las piedras, las estrellas. Él ya no necesita mi voz…
—Pero no todos le siguen —observé.
Me pareció ver una sonrisa sobre su oscuro rostro. Asintió levemente con la cabeza.
—Lo sé, no queréis recibirlo. Pero él os llamará —aseguró con una fe inconmovible—, y a cada uno en su día. A mí también. Todavía una vez voy a serle útil. Una sola vez… La última…
¿Podía yo suponer entonces que aquélla era mi última entrevista con Juan, que le quedaba tan poco de vida?
Después de seis días de diversión continua, los invitados de Antipas habían comenzado a sentirse hastiados. Pero aquella noche la animación creció de nuevo. Antipas —o mejor dicho, Herodías, que por todos los medios trata de mejorar las relaciones entre Antipas y Pilatos— hizo servir a sus invitados, en vez de vino, una bebida embriagadora elaborada en Siria con granos de maíz; pretendía excitarlos de nuevo a la incontinencia. El efecto fue inmediato. Los comensales se lanzaron a un frenético torbellino de diversiones licenciosas. Bebían y comían, comían y bebían, gritando desaforadamente, riendo e importunando a las bailarinas y a las mujeres que repartían entre ellos las cestas con frutas. La orgía de los días anteriores se convirtió en un verdadero desenfreno que recordaba los repugnantes festejos frigios en honor de su divinidad. No sé quiénes llevaban más la voz cantante, si los romanos, los griegos o los idumeos. Jonatán también tomaba parte en ellos. Bajo la luz de las lámparas medio veladas por el humo del incienso, bajo las guirnaldas de flores y entre el olor a sudor, aceite, vino y salsas de carne, se veían unas masas informes de cuerpos medio desnudos entrelazados, agitándose como en un ataque de fiebre. Yo, desde mi rincón, contemplaba todo aquello con infinita repugnancia. Estaba aguardando el momento de poder escabullirme de la sala sin ser visto, Cuando miro un espectáculo como aquél no sólo me siento asqueado, sino también extrañamente ajeno a todo. Me siento distinto… Pero creo que esto me ocurre no sólo en casos como éste… ¿Es a causa de la enfermedad de Rut? ¿O será por los ayunos y los años pasados estudiando las Escrituras? Siento que soy un hombre diferente de todos y esto me produce malestar. Es como le dije en aquella ocasión: ¡me falta algo… me falta algo…!
Vi a Antipas entre la multitud. Permanecía sentado en el trono y a su lado, inclinada hacia él, estaba Herodías. El tetrarca le rodeaba el talle con el brazo, pero ella se lo apartó. Le hablaba como si quisiera convencerle de algo o pedirle algo. Por segunda vez apartó su brazo y se fue de su lado, muy erguida la cabeza y con cara de ofendida. No la creo capaz de ceder. Antipas la llamó, pero ella siguió sin volver la cabeza. Se recostó en su lecho, al otro extremo de la sala.
Alguien, inesperadamente, me dio un empujón tan fuerte que estuve a punto de caer. Me volví, irritado; estaba seguro de que había sido algún criado por distracción. Pero me encontré cara a cara con Pilatos. El procurador andaba tambaleándose. Tenía los ojos medio entornados; un mechón de pelo rojo se le pegaba a la frente sudorosa.
—¿Te he empujado? —preguntó con aire provocativo como si quisiera iniciar una pelea. Pero en seguida soltó una carcajada—. ¡Ja, ja, ja! Eres tú, el fariseo —apoyó su manaza en mi hombro—. Bueno, no te enfades. ¿No te habré impurificado al tocarte? ¡Ja, ja, ja!
No apartó la mano de mí, sino que me atrajo aún más hacia él, como si quisiera abrazarme. (¡Qué asco: por la mañana Antipas, por la noche este romano!).
—No te enfades —repitió—. Después podrás lavarte. Hay que lavarse; hay que tener baños, lapidarios, sudatorios, fuentes… El agua es necesaria. ¡Ja. Ja, ja! Escúchame, amigo fariseo —mientras él hablaba sentí sobre mi nuca su brazo afeitado y su aliento fétido sobre mi rostro—, dicen que eres terriblemente rico.
Esperó unos momentos y se rió otra vez.
—Me gustan los ricos. ¿Nunca me has necesitado para nada? ¿Por qué? ¿Cómo es que nunca has venido a verme? Quiero conocerte más a fondo. Escucha… Quiero que vengas a verme… Recuérdalo… El agua es muy necesaria… Te lo aseguro… Tú te lavarás y yo me bañaré. ¡Ja, ja, ja!
Fue tambaleándose en dirección a la mesa. Al pasar junto a Herodías, la reina le detuvo por una punta de la túnica. Se inclinó sobre ella. Le vi acariciarle desvergonzadamente el brazo hasta la espalda. Herodías se reía mirándole a los ojos. Pensé que estaría borracha y que si en aquel momento se le hubiese ocurrido echar los brazos al cuello de Pilatos, Antipas hubiera sido capaz de matarla. Llegaron a mis oídos las palabras del procurador: «¿Qué, preciosidad, ya lo has pensado?». No pude oír la respuesta. Sólo vi a Herodías pasar los dedos por la tensa mejilla del romano. Él, entusiasmado, quería sentarse a su lado. Pero allí estaba Salomé. Herodías hizo levantar a la niña, la llamó y le dijo algo señalando el centro de la sala. La pequeña alzó tímidamente los brazos y se tapó la cara con ellos. Parecía como si la asustara lo que su madre le pedía. Ahora fue Pilatos quien le habló, y sus palabras hicieron que Salomé se apartara de ellos con expresión de dignidad ofendida. El romano se acomodó, riendo, al lado de la reina.
Busqué con la mirada a Antipas. Seguía sentado en el trono, pero vi que estaba observando atentamente el comportamiento de Pilatos. Si Herodías quería acercar a aquellos dos hombres, ahora lo había estropeado todo. O quizá no: es tan astuta que hay que suponer que aquello formaba parte de algún juego complicado. Los ojos de Antipas echaban chispas y sus manos apretaban convulsivamente el pie de su pesada copa. Parecía como si el tetrarca, de un momento a otro, fuera a levantarla y lanzarla contra el romano. Pero procuraba dominarse y bebía un trago detrás de otro.
Mientras tanto, la pequeña Salomé, echada del lado de su madre, había quedado en medio de la sala, intimidada, en el espacio donde antes bailaban las danzarinas libias. Cuando contemplo una silueta infantil se despiertan en mí dos sentimientos contradictorios: uno de ternura y otro de enojo al ver ante mí a una criatura sana. Al principio la niña me dio pena; tenía un aire inocente y parecía extrañamente solitaria entre aquella desenfrenada multitud. De puntillas dio una lenta vuelta como si de pronto sintiera curiosidad por toda aquella gente de la sala. Nadie se fijaba en ella. Las mujeres que habían bailado antes estaban ahora recostadas en los lechos de los invitados. Los gritos de los hombres borrachos se mezclaban con sus risas chillonas Seguí mirando a la pequeña. Con un movimiento medio displicente y medio divertido levantó los brazos y dio otra vuelta de puntillas. Parecía como si imitase el baile que acababa de ver. Los músicos árabes seguían tocando sus melodías, acompañándolas con el son de los tambores, pífanos estridentes y gritos salvajes. Salomé continuaba dando vueltas cada vez más rítmicamente. Sus menudos pies se movían, ágiles, acompañados por el tintineo de los brazaletes de plata que llevaba en los tobillos. Parecía imitar lo que había visto antes, pero su baile era muy diferente del de aquellas mujeres adultas. Parecía más maduro… Aquella jovencita de cuerpo todavía infantil parecía entender mejor que ellas el significado de aquellas contorsiones, de aquel balanceo, de aquel movimiento de piernas. Las esclavas no hacían sino repetir las figuras que les habían enseñado. Ella parecía matizar su significado obsceno. De aquellas vueltas tímidas fue pasando a unos movimientos cada vez más vivos. Los músicos, al ver bailar a la princesa, comenzaron a tocar con más ímpetu y entusiasmo. Salomé también aceleró el ritmo del baile. Era como si hubiera olvidado a todos los que la rodeaban, atenta sólo al hechizo de la música. Sus movimientos perseguían el ritmo salvaje de la melodía beduina. De entre los pliegues de la cuttona surgía su delgado cuerpo moreno de talle flexible y muslos largos y finos; sus pechos florecían como tiernos capullos después de la lluvia primaveral. Costaba creer que no conociera el significado de aquellos movimientos. Yo no podría soportar que Rut… ¿No podría soportarlo? ¿No sería mejor que pudiera bailar aunque fuera de ese modo?
Ahora incluso los invitados se levantaron y rodearon a la danzarina. Centenares de manos acompañaban con palmadas el ritmo de la música. Ojos ardientes de pasión devoraban a Salomé. Aquella desvergonzada pantomima absorbía la atención de todos. Incluso yo, al mirarla, sentía cómo, a pesar mío, se iban despertando en mí unos impulsos terribles… Hay momentos en que aun las más bellas halakás se desvanecen y huyen de nuestra mente como el humo. Somos más débiles que nuestro cuerpo… Cuando Salomé hacía algún movimiento más expresivo, del círculo de hombres que la rodeaban salía una especie de aullido de lobo en una noche de luna. A veces se oían sólo unas risas cortas, excitadas…
Alguien se abrió paso con violencia hasta la primera fila del círculo. Era Antipas. Tenía las mejillas pálidas, respiraba jadeante, en sus labios había una mueca de crueldad. Perseguía con la mirada a la niña, pero al mismo tiempo sus ojos se movían una y otra vez hacia Herodías, que se había levantado y estaba al otro lado, apoyada en Pilatos. Entre aquella multitud de gente excitada, el tetrarca y su mujer eran como la personificación de la sensualidad. Salomé parecía una mariposa que volara entre dos flores. Tomó sobre sí la furia de sus deseos, de su amor y de su odio…
Pero entonces algo imprevisto hizo que la niña volviera de su arrebato. En su rostro, petrificado, apareció una expresión de miedo y turbación. De pronto dejó de bailar y, como un animalito asustado, recorrió el círculo buscando por donde poder huir. Pero la gente no quería que interrumpiera el baile. Al fin corrió hacia su madre y escondió la cabeza debajo de su brazo.
Entre los invitados estallaron risas y gritos. La excitación general se transformó de nuevo en orgía y una de las bailarinas comenzó a dar gritos histéricos perseguida por un tribuno romano. Los reyezuelos árabes volvían a sus lechos empujando ante sí a las mujeres como a un rebaño de cabras. De pronto se oyó la voz de Antipas: —¡Salomé, continúa bailando!
La niña volvió un poco la cabeza, pero de nuevo la escondió bajo el brazo de su madre.
—¡Salomé, baila! Baila otra vez. —Antipas hablaba con violencia. Se acercó a la niña—. Baila… Te daré a cambio unos hermosos pendientes, unos brazaletes. —La pasión insatisfecha le hacía vibrar las aletas de la nariz. Baila otra vez, Salomé…
El tetrarca hablaba a la pequeña, pero sus palabras parecían dirigidas a Herodías.
—¡Baila! Te daré una esclava, dos esclavas. Te daré un puñado de corales, perlas, una sortija, dos sortijas… Podrás escoger del tesoro lo que quieras, ¡pero baila!
En vez de contestar, la pequeña se escondió más aún detrás de la madre.
—¡Baila! —continuó Antipas. Su ronca voz se hizo violenta, salvaje—. Baila, te lo pido. ¡Yo, el rey, te lo pido! Baila… —Estaba borracho; las piernas no le sostenían y se le trababa la lengua Baila, ¿me oyes? —gritó—. Te lo ordeno… Si no me obedeces… ¡Ordénale que baile! —dijo a Herodías.
—¿No ves que la niña es tímida? —contestó ella, mirando fijamente al marido.
—Es tímida, pero antes bien ha bailado —gritó—. ¡Volverá a bailar para mí! ¿Lo oís bien? —A su fiebre se unía ahora la violencia—. ¡Lo hará! Antes no bailaba para mí, pero ahora lo hará sólo para mí. Nunca me habías dicho que supiera bailar así… Me lo ocultabas para que ahora, para… para… ¡Tú!
—Antipas… —dijo fríamente Herodías.
Su voz tenía un sonido metálico y su mirada rechazaba con firmeza el ardiente fuego de los negros ojos del rey. Dicen que la mujer puede amar a un hombre hasta la locura. Pero el amor de Herodías sabe dominar la locura. Le miraba como un domador a sus fieras, y este idumeo, cuyo padre mataba sin piedad a los que más amaba, se dejaba vencer por esta mirada. Herodías es más la nieta de Herodes que Antipas su hijo. Apagado su ardoroso empuje, comenzó a decir, malhumorado:
—Que baile… Dile que baile para mí. Haré para ella lo que pida —y en un nuevo arranque comenzó a golpearse el pecho con el puño—. ¡Todo! ¡Tendrá todo lo que desee! Aunque sea la mitad de mi reino… Escuchadme —exclamó mirando a los invitados—: si la pequeña Salomé baila para mí una vez más, le daré todo lo que me pida, aunque sea la mitad de mi reino…
Pilatos soltó una carcajada,
—¡Ja, ja, ja! Esto significa el fin del tetrarca. ¡Tendré que escribir al César para decirle que ahora tenemos una reina en lugar de un rey!
Pero Antipas no oyó estas palabras. Estaba excitado, se movía, daba palmadas y gritaba:
—Si Salomé baila para mí, doy mi palabra de rey de que le daré todo lo que desee. ¡Venid, venid a ver cómo baila la pequeña Salomé!
La madre se inclinó hacia la niña y le estuvo hablando un rato en voz baja. La niña asintió lentamente con la cabeza, y se colocó, obediente, en el centro de la sala, en medio de un nuevo círculo de personas. La música volvió a sonar con su ritmo violento y salvaje. En el rostro de Salomé se leía timidez y miedo. Tenía los ojos fijos en su madre, como si esto le diera fuerzas. ¡Qué poder tiene esta mujer para obligar a los otros a depender de ella! Herodías sonrió a la niña y ésta le devolvió la sonrisa. Echó la cabeza hacia atrás y sus pequeños pies comenzaron a moverse, primero lentamente, como si pisara uvas en un lagar, y luego de prisa, cada vez más de prisa, hasta que por fin se lanzó al torbellino del baile. De nuevo vi su cuerpo moreno entre las arremolinadas gasas, sus grandes ojos, los labios entreabiertos y sus manitas ejecutando mil rápidos movimientos. Todo el impudor de aquel baile volvió a hacerse patente. Intenté no pensar en lo que aquel baile significaba, procurando recordar que tenía ante mí a una criatura… ¿Se puede hablar de justicia en un mundo en el que los niños viven para servir al libertinaje de los mayores? No podía dejar de pensar: si fuera Rut… La gente aplaudía, y su respiración, fuerte y jadeante, se hacía tan rápida como sus palmadas. Antipas aplaudía también. Su cara irradiaba alegría, orgullo y voluptuosidad. Por el escote de su desabrochada cuttona mostraba el pecho cubierto de pelo negro y rizado. Movía sus gruesos labios como si saboreara algo glotonamente. Sus ojos seguían a Salomé o se volvían hacia Herodías. Vencí la excitación que se había apoderado también de mí y me dirigí hacia la salida; quería aprovecharme de que todos estaban absorbidos por el baile para huir de la fiesta. Pero en aquel momento Salomé, después de ejecutar un ademán obsceno, se paró. Hizo una rápida inclinación ante Antipas y, de un salto, se colocó al lado de su madre. Si no lo hubiera hecho, la multitud, enardecida, la hubiese lastimado. Centenares de manos se tendían hacia ella. Las respiraciones, jadeantes, se convirtieron casi en un grito. Los reyezuelos idumeos hacían chascar la lengua y pellizcaban de entusiasmo a las bailarinas.
De nuevo no se oyeron más que gritos, carcajadas y risitas. Pero la voz de Antipas dominó toda aquella baraúnda.
—Ven, ven aquí, mi querida, mi hermosa palomita… Has bailado maravillosamente…
Herodías dijo algo a su hija y ésta, tímidamente y de puntillas, se acercó al tetrarca.
—Ven, quiero darte las gracias. Has alegrado mi corazón. Nunca ha bailado nadie como tú. Ha sido maravilloso. —Le puso las manos en los hombros y la besó tiernamente en la frente—. ¿Verdad que has bailado sólo para mí, verdad que sí? Ahora pídeme lo que quieras. ¿Me oyes? Juro ante todos los presentes que te daré todo lo que desees. Habla, no temas. Oro, esclavas, un palacio, todo, todo lo que pidas será tuyo. ¿Oyes, honorable procurador? —dijo, dirigiéndose a Pilatos—. Porque ha bailado para mí como no lo había hecho nunca nadie, recibirá todo lo que desee. Habla, Salomé, habla fuerte para que todos te oigan.
Se hizo un gran silencio. La pequeña miró a su madre, que hizo un pequeño ademán can la cabeza. Entones Salomé se escurrió ágilmente de los brazos de Herodes, retrocedió unos pasos, se irguió como si fuera a dar un salto y dijo:
—Puesto que quieres recompensarme —su voz era profunda, nada infantil y un poco temblorosa dame ahora mismo, en una bandeja, la cabeza del falso profeta que está en tu prisión…
Dicho esto, fue corriendo a esconder la cabeza en el regazo de Herodías. El silencio se hizo aún más impresionante, tan grande que podía oírse el zumbido de los mosquitos alrededor de los candelabros.
—¿Quieres la cabeza del rabí Juan, el Bautista? —preguntó Antipas lentamente como si no quisiera dar crédito a sus propios oídos. Miró a Herodías y se reflejó en sus ojos un miedo mortal—. ¿Es que el vino os ha ofuscado el cerebro? —preguntó con voz chillona, casi de mujer—. Este hombre es santo, es de Dios —gritaba cada vez más, como un condenado que rechaza las acusaciones ante los jueces—. ¿Sabéis qué puede ocurrir si yo levanto la mano contra él? ¡Eres tú quien le ha sugerido esto!
Se acercó a la niña y se inclinó para tener su rostro a la misma altura que el de ella.
—Salomé —dijo—, te daré todo lo que desees. No escuches a tu madre. Te daré oro, perlas, sedas, esclavas, caballos… Pídeme lo que quieras. Dilo tú sola. ¡Pronto!
Pero ella, con voz ahogada como antes, repitió:
—Dame la cabeza del falso profeta…
—¡Maldición! —vociferó ¡Me has cogido en una trampa!— gritó a su mujer—. Nunca he querido concederte esto. ¡Me has hecho caer en una trampa! Le daré todo menos esto… ¿No lo sabes? Un rey que mata a un profeta pierde su reino para siempre…
—Te estás comportando como un niño —respondió tranquilamente Herodías, y añadió más bajo—. Ya te lo he dicho: o él o yo. ¿Qué puede ocurrirte, puesto que yo cuido de tus bienes? Luego habló con voz fuerte para que todos pudieran oírla—. Has dicho que le darías lo que te pidiera: has dado tu palabra de rey…
—He dado mi palabra —gimió.
De nuevo estaba apagado, anonadado. Miró la sala y los invitados como si los viera por primera vez. Debió de ver a Pilatos sonriendo burlonamente, pero no le contestó con una mirada de odio. Parecía buscar en torno suyo una salida de aquella situación. De pronto, como un hombre que se agarra a cualquier madero, sin comprobar siquiera su solidez, exclamó:
—El procurador romano me censuraría por semejante acto…
La mirada de todos se posó en Pilatos. Éste seguía sonriendo, pero ahora su sonrisa era amable. Las palabras del tetrarca debieron de halagarle.
—Tú eres el rey —dijo— y él es prisionero tuyo… Parece ser que trataba de sublevar a la gente… Haz lo que mejor te parezca…
Antipas miró desesperadamente a Herodías.
—Has jurado —dijo ella.
—¡No puedo matarle! —gritó.
—Así, ¿prefieres quebrantar tu palabra?
Salomé repitió con voz lenta, como un lorito amaestrado:
—Dame la cabeza del falso profeta…
—Dale lo que le prometiste —insistió Herodías.
—Provocaréis una desgracia, una desgracia horrible —gimió. El miedo había enfriado su pasión. Tenía lágrimas en los ojos. Parecía un repugnante muñeco henchido de dolor impotente.
Oí, como en un susurro, la voz de Herodías:
—Yo estoy a tu lado…
—Pero ¿para qué matarle? Ya no puede hablar, está encerrado —intentaba él explicarle.
Ella se encogió de hombros.
—Mientras viva siempre podrá recuperar la libertad. Entonces tendrás una rebelión en todo el país, una guerra… Los romanos tomarán cartas en el asunto —añadió aún más bajo.
—Es un profeta —repetía Antipas—, un santo profeta…
—No tiene nada que profetizar —contestó ella con impaciencia—. Ahora eres rey. Luego… —hizo un movimiento despectivo con la mano—. El presente es lo único que importa…
—¡Ay! —se lamentaba Antipas—. ¡Ay, ay! ¿Por qué le ordenaste bailar? No hubiera tenido que prometer nada…
—Tú mismo lo has querido.
—¡Sí, yo mismo, yo mismo! ¿Por qué ha bailado?
La niña repitió otra vez:
—Dame la cabeza del falso profeta…
—Dásela —dijo Herodías con tono imperativo—. ¿No has oído lo que ha dicho el romano? Pensará que lo que tú quieres es encubrir a un hombre que intenta provocar disturbios en Judea…
El tetrarca lanzó un profundo suspiro. Con la cabeza entre las manos, encorvado, se dirigió con paso lento hacia el trono. Se sentó en él. La sala continuaba sumida en el más absoluto silencio, sólo se oía el crepitar del aceite en las lámparas. Por último, Antipas llamó al jefe de su guardia personal:
—¡Proxenio! ¡Ve, corta la cabeza al rabí Juan y tráela aquí en una bandeja!…
Proxenio se inclinó y salió. Nadie se movía y el silencio se hacía más denso por momentos. La gente, con los labios separados, se quedó inmóvil como queda el Jordán en el espeso abrazo del mar de Asfalto. Las mujeres se agrupaban por los rincones, asustadas. Todos los presentes estaban horrorizados. Se movían las luces y unas ráfagas agitaban la cargada atmósfera de la sala. Oyese un grito lejano, salido de algún punto apartado y profundo del palacio. La respiración de todos se hizo más fuerte. Era como el momento precedente a la caída del primer rayo desde el cielo negro y denso. El desenfreno y la embriaguez se habían disipado por completo. Parecía como si todos desearan levantarse y huir y nadie se atreviera a hacerlo el primero. Oímos unos pasos, primero en los lejanos corredores del palacio, que fueron acercándose poco a poco, rápidos y lentos a la vez, cada vez más fuertes. Cada paso resonaba en nuestros corazones como un sonajero agitado con violencia. El hombre seguía andando y el ruido de sus pasos nos parecía ensordecedor. Por fin el soldado apareció en el umbral de la sala. Cuando pasó por mi lado vi sobre la bandeja una cabeza con los rubios cabellos bañados en sangre y los ojos muy abiertos… Miraba hacia el techo adornado con guirnaldas de flores, como si contemplara el sol naciente. Proxenio se detuvo ante Antipas y le alargó la bandeja. Pero el tetrarca se cubrió los ojos con las manos y la rechazó con un movimiento de horror.
—¡No la quiero! —gritó—. ¡Dásela a ella!
El soldado se acercó a Salomé. La niña cogió la bandeja y siempre de puntillas llevó la cabeza cortada a su madre. Ésta se limitó a hacer un tranquilo ademán de aprobación. Alguien se rió con una risa parecida al súbito chirriar de una rueda oxidada. El primero en romper el silencio fue Pilatos. Dijo con tono indiferente:
—Hay que castigar a los rebeldes…
—Has dicho bien, noble procurador —asintió Herodías—; para que sirva de escarmiento a los demás.
—Dicen que por Galilea anda otro profeta —observó uno de los invitados.
Al oírlo, Antipas comenzó a vociferar como un loco.
—¡No es otro profeta, es él, es él…! Yo lo he matado, pero él volverá a andar. Nadie puede matarle… Él mismo lo decía: «me haré pequeño, insignificante, dejaré el camino libre…». ¡Es él!
Gimiendo y sollozando, se cubrió la cabeza con el manto.
Herodías dejó el lecho, se acercó a su marido y le rodeó el cuello con los brazos. Él, sin dejar de sollozar, se abrazó a ella como un niño asustado.
Aquella misma noche huí de Maqueronte. Pero no fui yo solo: lo mismo hicieron casi todos los demás invitados.