Carta XVI
Querido Justo:
Aunque estamos en otoño, y a pesar de las densas nubes y la lluvia que ha caído, hemos pasado varios días muy calurosos. Pero no me refiero al tiempo, sino a los acontecimientos que hasta hoy mantienen a le gente en un estada de febril agitación. La ciudad entera bulle como agua hirviendo en un recipiente y está en constante movimiento como un enorme hormiguero. Gracias a esta fiebre se han olvidado del maestro. Ha sido una suerte, porque su actitud era excesivamente provocativa y, si no fuera por este súbito desmán de Pilatos, es seguro que hubieran atentado de nuevo contra su vida. La tiene en gran peligro. El romano le ha salvado con su acción.
Después del episodio de la mujer adúltera, el maestro desapareció de la ciudad por unos días. Me enteré de que había ido a Betania, donde reside una familia que le recibe en su casa muy a menudo. El cabeza de familia es un hombre llamado Lázaro, tejedor y jardinero, fariseo de grado inferior, persona tranquila y piadosa. Es soltero y vive con su hermana Marta, también soltera, una buena mujer, menuda, siempre atareada, siempre en movimiento y, a pesar de esto, con una perenne sonrisa en los labios. Ella es la primera en ayudar al prójimo, en aliviar su miseria. La conocen los mercaderes de Bezetha, donde se la ve a menudo muy de mañana con un carretón lleno de verduras, frutas o un pedazo de negro cilicio tejido por su hermano. La conocen los mendigos de la puerta Esterquilinia, a quienes lleva una buena limosna siempre que va a la ciudad. Este par de honradas personas tienen una hermana conocida también de todos, mas no por sus virtudes precisamente. María, la menor de los tres, pelirroja, ha ido por mal camino. Durante uno o dos años escandalizó con su comportamiento a toda Jerusalén. Luego se marchó a Galilea con un hombre de la corte de Antipas y allí comenzó su vida de libertinaje, que siguió llevando en Tiberíades, en Magdala, en Naim. Era la cortesana más bella de toda Judea. Estoy seguro de que, si se lo hubiese propuesto, Antipas, Pilatos e incluso el mismo Vitelio serían amantes suyos. Pero no ha querido ligarse a nadie, aunque se tratara de un rey. Prefería las caricias de los que ella misma iba escogiendo, uno tras otro. Cambiaba de amante más de prisa de lo que una presumida de la ciudad cambia de sandalias. Todos sucumbían a su hechizo. Había quien aseguraba que debía sus éxitos a un talismán de Asmodeo que lucía colgado del cuello. A pesar de llevar esta vida depravada, su belleza aumentaba de día en día. La he visto en más de una ocasión y nunca podré olvidar este rostro perfecto, orgulloso, maravillosamente bello… ¡Qué mujer! Sus ojos brillan como una piedra tallada en mil facetas. Su boca, ligeramente desdeñosa, parece invitar a que se la fuerce a sonreír. ¡Verdaderamente, no es posible olvidarla!
Lázaro y Marta debieron de sufrir mucho con la mala reputación de su hermana. He visto varias veces a Lázaro entregar ofrendas en el Templo y rezar con expresión de súplica. Estoy convencido de que pedía al Altísimo piedad para María. Estos hermanos se tienen un profundo afecto. Nunca oí que Lázaro o María dijeran una sola palabra contra su hermana. En cambio, uno vez Lázaro me dijo, apretando contra la mejilla sus dedos largos y secos: «No es una mala mujer, pero… créeme, rabí… ella no sabe…».
Al día siguiente de llegar el maestro a Jerusalén para las fiestas, una mujer fue por la noche a hablar con su madre. Llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo y una sencilla simlah echada sobre los hombros. Un mechón de pelo color de oro rojizo se le escapó por entre los pliegues del pañuelo y un bellísimo pie blanco, delicadamente curvado, asomó por debajo de la cuttona. Miré la cara de la recién llegada y me quedé mudo de asombro. ¡Era ella, María, la mujer pública, la cortesana! Pero ¡qué cambiada estaba! En su hermoso rostro no había ni rastro de afeites y en sus largos dedos no brillaba ni una sortija; en vez de llevar unas ricas sandalias, iba descalza. Cayó de rodillas ante Miriam y le abrazó las piernas igual que hacen las jóvenes esposas a las madres de sus maridos, en señal de respeto. Debían de conocerse mucho: se hablaron en voz baja, con gran vivacidad, como personas que tienen muchas cosas que decirse. ¿Qué puede haber de común entre la madre del maestro y esta mujer? Mientras escuchaba lo que ella le contaba, María le puso las manos sobre los hombros. Y después de algo que la otra le dijo, se rieron las dos alegremente. ¡Este hombre cambia el orden del mundo! Me quedé impresionado cuando, bajo el pórtico, perdonó a aquella pecadora. Pero perdonar no significa amistad. Él repite a menudo: «los primeros serán los últimos, los últimos serán los primeros». Lo dijo también cuando contó aquello de los jornaleros de la viña. Pero ¿qué habrá hecho esta mujer para merecer aunque sólo fuera un denario de gracia?
Se lo pregunté a Judas, quien, al contestarme, soltó una carcajada que sonó como el chirriar de la rueda de un carro demasiado cargado. Este tema excita a Judas como un paño rojo a un toro. Sólo al mencionarlo le brillan los ojos y rechinan los dientes.
—¿Preguntas, rabí, por esta mujer de Magdala, la hermana de Lázaro? —masculló entre dientes—. Desde luego… ¡No hay pecadora de las que comercian con su cuerpo a la que él no esté dispuesto a perdonar! ¡Según él, resulta que sólo nosotros somos culpables! —Se rió con rabia contenida—. Nosotros las seducimos y luego las abandonamos. ¡Ellas nunca tienen la culpa de nada! Sabes bien qué clase de mujer es ella. Incluso en estos tiempos de costumbres relajadas, tanto libertinaje escandaliza. ¿Con quién no ha tenido tratos, a quién no se ha entregado? Aunque, claro está, escogía a los más ricos… Hasta que un día, entre la multitud que se acercó al maestro para pedirle salud, miré y me costó creer a mis propios ojos. ¡Ella! «¡Ah —pensé— por fin a ti también te ha tocado el castigo! Has contraído una enfermedad. Querrías que el maestro te curase para poder tentar de nuevo a los hombres. ¡Esperarás en vano!». Estaba convencido de que el maestro se daría en seguida cuenta de quién se trataba. Me quedé a un lado esperando ver qué pasaría. Se postró a sus pies chillando. Tenía espuma en la boca. Gritó: «¡Sálvame! ¡Sálvame! ¡Llévate mis ojos, mis cabellos, mis dientes, todo lo que ellos quieren de mí…, pero líbrame! ¡Entonces sólo seré para ti!». ¡Inmunda! Pero ¿sabes qué le contestó? Dijo: «Todo esto lo tomo y a ti también… Y vosotros, ¡fuera de aquí!». Los malos espíritus salieron de ella silbando como el aire de una vejiga reventada. Ella cayó desmayada. Pasaron unos días. Estábamos en Naim. El maestro era huésped de cierto fariseo… Estaba sentado a la mesa, cuando de pronto esta María se presentó en la sala. Se acerca corriendo a él y cayó a sus pies. Lloraba y le mojaba los pies con sus lágrimas. Luego se los secaba con esas greñas rojas que ella tiene… Él, en vez de echarla de allí, aún la elogió, lo cual produjo muy mal efecto en todos. Dijo que ella ama más porque le ha sido perdonado más. Le sonrió y le dijo: «Te son perdonados todos tus pecados…». La gente se indignaba. ¿Cómo se puede perdonar a una mujer como aquélla? ¡Tan fácilmente y tan en seguida! La cortesana… ¿A cuántos ha despojado de su dinero? Los ha conducido a la miseria y luego los ha abandonado… ¡A mujeres así hay que lapidarlas! El mundo nunca llegará e ser mejor mientras una mujer pueda abandonar e un hombre por otro que tenga más dinero.
—Pero ¿qué hace ella ahora? —pregunté.
—¿Qué hace? Es su más fiel esclava. Por él está dispuesta a todo. Sería capaz de sacarle los ojos a cualquiera que intentara hacerle daño. ¡Ahora lleva una vida extremadamente virtuosa! ¡No debe de costarle mucho! ¡Ya lo ha probado todo, de modo que ahora puede permitirse el lujo de practicar un poco la virtud! A ti, rabí, debe de gustarte a veces comer un mendrugo de pan seco. ¡Pero el que nunca ha tenido más que pan seco para roer, o ni siquiera esto…!
Hasta aquí lo que me ha contado Judas. ¿De modo que María, de mujer pública, ha pasado a ser una seguidora del maestro? ¡Qué extraño! ¿Y él le permite estar entre estas humildes pero virtuosas mujeres que le acompañan en sus viajes? ¡Es una bondad demasiado irreflexiva! La gente es capaz de sospechar de él; además, esta mujer nunca llegará a comprender cuán monstruoso era su pecado. Los enojos de Judas a veces me hacen reír; pero en este caso considero que tiene razón; no hay pecado más repugnante que el de Raab. Es una mancha oscura en el linaje real. Pero, puesto que él también es de este linaje…
Parece que a través de ella conoció a Lázaro y Marta. Últimamente nunca duerme en la ciudad: así que se hace de noche atraviesa el monte de los Olivos y se va a Betania. Dicen que siente un gran amor por este tejedor y su hermana. Escribo «gran amor», pero, a decir verdad, estas palabras no tienen sentido. ¿Por quién no tiene él un gran amor? Basta mirarle para que uno comience a comprender aquella narración sobre los jornaleros de la viña… Ese denario es como su amor… Puede darlo a cualquiera y no habrá injusticia. Porque es algo infinitamente grande…
Aunque desde las fiestas apenas viene a la ciudad, hace poco ha tenido otro choque con el Gran Consejo. Cuando se dirigía al Templo pasó junto a un mendigo sentado al sol. Es un muchacho a quien todos conocen. Sus padres le compraron el derecho de sentarse a la entrada. Nació ciego y siempre lo ha sido. Es penoso verle sentado al sol, con la radiante luz cayendo de lleno sobre sus pupilas sin vida. Cuando pasaban junto a él, Felipe le preguntó:
—Rabí, tú que lo sabes todo, dime: ¿por sus pecados le castigó el Altísimo con la ceguera o fue por los pecados de sus padres?
Felipe es un necio. Pero él se detuvo como para dar más fuerza a sus palabras.
—No fue por sus pecados ni por los de su padre —respondió—. Ha nacido ciego para que se cumplan en él los designios del Altísimo… —Se calló, pero siguió en el mismo lugar. Su mirada pasó del muchacho a los muros del Templo, por los que resbalaba la suave luz del sol invernal—. No tardará en desaparecer esta luz… Se acerca la noche… —No comprendo a qué se refería, porque apenas comenzaba a despuntar el día—. Y cuando llegue, ya nada podrá dispersar las tinieblas. Pero, mientras yo estoy aquí, he de ser sol… —Se inclinó escupió y, mojando el dedo en su saliva, la mezcló con un poco de tierra. Luego se fue hacia el mendigo llevando en el dedo un poquito de ese barro. Lo extendió sobre los ojos ciegos del muchacho y dijo—: Ve a la piscina de Siloé y lávate.
Mas es verdad que sus milagros ya no son como los de antes. Este hombre comenzó a ver sólo después de lavarse en la piscina. Cuando se dieron cuenta de que veía, se produjo un tremendo griterío. Todos en la ciudad le conocían, y él contaba por todas partes quién le había curado y cómo. Le rodeó una multitud que escuchaba por milésima vez su explicación. Luego vino un guardia y le condujo a la sala de la Piedra Cuadrada. Una hora más tarde fui al Gran Consejo. Ya en los pasillos oí gritos. El rabí Johanaan ben Zakkai interrogaba a un par de viejecitos asustados. Al lado de ellos estaba el muchacho curado. Entré y me puse a escuchar.
—Así, ¿éste es vuestro hijo? —preguntó el gran doctor—. ¡Ay de vosotros si decís una mentira!
—Sí, es nuestro hijo —contestó la mujer.
El hombre sólo hizo un signo afirmativo con su cabeza cubierta de pelo cano.
—¿Y decís que nació ciego?
—Así fue, ilustrísimo…
—Nació ciego… ¿Y cómo es que ahora ve?
La mujer miró al hombre, el hombre a la mujer. Se consultaron con la mirada. La madre quería decir algo, pero el marido, con un rápido movimiento, le cubrió la boca con su mano pequeña y arrugada. Explicó, tartamudeando:
—No lo sabemos, ilustrísimo… No lo sabemos. ¿Cómo íbamos a saberlo? Yo soy alfarero y me paso el día entero haciendo vasijas de barro. Mi mujer lava y emplea en ello todas las horas del día. No tenemos tiempo para ocuparnos de lo que la gente dice… ¿Cómo íbamos a saber cómo ocurrió esto de que él ahora vea? Somos gente humilde e ignorante. Él es hijo nuestro, es verdad. Me lo ha dado mi mujer…
—Sí, es hijo nuestro —dijo la vieja—. Nació ciego, el pobre.
—Sí, es tal como te lo estoy diciendo, ilustrísimo… —Y el padre del muchacho, al hablar, arrullaba como una paloma.
—Pero ¿cómo es que ahora ve? —preguntó severamente el rabí Johanaan.
De nuevo la mujer quiso decir algo y de nuevo el marido no le dejó pronunciar ni una palabra.
—No lo sabemos, rabí; no lo sabemos, ilustrísimo. —A cada palabra hacía una inclinación—. ¿Cómo podríamos saberlo? Somos ignorantes. Él —señaló al hijo— es mayor de edad y puede contestar por sí mismo, ilustrísimo rabí.
Con un ademán de impaciencia, Johanaan llamó al chico.
—¿Dices que has sido curado? —preguntó. El joven mendigo asintió con la cabeza—. Es posible, es posible… El Altísimo lo puede todo. Depositarás una ofrenda ante el eterno Sekiná por la gracia que ha querido concederle a un hombre como tú. Es él quien te ha curado y no ese pecador…
—No sé si es un pecador —dijo de pronto la voz estridente e irritada del chico—, ¡pero sé que es él quien me ha curado!
—¿Él? —El rabí Johanaan se encogió de hombros—. ¿Cómo puede hacerlo? ¿Cómo un pecador puede obrar semejante milagro?
—¡Dilo, dilo! —exclamaban burlonamente los haberim que rodeaban al rabí Johanaan.
—¡Ya os lo he dicho dos veces! —El joven mendigo se impacientó—. ¿Queréis que os lo cuente otra vez? Haceos discípulos suyos y vosotros mismos lo sabréis…
—¡Silencio! —gritó el rabí Johanaan—. ¡Silencio, necio! —golpeó el suelo con el pie—. ¡Tú sí que puedes ser discípulo suyo! ¡Es un maestro digno de mendigos y pecadores como tú! Pero los justos tienen un solo maestro: Moisés. Él escuchó las palabras del Señor en la cumbre del monte y bajó con ellas entre la gente. Nuestros padres contemplaron su gloria. En cambio, nadie sabe de dónde ha venido éste…
—¡Es extraño que vosotros no lo sepáis! —exclamó el muchacho—. Decís: «¡Pecador, pecador…!» —prosiguió con energía, a pesar de que sus padres le hacían signos desesperados para que se callara—. ¡Pero este pecador cura a la gente! ¿Un pecador puede curar? Un milagro tan grande… Todos en la calle decían que sólo un hombre enviado por el Altísimo ha podido hacer una cosa así.
—¡Silencio! —La voz de Johanaan resonó como una trompa—. ¡Cállate, miserable y desvergonzado amhaares! ¡Pordiosero! ¡A quién vienes a dar lecciones! ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Lárgate! ¡Fuera! ¡No vuelvas a entrar en la sinagoga! ¡Eres un mínimo! —Alzó las dos manos y las agitó por encima de su frente adornada con las filacterias—. ¡Fuera! ¡Por el gran Ha-Makom, cuyo nombre no se puede pronunciar y se escribe con cuarenta y dos letras, por el eterno Sabaoth[22], por Miguel Arcángel y los doce restantes arcángeles, por los serafines y los tronos, te proclamo impuro! ¡Fuera de aquí! ¡No manches el suelo de esta casa! ¡Fuera! ¡Apártate de los fieles para que no se impurifiquen a tu contacto! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Caigan sobre ti todas las desdichas! ¡Que la muerte y la destrucción se apoderen de ti! ¡Húndete en la Gehenna! ¡Satanás te coja entre sus garras! ¡Fuera!
El chico salió disparado, empujado hasta la calle por los guardias. Sus padres cayeron de rodillas y comenzaron a golpear el suelo con la frente. Los sacaron también de allí. El rabí Johanaan se bajó el taliss sobre la frente y oró con los brazos levantados.
—Grande y eterno Señor, que diste tu bendición a Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, Aarón y Salomón, bendícenos a nosotros y a tu ciudad. Pero no bendigas a este pecador…
—Amén —contestaron a coro los haberim, juntando piadosamente las manos.
Fue entonces cuando uno de ellos me vio y me dijo con tono provocativo:
—Hoy, rabí, te han visto con ese mínimo…
Todos se volvieron hacia mí. Leí en sus ojos enojo y desafío. El corazón me latió con más fuerza y sentí un vacío en el estómago. Primero quise explicarles que escucho al maestro por simple curiosidad, que no soy discípulo suyo. Pero no dije nada. No acepté el desafío. Salí sin decir palabra.
En estas circunstancias, cuando parecía que cada nueva aparición del maestro podía acabar trágicamente, se produjeron unos incidentes que apartaron de él la atención de todos. De pronto compareció en la ciudad Pilatos. Como te dije, desde hace años viene a Jerusalén sólo para las fiestas. Pero esta vez llegó cuando ya hacía días que habían enmudecido los ecos del gran Hallel con que terminan las fiestas de la siega. Cayó inesperadamente a modo de una nube negra como la que el viento nos trae cada día cargada y siniestra desde más allá del mar Grande. La mañana amaneció gris y fría y el viento llenó la casa de extraños rumores. Una oscuridad cada vez mayor cubrió la ciudad; creí que de un momento a otro caería la primera oleada ensordecedora de lluvia otoñal, que al chocar con la tierra reseca y endurecida rebota formando como un surtidor de perlas. Pero, en vez de la lluvia, entró en la ciudad un armado pelotón de soldados de la escolta de Pilatos. Resonaron los cascos de sus caballos. Tuve el presentimiento de que algo malo ocurriría. Y así fue: aún no había transcurrido una hora, vino a buscarme un hombre llamándome para una sesión extraordinaria del Sanedrín.
Me envolví en mi simlah y salí. El viento soplaba con fuerza cambiando de dirección sin cesar, levantando en las estrechas callejuelas torbellinos de polvo muy molesto. La lluvia seguía colgada en el aire, a punto de caer. El día era triste y desapacible. Por el cielo cruzaban unos grandes nubarrones grises, como piezas de ropa sucia.
Todos los miembros del Sanedrín llegaron pronto, acuciados por la curiosidad y por tan malos presentimientos como los míos. Apenas nos sentamos, apareció Caifás. Su cara estaba pálida y los ojos le ardían con un resplandor siniestro. Un fuerte temblor sacudía sus gordas mejillas.
—¡Oh, ilustres rabinos! —comenzó. Pero la indignación le cortó el aliento y no pudo continuar. Se llevó las manos al cuello y luego, con un brusco movimiento, se despeinó el cabello, que por la general lleva muy bien alisado—. ¡Oh, ilustres…! —empezó de nuevo, respirando con dificultad—. Ha ocurrido una gran desgracia… Este… este… este bárbaro… este goim impuro, este edomita, éste… ha levantado de nuevo su sacrílega mano…
—¡Oh, maldición! —exclamaron todos al unísono, y todas las cabezas se inclinaron.
—¿Ha vuelto a profanar los lugares santos con signos inmundos? —preguntó el rabí Jonatán.
—Peor, ilustrísimo. —Caifás resollaba y tiraba con fuerza de su hermosa barba negra—. Peor aún, ilustrísimo. Este bárbaro… este… —el sumo sacerdote se atragantaba con su propia indignación—, este siervo romano, éste… ha osado robar… ¡ha robado al corbán! —gritó con los ojos desorbitados, como si esta última palabra fuera una piedra que se le hubiera atravesado en la garganta.
—¿Ha robado el tesoro del Templo? —exclamaron muchas voces en diferentes rincones de la sala—. ¿Ha robado el tesoro del Templo? —Estaban aterrados—. ¿Ha osado poner la mano sobre el tesoro del Altísimo?
—¡Sí! ¡Lo ha robado! —gritó Caifás, golpeando el pupitre con sus gordas manos—. ¡Infame! ¡Impuro! ¡Bárbaro!… ¡Entró allí con los suyos y ordenó que se le dieran… trescientos talentos!
Tras el grito de indignación que llenó por unos momentos la sala, se oyó la estridente voz del rabí Onkelos:
—Pero ¿no ha sido robado todo el tesoro, sino sólo trescientos talentos?
Se produjo un gran silencio.
—Cada as que se encuentra en el corbán es propiedad del Eterno —dijo uno de los saduceos.
—¡Trescientos talentos es una cantidad enorme! —exclamó otro.
—Sí, lo sé, lo sé —dijo el rabí Onkelos—. Pero todos querríamos saber exactamente cómo ha sucedido todo.
Con voz ahogada, como si le tapasen la boca con un pañuelo, Caifás explicó:
—El procurador Pilatos ha robado trescientos talentos del tesoro del Templo.
—¿Y por qué no robó cuatrocientos? —preguntó el rabí Johanaan, interrumpiendo al sumo sacerdote.
—Fue la cantidad que exigió…
—¡Oh, qué amable! —dijo en tono burlón el rabí Eleazar—. ¿Y para qué quería tanto dinero?
—Quería construir un acueducto… —contestó de mala gana Jonatán, hijo de Ananías.
Se hizo en la sala un silencio muy significativo. Nuestros haberim se dirigían miradas de inteligencia.
—Es curioso —observó maliciosamente el otro Jonatán—. Se arma un gran revuelo, se nos reúne a todos aquí, el sumo sacerdote ordena que nos horroricemos ante la acción sacrílega del romano… y, al final, ¿qué resulta? Que este malhechor llega y se lleva cortesmente trescientos talentos del tesoro. Trescientos talentos, ni uno más ni uno menos. ¿Dónde encontraríamos otro que no se lo hubiera llevado todo? ¡Pero nosotros sabemos por qué ha ocurrido esto! —Con ademán acusador alargó una mano hacia el banco de los saduceos—. ¡El romano no ha robado el dinero! ¡Vosotros mismos se lo habéis entregado!
—¡Vosotros mismos —exclamó el rabí Johanaan— habéis robado el tesoro!
—¿Cómo te atreves a hablar así? —gritaron los saduceos.
—¡Entonces negadlo, si podéis!
—¡Ladrones del oro del Altísimo!
—¡Silencio, calumniadores!
—¡Impuros! ¡Traidores!
—¡Silencio! ¡Callad de una vez!
—¡Chis! —Jonatán, hijo de Ananías, intentó acallar a los reunidos. Ocupaba el puesto de nasi y en él recaía la obligación de mantener el orden durante los debates—. ¡Chis! ¡Dejad ya de gritar, dejad de insultaros! Yo os lo explicaré todo…
—Bien, esperemos. Que él lo explique —dijo el otro Jonatán volviéndose hacia los fariseos.
El aludido se frotó las manos nerviosamente. El hijo mayor de Ananías es más griego que judío. Lee libros griegos, mantiene largos coloquios con filósofos vagabundos griegos y, al anochecer, en las afueras de la ciudad, se ejercita a lanzar el disco y correr. Le gusta burlarse de todo. Pero ahora, ante todo el Gran Consejo reunido, no tenía ganas de bromear. Parecía más bien preocupado.
—El ilustre rabí Jonatán, hijo de Azziel, no tiene razón. No hemos dado el dinero a Pilatos. Él mismo lo cogió. Es verdad que desde hace tiempo nos hablaba de que le diéramos trescientos talentos para la construcción del acueducto.
—¡Para que él y vosotros podáis instalar en vuestras casas unos baños romanos! —exclamó un fariseo desde el extremo del banco.
—Puedo hacerme un baño en casa sin necesidad del acueducto —respondió el nasi con orgullo—. Pilatos desea la nueva conducción de agua para tener agua para sí mismo. Pidió dinero para esto. Le explicamos que el oro del corbán no podía ser empleado para este fin… que es sagrado.
—No era necesario tener ninguna clase de explicaciones con él. ¡No hay que hablar con los goim! Vosotros, los saduceos, no observáis las reglas de pureza y de aquí vienen luego todas las complicaciones…
—El noble rabí Eleazar se enoja innecesariamente. Alguien tiene que hablar con los romanos. Si los romanos no trataran más que con vosotros, en el país habría constantemente luchas y cruces en todas las colinas…
—¡Si tuviéramos que llegar a luchar —gritó uno de los jóvenes fariseos—, el Altísimo estaría con nosotros! ¡Venceríamos! —El Altísimo ayuda a los prudentes y no a los insensatos. Desde el tiempo de los Macabeos todas las insurrecciones han terminado en una derrota. Basta de sangre derramada inútilmente. Necesitamos paz…
—¡Paz no significa amistad con los impuros! Separémonos de ellos y sirvamos al Eterno con el corazón puro.
—Pero alguien ha de tratar con los romanos. Alguien ha de sacrificar su propia… pureza. Sobre la tierra estamos nosotros y los goim. Vosotros podréis servir al Señor con el corazón puro gracias a que nosotros hemos tomado sobre nuestros hombros el cuidado de la nación.
—¡Sí, aliándoos con los impuros! ¡Por esto se perdieron diez generaciones de israelitas!
—Pero ¿qué ocurrirá con las dos restantes cuando todos las odien? ¿Podrían luchar contra el mundo entero?
—Quien ha confiado en el Altísimo no será defraudado y contemplará con sus propios ojos la derrota de sus enemigos.
—El Altísimo en más de una ocasión ha dado la victoria a los enemigos de Israel…
—¿Vosotros, los saduceos, no creéis en el Eterno?
—Creemos, creemos en él más que vosotros. Pero nuestra fe no es como la fe de los ignorantes amhaares.
—¡No cuidáis la pureza!
—¡Esto son fantasías vuestras! ¡Calumniadores! —comenzaron a gritar desde el banco de los saduceos.
—¡Chis! —Jonatán, hijo de Ananías, tuvo que calmar de nuevo la excitación de la sala—. No discutamos ahora. Procuremos encontrar con Pilatos una solución a este asunto.
—¿Qué podemos hacer, puesto que él ya tiene el dinero?
—Nuestra misión es acercar la ley al pueblo… —dijo con orgullo el rabí Joel.
—Precisamente, precisamente… —continuó Jonatán—. Es una misión muy hermosa y por esto tenéis un gran ascendiente sobre los amhaares. Contadles lo que ha ocurrido y decidles que el romano ha cometido un robo sacrílego. Que vayan a la torre Antonia y se pongan a gritar con todas sus fuerzas. Si los soldados los maltratan…
—En una palabra queréis que provoquemos un motín, ¿no es esto? —preguntó sin rodeos el rabí Johanaan.
—¡Motín! ¡Motín! ¿Por qué emplear en seguida grandes palabras? Conocemos a Pilatos. Es un cobarde. Con él no es necesario llegar a un motín. Basta con que la gente grite un poco y que él ordene a sus soldados que maten unos cuantos amhaares. Sólo nos interesa que la noticia de su acción llegue a oídos de Vitelio. Éste ya se encargará de comunicárselo al César.
—¿Querrías, Jonatán, que se repitiera lo del circo de Cesarea?
—¡Tú lo has dicho!
—¡Hum! —El rabí Jonatán, hijo de Azziel, carraspeó y miró a todos los bancos—. Podríamos hacer la prueba. El pueblo hará todo lo que nosotros le mandemos —subrayó la palabra «nosotros»—. Pero ¿por qué hemos de enmendar vuestras faltas? ¿Qué nos importa que Pilatos se os haya llevado el oro?
—No nos lo ha robado a nosotros, sino al Templo.
—Pero vosotros lo custodiáis.
—Somos del linaje de Aarón…
—La pureza es lo que hace al sacerdote y no sus vínculos de sangre.
—¡Así lo creéis vosotros! Pero… dejemos esto por hoy. ¿Para qué discutir, no os parece? Hoy os pedimos: ayudadnos. Quizá mañana nosotros os podamos ayudar en algo. Bueno, decid —consultó a los suyos con la mirada—: ¿qué queréis a cambio de la organización de ese pequeño motín? Hasta donde me alcanza la memoria, nunca el Sanedrín había presenciado semejante proposición. Los saduceos deben sentirse muy debilitados cuando buscan acercarse a nosotros. Nuestra secta espera desde hace cien años que el poder pase a sus manos. Ahora estoy convencido de que esto no tardará en llegar.
—¿Por el motín? ¿Cuánto queremos por el motín? —Jonatán, hijo de Azziel, Johanaan y Eleazar se consultaron en voz baja—. El Gran Consejo tendrá que meditarlo… —Pero ¿y el motín?
—Lo tendréis. Mañana, desde el amanecer, las turbas estarán al pie de la torre Antonia. ¿Y vuestra promesa? —No la olvidaremos. Estamos dispuestos a jurarlo por el oro del Templo.
Así terminó la sesión del Sanedrín. Ahora escucha lo que ocurrió al día siguiente. Como había prometido el rabí Jonatán, hijo de Azziel, a la mañana siguiente, desde el amanecer, una enorme multitud se colocó a las puertas de la torre Antonia gritando: «¡Devuelve el tesoro del Templo! ¡Devuelve el tesoro del templo!». Nuestros haberim lo habían organizado a la perfección. Las horas pasaban y la plebe, en vez de disminuir, gritaba cada vez más amenazadoramente. La convencieron de que el romano había cometido un terrible sacrilegio. El amhaares nunca sabe lo que es realmente un crimen. Pero está dispuesto a dar la vida por la fe. Pasó el mediodía, la lluvia cayó dos veces, pero nadie se movió de la puerta. Sobre toda la ciudad se elevaba un lúgubre clamor parecido a la triste llamada de un pordiosero: «¡Devuelve el tesoro del Templo!». Pilatos no se mostró a las turbas vociferantes; la puerta continuaba cerrada; la guardia romana se retiró de las calles y se colocó sobre las murallas.
Reunidos en el Templo, esperábamos a que el procurador cediera. Aquel estado de cosas podía durar hasta la mañana siguiente: cuando hubo aquel incidente con las insignias y estandartes de la legión, Pilatos se mantuvo firme durante tres días enteros. Un grupo de jóvenes fariseos dirigía los gritos de la gente. Otros corean por la ciudad y llevaban a las puertas de la Antonia a los que aún no habían ido.
Ellos nos trajeron la funesta noticia. A Pilatos la experiencia anterior le sirvió de algo. Aquella vez intentó asustar a la gente con el brillo de las espadas desnudas, pero fracasó. Ahora probó otro sistema. Sus soldados cubiertos con mantos, se mezclaron con la multitud, logrando pasar inadvertidos. Al oír el silbato que tenían como señal, dejaron caer los mantos y empuñaron unos gruesos bastones que llevaban escondidos bajo ellos. Comenzaron a repartir despiadados garrotazos, pegando como sólo los romanos saben pegar. Cundió el pánico entre la multitud. Las mismas personas que hace unos años sabían encararse valerosamente con la muerte, huían ahora como perros acobardados ante los garrotazos. Los soldados los perseguían y rompían los palos en sus cabezas. No creo que haya un solo hombre entre el pueblo bajo de Jerusalén que no haya tenido al menos un par de chichones. Muchos han quedado con las piernas y brazos rotos y la cabeza lastimosamente magullada. Incluso algunos fariseos fueron maltratados. En vez de cantos victoriosos, la ciudad está ahora llena de gemidos y lamentos.
Hemos perdido. Pilatos mandó llamar a nuestros representantes y les comunicó, entre risas, que está muy agradecido al Sanedrín por haberle ofrecido oro para el acueducto y que pondrá en seguida manos a la obra. Incluso ya ha cursado las órdenes pertinentes. Aseguré que en otoño los soldados que vigilan el orden de la ciudad podrán bañarse en agua clara y fresca. En el atrio de Pilatos se construirá una fuente… Al oírlo, Caifás comenzó a dar bramidos como un buey al que estuvieran degollando. Los saduceos, ofendidos, rompieron toda relación con Pilatos. Desde luego, podrás comprender el odio que siente ahora la población de Jerusalén hacia los romanos.
Gracias a estos acontecimientos no se ha hablado más del maestro. Él tampoco viene ya a la ciudad. Se ha ido no se sabe adónde y las últimas nieves, suaves y ligeras, han borrado sus huellas. Pero sé que no ha vuelto a Galilea. Está en algún lugar no lejos de la ciudad, como quien se aparta sólo unos pasos de su casa para poder volver a ella a la primera llamada.