Carta II
Querido Justo:
Viendo padecer a Rut, intento a toda costa hacer algo. Puede que esto no sea sino un inconsciente buscar remedio para mi propia desesperación. Para el caso, da lo mismo. Prefiero imaginar que la ayudo en algo a tener que contemplar con los brazos cruzados su rostro cada día más pálido, sus párpados transparentes surcados de pequeñas venas violeta, o escuchar su respiración, que es como un gemido. ¡Oh, Adonai! ¡Esto sobrepasa las fuerzas humanas! Job perdió a sus hijos, pero no está escrito que fuera testigo de sus sufrimientos. El dolor ajeno crea un mundo cerrado de dependencia, un mundo en el que es imposible vivir y del que no se puede huir ni con la muerte. Aunque, a decir verdad, cuando se ha de escoger entre el dolor y la muerte no se elige ninguno de los dos.
Así, cuando el Gran Consejo de los fariseos envió a Chuz, Eleazar y Samuel para que observaran más de cerca la actuación de Juan, hijo de Zacarías, yo me uní a ellos. Y no lo hice sólo por curiosidad. Han arraigado fuertemente entre nosotros las historias de los libros sagrados sobre profetas que curan y resucitan a las gentes. Recordé al hijo de la viuda, en Sarepta de Sidón… Ella era pagana y, aunque piadosa, no de nuestra sangre ni de nuestra fe. Yo, en cambio, soy judío, fiel seguidor de la Ley, fariseo y consumidor de teruma. Toda mi existencia está consagrada al Señor. No escatimo limosnas, no me trato con los paganos, observo la pureza, cumplo los ayunos y rezo las oraciones. Pero no quiero alabarme… Cuando yo mismo o alguien lo hace, siento al primer momento cierta satisfacción y alegría que pronto desaparecen… Ocurre como cuando se come un higo sabroso y después ningún otro fruto parece bueno. Además, ya me conoces… No quiero vanagloriarme, pero tengo la impresión de que mi trabajo tiene un valor real. Enseño y sé que soy escuchado. Las hagadás que escribo de un modo accesible a todos hablan de la grandeza, del poder y de la gloria del Eterno. Voy a transcribirte una que compuse recientemente:
«Cierto rabí iba andando por un camino y encontró a un ángel que llevaba un arca Se hallaban en un lugar muy angosto y ninguno de los dos quería ceder el paso al otro. “Déjame pasar —dijo el rabí—. Estoy meditando en él… Apártate…”. Pero el ángel no se movió. “¿Por qué me detienes?”. Se impacientó el maestro: se trataba de un rabí muy sabio, conocedor de todos los secretos del cielo y de la tierra. [Mientras escribía esta hagadá pensaba en ti, Justo.] Entonces el ángel dijo: “Te cederé el paso cuando me hayas dicho cómo es él”. El rabí sonrió y dijo: “Has acertado, porque sólo yo te lo puedo explicar. Él es como un rayo que, acompañado de un trueno, cae sobre el pecador y le deja clavado en la tierra…”. “¿Y qué hace con el justo?”, preguntó el ángel. “¿Llevas su arco y no lo sabes? —replicó el rabí—. También a él le atraviesa a veces con sus flechas…”. “Pero ¿por qué?”. “Lo hace cuando el hombre crece demasiado. ¿Recuerdas que, no pudiendo vencer a Jacob durante la lucha, al fin le hirió en un costado?”. “¿Creéis, pues, ilustre rabí, que él teme al hombre?”. “¡No digas esto, sería una blasfemia! Hay que decirlo de otro modo: Hay en él una secreta debilidad, y cuando el hombre la descubre se vuelve igual a él en fuerza. Mas este secreto lo conocen sólo los más sabios…”. Entonces el ángel cedió paso al sabio maestro».
¿Qué te parece mi hagadá? Según mi idea, él es todopoderoso, pero tiene algún punto débil. Solamente hay que descubrir la adecuada fórmula de encantamiento. Nuestro padre Jacob sin duda alguna la conocía, cuando no le cedió en nada. Yo, desgraciadamente, la ignoro. Pero ¿dónde y cómo buscarla? Antes me imaginaba que el mundo se componía de dos partes: una grande, en la que estaban los pecadores y los paganos, y otra pequeña, destinada a los seguidores de la Ley y a los justos. Hoy empiezo a pensar que ésta es una división demasiado sencilla. Hay pecadores, como José, a los que no sé imaginar junto a los peores, y, en cambio, hay fieles, como los saduceos, que si quedaran justificados sería porque la verdadera justicia no existe. No basta ser llamado fiel, llevar el taliss, las filacterias y cinco zizith en el manto. Hay una escalera, como la que vio en sueños Jacob, por la que vamos subiendo, subiendo sin cesar. Y no es fácil decir en cuál de sus peldaños se encuentra la palabra que obliga el Altísimo. No se llega al final ni aun siendo fariseo… No todos mis haberim me parecen personas bastante santas. Por ejemplo, el rabí Joel… Me irritan con la falsa piedad que muestran a todo el mundo, como hace la meretriz con su nueva cuttona cuando persigue a los hombres. A pesar de que no todos los fariseos son realmente buenos y virtuosos, ¿cómo podemos comparar a su pureza, sus oraciones, ayunos y meditaciones, la moralidad de un simple amhaares? Todos ellos no son sino unos viles pecadores que sólo se preocupan de satisfacer sus pasiones. Esta gente nunca levanta la mirada a lo alto; vive con el cuello doblado hacia el suelo como un rebaño de ovejas, sin acordarse del Altísimo, de sus ángeles y de sus virtudes, e incluso sin darse cuenta de su existencia… El venerable Hillel decía: «Acerquemos la Ley al pueblo». Al menos yo así procuro hacerlo. Mis hagadás van a los haberim y ellos las explican a sus oyentes. Pero ¿qué amhaares desea escucharlas? Si les explicara cómo hacer pan de la arena, acudirían en tropel. Mas nada les interesa referente al Altísimo.
Pero ¿cómo pensar en acercar la Ley al pueblo cuando se tiene en casa una enfermedad como ésta? Los sufrimientos de Rut son espantosos… No pueda meditar en la gloria del Altísimo cuando a mi lado oigo gemidos lastimeros y veo unos labios entreabiertos, crispados por el dolor. ¿Preguntas qué dicen a esto los médicos? No saben decir nada. Además, los médicos… Al principio llegaban, seguros de sí mismos y de su ciencia, y describían la enfermedad aun antes de que se les hablara de ella. Más tarde, cuando sus remedios fracasaron, se volvieron silenciosos y enigmáticos. Después de consultarse entre sí con palabras incomprensibles, dejaban mis preguntas sin responder. Cada vez exigían más, no prometían nada y no daban ninguna solución. Finalmente, comenzaron a desaparecer… Uno tras otro iban abandonando mi casa. Al marchar aseguraban que Rut recuperaría la salud. Pero cómo lo haría y cuándo ninguno sabía decírmelo. Aconsejaban esperar pacientemente. Como si les cansaran mis preguntas, me daban a entender, con un encogimiento de hombros, que les pedía lo imposible. Ninguno quiso confesar que su ciencia había fracasado. Más bien parecían culpar de todo a mi insistencia…
¿Te indigna saber que, en medio de mi dolor, haya pensado en la salvación que podía venirme de manos de este hombre de familia sacerdotal, que pasa su vida en el desierto quemado por el sol? Cada vez se dice más de él que es un profeta. ¡Es una gran palabra! Hace ya muchos años que no ha habido profetas en Judea. Y este hombre recuerda realmente a Elías: se ha pasado años enteros viviendo solo, entre rocas, entre el Hebrón y las orillas del mar de Asfalto. Cuando, por fin, ha abandonado su soledad y ha llegado hasta el vado cerca de Bethabara, las gentes se han puesto a temblar. Es alto, atezado, viste una piel de camello, tiene los cabellos encrespados y los ojos como ascuas. Dicen que no habla, grita. Repite sin cesar: «¡Haced penitencia! ¡Haced penitencia! Arrepentíos de vuestros pecados…». Sumerge a las gentes en el Jordán, les moja la cabeza y les da consejos de cómo han de comportarse. Ingentes multitudes acuden a él de todas partes.
En cuanto atravesamos las puertas de la ciudad, nos encontramos con el gentío. En Jerusalén estos últimos días han sido fríos: por la noche caía lluvia mezclada con nieve. Pero a medida que bajábamos hacia Jericó el calor iba aumentando y nuestros simlah de lana comenzaron a molestarnos. De abajo, del lago, subía el calor como de un horno de pan. En la carretera había cada vez más gente. Llegaban de los caminos laterales y por los atajos. Al mismo tiempo subían otros que ya estaban de vuelta. Les preguntaban a gritos: «¿No se ha marchado aún el profeta? ¿Continúa en el mismo lugar?». «Sí, sigue allí», les contestaban. «¿Todavía bautiza?». «Sí, bautiza». Los que volvían del Jordán estaban serios, como un poco asustado, «¿Grita y amenaza?», les preguntaban, y ellos contestaban: «Acusa a los sacerdotes y a los fariseos, pero para los demás es bueno…». A Jerusalén ya había llegado la noticia de que Juan, aun siendo de estirpe sacerdotal, vibra de indignación contra los saduceos. Y tiene razón. Pero ¿qué puede tener contra nosotros? Sólo nosotros recordamos que hay que venerar a los profetas y también decimos al pueblo que haga penitencia. Muchos de nuestros haberim hacen penitencia voluntaria por los pecados de los impuros amhaares. Un profeta que apareciera ahora aquí, sólo en nosotros encontraría apoyo.
Cada vez hacía más calor, el aire se volvía más pesado y aumentaba la muchedumbre. Habiendo salido muy temprano de la ciudad, nos paramos el mediodía a descansar allí donde las blancas y rojas colinas se funden con la llanura que rodea a Jericó. Las escasas plantas que hasta entonces crecían sólo entre las grietas se convertían allá en compactas masas de vegetación que formaban como una mullida alfombra, de la que sobresalían esbeltas palmeras. La ciudad se extendía sobre la colina con la blancura de sus casas y la suntuosidad de sus palacios. Al fondo del ghor, detrás de un espeso grupo de altas hierbas y arbustos de bálsamo, se deslizaba velozmente el Jordán. La gente bajaba a él de todas partes, formando como un sinfín de riachuelos. Llegaba gente de toda clase: amhaares, artesanos, de la ciudad, humildes tenderos, publicanos, meretrices pintarrajeadas, importantes y ricos comerciantes, banqueros, levitas, servidores del Templo, soldados, médicos, hombres versados en las Escrituras e incluso sacerdotes. Entre la algarabía que producían los centenares y millares de voces, se distinguían los dialectos galileo, cananeo, siriofenicio, la lengua nasal de los griegos, los gritos de los árabes… Se dirigía hacia el vano la nación escogida; judíos, galileos, gente llegada de la diáspora, y también samaritanos, idumeos y otros muchos. Infinitas plantas hollaban la arena de las márgenes que antes de derrumbarse eran altas y recortadas. El lecho del Jordán, que durante varios estadios es hondo e inaccesible, al llegar allí se hace más amplio. En aquel lugar la gente lo cruzaba entrando en el agua, que se arremolinaba formando espuma. Los que no querían mojarse eran transportados a la otra orilla por medio de balsas y embarcaciones. El que poseía una barca o sabía construirse una balsa clavando unos cuantos maderos, podía ganarse una buena cantidad de dinero. Todos gritaban a la vez y se lanzaban en tropel hacia los recién llegados aparentemente más acaudalados, arrastrándolos casi a la fuerza hacia sus embarcaciones. Estallaban continuas disputas y peleas. Ambas orillas del río estaban atestadas de gente y por encima de esta enorme aglomeración se elevaba una tremenda algarabía. Se hablaba del profeta, se discutía, se contaban historias. Verdaderos rebaños de vendedores ambulantes se abrían paso entre la multitud con cestas llenas de vituallas, pregonando sus pequeños panes de cebada, sus cosquillas, sus peces secos o los pequeños teridios que el pueblo come en crudo. Aquí y allá se habían encendido grandes hogueras, donde se preparaba la comida. Otros vendedores comerciaban con frutas. Este gentío, desparramado allí entre la vegetación, me recordaba a las multitudes de peregrinos que acampan bajo los muros de la ciudad en los días de la Pascua y de la fiesta de los Tabernáculos.
Cuando llegamos a orillas del río, ya era casi de noche. Un disco luminoso colgaba sobre las colinas de Judea, cuyos contornos, precisos y recortados, parecían a contraluz unas sombras oscuras y severas. Era demasiado tarde para cruzar el río e ir a hablar con el profeta; mejor sería esperar hasta la mañana siguiente. Así que nos buscamos un lugar un poco apartado de la alborotada muchedumbre, entre la que forzosamente debía haber gente impura. Después de hacer las abluciones de rigor, nos acomodamos para la cena. El sol seguía su curso descendente; las largas sombras de los árboles caían sobre el agua, color verde pardusco, abarcando toda la anchura del río. Todavía algunos lo cruzaban a pie, pero la mayoría se disponía ya a descansar. Probablemente el profeta también se había marchado, porque la gente de la orilla opuesta, que antes formaba un grupo compacto al borde mismo del agua, se había diseminado ahora por las márgenes. Sobre toda aquella extensión cada vez más incolora, las hogueras, con su rojo cálido, iban siendo encendidas una a una. Las montañas del Moab se elevaban, ligeras como una nube rosada, por encima del desfiladero que había quedado como petrificado en la penumbra. Pero pronto se apagaron y, al volverse grises, bajaron de nuevo de las nubes a la tierra. El agua corría, sonora, y el bullicio comenzó a disminuir. Después de rezar las plegarias nocturnas, nos envolvimos en nuestros mantos y nos echamos sobre el suelo. Los juncos silbaban. Desde el fondo del ghor, el cielo parecía menos alto que de costumbre, daba la impresión de ser como la techumbre plana de un templo. De pronto, sin saber cuándo, se encendieron las estrenas en lo alto.
Acostado boca arriba pensaba en Rut. El contacto con una enfermedad nos predispone a la meditación más que el contacto con la muerte. La muerte termina algo, la enfermedad no termina nada… Ésta llena inesperadamente, se enciende, se apaga, vuelve a encenderse… Cuando creemos que ya se ha marchado, vuelve. Es como un continuo balanceo, hacia delante y hacia atrás. Apretamos los dientes y esperamos que pase. Pero no pasa. Por fin, un día llegamos a la conclusión de que va no podemos soportarla más, de que ya no nos quedan fuerzas más que para hoy, mañana… Pero los días siguen uno tras otro; desde aquel «mañana», han transcurrido ya varias semanas y todo sigue igual. Una ligera mejoría, luego otra recaída…
Al principio me sobraban fuerzas. Podía velar, buscar soluciones, probar nuevos medios. Pero al fin mis fuerzas se han agotado, y ahora me reservo como el luchador que sólo resistiendo sabe que podrá vencer al contrario. Esta enfermedad se ha convertido para mí en algo así como una joroba a la que comienzo a acostumbrarme. Antes no podía comer ni dormir. Ahora mi sueño es cada vez más fuerte, como si temiera despertarme. Y tengo apetito… Algún día llegue así quizás a sospechar que la enferma gime sin motivo… No he cesado de luchar y, sin embargo, tengo la sensación de haber traicionado esta causa. La he traicionado, aunque yo mismo no sé cuándo ni cómo.
Sobre el ghor colgaba una cortina de niebla, detrás de la que se asomaba la roja hoz de la luz. Se oía el rumor del agua. Tardé mucho en dormirme…
Nos despertó temprano el bullicio de aquel hormiguero humano. Las gaviotas que volaban sobre el río daban gritos lastimeros. Vimos que se nos acercaba un grupo de sacerdotes y levitas. Avanzaban lentamente apoyándose en sus bastones, arrastrando sobre la húmeda arena sus largas vestiduras. Unos servidores del Templo iban delante, apartando a la gente para que los sacerdotes pudieran pasar sin rozarse con la turba. Jonatán, hijo de Ananías, iba delante vestido con el efod, dando así a entender que llegaba allí como representante del Templo. Por esto fuimos los primeros en saludarle, aunque ninguno de nosotros podemos sufrirlo. Es hijo del anterior sumo sacerdote, cuñado de Caifás y nasi, cabeza del Sanedrín. Es un repugnante saduceo que se burla de los que creen en la resurrección. Se ha hecho tan parecido a un griego, que es una desfachatez por su parte vestirse con el efod. Él es quien ha rodeado con sus gentes el estanque de las ovejas y cobra un tanto por cada animal que va allí a lavarse.
Correspondió a nuestro saludo con una sonrisa amistosa, como si no fuera él quien nos llamó hace unos días «topos que abren corredores bajo el Templo». Nos dijo: «Os damos los buenos días, ilustres maestros». Esperamos que más dijera. Siempre sonriendo amablemente, nos explicó el motivo de su presencia en aquel lugar. Según parece, ni los mismos saduceos pueden continuar fingiendo que no ven a las multitudes que se dirigen a Bethabara. Dicen que también el procurador ha mandado a un mensajero preguntando qué significa esta concentración a orillas del río. Incluso en el pequeño Sanedrín se habló de esto durante todo el día. Alguien ha recordado a tiempo la antigua tradición según la cual cada profeta nuevo debe explicar su misión en el Templo. Por esto decidieron mandarle a Juan una delegación que se encargara de hacerle declarar cuál era el motivo de su llegada. El hecho de que Jonatán en persona se haya puesto al frente de ella, indica cuán seriamente tratan los sacerdotes de este asunto.
—Ahora, pues, dentro de unos instantes sabremos quién es él —resumió el nasi—, y conste que no nos contentaremos con palabras solas. Puesto que es Elías —aquí Jonatán sonrió con malicia—, exigiremos que nos dé una señal. Que haga un milagro. Naturalmente, si es capaz de hacerlo… —Se rió de nuevo, acariciándose la barba—. Le exigiremos un milagro. Y entonces…
Los saduceos no creen en milagros y, por lo tanto, creen que esto es una magnífica trampa para desenmascararle. Desde luego, tienen razón en querer disminuir el prestigio del hijo de Zacarías. Los romanos siempre sospechan y en todo huelen una conspiración. Quizá podrá estallar algún día la lucha por la liberación, pero hemos de evitar a toda costa que sea una lucha desorganizada, inútil. Es evidente que Juan no es el hombre indicado para conducir a nuestro pueblo…
Jonatán propuso que nos uniéramos a ellos para hablar con el profeta.
Sería más eficaz dijo que vosotros, maestros también, le hicierais unas preguntas. Si no las puede contestar y se azara, tanto más palidecerá su prestigio…
Cuando se trata de despellejar al miserable amhaares que viene a depositar su ofrenda, los saduceos saben arreglárselas muy bien sin nuestra ayuda. Pero, cuando hay que convencer de algo al pueblo, prefieren aparecer en nuestra compañía. Son cobardes como los verdaderos traidores. Quién sabe si no sospechan que estemos en contacto con Juan, y prefieren asegurarse atacándole conjuntamente. Estuvimos un rato considerando la proposición de Jonatán. Finalmente la aceptamos. Juan no es de los nuestros y no tenemos por qué defenderle.
Nos transportaron a la otra orilla en dos grandes embarcaciones. Encontramos una gran multitud colocada en semicírculo al borde mismo del agua. Del centro de aquella turba nos llegaba la voz del que estaba hablando. Es verdad: no habla, grita. Los criados comenzaron a abrirnos paso y la gente se apartaba, curiosa de presenciar lo que iba a ocurrir. Avanzábamos lentamente por el centro. Al fin vi a Juan. Estaba en la orilla, inclinado sobre un grupo de personas sumergidas en el agua. Es un gigante moreno y enjuto. Pero no observé que tuviera la mirada ardiente de un dragón. Al contrario, bajo sus erizadas cejas aparecían unos ojos soñadores, tristes, de color gris azulado como un cielo de primavera temprana. Si no fuera por la barba que le avejenta, parecería muy joven. En todos sus movimientos y ademanes hay fiebre. Del mismo modo que al hablar grita, al andar corre. Al vernos, se nos acercó. Por un instante me sentí inquieto porque lo hizo como si fuera a lanzarse contra nosotros.
Pero, mientras sus movimientos y su voz parecen provocativos, su mirada tranquiliza. Se paró ante nosotros y se apoyó en su largo bastón. El viento de la mañana le enmarañaba los cabellos y descubría su torso, ancho y fuerte. Al pararse, lo hizo bruscamente y en su rostro se pintó una expresión de desengaño: podía creerse que esperaba a alguien. Jonatán se adelantó y, después de aspirar una honda bocada de aire, habló con voz potente para que todos le oyeran.
—Juan, hijo de Zacarías. Venimos a ti en nombre de José el sumo sacerdote, y de todo el Sanedrín. Debemos hacerte unas preguntas, tal como lo manda la tradición. ¿Estás dispuesto a contestarlas?
—Sí —respondió en tono tajante. Tiene una voz sonora y profunda—, preguntad…
—Juan, hijo de Zacarías, hijo de Abías… —Jonatán hablaba ahora con tono solemne y grave. La gente se apretujaba a nuestro alrededor, en silencio, para no perder ni una palabra del diálogo—. ¿Quién eres tú? ¿Eres el Mesías?
Se apresuró a negarlo. El sacerdote aún no había acabado de hablar, cuando él exclamó:
—¡No! ¡No! ¡No soy el Mesías!
Pensé que esta respuesta desvanecía en realidad todo el peligro. Si Juan se hubiera proclamado el Mesías, ya no hubiese tenido que contestar a las otras preguntas. El Mesías está por encima del Templo. Aunque Jeremías… Pero estos son hechos antiguos. Hoy en día un profeta debe bailar al son de lo que le dicen los sacerdotes, o bien estar de nuestra parte…
—¿O quizás eres Elías? —preguntó Jonatán.
Ahora iba a decidirse la suerte del bautista del Jordán. Pero la respuesta llegó tan rápida como las anteriores:
—No lo soy…
Jonatán tuvo que tragar saliva varias veces. Comprendí que aquella contestación negativa le había desorientado. A mí también, a decir verdad. Las masas hablaban de él como si fuese Elías. Al decir que no lo era, le mitad de su gloria derrumbó se sobre la arena.
—¿Eres profeta?
—¡No!
Miré, intrigado, los ojos azul grises que se perdían en el espacio más allá de nosotros. Juan apenas si mira a los que le rodean. Su mundo empieza en algún lugar lejano, más allá de los que se agolpan a su alrededor. Observé que tiene los ojos rodeados de pequeñas arrugas, como los caminantes del desierto o los navegantes, acostumbrados a escudriñar lejanos horizontes. Habla y escucha como si estuviera ausente. Aseguraría que al mismo tiempo está oyendo algo.
—Entonces, ¿quién eres?
En la pregunta de Jonatán se adivinaba el desprecio. Contestó con la frase de Isaías:
—Soy la voz que clama en el desierto…
Entonces yo le dije:
—¿Por qué, siendo así, bautizas?
Por un momento su mirada volvió de la lejanía y se posó en mí. Noté fiebre y dolorosa tensión en sus ojos.
—Yo bautizo con agua —dijo—, pero… —Sus ojos retrocedieron de nuevo y se fijaron en algún punto lejano, más allá de la multitud, al otro lado del río—. Existe ya aquél que ha sido antes de mí, pero vendrá después de mí.
Le temblaban los labios. Perdida la mirada en el horizonte, hablaba con una extraordinaria ternura, casi como una mujer cuando habla de su amado.
—No soy digno de desatar la correa de sus sandalias… —Pero en este momento se rompió la nota blanda y suave de su voz, y el profeta exclamó, gritando—: ¡Él vendrá y os bautizará con el Fuego y el Espíritu!
Los grises y afables ojos se volvieron súbitamente terribles. Desaparecida su soñadora bondad, comenzaron a despedir llamas como ascuas sacadas del fuego y lanzadas al aire. Avanzó un paso, apretando el bastón entre sus dos manos, y dijo:
—¡Vosotros…! ¡Linaje de víboras! ¿Creéis que podéis escapar a la ira del Señor? ¡El árbol podrido no se salvará del hacha! ¿Habéis venido a preguntar? —Jonatán iba retrocediendo mientras el enorme profeta le acosaba, acribillándole con coléricas palabras—. ¿Queréis preguntar? Sólo una cosa os digo: ¡haced penitencia!, ¡haced penitencia! Haced penitencia entre polvo y cenizas. ¡Como Nínive! ¿Creéis que sois distintos de ellos? —Y dibujó un círculo con la mano.
Jonatán desapareció a mis espaldas. El profeta, loco de furor, se irguió ahora ante mí; sus enfurecidas palabras me daban de lleno en el rostro, como llamas.
—No creáis que por ser hijos de Abraham estáis libres de pecado. ¡Mira! —Se inclinó, recogió del suelo un puñado de pequeñas piedras pulimentadas por el agua, y las puso delante de los ojos, sobre su mano extendida—. ¡Cuando el Altísimo lo desee, hará que de estos guijarros nazcan nuevos hijos de Abraham! ¿Has comprendido?
Me asaltó un temblor tan grande que fui incapaz de contestar. Comprenderás que hay motivo para asustarse al verse uno amenazado de cerca por un hombre tan enorme y encolerizado. No sé cómo fue, pero de pronto me encontré solo. Mis compañeros y los saduceos se escondieron entre la multitud. De todo nuestro grupo sólo yo continuaba allá, y a mí iban dirigidos todos los gritos de Juan. A la estúpida turba aquello debía gustarle, porque la ola cuchichear burlonamente a mis espaldas. Si él se hubiera abalanzado con su bastón sobre mí, seguramente nadie hubiese salido en mi defensa.
—Ya llega él —volvió a decir—. Ya viene, ya se acerca quizá…
Su dura voz se fue dulcificando. Apartó la mirada de mí como de una hierba insignificante. Entonces comprendí: este hombre vivía en una especie de frontera entre dos mundos, el mundo de los ensueños y el mundo de la ira. Cuando miraba cerca, estallaba: cuando miraba lejos, soñaba.
—Lleva un bieldo en la mano. —Hablaba como si cantara un salmo—. Con él aventará la mies y separará el grano de la paja. Guardará el grano en el granero y quemará la paja en un fuego que nunca se apagará…
Se quedó inmóvil. Su mirada buscaba al que había de venir como el navegante perdido busca el puerto. Pero ya la gente comenzaba a interrogarle. Repitieron las preguntas varias veces antes de que él, volviendo de su ensimismamiento, les viera.
—¿Qué debemos hacer? —decían—. ¿Qué debemos hacer, Juan, qué debemos hacer?
Aunque los miraba, no les reprendía. Su rostro había cambiado de nuevo. Era ahora el de quien entrega todo su amor a una criatura recién hallada. Juan les contestó:
—¿Tienes dos abrigos? Cede uno de ellos a un mendigo…
Se dirigió a un publicano que se había colocado u mi lado: yo ni siquiera había notado que me separaba de este impuro una distancia menor de siete pasos.
—Coge sólo lo que te manden coger.
Un soldado con las insignias de Herodes preguntó:
—¿Qué debo hacer?
Juan le contestó.
—Sirve por lo que te pagan. Estáte alerta y vigila lo que te hayan ordenado vigilar, pero no maltrates, no mates, no atropelles…
Luego vi a un amhaares que, por su acento galileo, me pareció que debía ser un labrador o pescador de Galilea. Era fuerte y tenía el rostro ancho y tosco. Sus pequeños ojos desaparecían detrás de unos pómulos prominentes. Mostraba unas grandes manos callosas. Con cara de atontado, se adelantó un poco a la multitud. Se le notaba entre asustado y atrevido. Debía pertenecer a esa clase de personas que, cuando en una posada estalla una riña, son los primeros en lanzarse a la pelea y luego los primeros en huir Unas cuantos galileos, temerosos y desgarbados, iban dándole empujones para que avanzara. Seguramente antes les había dicho con todo de suficiencia: «Ya le hablaré yo…», pero ahora se le había trabado la lengua y no le salía ni una palabra. Por fin se decidió a hablar, pero, claro está, gritó tan fuerte que él mismo se asustó de su voz.
—¿Qué debemos hacer?
Juan se paró frente al grupo. Puso su tosca mano, bronceada en el dorso y blanca en la palma, en el hombro del pescador. Los ojos del profeta se detuvieron en el galileo más tiempo que en los demás. Él, tan distraído y que parece verlo todo sólo a medias, fijó ahora toda su atención en la obtusa cara de aquél.
—Echa tus redes —dijo—. Y espera… espera…
Y siguió andando hacia los que iban acercándose a él. Cediendo a un incomprensible impulso íntimo (desde que Rut está enferma adopto a menudo las más desesperadas decisiones), también yo me acerqué a él. Me encontré entre un grupo de gente que se dirigía al agua para hacerse bautizar. A mi lado el pescador galileo se despojaba enérgicamente de la cuttona, descubriendo su torso bronceado. En realidad, por mi parte, aquello era absurdo. El agua del Jordán debe de estar espesa de tantos pecados como flotan en ella; los de los anhaares publicanos, mujeres públicas y todos aquellos que no cumplen la Ley. Yo procuro cumplirla lo mejor que puedo. Hago penitencia por los pecados de todo Israel. No he venido aquí a purificarme, sino a buscar la salud para Rut. Y a pesar de todo, mientras me acercaba al agua, iba doblando mi abrigo. Aunque me parecía injusto, estaba dispuesto a permitir que me lavara, si aquello había de congraciarme con el profeta. Al cruzarme con él, le mire. Sé que a veces me basta con la mirada para obtener algo. Dije, casi con humildad:
—¿Qué debo hacer, rabí? Mi…
Me interrumpió. Pero su ademán, al tocarme el hombro con la mano, ya no era airado. Ahora no gritaba como antes. Dijo:
—Continúa sirviendo lo mejor que puedas, pero aprende a saber renunciar… Y espera…
Es curioso, ¿verdad? Me dijo «espera», lo mismo que al galileo. Quizá lo dice a muchos, puesto que se considera sólo un predecesor de otro. Pero las palabras «aprende a saber renunciar» no las entiendo en absoluto. ¿A qué he de renunciar? ¿A servir al Altísimo? ¡A esto no renunciaré nunca mientras viva!
El agua del río, caliente y blanda, me resbaló por la espalda. Juan dice que esta agua limpia, pero yo creo que más bien ensucia y cubre de barro. Volví a reunirme con la multitud, avergonzado de lo que había hecho. Seguramente te ríes de que me haya dejado bañar junto con publicanos y meretrices. No quería volver con mis compañeros, pero por suerte todos habían desaparecido. Me escondí entre unos arbustos de la orilla y, sentado en el suelo, pensé en lo tontamente que me había portado. ¿De qué me servía aquella purificación, si a cambio no había recibido siquiera la promesa de una curación para Rut? Pero Juan, según puede verse, no cura nada, aparta a los que le llevan enfermos.
—Mi tiempo es corto —dice— y mi trabajo consiste en enderezarlos caminos. Cuando él venga…
Y otra vez mira a lo lejos. Así, pues, me había bañado en el Jordán para nada. Me consolaba pensando que todos solemos hacer cosas absurdas.
Pasé todo el día en las márgenes del río. En Jerusalén debía de hacer frío. Desde allí se veían pesadas nubes colgando sobre las colinas de Judea. Donde me encontraba, por el contrario, el aire era húmedo y pesado y los arbustos estaban cubiertos de flores. Pero creo que no solamente por esto no me apresuré a volver a la ciudad. En ella está Rut, y yo, aunque la quiero y haría cualquier cosa para que sanara, cada vez sufro más al mirarla. Su enfermedad se ha convertido en mi enfermedad.
De nuevo llegó la noche, y Juan dejó de bautizar. La multitud, como ayer, se diseminó por las orillas. Se encendían hogueras y los vendedores pregonaban a gritos las excelencias de sus tartas, pescados y frutas, así como del vino joven que guardaban en jarras de barro. No lejos de mi estaba aquel grupo de galileos que presidía el corpulento pescador. A decir verdad todos parecían pescadores. Se sentaron alrededor del fuego, rezaron sus oraciones y se pusieron a comer. Hablaban. Mi pescador contaba algo en voz baja y sonora. Allí, en su círculo, no era tímido: al contrario, parecía excesivamente alborotador. Los otros también hablaban; justamente delante de mí pude contemplar, iluminado por el fuego, el rostro de un muchacho, hermoso como el de una jovencita. El muchacho hablaba poco y muy bajo. Le vi dirigirse a un hombre que estaba de espaldas a mí. «Natanael, no te he visto al lado del profeta…». No pude oír la contestación, sólo vi como el hombre señalaba con la mano a una persona muy alta que se mantenía un poco alejada de las márgenes del río. «Tú siempre estás soñando», añadió el chico, sonriendo. ¿En qué puede soñar gente así? Creía que sólo podían soñar en una barca o en una red nuevas, en una diversión, en unos cuantos denarios fácilmente ganados, en una mujer… En cambio, Simón (así es como llaman al corpulento pescador) dijo: «No es necesario soñar. El profeta Juan dice claramente que él vendrá de un momento a otro. Sólo nos manda esperar…». Imagínate tú: piensan en este alguien como si se tratara de una persona que a cada instante pudiese salir de detrás de los arbustos. Continué escuchando porque me divertía su conversación. «¿Quién será él?», preguntó uno. «¿Cómo que quién será? —contestó, riendo, Simón—. ¡El Mesías! Vendrá vestido con una armadura, con una espada en la mano y rodeado de soldados… O bien vendrá a caballo como los centuriones romanos…». «¿Y crees tú, Simón, que empezará la guerra?». «Quién sabe si será necesaria. Quizá todo se derrumbe en cuanto él llegue…». «Y nosotros, ¿qué?». «¡Iremos con él!», gritó Simón con ardor. Alguien, a su lado, soltó una franca carcajada, desprovista de amargura: «¿Acaso él necesitará de gente como nosotros?». «Bueno, Juan, y tú, ¿qué piensas?», preguntaron al muchacho del hermoso rostro de mujer. «Yo creo —y lo dijo como antes, tranquila y pausadamente— que, a pesar de no ser más que unos pescadores, podremos servirle. ¿Qué importa que él ni siquiera nos vea? Es un placer poder servir al Mesías, aunque sea de lejos…».
«No son vanidosos», pensaba yo, mientras miraba al cielo, acostado sobre mi simlah extendida. Como en la noche anterior, tampoco en aquélla se veían las estrellas; una espesa neblina subía desde el río. La luna aún no había salido. Todo estaba oscuro y sólo se veían brillar las hogueras, doblemente numerosas al reflejarse sus destellos en el agua.
Pensaba en Rut y en este alguien anunciado por Juan. Y estos dos pensamientos se iban turnando y entrelazando en mi mente.
Tardé en dormirme, pero me desperté descansado y animoso. Mis galileos ya no estaban allí; seguramente se hallaban entre la muchedumbre que rodeaba al profeta. Yo también fui en aquella dirección. Deseaba contemplar una vez más a Juan antes de emprender el camino de vuelta. Me crucé con un hombre alto, de cabellos oscuros, como salpicados de oro, que le caían sobre los hombros. Andaba pensativo. Aparté a la gente.
Juan estaba en medio. La gente le interrogaba de nuevo y él contestaba. Sus ojos se perdían en aquel punto lejano, más allá de la multitud. Parecía aún más inquieto que ayer. Para poder fijarse en las preguntas que le hacían, el profeta fruncía dolorosamente el ceño. Era como un cantor que deseara cantar y, en cambio, hubiese de estar escuchando aburridas palabrerías. Pero, en el momento en que salí de entre la multitud para acercarme al grupo central, me pareció ver clavados en mí los ojos del profeta, como dilatados por un ardiente sentimiento. Retrocedí un paso creyendo que volvería a estallar su ira. Pero al instante me di cuenta de que su mirada no se fijaba en mí, sino en alguien que estaba a mi lado, y que sus labios no expresaban enojo. Al contrario, temblaban como por efecto de una violenta emoción. Volví la cabeza para ver a quién miraba. Aquel hombre alto con quien antes me había cruzado estaba ahora junto a mí. Tenía uno de esos rostros que no se olvidan: el rostro de alguien a quien se ha encontrado en alguna otra ocasión y ahora no se puede recordar dónde ni cuándo. ¿Qué más puedo decirte? Hay caras que recuerdan el perfil de un pájaro u otro animal y que se diferencian entre sí por tal o cual rasgo. Ésta tenía algo común con todas las otras caras. Pero no se la podía tachar de vulgar. Era como si las miradas bondadosas de todos los hombres se hubieran concentrado en ella sola. Caminaba lentamente hacia Juan y éste avanzaba hacia él. Cuando estuvieron cerca, el profeta se paró y dijo con voz baja y honda, temblorosa.
—¿Has llegado ya…?
Se inclinó como si quisiera caer de rodillas. Pero el recién llegado se acercó a él y le cogió por los hombros.
—He venido para que tú me bautices…
—¿Yo? —exclamó Juan—. ¡Nunca! Si eres tú…
—Así ha de ser —dijo aquél con tranquila determinación.
Quise ver cómo le bautizaba, pero la gente les rodeó formando un corro compacto. Vi cómo mis galileos se abrían paso con los codos, pero yo no tenía ganas de recibir empujones. Decidí regresar.
Atravesé el Jordán. En cierto momento me pareció oír un trueno. Me volví pura mirar y vi como en aquel instante el hombre alto salía del agua y se envolvía en la cuttona. Juan decía algo señalándole con el dedo. Pero la multitud continuaba indiferente. Me volví. Me invadió una incomprensible tristeza, como si algo hubiera pasado a mi lado y yo no hubiese sabido retenerlo. He venido aquí en vano, pensé. Comencé a escalar pesadamente la pendiente y anduve todo el día encorvado bajo una lluvia fría que me calaba hasta los huesos.