Carta IX


Querido Justo:

No sé cómo darle las gracias. El joven, pero inteligente médico de Antioquía que me recomendaste, vino a casa y visitó a Rut. Me gustó: parece un hombre de horizontes amplios y, a pesar de ser griego, sabe comprender nuestras costumbres. ¿Qué me ha dicho? Que debe curarse… ¡Ojalá! Pero, desgraciadamente, todos sus predecesores decían lo mismo. Siento decirlo por ti. Pero, compréndeme: ¡tantas veces he oído asegurar lo mismo! La gente me manda continuamente médicos; todos hablan con entusiasmo del suyo. Pero ahora ya temo cada cara nueva. Temo un nuevo desengaño… Este Lucas parece más honrado que los otros. Sus palabras no parecen sólo misteriosas palabras para ocultar un vacío. Expone su ciencia abiertamente, como en un mostrador, y explica minuciosamente qué se podría hacer, qué se podría emplear, qué se podría probar… Estoy seguro de que este hombre no se rendirá hasta el final. Pero ¿dará resultado alguna de estas innumerables pruebas que me propone? ¿Permitirá el tiempo aplicarlas todas? El carro sigue precipitándose. ¿Cuánta pendiente le queda aún para seguir rodando?

Sólo él podía curarla. Pero pasó indiferente por mi lado, como hizo con aquellos nazarenos enfermos. Quiso castigarlos. Pero a mí, ¿por qué me castiga? A mí, que he accedido a cargar con lo que él llama «la cruz». Empieza a nacer en mí la inquietante sospecha de que, bajo sus palabras, se esconde un peligro mayor del que se podía suponer al principio. Su llamada acaba siendo irresistible… Y parece un hombre insaciable, dispuesto a recoger lo que él mismo no sembró…

Una gran sequía lo está quemando todo. La tierra se ha vuelto como una ceniza blanda y ligera. Cuando, al anochecer, sopla un poco de viento, arrastra consigo una rojiza nube de polvo. El Cedrón se ha secado. El monte de los Olivos rechaza el calor con el brillante verdor de las hojas de sus olivos, pero los viñedos se han ennegrecido, la hierba se ha vuelto amarilla y frágil, las palmeras han doblado sus ramas como camellos cansados que bajan sus cabezas, y los higos han madurado en las tupidas copas, entre las hojas. La gente se acuesta a la sombra y espera, jadeante, la llegada de la brisa nocturna. Todos han huido de Xystos y Bezetha para refugiarse bajo el pórtico de Salomón. Allí se puede encontrar ahora gente de la más baja extracción. Porque, ¿quién ha quedado en la ciudad? Los sacerdotes, con sus familias, y todos los más ricos han marchado de Jerusalén y han ido a sus posesiones de verano. Yo también hace días que hubiera marchado a mi residencia, cerca de Emaús. Nunca había estado en Jerusalén durante esta época de calores estivales. Pero esta vez he tenido que quedarme. La enfermedad de Rut no permite cambio alguno…

Vivimos como asediados: el rojo desierto ha llegado hasta las puertas de la ciudad y como una hiena parece esperar su presa. En la piscina de Siloé el agua baja cada día más de nivel. Nubes enteras de moscas zumban en el aire, denso como el aceite. Estoy sentado al lado de Rut y las ahuyento. Tiene los ojos cerrados y respira con dificultad. Sus blancas manos, caídas sin fuerzas sobre las sábanas, expresan una tristeza espantosa. No puedo soportarla… Hasta ahora no he tenido ocasión de hablar con nadie del maestro. De los miembros del Gran Consejo no he visto más que a Joel bar Gorión. Ya te dije en otra ocasión que me es odioso. Es pequeño y cargado de espaldas (afirma que lleva sobre ellas los pecados de todo Israel). Cuando le encontré estaba rezando por los pecadores. Tenía los brazos levantados y se golpeaba sin cesar la cabeza contra la pared. Tuve que esperar mucho rato a que terminase. Por fin se volvió y aparentó que hasta entonces no había notado mi presencia. Me saludó con una gran cordialidad que siempre me suena a falsa.

—¡Oh, a quién veo! Al gran rabí, al sabio rabí Nicodemo, al bar Nicodemo… ¿Ya has vuelto, rabí? ¡Cuánto me alegro! Todos nos preguntábamos dónde habías ido y por qué has estado tanto tiempo ausente de la ciudad. ¿Es verdad, rabí, que estuviste en Galilea? Vino aquí gente que afirmaba haberte visto allí… ¡Repugnantes calumniadores! Dijeron, imagínate tú, que te habían visto entre una multitud de impuros amhaares escuchando a un charlatán que con gran regocijo de los galileos les cuenta un sinfín de tonterías. Dije a Johanaan ben Zakkai (que el nombre de este ilustre y sabio rabí sea siempre ensalzado) que castigara a aquellos mentirosos. Le dije: nuestro rabí Nicodemo nunca tocaría a un amhaares, como ninguno de nuestros haberim tocaría un cadáver o un cerdo…

Le tuve que dar las gracias y pregunté:

—¿Qué habéis oído aquí sobre… el profeta de Nazaret?

Los ojuelos de Joel brillaron bajo sus párpados. Siempre se mueven de un lado para otro como dos pequeños ratones negros. Hizo una mueca como si hubiese mordido un limón áspero.

—¡Je, je, je! —comenzó a reír. Cruzó los dedos y se restregó las palmas de las manos—. ¡Je, je, je…! El ilustre y sabio rabí bromea. ¿Profeta? ¿Qué profeta? ¿De Nazaret? De Nazaret sólo salen borrachos, ladrones y locos. Sobre este mentiroso ya se ha hablado en la sala de la Piedra Cuadrada y se ha hablado más de lo que se merece un more de su especie. Lo sabemos todo acerca de él… Apretó los labios; en las comisuras aparecieron unos blancos hilitos de saliva espumeante. Pero en seguida volvió a frotarse las manos y soltó una carcajada, breve y nerviosa:

—¡Je, je, je…! Está bien que el ilustre y sabio rabí haya vuelto ya. Galilea es un país de tinieblas. Allá los fieles han de rozarse a cada paso con los goim

También he visto a Jonatán, hijo de Ananías. Me lo envió el sumo sacerdote. Se trata de que los dos representemos al Sanedrín en los festejos que está organizando Antipas para celebrar su cumpleaños. No me hace la menor gracia ir: ¡odio a los bastardos de Herodes! Pero Caifás insistió mucho en que fuera e incluso, para congraciarse, me mandó una hermosa cesta de frutas para Rut. Antipas sabe que ningún israelita decente entraría en Tiberíades, que él construyó sobre un cementerio (creo que el de los saduceos, pero no estoy seguro), y prepara festejos en Maqueronte. En la desembocadura del Jordán dos galeras aguardarán a los invitados. Las fiestas revestirán gran esplendor, primero porque Antipas cumple cincuenta y cinco años, y segundo porque quiere lucir a Herodías, que, por cierto, le tiene completamente dominado. Pero la gente cree que el principal motivo de todos los festejos es la supuesta presencia en ellos del procurador Pilatos. Antipas estuvo enemistado con él durante largo tiempo, pero ahora a instancias de Herodías (ella sabe dirigir el juego) y quizá también por mandato de Vitelio, ha querido mejorar sus relaciones con él. Y tiene razón: más de una vez Pilatos se quejó de él al César…

Contesté a Jonatán que iría. De paso le pregunté qué había oído sobre el maestro. Me respondió con una alegre carcajada.

—¿A mí me preguntas qué sé de él? ¡Ja, ja, ja! Soy yo quien debería preguntártelo. Todos dicen que es un fariseo. Alguien dijo a Caifás que repite las enseñanzas de Hillel, otro que compone hagadás a la manera de Gamaliel. Confiesa, Nicodemo, que es uno de los vuestros. Pero es igual. A nadie le importaría que contase cosas sobre la resurrección, los ángeles y otras maravillas si su persona no provocara tantos tumultos entre la plebe. Apenas se terminó con el otro… Quiero serte sincero —adoptó un tono grave— y te diré que hemos decidido llamar sobre él la atención de Antipas. ¡Que se ocupe de él! A vosotros, los fariseos, os gusta hacer tonterías que irritan a los romanos. Nuestro parecer —que tú, en tu fuero interno debes compartir, puesto que eres un hombre sensato— es que cuanto más cuidemos de eliminar de nuestras vidas todo lo que pueda irritar a los romanos, tanto más se fiarán de nosotros y tanto más podremos obtener de ellos… ¿No estás de acuerdo, Nicodemo? A vosotros, los doctores, os gusta completar la Ley con vuestras propias enseñanzas. En realidad, no hay en ello ningún mal (esto, claro está, te lo digo sólo a ti) mientras se conserve la unidad del culto y del Templo… Pero sabes bien que toda enseñanza, fe y moralidad terminan en el momento en que cualquier aventurero del desierto comienza a imitar a un Judas Macabeo. Y Séforis, no lo olvides, está situado en la misma colina que Nazaret…

Es verdad, en la misma. Al otro lado. Las cruces que hace veinticinco años plantó Coponio debían proyectar su sombra sobre Nazaret. Estuve allí hace poco… A decir verdad, ahora quería hablarte de esto y no de todo el alud de asuntos que me han caído encima al volver a Jerusalén. Durante mi estancia en Galilea me he desacostumbrado un poco de este agitado ritmo de vida de aquí. Allí el hombre piensa con lentitud y lentamente también se llena, a la par que de silencio, de unos rumores apenas perceptibles. ¡Aquí no hay tiempo para nada! Hay que asimilar aprisa y estar siempre preparado para recibir mil sorpresas. ¡Aquí hay que gritar para ser oído y no se oyen más que gritos! ¡Una vida absurda, de la que es imposible escapar!

Después de dejar al maestro en la colina que los nativos llaman «Cuernos de Hattim», en lugar de volver directamente siguiendo el Jordán, torcí hacia Nazaret. Recuerdo las veces que me dijiste que para conocer bien a una persona hay que ir a visitar el lugar donde vino al mundo y donde transcurrió su infancia. La fama de Nazaret no es buena. Pero pensé que la voz pública también puede estar equivocada; hay que verlo todo con nuestros propios ojos. Sin apresurarme, en dos días llegué al lugar. Es un pueblo como otros tantos pueblecitos galileos. Las colinas forman un semicírculo, en el centro del cual, sobre una ladera, está Nazaret como un gato en los brazos de un niño. Ya de lejos se ve un puñado de casitas blancas desperdigadas entre negros cipreses que forman casi un bosquecillo. A los pies de la colina mana una fuente por debajo de un arco de piedra y rodeada por una cerca hecha también de piedra. Me paré allí, cansado y sediento. Durante largo rato no tuve con quien hablar; sólo pasaban por allí mujeres con cántaros en la cabeza. Más tarde llegó un levita y me saludó amablemente. Le pedí que me condujera a una posada donde pudiera pasar la noche. Subimos juntos al pueblo por el mismo camino por el que bajaban riendo las mujeres a buscar agua. Son bonitas, altas, esbeltas y morenas. No vi entre ellas a ninguna que tuviera el cutis claro y el pelo cobrizo de tantas mujeres de Judea. Sobre la colina cortada por la blanca raya de la carretera, el Tabor levanta su pesada cabeza… Durante años enteros él debió tenerlo constantemente ante los ojos… Ya de lejos divisé entre las casas la sinagoga, rodeada también por una fila de cipreses. La posada estaba sobre la misma carretera, antes de llegar a las primeras casas del pueblo.

Di las gracias al levita y quise despedirme, pero no quiso marcharse sin antes haber llamado al posadero para encomendarme a sus cuidados. Por el camino hablamos y se enteró de quién era yo. Su amabilidad, que ya antes era grande, aumentó entonces considerablemente. Se marchó al fin, después de haberme saludado repetidas veces. A continuación fue el posadero quien quiso probarme su solicitud. Debo confesar que me gustaron aquellas muestras de respeto. Al dirigirme a Nazaret esperaba encontrar lo peor grosería y falta de educación. Quedé agradablemente sorprendido. El posadero me sirvió la comida a la sombra de una robusta higuera. Me levanté para rezar las oraciones. Cuando acabé y me disponía a comer, oí un grito:

—¡Rabí, no comas!

Levanté la cabeza, extrañado. Unos hombres entraron en el patio. Por sus vestiduras se adivinaba pronto que se trataba de los ancianos de la sinagoga local: el archisinagogo, el seliah, el targumista y varios betlanim. El levita les había conducido hasta allí. Todos llevaban el taliss sobre los hombros y las filacterias en la frente. Parecían gente piadosa y digna. El archisinagogo llamó al posadero y le preguntó severamente si los utensilios y la comida que me había servido no habían sido contaminados por algún contacto impuro. Pero quedó demostrado que sus temores eran infundados. Entonces el rosh-hakeneseth se volvió hacia mí. Primero me saludó ceremoniosamente mostrando una gran alegría por el hecho de haber querido honrar con mi presencia su mísero pueblecito, y luego me pidió disculpas por haber gritado. Dijo:

—Discúlpame, ilustre rabí, pero uno nunca puede fiarse de esta gente de pueblo. Dejan que las mujeres lo toquen todo. Y el sabio del Señor dice: «entre mil podrás encontrar a un hombre recto, pero no encontrarás a ninguna mujer que lo sea…». Discúlpame, por favor, y come tranquilo lo que este hombre te ha servido.

Estaba realmente sorprendido de encontrar tanta amabilidad. Los invité a que compartieran mi comida. La temperatura era deliciosa; el calor del día había disminuido y un suave airecillo balanceaba sobre nuestras cabezas las ramas de la higuera. Bebimos leche agria y comimos gallina asada con ensalada de cebolla y pan. Los rebaños volvían al pueblo: se oían los balidos de las ovejas y los gritos de los pastorcillos. Cuando terminamos de comer nos estiramos cómodamente sobre unos bancos que el posadero había colocado debajo del árbol para todos los invitados.

—¿Podríamos saber, ilustre rabí, qué te ha traído a nuestro pueblo? —preguntó al fin el archisinagogo—. Nazaret es un mísero lugarejo y no tenemos aquí nada que pueda alegrar los ojos de tan distinguido visitante. Además, tiene mala fama… Pero es una fama injusta: créeme, rabí… Es verdad que ha habido aquí gente de toda clase… Pero ¿dónde no hay pecadores? A medida que vamos trabajando y enseñando al pueblo la palabra del Señor, su número es cada vez menor. Si quisieras juzgarlo por ti mismo, gran rabí.

—No lo pongo en duda —respondí—. Cuando os oigo a vosotros, tan respetables, comprendo que todo lo que dicen de los nazarenos es mentira…

—Las palabras del gran rabí son para nosotros como un ungüento aplicado sobre una herida abierta… —observó uno de los betlanim.

—Las enseñanzas del sabio valen más que el oro —añadió el levita.

—Rabí, mañana, en la sinagoga, ¿no querrías alegrar nuestros oídos con tus doctas palabras? —dijo con tono solemne el archisinagogo—. Hace tiempo que no ha hablado ante nosotros nadie tan famoso…

—¡Qué gran honor sería para Nazaret si hablara en nuestra sinagoga el mismísimo rabban Nicodemo, hijo de Nicodemo! —exclamó con voz chillona el seliah, que se recreaba los propios oídos con los elogios que me dedicaba. Sentí que no podía resistirme a tantas palabras halagadoras. Estoy acostumbrado a las muestras de respeto, pero aquellas palabras tenían un atractivo particular.

—Dígnate ofrecernos un poco de tu sabiduría —pedían. Debían de considerar mi silencio como una negativa—. No nos niegues, «No escatimes el pan a un mendigo ni la palabra de Dios al que la desee escuchar», decía el gran Hillel. Escucha nuestros ruegos y habla, rabí. Aquí nunca viene nadie. Hace años que no hemos oído las enseñanzas de un gran soferim de Jerusalén… Siempre hablan los mismos…

—Excepto cuando un día alguien se atreve a…

El hombre que esto decía cortó la frase en seco, acribillado por las miradas de los demás. Comprendí que se refería al maestro.

—¿Se trata acaso de vuestro Jesús? —pregunté. Se produjo un silencio como si yo hubiese pronunciado una palabra prohibida. Dirigiéndose rápida y furtivas miradas, mis invitados continuaron callados. Debían de estar furiosos contra el que había dejado escapar aquel recuerdo del maestro.

—Sí —dijo por fin el rosh-hakeneseth—. Simón bar Arak ha mencionado ahora a este mínimo… No nos gusta hablar de él —confesó con sinceridad—. Lo hemos excluido de la sinagoga por blasfemo y le hemos lanzado el harem… Pero va impunemente por el mundo, predica y engaña a la gente… Debería morir lapidado —terminó secamente.

Miré a los otros y vi que todos apretaban los labios y movían la cabeza en señal de asentimiento.

—El rabí Jehudá está en lo cierto —exclamó uno en voz alta—. Este hombre ha deshonrado nuestro pueblo… ¡Por su culpa se habla mal de Nazaret!

—¿De veras tiene tanta culpa? —pregunté.

Sin pronunciar palabra asintieron con la cabeza.

—Es de Nazaret, ¿verdad? —seguí preguntando.

—Desgraciadamente, sí —contestó el archisinagogo.

—Creció entre nosotros como un cachorro de lobo entre perros —exclamó el levita con odio en la voz.

—O como una serpiente en la grieta de un muro —dijo otro en el mismo tono.

—Nadie sospechó de él…

—Le dábamos encargos… Carpinteaba para nuestras casas…

—Desgraciadamente —repitió el rabí Jehudá. Suspiró—. Aunque, a decir verdad —añadió—, podríamos renegar de él. No nació en Nazaret.

—¿No fue aquí?

—No; nuestros libros de linaje, que mis predecesores lograron esconder a la gente de Herodes (que el seol nunca le sea propicio), no mencionan su nacimiento. Su padre era judío… —Y añadió entre dientes—: ¡Qué bajo ha caído el linaje real!

—Así, ¿es verdad que pertenece a la estirpe de David?

—Esto dicen nuestros libros. Pero podría haber en ello algún error… Tú, ilustre maestro, sabes mejor que nadie cuán bajo ha caído nuestra grandeza. Ya lo decía el rabí Isaías: «príncipes infieles, compañeros de ladrones». Nuestra salvación está en la sabiduría de los estudiosos como tú, rabí, y no en la sangre de David…

—Pero —interrumpió el levita —está escrito que de David nacerá el Hijo de la Justicia…

El rabí Jehudá respondió con aire de suficiencia:

—Hay quienes afirman esto. Pero los más insignes sabios versados en las Escrituras —me miró con expresión aduladora, invitándome con la mirada a que apoyara sus palabras— dicen que los puros son los verdaderos descendientes de David… Además, no se puede tomar al pie de la letra cada palabra de los profetas…

—Sí —asentí.

—El rabí lo afirma —dijo con un tono que cerraba toda discusión.

El levita, observando que nadie le apoyaba, se calló. Jehudá se enderezó con aire de triunfo. Comenzó a contar:

—En los tiempos en que todo el país se vio sacudido por unos tremendos terremotos, seguramente por los pecados de Herodes, llegó a Nazaret, desde Judea, Jacob, hijo de Matán, naggar de oficio. Se estableció aquí y se puso a trabajar… Tuvo un hijo: José. Esto fue cuando el general romano se marchó a Jerusalén llevándose a Antígono, hijo de Aristóbulo, el último del linaje de los Macabeos. Este José se trajo de Jerusalén una mujer, hija de Joaquín, tejedor de oficio. Poco tiempo después, los romanos (¡malditos sean!), por primera vez y contraviniendo la ley del Altísimo, mandaron hacer el censo de los hijos de Israel. José, tal como lo ordenaba el reglamento, se marchó al lugar de donde era todo su linaje: Belén. Se llevó consigo a su esposa… que estaba esperando un hijo. Se marcharon… y no volvieron… No se sabe por qué. Debían de tener un motivo u otro. Las mujeres entendidas habían dicho que aquel niño nacería antes de tiempo, como si hubiera sido concebido antes del día en que la esposa se instalara en la casa del esposo…, pero la verdad es que nadie entonces tenía tiempo para ocuparse de ello, Era la época de las luchas de Judas, hijo de Ezequías, de Simón, de Athronges… Cuando, por fin, José volvió con su esposa y el niño, todo había ya pasado. ¿Dónde habían estado? No se sabe. Es seguro que no estuvieron todo el tiempo en Belén. Parece ser que llegaron hasta Egipto… Así lo cuentan. Pero poco importa. Volvieron y se pusieron a trabajar. José era naggar como su padre y enseñó este mismo oficio a su hijo. Su esposa trabajaba a jornal: hilaba, tejía cosía… No tuvieron más hijos. José era un buen artesano y no le faltó trabajo. Pero enfermó y su esposa tuvo que tejer más aún para tener de qué vivir. Al fin José murió. Su hijo iba entonces al colegio conmigo… Era mucho más joven que yo, pero le recuerdo cuando, sentado entre los otros niños, recitaba las palabras de la Tora. Debían de ser muy pobres, porque nunca vi que llevase sandalias y se cubría con un manto que era una vieja simlah de su padre… Más tarde se puso a trabajar y tampoco le faltó quehacer. Dejó de ser un muchacho y llegó a la edad en que el hombre puede tomar la palabra en la sinagoga. Pero nunca decía nada. Se quedaba en la puerta, entre los más pobres, junto a aquellos a los que se manda el limosnero, y sólo escuchaba. Hasta que un día…

—¡Abandonó la ciudad! —gritó el que primero había hablado del maestro.

—Se marchó sin preocuparse de nada —dijo otro—. Dejó el taller y la casa y se fue…

—¡No cumplió con la obligación de cuidar a su madre! —exclamó el levita con indignación.

—No —el rabí Jehudá confirmó sus palabras con severidad en la voz Si ella no trabajase la tendría que mantener la comunidad.

—¡Es un mal hijo! —repetía el levita, sacudiendo la cabeza. Un amhaares siempre será un amhaares.

—La maldad se esconde en el hombre y aparece de pronto…

Hablaban todos a la vez con creciente excitación. Movían tanto los brazos que uno de ellos hizo caer a otro la cajita que contenía las palabras de las Escrituras y que aquél llevaba sobre la frente. Se notaba que le odiaban terriblemente. Su recuerdo permanecía vivo en sus corazones como un tumor cuya existencia no se puede olvidar ni por un instante. Todos querían hacerse oír a la vez y levantaban las manos con bruscos movimientos que desordenaban la abundante tela de sus anchas mangas. Sus delgados dedos estaban curvados como garras. Hasta pasado un buen rato el rabí Jehudá no se dio cuenta de lo sorprendida que yo estaba por aquella explosión tan vehemente. Con un severo «chis…» hizo callar a sus compañeros. Bajó la cabeza y dijo con una sonrisa:

—Discúlpanos, grande e ilustre rabí… Nos hemos dejado llevar por la indignación. Este hombre ha deshonrado el nombre de nuestro pueblo ante todo Israel. Pero es un amhaares del que no hay que hacer caso… Discúlpanos… Un sabio en el Señor no mira a un perro que ladra a su lado…

—Discúlpanos… —repitieron los otros—. Hablamos de alguien que no es digno de que tus oídos se ocupen de él… Discúlpanos.

Parpadeaban y hacían unas muecas que querían ser sonrisas. Pero en su mirada continuaba brillando la indignación. Repetían «discúlpanos», pero no sabían encontrar algún tema que los apartara de aquella cuestión. Y a mí solamente esto me interesaba. Pregunté:

—Pero ¿cómo era cuando todavía estaba entre vosotros? Decís que es un mal hijo… ¿Lo fue siempre? ¿Fue insolente siendo niño o poco honrado luego como artesano? ¿Hizo algo malo? ¿Por qué se mereció el odio de todos? Quizá sabríais decírmelo… Es interesante…

Les fui mirando uno por uno. Se mordían los labios para no estallar de nuevo. Esperaban lo que diría Jehudá, que por fin murmuró:

—Bueno… No hizo daño a nadie… En realidad…

Seguían sentados, rígidos, como si tuvieran delante un plato mal condimentado que no pudieran despreciar, pero que tampoco les fuera posible comer.

—¿Y sus padres? —seguí preguntando sin piedad.

—¿Sus padres…?

—José fue, según parece, un buen artesano —masculló el archisinagogo—; hacia bien su trabajo…

—¿Y su madre?

Como una manzana obstinada que no quiere caer del árbol hasta haber recibido varias sacudidas, así llegó la respuesta.

—No… es una buena mujer…

Alguien añadió a disgusto:

—Ayudaba a los otros…

Todavía otro dejó caer, como una moneda que no hay más remedio que dar para pagar el vino consumido:

—Si alguien estaba enfermo, ella le cuidaba…

Como un sonido retardado me llegó del otro extremo de la mesa:

—Muchos la bendicen…

Jabada apoyó la mano en la mesa pesadamente, como si quisiera poner un dique a aquel torrente de palabras. Dijo con fría animosidad:

—¡Pero es su madre!

—¡Sí! ¡Ella le dio a luz! —exclamó el levita.

—¡Todo es por su culpa! —añadió el targumista.

—Pero —comprendí que con una pregunta más llegaría a ser odiado como él—, pero si decís que no hizo mal a nadie ni engaño nunca a nadie, entonces, ¿por qué…?

—Si hubiera querido seguir trabajando honradamente —me interrumpió el rabí Jehudá, mirando a no sé qué punto del espacio—, nadie le reprocharía nada. Era un buen naggar

—También… ayudaba a los otros —dijo por lo bajo uno de los betlanim.

—Conocía las Escrituras —dijo el seliah.

—Cumplía fielmente los preceptos de la Ley…

—Sí, si él… —comenzó a decir el que primero había mencionado al maestro, mas se interrumpió asustado, temiendo decir de nuevo algo inoportuno.

—¿Por qué, pues, sois enemigos suyos? —pregunté. El rosh-hakeneseth tamborileaba con los dedos sobre la mesa.

—¿Enemigos? —preguntó desdeñosamente. Miró a los compañeros—. ¿Enemigos? —repitió. Se encogió de hombros—. Todo pecador es enemigo del Señor —citó—. Pero es como si el hacha se rebelara contra el leñador… Ninguno de nosotros es enemigo suyo… Un amhaares no es digno de la sonrisa ni del desprecio del sabio… —continuó citando.

Se produjo un gran silencio. No se volvió a reanudar la conversación. Se marcharon resentidos.

A la mañana siguiente llamé al chiquillo que cuidaba de los asnos y le pregunté:

—¿Sabes dónde está la casa de Jesús, hijo de José, el naggar?

—Si, lo sé —respondió.

—Llévame allí y te daré un siclo…

El chiquillo empezó a andar de prisa. Era temprano. El sol apenas comenzaba a asomarse por detrás del Tabor como un niño escondido tras un montón de heno mira si le están buscando. Subimos toda la colina, dejando a nuestras espaldas las casas del pueblo. Bajo la lisa pared rocosa se veían varias chozas de barro, pegadas a la roca como un nido de pájaros… Las pasé de largo y llegué a la amplia cumbre cubierta de hierba. Por el otro lado la colina bajaba en suave pendiente hacia el valle de Jesrael. A mi derecha, al otro lado de la vertiente, debía estar Séforis. Ante mí se alzaba el Carmelo. Digo mal «se alzaba», pues mejor sería decir que se extendía como una espuela clavada en la llanura del mar, de un gris plomizo.

Bajé de nuevo hacia las chozas. El chico que me conducía iba dando saltos de alegría: la promesa de una moneda de plata le había puesto de buen humor. Corría y luego volvía a mi lado. Constantemente bailaban ante mis ojos sus delgadas piernas, casi negras. (¡Oh, Adonai, pienso en los pies de Rut, hinchados y nunca besados por el sol!). De pronto se paró y me preguntó:

—Rabí, ¿quieres ver dónde vivió el soteh?

—Sí, quiero —contesté—. ¿Por qué lo llamas así?

Se rascó despreocupadamente el vientre a través de un agujero de su cuttona.

—Todos le llaman así —contestó, mas sus infantiles ojos brillaron con astucia. Se sacudió los pelos que le caían sobre la oreja y agregó—: Pero otros dicen que hace unos milagros muy grandes.

Nos paramos ante una choza. La vieja y pesada puerta estaba cerrada con un travesaño que parecía de confección casera. Levanté el pestillo. Del interior salió una bocanada de aire frío; seguramente hacía tiempo que nadie había dejado penetrar allí ni un solo rayo de sol. Se ofreció a mi vista un mísero interior, como el de una modestísima choza de algún campesino galileo: había sólo unos pocos objetos: un molinillo, una prensa de mano y una mesa de carpintero arrimada a la pared. El suelo, de tierra apisonada, estaba cuidadosamente barrido y los utensilios de carpintería colgaban de la pared, en orden, tal como deben quedar durante el sábado. Por los rincones vi lo que debían ser las partes de una mesa sin terminar. Al lado de la puerta había dos tinajas de barro llenas de agua. Mi mirada saltaba de un detalle a otro, deseosa de descubrir algo nuevo acerca de las personas que habían vivido allí. Sobre la mesa no había ni una viruta. Encima de la madera, oscurecida por el tiempo (seguramente había pasado del abuelo al nieto), blanqueaba una cruz de madera recién tallada. ¡De nuevo la cruz! Probablemente piensa en ella sin cesar. ¡Qué rara predilección por este instrumento de tortura tan infame!

Por lo demás, no vi nada interesante. Salí. Pregunté al pequeño:

—¿Su madre ya no vive aquí?

—No —contestó—. Dicen que vive en Betsaida.

«Quiere estar más cerca del hijo», pensé. Se comprende. Además, ¿por qué debería quedarse aquí, donde por odio hacia él serian capaces de negarle hasta un vaso de agua? Se me ocurrió pensar que era una lástima no haberla encontrado. Pero no sentía deseos de volver al lago. Saqué un siclo y se lo di al muchacho. Lo cogió ávidamente con sus sucios dedos. Di la vuelta y comencé a bajar. De pronto experimenté tal indignación contra aquella gente que, en lugar de ir a la sinagoga como había prometido, me puse en camino sin demora.

¿De modo que es realmente del linaje de David? Y no ha nacido en Nazaret, sino en Belén. Debería también ir allá para convencerme de ello, verlo…

En Belén. ¿No te recuerda esto la profecía del rabí Miqueas? «Belén, la más pequeña de las ciudades, de ti saldrá el rey de Israel, nacido de la eternidad…». ¡Tiene suerte con las profecías!

Imagínate: aquel médico de Antioquía me contó que los griegos también esperan la llegada de algo o de alguien… Vivimos en una época muy interesante… Pero para mí nada existe fuera de la enfermedad de Rut…