Carta XX


Querido Justo:

Estuve en Betania y le vi. Pero todo lo que ocurrió luego deja en segundo plano el banquete en casa de Lázaro, del que volví triste y deprimido. Dos días más tarde tuvieron lugar los acontecimientos decisivos. Nunca en mi vida he pasado por algo semejante. Me parecía… ¡No, no me lo parecía, estaba seguro! Gritaba y a mi lado centenares de personas gritaban lo mismo. Estoy seguro de que has experimentado alguna vez este sentimiento de solidaridad. Pero la noche trajo una inquietante pausa. Y por fin hoy…

Comenzaré por el principio. Fui a Betania. Lázaro ofreció un banquete al Maestro y a sus discípulos. No hubo otros invitados, excepto yo. Te dije que Lázaro fue maltratado por los guardias cuando buscaban al Maestro. Resulta que entonces le rompieron una mano y varias costillas, le sacaron un ojo y le magullaron todo el cuerpo. Al golpearle le gritaban que se acordara bien de que nunca había muerto. Aquel hombre salido del sepulcro en la plenitud de sus fuerzas es ahora un inválido, encogido de dolor. No pudo levantarse para saludarnos. Pero cuando el Maestro se acercó a él le cogió impetuosamente la mano y se la llevó a los labios. Yo, sentado al otro extremo de la mesa, pensaba: Esta resurrección no le ha hecho un gran favor a Lázaro. En su vida anterior la gente le respetaba y honraba. Ahora, desde un principio, le afligen penas y sufrimientos. Para Rut, la muerte significó el final de sus padecimientos. ¿Es que para Lázaro significará el principio de ellos? Pero, si es así, ¿por qué le hizo resucitar? ¿Y por qué Lázaro se muestra tan agradecido?

Estaba sumido en estos pensamientos cuando sentí su mirada posada en mí. Levanté la cabeza. Me miraba como si me llamara. Tuve que preguntar:

—¿Deseas algo, rabí?

—Quiero preguntarte, amigo —ahora siempre me llama así—, si te gustan las parábolas.

—Sí, me gustan, rabí. La ciencia de la vida siempre aparece más clara en el mashal y en la hagadá. Yo mismo he compuesto muchos de ellos…

Entonces escucha la que voy a contarte ahora. Un sembrador salió a sembrar y echó el grano. Una parte cayó en tierra buena, blanda, fértil y húmeda, y germinó pronto. Pero la otra cayó en tierra dura, pobre y estéril. Aunque llegó a echar raíces e incluso germinó, aquel germen era débil como un niño que apenas comienza a andas Pero al sembrador le dio pena aquella tierra de la que no crecía sino una mísera espiga. Se puso a trabajarla otra vez: la removió profundamente con el azadón, sacó todas las piedras que encontró, la regó… Cuando llegó el día de la siega, la cosecha de la tierra mala fue tan abundante como la de la tierra buena. Y dijo el labrador: «No me arrepiento del trabajo y de los cuidados, porque esta tierra en la que he puesto tanto esfuerzo me es ahora más cara. Y ha dado un fruto digno…». ¿Qué piensas, amigo, de esta parábola?

—Es un hermoso mashal —contesté—. Sin duda has querido decir con él que, trabajando, el hombre puede convertir en algo de valor incluso la cosa más insignificante.

—Lo has entendido bien —aprobó. Pero en esta aprobación se notaba una bondadosa indulgencia era como si hablara a un niño que hubiese comprendido de sus palabras lo justo que podía comprender—. No hay concha tan pobre —siguió diciendo— de la que no se pueda sacar una perla. No hay oveja en el rebaño que no sea digna de que se la busque de noche entre rocas y espinas… Pero esto sólo lo hace el hombre cuidadoso… Por esto el Hijo del Hombre riega las espigas débiles y va en busca de las ovejas perdidas…

Me pareció que algo nuevo se desprendía de sus palabras. Seguramente se refiere a sus discípulos y me explica con delicadeza, en forma de parábola, la razón de haberles escogido a ellos. Observé sus caras; ¡me parecieron tan inexpresivas y se leía en ellas tan marcada inclinación a la disputa! Es una mala tierra que exige muchos cuidados. Y no se sabe aún qué frutos dará. Él seguía mirándome y parecía desear que yo le interrogara de nuevo. Continué:

—Pero no siempre los esfuerzos del labrador dan el fruto deseado…

—No siempre —reconoció. Y una nube de tristeza cruzó por su rostro—. No siempre —repitió—. Pero el Hijo del Hombre siempre está dispuesto a ir en busca de la oveja perdida, aunque sea en plena lluvia y tormenta. Como la mujer que ha perdido un denario se queda barriendo la habitación hasta encontrarlo: como el labrador que abona, labra y riega la tierra pobre hasta que le da buen fruto…

Inclinó la cabeza. De nuevo el dolor se abatió sobre este hombre y le dobló como el fruto demasiado abundante dobla la rama tierna, aún no bastante fuerte, de un manzano. De pronto se me ocurrió una idea: ¡Este hombre también ha sentido el desengaño! Esperaba una victoria. Pero necesitó unos compañeros y los escogió entre la gente más baja. Ésta fue su equivocación, una equivocación muy grande. Él estaba convencido de que podría cambiar a estos pescadores, artesanos y publicanos. ¡Pero no lo ha logrado! Han seguido siendo quienes eran. Lo que ahora dice es sólo una manera de consolarse a sí mismo. En contra de la evidencia y de la experiencia, dice que no hay tierra mala de la que no se pueda obtener una buena cosecha. En esta tierra de amhaares nunca crecerá nada inteligente. Él lo presiente aunque todavía se obstina…

Pero ¿por qué pedir lo imposible? Un amhaares siempre será un amhaares. Se puede hacer algo para mejorar su suerte, pero nunca se logrará nada con su colaboración. ¿Por qué no buscó apoyo en personas como yo? Luego no hubiera tenido que lamentarse de que la tierra mala, a pesar del abono, haya dado un fruto malo… Aquella vez, después de nuestra primera entrevista, salí impresionado y enardecido. Estaba dispuesto a seguirle. Fui a Galilea. Esperé alguna indicación suya. Si hubiera curado a Rut… Entonces lo hubiese hecho todo por él…

Nos servía Marta, atenta como siempre a que a nadie le faltara nada. María no estaba en la habitación. Esto me extrañó, generalmente no se aparta del lado del Maestro. Sentada a su lado, parece devorar cada una de sus palabras. Esta vez aún no la había visto. Pero en el preciso momento en que, me hacía esta observación la vi entrar, Iba un poco inclinada, descalza, con el pelo suelto y llevaba en la mano algo que apretaba fuertemente contra el pecho. Parecía una de esas plañideras que se ven en los entierros y no una mujer que saluda a un huésped insigne y esperado. Ni siquiera cuando Lázaro estaba en la tumba parecía tan desesperada. Avanzaba de puntillas, siguiendo la pared, silenciosa, como no queriendo llamar la atención de nadie. Se detuvo por fin junto al triclinio del maestro. Entre los mechones que le caían sobre la cara vi sus ojos más oscuros, casi negros, un poco entornados como por efecto de un intenso dolor contenido. De pronto apartó las manos del pecho y vi que llevaba un hermoso jarrón de alabastro. Con un hábil movimiento le rompió el cuello. Por toda la estancia se esparció un intenso perfume. Debía de ser un ungüento de gran valor, de aquel que en el mercado llaman «real» y lo venden muy caro. Lo vertió sobre la cabeza del Maestro. Luego recogió delicadamente con la punta de los dedos las gotas esparcidas y las fue extendiendo por los negros mechones de pelo, como un hábil peluquero.

Las conversaciones de la mesa se cortaron en seco. Mientras el Maestro parecía triste y permanecía callado, sus discípulos, aquella noche, estaban más animados que nunca. Sus lenguas se movían a gran velocidad, como &ruecas en pleno funcionamiento. Se reían y discutían. Pero ahora se callaron y se quedaron mirando al maestro y a María. No decían nada, pero sus caras parecían expresar todas el mismo pensamiento. Felipe fue el primero en soltarlo:

—¡Vaya, vaya, qué perfume! ¡Es el auténtico «real»! Un jarrón así debe de costar no menos de dos denarios…

—Tres —puntualizó Judas, que está siempre al corriente de los precios—. Tres denarios justos.

—¡Qué bien huele!…

—¡Pero, qué precio! —exclamó Simón el Zelota —. Con menos dinero se puede comprar ungüento oloroso— observó Santiago el Mayor.

—¿Para qué ungüento? —exclamó Judas—. Sólo las mujeres de mala vida usan de estas cosas. ¿Para qué ungüento? En vez de gastar el dinero en esto, más valdría repartirlo entre los pobres.

Estas últimas palabras resonaron como una bofetada. Miraba a María y era evidente que sus observaciones iban dirigidas a ella. Su mala voluntad para con ella debe de venir de lejos; se la notaba henchida de viejas pasiones y enojos frecuentemente contenidos. Él debió de conocerla en otro tiempo y sabe con qué palabras puede molestarla más.

—¿No es verdad? —añadió, dirigiéndose a los otros.

—Sí, desde luego, es verdad —asintieron todos a coro—. Tienes razón. Judas. ¿Para qué gastar esencias tan caras? Más valdría repartir este dinero entre los pobres. Es seguro que el rabí también lo preferiría.

La mujer cayó de rodillas sin decir palabra. No intentó defenderse. Vi su rostro cubierto por una cascada de cabellos color rojizo dorado, junto a los pies del Maestro. Al ver su pena, él tocó su frente con delicadeza y le acarició la cabeza con la mano. Entre aquellos discípulos que chillaban y hacían sus comentarios a grito pelado, ellos dos eran como una pareja de forasteros heridos por un agudo dolor que los demás no compartían ni & sabían comprender.

—¿Por qué la herís? —dijo en voz baja—. Me ama y ha querido servirme. A los pobres las tendréis siempre entre vosotros. ¡Y ojalá nunca os olvidéis de ellos! Pero a mí ya no me tendréis por mucho tiempo… Ella ha ungido mi cuerpo para la muerte, para el sepulcro. No se lo reprochéis. En verdad os digo que, dondequiera que en el mundo se hable de la nueva que yo os he traído, se recordará también esta acción suya…

Los discípulos enmudecieron y se hizo un profundo silencio. Aquellas palabras debieron de producirles un gran efecto, pues su alegría se esfumó en el acto. Se consultaban con la mirada, entre asustada e interrogante, y se hablaban en voz baja.

¿Para la muerte? ¿Para la muerte? ¿De qué está hablando?

De nuevo Felipe tomó la palabra por todos. En sus grandes ojos incoloros brillaban dos lágrimas.

—Rabí, nosotros también te amamos… —balbució—. ¿Por qué nos hablas de tu muerte? Si no vas a la ciudad no te pasará nada. No vayas…

—No vayas… —repitieron los otros.

Con movimiento lento pero firme, movió la cabeza como quien tiene tomada una decisión desde hace tiempo y la considera irrevocable.

—Iré allí pasado mañana —dijo.

—¡Pero los saduceos y los fariseos lo sabrán! —exclamó Judas. Fijó en él su mirada, serena pero indeciblemente triste, y contestó:

—El mundo entero lo sabrá…

¡Y así fue! ¡El mundo entero se enteró de ello! Aún veo desfilar ante mis ojos los primeros acontecimientos de aquel día. Fui al Templo atravesando unas calles atestadas de geste. Los gritos que llegaban de más allá de los muros, por el lado del valle del Cedrón, no llamaron siquiera mi atención. La ciudad, en vigilia de fiestas, siempre está llena de gritos, cantos, ruidos, disputas y regateos en voz alta. Algunas peregrinaciones entran en Jerusalén cantando y acompañándose con kinnors. Yo iba pensativo y no me daba cuenta de que algo extraordinario estaba ocurriendo. De pronto, alguien a mi lado gritó mi nombre; era una voz conocida que al mismo tiempo sonaba de un modo extraño. Al levantar la cabeza me encontré con los rabinos Joel y Jonatán, hijo de Azziel. No sólo las voces de los dos grandes doctores me parecieron extrañas; su aspecto aún lo era más. En este momento no eran dos ilustres soferim que cruzan la ciudad sumidos en sus meditaciones, ajenos a toda aquella turba vociferante. Tenía ante mí a dos personas excitadas que agitaban los brazos con violencia. Me asaltaron por ambos lados.

—¡Rabí Nicodemo! ¿Qué intenta hacer él ahora? Tú debes saberlo… ¿Qué quiere?

—¿Quién? ¿Quién, respetables?

No sabía a quién se referían.

—¡Pues, él! ¡Este… profeta vuestro! —balbució el rabí local Joel. En sus palabras, más que desprecio, había ahora temor, sólo temor.

—No sé nada… No está aquí —contesté sin gran convicción, sorprendido por sus palabras.

—¿Cómo que no está? ¿Cómo que no? —exclamaron al mismo tiempo—. Precisamente se está acercando ahora al frente de miles de personas. Todos los amhaares se han unido a él. Toda la gente… ¿Qué pretende, Nicodemo? Tú estás en buenas relaciones con él… ¿Crees que ordenará matar? —preguntó el rabí Joel con un hilo de voz—. ¿Verdad que es bueno?…

—¿Viene aquí?

—¿No lo oyes? ¡Mira!

Me cogieron de las manos y me condujeron bajo el pórtico. Entre el bosque de columnas vi, efectivamente, una enorme multitud que bajaba por el camino del monte de los Olivos hacia el desfiladero del Cedrón.

—¡Mira! —gritaba Joel—. ¡Todos se han ido con él! ¡Toda Jerusalén! ¡Muchos de nuestros haberim! Vienen agitando ramas y poniendo sus mantos bajo las patas del asno en que va montado… Debes de haber sido tú el que le ha hablado de aquella hagadá según la cual el Mesías llegará montado en un asno… ¿Lo oyes? Están gritando: «¡Gloria al hijo de David!».

—Él es hijo de David —repetí involuntariamente.

—Es posible, es posible… Puesto que tú lo afirmas… —se apresuró a decir el rabí Joel—. Pero dinos: ¿qué pretende hacer? ¿Quiere disolver el Sanedrín y proclamarse el Mesías?

—No —contesté, mientras escuchaba los gritos, que se convertían en un verdadero estruendo a medida que el cortejo se acercaba y miraba a la gente que salía por las puertas de la ciudad para ir a su encuentro—. Él quiere su reino…

—¡Su reino significa el dominio de los amhaares, de los publicanos y de las meretrices! —masculló entre dientes el rabí Jonatán con un frío odio en la mirada—. Antes que tener un rey como él, más vale que la nación no recupere nunca su libertad. —¡Ilustrísimo!— exclamó, asustado, el rabí Joel, levantando los brazos en alto y mirándome intranquilo. Adiviné que el honorable penitente por los pecados de Israel tenía miedo y estaba dispuesto a reconocer en el Maestro al Mesías con tal de no perder su propia vida en la revuelta. Pero el odio de Jonatán no sabe ceder. Este hombre nunca ha cedido a nadie y estoy convencido de que nada podrá obligarle a ceder. Prefiere morir a reconocerse vencido.

El griterío de la multitud que entraba se desbordó bajo el doble arco de la puerta de Oro. Me sentí enardecido y lleno de entusiasmo. Por unos instantes olvidé todas mis penas, preocupaciones y temores. ¡Por fin, pensé, él ha entrado! ¡Ha demostrado quién es! Todo lo anterior, sus huidas, sus temores, sus predicciones sobre su muerte, fueron sólo una manera de probar a sus discípulos. Pero el tiempo de prueba ha terminado y llegado el momento de la victoria. Ahora ya no será el Maestro vagabundo, perseguido por todos. Se ha mostrado abiertamente y toda la nación ha creído en él. Había pensado que tenía enemigos y que había perdido prestigio y simpatía entre la gente. ¡Nada de esto! Los gritos que la ciudad le dispensaba como saludo hablaban claramente de su triunfo. Este asustado Joel y el maledicente Jonatán eran como dos hojas impotentes arrancadas de la rama por una fuerte ráfaga invernal. Es verdad que aún están los romanos… Pero en este momento no me parecieron terribles. Nada me parecía terrible. Aquel repentino cambio de situación me había llenado de una enorme confianza en el poder del Maestro. Él lo puede todo, pensé. ¡Es el Mesías! Se escondía, pero ahora se ha manifestado. Josué mandó tocar las trompetas y los muros de Jericó se derrumbaron. ¿Qué pueden hacer los romanos? ¿Le reconocerán acaso? Además, él lo puede todo…

—El Mesías —dije a Jonatán, con aire provocativo— será tal como nos lo mande el Altísimo.

Me contestó con apasionamiento igualmente provocativo:

—No queremos a un Mesías así, ¡aunque nos lo mandara el mismísimo Sekiná!

El cortejo entraba ya en el atrio. No tuve ganas de seguir la disputa con Jonatán. Este hombre, que con su intransigencia me había producido siempre cierta inquietud, en aquel momento dejó de existir para mí. Pasé por su lado como si fuera un objeto sin importancia. Rompí la rama de un árbol y corrí a recibir a los que llegaban. Oí detrás de mí los pesados pasos de Joel. El gran doctor debía de sentirse más seguro a mi lado. No era fácil llegar hasta el Maestro. Le rodeaban centenares y miles de personas formando una masa compacta. Todos gritaban en honor suyo. Era una entrada triunfal en la que en modo alguno hubiera creído si alguien me la hubiese predicho el día anterior. Entre aquella multitud resonaba como el repique de un tambor la voz de Simón. Los discípulos rodeaban al Maestro como la guardia a su rey. Logré introducirme entre aquella turba y le vi en el momento de apearse del asnillo en el que había llegado. Los discípulos, radiantes y encantados con la victoria, no se apartaban de él ni un paso. Vi entre ellos a Judas. Él también parecía reventar de orgullo. Corría, se agitaba, daba órdenes: mandó a unos que se apartaran, a otros les permitió acercarse más… Al verme, me saludó con la cabeza, pero con tanta negligencia como si yo no fuera un gran fariseo y él un tendero de Bezetha. Ya no era aquel miserable que escondía sus odios bajo la máscara de una humilde sonrisa, sino el más destacado de los cortesanos de un rey. —Acércate, rabí —dijo con aire protector—. Y tú —gritó a un amhaares que intentaba acercarse al Maestro— apártate. ¡Hueles mal! Apártate, ¿oyes? ¿No te lo he dicho ya? ¿Por qué me miras así?

La multitud gritaba y cantaba:

—¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Bien venido, hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna! Bienvenido, ¡Rey que has entrado montado en un asnillo! ¡Aleluya!

Oí a mis espaldas un susurro escandalizado:

—Él no debería permitir que hablaran así. Es pecado, es un gran pecado…

Joel lo dijo en voz baja, pero el Maestro, que después de bajar del asno se dirigía al Santuario y pasaba precisamente a nuestro lado, debió de oírlo. Volvió de pronto su rostro hacia nosotros. En contraste con la animación general, no se leía en él la menor alegría. Ahora parecía triste y abatido, como cuando, cediendo a la insistencia de los que le pedían pruebas, curaba y limpiaba a las gentes. Sus pies descalzos se destacaban claramente contra el negro cilicio. Miró a Joel sin detenerse y el piadoso doctor se encogió bajo aquella mirada como una seta resecada por el ardor del sol.

—Si esta gente se calla —dijo—, las piedras se pondrán a gritar…

Pasó de largo y yo le seguí. Pero al poco rato se detuvo como si el cuadro que se ofrecía a sus ojos le chocara de pronto. Como siempre ocurre en los días haggim, la escalinata del Santuario estaba atestada de puestos de vendedores. Se vendían aquí los animales para los sacrificios y aquí también, en la parte alta de la escalinata bajo la misma puerta, había veinte mesas donde se cambiaba la moneda con la que los mercaderes tenían que pagar a Caifás los elevados impuestos por sus transacciones. A los gritos de los acompañantes del Maestro se unieron, formando un solo inmenso vocerío, los gritos de los vendedores, el tintineo de las monedas lanzadas contra el suelo o sobre los platillos de las balanzas para comprobar su sonido, los balidos de las ovejas, los rugidos de las vacas y terneros y el arrullo y aleteo de las palomas. Este mercado, a las puertas mismas del Santuario, es un espectáculo repugnante. No debería estar permitido. Pero reconozco que nos hemos acostumbrado a él. Además, cuando se trasladaron al nuevo Santuario, los sacerdotes se apoderaron de él y lo han convertido en una fuente más de sus riquezas. Él ha tenido que ver este mercado en más de una ocasión. Pero hoy, al contemplarlo, su mirada ardió como si lo viera por primera vez. Su rostro mostró sucesivamente asco, indignación, horror y por fin enojo. Enojo, pero no ira. En sus ojos nunca se enciende la llama del odio. Ni siquiera cuando con un movimiento lento y premeditado desató la correa que ceñía sus caderas y la dobló en forma de látigo. La multitud que le seguía se paró instantáneamente. El Maestro avanzó hacia la escalinata solo, andando despacio como una persona que va a cumplir una obligación penosa pero necesaria. En su enojo había más disgusto que severidad. Ellos ni le vieron, ocupados como estaban comprando y vendiendo. Se abrió paso entre aquel tumulto y llegó, sin que nadie se fijara en él, hasta el extremo superior de la escalinata. Se acercó a una de las mesas que hacían las veces de banco y, con un movimiento solemne y majestuoso, la golpeó con su correa y luego la empujó escaleras abajo. Un torrente de oro se vertió sobre las piedras, entre los pies de los transeúntes y la balanza, con gran ruido de platillos, bajó rodando por los peldaños. El cambista brincó de su taburete y se puso a vociferar como si le despellejaran vivo. Luego pareció que iba a abalanzarse sobre el Maestro: pero, de pronto, como si algo le detuviera, retrocedió, y se zambulló entre la gente para recoger las monedas esparcidas por el suelo. El Maestro siguió avanzando entre los mercaderes, derribando mesas, rompiendo jaulas y destrozando los cercados para el ganado. En el mercado no se oían más que gritos y lamentaciones. Pero nadie intentó detenerle. Los tenderos agarraban sus mercancías y abandonaban precipitadamente la escalinata. Ante aquel hombre solo huían centenares de personas provistas de permisos escritos y sellados para efectuar toda clase de comercio dentro del recinto del Templo. La turbamulta que atestaba la escalinata desapareció como el polvo lavado por la lluvia. El Maestro se quedó solo: una blanca y alta silueta con una correa colgando de su mano. Junto a sus pies brillaban unas cuantas monedas perdidas, como fragmentos de ámbar, y montoncitos de abono verde negruzco parecidos a las matas de algas marinas que el mar deja después de la marea. Sobre la orilla desierta quedó el hombre, unos instantes antes majestuoso y fuerte, decaído ahora y como si de súbito le hubieran abandonado las fuerzas. Pero la multitud no se fijó en esto. Para ella, era el destructor de la vil explotación que los sacerdotes ejercen sobre el pueblo, el triunfador, el vencedor, el rey, ¡el Mesías! Con renovado entusiasmo, volvieron todos a gritar,

—¡Gloria al hijo de David! ¡Gloria! ¡Honor al rey que ha venido en nombre del Altísimo! ¡Hosanna! ¡Hosanna!

Los discípulos se acercaron y le rodearon en círculo. Cuando me aproximé, les estaba diciendo algo. Pero las últimas palabras que llegaron a mis oídos me dejaron suspenso y asustado. Decía:

—Siento un gran temor… ¿Debo decir al Padre: Sálvame? No, para esto he venido…

Todavía añadió algo que no pude oír. Entonces retumbó un trueno como si un rayo hubiera caído allí mismo. Levanté la cabeza, pero no vi nada: sólo unas leves nubecillas cruzaban el cielo, azul pálido.

Mientras yo seguía mirando de dónde venía la tormenta, se alzaron voces entre la multitud exclamando:

—¡Un ángel ha hablado! ¡Un ángel! ¡He aquí al verdadero hijo de David! ¡Aleluya!

Él no lo negó. Preguntó, dirigiéndose a sus discípulos,

—¿Habéis oído? Esta voz ha sido para vosotros. —Y añadió en tono solemne—: He aquí que ha comenzado el juicio& del mundo. Ahora sólo falta que me suban a la cruz. Entonces atraeré a todos hacia mí…

—¡No hables así! —exclamó Simón.

—¡No hables así! —gritaron los demás discípulos—. ¡No estropees nuestra alegría! ¡El Mesías no muere! ¡No puede morir! ¡El Mesías vive eternamente! No hables así…

—¡No hables así! —exclamé también yo—. El Mesías no muere…

Pero sentí que mi entusiasmo y mi alegría se habían esfumado. Él los había aplastado con su temor como los soldados enemigos cubren con piedras los pozos de una región conquistada. No comprendo: ¿con qué fin ha venido a la ciudad acompañado por multitudes enardecidas, si ahora ha de huir de nuevo, sin ser visto, hacia Betania? Estuve en lo cierto al decir que el mundo entero se había enterado de su poder. Pero ha encendido la lámpara para volver a apagarla en seguida. Las personas como Joel han tenido tiempo de sobreponerse a su miedo y ahora le odian más aún a causa de esa momentánea debilidad. ¿Y los saduceos? ¡El mercado dispersado debe de haberles sacado de sus casillas! Me imagino a Caifás. Hasta ahora aparentaban perseguir al Maestro sólo para contentarnos a nosotros. Ahora su odio contra él y su deseo de darle muerte van parejos con los de nuestros haberim. ¿De qué le ha servido este triunfo, si no se ha convertido en una victoria?

Hoy, por fin, vino a la ciudad temprano y pasó varias horas bajo los pórticos. Vi que entre sus oyentes había varios jóvenes fariseo senviados seguramente por el Gran Consejo para seguirle los pasos. Él tiene que saberlo, pero, desafiando el peligro, ataca más duramente aún a nuestra secta. En cierto momento, al oír que la gente le llamaba hijo de David, pregunte, a los haberim que estaban más cerca:

—Según vosotros, ¿de quién será hijo el Mesías? Varias voces le contestaron, más bien a disgusto:

—De David. Así lo dicen los profetas…

Como si no le bastara esta respuesta, volvió a preguntar:

—¿Qué significan las palabras del salmo “El Señor dijo a mi Señor: Siéntate a mi diestra y yo dejaré tendidos a tus pies a todos tus enemigos?”. Así pues, ¿David llama Señor a su propio hijo? ¿Cómo es esto? ¿Cómo os lo explicáis?

Se miraron con aire sombrío y se fueron con la cabeza baja sin decir palabra. Les siguió con una mirada llena de triste amor. Luego dijo:

—¡Necios y ciegos! —Ahora tampoco había enojo en su voz—. Necios y ciegos… —repitió, moviendo la cabeza. Y de nuevo, con amargura—: ¡Cuántas veces os he enviado a mis profetas, pero vosotros los habéis lapidado! ¡Aún ha de colmarse la medida de vuestros crímenes! ¡Oh, ciudad! —exclamó, no con ira, sino con dolorosa tristeza—. ¡Ciudad que matas a los profetas y a los que te han sido enviados! —Se quedó con los bravos abiertos, contemplando las barracas del Ophel extendidas a sus pies y los palacios de las laderas del Sión—. ¡Oh, ciudad! —se lamentaba con voz dolorida, como se lamenta una madre por un hijo que ha marchado y no ha vuelto—. ¡Cuantas veces he querido reunir a tus hijos como una gallina reúne a los polluelos bajo sus alas, pero ellos no lo han querido! ¡Oh, ciudad! ¡Te espera la perdición! Quedarás desierta como una casa después de haber pasado por ella un vendaval. Y ellos no me verán hasta que digan: ¡Bendito el que viene en el nombre del Altísimo!

Abundantes lágrimas resbalaban por sus mejillas. La gente escuchaba en silencio. Estas palabras los habían asombrado e impresionado, aunque no las entendían. Él cada día parece más triste. Incluso tiene el rostro más delgado y pálido, como si el sol de esta primavera no quisiera tostarlo.

Hizo una seña a sus discípulos para que le siguieran y se fue en dirección a la puerta Dorada. Me reuní con ellos. Se avecinaba la noche y la sombra dentada de la muralla cubría el valle como un manto, llegando hasta la tumba de Absalón. En cambio, la amplia mole del monte de los Olivos se bañaba en rosados destellos. En el aire, inmóvil, reinaba un gran silencio.

Cruzamos la puerta y comenzamos a bajar al valle. El Maestro iba delante, silencioso y encorvado como si aún llorase por la ciudad a la que había predicho una próxima destrucción. Los discípulos le seguían, en grupo reducido, como una bandada de aves asustadas. De vez en cuando se decían algo en voz baja. La seguridad en si mismos que mostraban tres días antes había desaparecido por completo. Los últimos éramos Judas y yo. El discípulo de Karioth se había convertido de nuevo en un hombrecillo atormentado por secretos enojos. Al pasar por el puente, bajo el que corría rumoroso el torrente, de caudal abundante aún, me dijo en voz baja y aprisa:

—¿Ves, rabí, ves?… De nuevo retrocede. No quiere. Entonces, cuando lo quiso, arrebató a todos, lo cual demuestra que puede hacerlo. Pero no quiere. ¿Por qué no quiere?

—No sé… —murmuré.

—¿Por qué entonces no tomó el mando en sus manos? —siguió preguntando Judas con un susurro febril—. Pudo hacerlo, pudo… Pero ha traicionado la causa. La ha traicionado…

—¿Qué causa? —pregunté, sin fijarme demasiado en lo que preguntaba.

Me miró con sus ojos inyectados en sangre. También los últimos días han dejado huella en Judas: ha adelgazado y se ha vuelto más feo, más negro e incluso diría más pequeño y miserable. No sé por qué me recordaba ahora a una gran araña que hubiera pasado mucho tiempo sin coger ninguna mosca entre sus patas.

—La causa… —comenzó: pero se interrumpió y me miró de soslayo con una mirada que pareció llena de odio—. Esto, rabí, tú no lo comprenderías nunca… —murmuró al cabo de un rato, evasivamente.

No quiso añadir nada más y yo tampoco me esforcé en mantener la conversación. Además, ¿de qué hubiera podido hablarle? Cada uno de nosotros buscaba en el Maestro a alguien totalmente distinto. Pero él no ha respondido a las esperanzas de ninguno de los dos. Y no porque sea alguien pequeño. Al contrario, parecía demasiado grande, mayor que todo lo que la gente podía esperar de él. En cierta ocasión, cuando los enfermos llegaban a él a centenares para que les curara, les miraba como si les preguntase: «¿Sólo esto queréis de mi?». Frente a todas nuestras exigencias parecía tener una sola respuesta: «¿Sólo esto queréis? Lo que yo os he traído es un don incomparablemente más precioso…». Pero si es así, ¿qué nos ha traído? ¿Es que el sol luce más desde que él va por el mundo hablando de ese reino suyo?

Mientras tanto salimos de la sombra y comenzamos a subir por la ladera inundada de luz. Las sombras de nuestros cuerpos se alargaban y quebraban en los peldaños excavados en la roja tierra arcillosa. Los grises olivos brillaban al sol, bajos y anchos. El Maestro andaba despacio, levantando pesadamente los pies, como si estuviera agotado por un enorme esfuerzo. También observé que levantaba a menudo la mano para secarse el sudor de la frente. ¿O acaso no era sudor lo que se secaba, sino lágrimas?

De pronto se paró y señaló con la mano un pequeño prado que se extendía a la largo de una valla bajita construida con piedras planas. Se sentó y todos nosotros hicimos lo mismo. Durante largo rato permanecimos silenciosos. La ciudad se extendía a nuestros pies apiñada, apretada, aplastada por la terraza de Moriah, rayada ésta como una piel de tigre por los rayos de sol que caían sobre ella a través de la columnata del Tiropeón. Desde aquí se podían distinguir claramente las personas que se movían por el atrio del templo. El sol descendía y sus rayos resbalaban oblicuamente sobre las azoteas y el patio. Pero por esto el mismo Santuario, cuyos pilones alargados por su propia sombra se recortaban contra el cielo encendido como una enorme pirámide escalonada vuelta de cara a nosotros, parecía ahora más espléndido y majestuoso que nunca. Teníamos justamente delante de nosotros, hundida en una negra sombra la doble puerta de los corintios que conducen al atrio de las mujeres. El atrio mismo parecía un pozo en el que brillaba, como una piedra en el fondo del agua, la puerta dorada que conduce al altar de los sacrificios. La magnífica construcción que domina la espaciosa plaza atraía nuestras miradas. Uno nunca se cansaría de contemplarla. Es el orgullo y el amor de toda la nación. El sol, escondido detrás de ella, lucía a través de las columna suspendidas en lo alto, se reflejaba en el tejado dorado, saturaba de rojo el penacho de humo que se elevaba del altar de los sacrificios y se extendía sobre todo aquel conjunto como una aureola de azul, de púrpura y de oro. El Santuario parecía suspendido en el aire, como una aparición ultraterrena.

¡Qué bello es! Aunque me he pasado la vida al pie de sus muros, siempre me maravillo de su forma, tan ligera y majestuosa a la vez. Herodes era un bandido, sin honor ni fe, pero, sin duda alguna, su obra le redimirá de una parte de sus crímenes. Más de una vez pienso que, mientras exista el Santuario, la peor suerte no es aún desesperada.

Evidentemente, no sólo yo siento esto.

—Míralo, rabí —exclamó uno de los discípulos, probablemente Juan—. ¡Qué magnífico es!

A lo que él contestó en ese mismo tono de voz dolorido y lastimero que había mostrado antes, bajo el pórtico:

—No quedará de él piedra sobre piedra…

Tuve la misma sensación que si de pronto hubiera soplado un aire helado y se hubiese introducido bajo nuestros mantos. Me sentí horrorizado.

—¿Qué estás diciendo, rabí? —exclamaron varias voces temblorosas—. ¡Esto no ocurrirá nunca! ¡No puede ocurrir!

—No quedará piedra sobre piedra… —repitió son fuerza. Yo le veía de lado, se le habían hinchado las venas de las sienes, tenía lágrimas en los ojos y una desesperada tristeza en el gesto de su boca—. Pero vosotros —siguió después de unos instantes de dolorosa meditación—, cuando veáis el ejército que cercará la ciudad, huid. ¡Huid de Jerusalén a otra ciudad, a los campos, a los montes! ¡Que ninguno de vosotros vuelva para nada! ¡Huid! Llegarán entonces días de venganza, días horribles que los profetas han predicho. El pueblo morirá de hambre y de guerra y por las ruinas de la ciudad se pasearán los paganos. Y esto seguirá así hasta el final, hasta que se cumplan los tiempos…

—¿Y entonces? —pregunté ávidamente.

Sin mirarme, continuó:

—Entonces aparecerán señales en el sol y en las estrellas, y entre las gentes habrá gran aflicción como no la ha habido nunca hasta ahora. El miedo se introducirá en vosotros, el miedo de la espera, y de él moriréis muchos de vosotros. Pero antes os atacarán. Seréis perseguidos, encarcelados, azotados y condenados a muerte. Se os juzgará como unos criminales. El hermano entregará al hermano y el padre al hijo… El amor se enfriará en muchos corazones. Recordad entonces que yo os lo había predicho. Y cuando tengáis que ir ante los tribunales, no preparéis lo que habréis de decir. El Espíritu santo os lo inspirará y enseñará. Seréis odiados por el mundo entero porque habéis querido ser fieles a mí. ¡Pero manteneos firmes! Manteneos firmes entonces. Querrán engañaros. Vendrán hombres y os dirán: «Yo soy el Mesías». Harán grandes prodigios y promesas… ¡No les creáis! ¡No les escuchéis! Esperad mi llegada. Porque yo vendré… No os dejaré a vosotros, amigos míos, solos y atemorizados. Vendré también para los que he escogido y acortaré los días terribles.

Nos quedamos en silencio, aterrados y desanimados. Quizá nunca suceda lo que dice. Los profetas, más de una vez, han predicho cosas que luego no se han cumplido. Pero El habla con tal seguridad en la voz como si todas sus palabras tuvieran que cumplirse. Parece saber muy bien lo que dice y por esto el cuadro que nos presenta es a la vez tan impresionante y tan extrañamente distinto…

—Voy a resumir… —Esta vez su voz era bondadosa. Podría creerse que se había dado cuenta del terrible desasosiego en el que nos había sumido y quería consolarnos—. No temáis —dijo suavemente—. Cuando esto ocurra alzad las cabezas, firmes y confiados. Entonces yo estaré ya cerca. Cuidad sólo de que no os encuentre dormidos o comiendo… Y orad mucho. No os canséis de orar…

—Dinos ahora cuándo ocurrirá todo esto —pidió Felipe.

Movió la cabeza y respondió:

—El día del final no lo conoce nadie, excepto el Padre. Debéis estar alerta. El Hijo del Hombre llegará como un rayo y, como un ladrón, entrará de noche en vuestras casas antes de que canten los gallos. Orad y vigilad para que no os ocurra como a los hombres del tiempo de Noé, que no se dieron cuenta de la llegada del diluvio. Vigilad y estad despiertos como hacen las doncellas que aguardan la llegada de sus esposos después del banquete de bodas… Estad alerta, pero no temáis…

A pesar de estas consoladoras palabras, seguíamos en silencio anonadados por la horrible visión que acababa de exponernos. De pronto resonó en el silencio la voz temblorosa de Simón:

—Y tú. Señor, ¿dónde estarás entonces?

Al contestar sonrió ligeramente. El sol se habla hundido ya tras el muro dentado del Templo y sólo unos pocos rayos iluminaban el cielo, que palidecía por momentos. La fantasmagórica visión del Santuario rodeado por una aureola quedó petrificada en una negra mole.

Sopló el viento, movió las hojas de los olivos y todo se volvió a quedar en silencio.

Aquellas palabras se derramaron como un río de aceite sobre el mar agitado de nuestro temor. Se hubiera creído que él nos atemorizaba para luego poder apoderarse de nuestro miedo y disiparlo con una sola palabra. Como aquella vez en el mar. Aunque su respuesta se refería sólo a Simón, cada uno de nosotros respira más libremente, porque sentía confusamente que aquélla era también una contestación a la inquietud de su propio corazón. Oímos unas palabras pronunciadas en voz baja pero con tal fuerza como si tuvieran que resonar siempre:

—Allí donde tú estarás. Pedro…