Carta XIX
Querido Justo:
Cuando me marché de la casa de Lázaro resucitado estaba convencido de que no volvería allí nunca. Pero no ha sido así. Precisamente mañana tengo intención de ir…
Vino a mi casa un mozalbete de parte de Lázaro. El hermano de Marta me mandaba decir: «Te invito a un banquete en mi casa. El Maestro está con nosotros. Deseamos verte».
Esto me ha sorprendido. Me ha sorprendido, asombrado y asustado. Les hice saber lo que se había acordado en la última sesión del Sanedrín y pedí que se lo comunicaran también al Maestro. Además, cada día se habla más de esto y los seliah han leído en las sinagogas las órdenes dadas por el Gran Consejo. El mismo Lázaro tampoco está seguro, tanto más cuanto que todos hablan de su resurrección y muchos llegan a Betania desde los más apartados rincones para ver con sus propios ojos al hombre que ha estado muerto.
Bien es verdad que ahora todo está más tranquilo. Dentro de poco comienzan las fiestas y ya está llegando a Jerusalén una gran multitud de peregrinos. Entre miles de personas cuesta menos escapar a la vigilancia de los perseguidores. En esta época es seguro que el Sanedrín no hará nada contra el Maestro. Se cree que los galileos defenderían al profeta, y ya sabemos de qué son capaces ellos. Pero, así y todo, ¿para qué tentar al peligro? En vez de mostrarse a los ojos del enemigo, sería mejor, mientras sea posible todavía, marchar a algún lugar más allá del Jordán o a Traconítide y allí quedarse quieto durante dos o tres años. Me parece un exceso de celo venir aquí para las fiestas cuando la sentencia ya ha sido prácticamente pronunciada…
Ahora no me quedaría ni la posibilidad de salvarle. En el Sanedrín y en el Gran Consejo desconfían de mí y mantienen en secreto todas sus maquinaciones contra él. Pero ¿y si es el mismo Altísimo quien desea su muerte? Es éste un pensamiento que, como una barrena, me da vueltas en el cerebro. Hasta ahora había estado convencido en lo más profundo de mi ser de que el Eterno realmente le había confiado una misión especial. Las enseñanzas de algunos profetas, en según qué ocasiones también parecieron escandalosas y audaces. Pero el Altísimo los protegía. Los envolvía en el milagro de su protección. ¿Y a él le condena a muerte? Cosa curiosa; parece como si él lo presintiera. Si no, ¿por qué se expondría tanto? Se comporta como un hombre que se dirige con plena conciencia al fin que le ha sido designado. Pero, si es así, en todo ello se esconde algún enorme misterio, incomprensible para mí… ¿Qué clase de Mesías sería el que viniera al mundo para luego ser condenado a muerte por una sentencia del Altísimo? Esperábamos al Mesías victorioso, jefe, triunfador, y no al Mesías maltratado por el Cielo y la tierra. En verdad, no sé qué pensar de todo esto…
Pero sé que ahora no me comprendes. He de contártelo todo y sólo entonces podré esperar de ti tu consejo y opinión.
Al día siguiente del milagro de la resurrección de Lázaro, la guardia del Gran Consejo llegó a Betania para apoderarse del Maestro. Pero él se había marchado antes del amanecer y la gente encargada de perseguirle no logró encontrarle. Los guardias actuaron sin miramiento alguno: maltrataron a Lázaro, derribaron al suelo a María, revolvieron y estropearon muebles y utensilios y deshicieron a hachazos el taller de Lázaro. Al marchar, les amenazaron diciendo que si volvían otra vez y no se les decía dónde se esconde el Maestro, sería aún mucho peor. El Gran Consejo ha borrado a Lázaro de la lista de miembros de nuestra secta. Dos días después me convocaron para una reunión del Sanedrín. Debía ser una sesión muy solemne, porque Caifás había sido elegido sumo sacerdote por decimoquinta vez y Pilatos había confirmado su elección. A causa de la tirantez de relaciones entre los saduceos y el procurador, no creía que la cosa sucediera así. Pero es evidente que Pilatos trata de congraciarse con los hijos de Betus y Ananías para poder comerciar de nuevo con ellos. No se ganaba mal la vida con aquellos negocios. Actualmente, el único intermediario entre él y el Sanedrín es José, y éste no tiene ninguna clase de ambición personal, de modo que no se le puede inducir a comprar cargos.
Caifás compareció en la reunión vestido con las sagradas vestiduras de sumo sacerdote que Pilatos mandó sacar del tesoro de la torre Antonia para el tiempo de las fiestas. Al entrar él nos pusimos todos en pie y le saludamos con varias reverencias; él, a su vez, nos bendijo.
No me gusta Caifás. Es un hombre codicioso, irritable y goloso. Ningún procedimiento le parece malo para ganar dinero. De todo el comercio que se hace en el recinto del Templo él recibe un elevado tanto por ciento y, junto con sus hijos, comprueba escrupulosamente las cuentas por temor a ser engañados por los arrendatarios. Caifás y Judas, en muchos aspectos, se parecen, pero Judas es un pobretón que se contenta con pequeñas cantidades y, si tuviera ocasión de manejar grandes sumas, no sabría qué hacer con ellas. En cambio, la codicia de Caifás es tan grande que no desprecia ni los ases arrancados a los miserables que cambian en las tiendas el dinero pagano por la moneda de los impuestos. Sólo en nuestros tristes tiempos en que unos hombres desaprensivos e impíos cumplen las sagradas funciones en el Templo, una persona como Caifás ha podido llegar a ocupar el más alto puesto de la nación. Nadie le quiere, e incluso entre los suyos tiene enemigos (en general, los saduceos se pelean entre sí como perros rabiosos y sólo ante nuestros ojos procuran aparecer unidos). Pero todos le temen porque, cuando se deja dominar por la ira, no repara en medios. Tiene una cara blanca y fofa y unas gordas mejillas caídas que se le hinchan y tiemblan cuando se enfurece; lleva peinados a la moda griega su barba y su pelo negros. Como todos ellos, Caifás quiere parecerse a un griego, pero no le gusta practicar los deportes griegos y luce una voluminosa y saliente barriga. Le miro con verdadero asco. Pero he de confesar que cuando se nos aparece vestido con el sagrado meil y el sagrado efod y lleva en la frente la placa de oro con la inscripción «Santo para el Señor», parece otro hombre. Entonces no se ven sus ojos llenos de codicia, sus labios sensuales, sus mejillas adiposas y su enorme vientre. El despreciable hijo de Betus queda momentáneamente ennoblecido por la dignidad de su cargo. José y yo fuimos los últimos en llegar a la reunión. Vivo cerca de Caifás y acostumbro ser uno de los primeros en llegar a las sesiones del Sanedrín. Pero esta vez, cuando entré en la sala, casi todos los miembros del Consejo estaban ya en sus puestos. En seguida sospeché que se me había avisado más tarde, adrede, para poder tratar, antes de que yo llegase, de algo que querían mantener en secreto para mí. Comuniqué mi suposición a José y él me confesó que había tenido la misma impresión. Pero lo tomó a broma.
—Nos temen —dijo riendo—. ¡Oh, qué necios son!
José es muy valiente; no teme a nada ni a nadie y siente un profundo desprecio por la mayoría de los miembros del Sanedrín. Considera que sólo saben intrigar, discutir e insultarse mutuamente. Pero yo, desde que tuve la certeza de que se estaba tramando algo a espaldas mías, no estuve tranquilo. Desprecio la enemistad, pero la encubierta, venga de donde venga, me inquieta.
Por esto temblé cuando, hacia el final de la reunión, Jonatán, hijo de Manías, me dirigió la palabra:
—Hace unos días ocurrió en las afueras, en Betania, un hecho asombroso. Esperamos que el rabí Nicodemo, que, según dicen, fue testigo ocular del caso, quiera contarnos lo que sucedió allí exactamente.
El tono de voz del nasi era cortés y logré dominar mi inquietud. Al fin y al cabo, ¿qué pueden hacerme?, me decía yo. ¿Y porqué no hubiera podido estar en Betania cuando sucedió el milagro? Me levanté y conté detalladamente todo el incidente. La sala me escuchaba en silencio y nadie me interrumpió con preguntas o exclamaciones. Pero, por la cara de mis oyentes, deduje que el asunto no les era indiferente. Tuve la completa certeza de que antes de mi llegada se había hablado del Maestro.
—Así pues, ilustre rabí, ¿dices que él resucitó a ese Lázaro? —preguntó Jonatán cuando terminé de contarlo.
El rostro del nasi tenía una expresión burlona.
—Sí —afirmé.
—¡Hum! Por lo visto, ocurrió allí un hecho totalmente inusitado. —Me pareció que toda aquella historia, más que preocupar a Jonatán, le divertía, pero por no sé que razón se veía obligado a interrogarme—. ¡Hum!… ¿Acaso Lázaro no se habría escondido simplemente en el sepulcro para poder así ayudar a su amigo en el milagro?
—No —negué con bastante energía—. Es imposible. Lázaro había estado enfermo. Cuando llegamos a la tumba encontramos la piedra corrida, obstruyendo la entrada. Cuando la sacaron, del interior salió una bocanada de aire fétido. Entonces apareció Lázaro envuelto en sábanas y vendas.
—Bueno, no era difícil preparar de antemano toda la escena —dijo el nasi, riendo—. Pudo haberse curado. Pudieron obstruir la entrada del sepulcro, sobre todo si había otra en la parte posterior, ¿verdad? También se puede envolver en sábanas a un hombre vivo. Y basta colocar en la entrada un cordero muerto…
—¿Todos estos engaños han sido comprobados? —preguntó, inesperadamente, José.
Entre Jonatán y José existe una antigua rivalidad que ha ido en aumento desde que José sigue tratando a Pilatos, mientras que Jonatán, por orden de Caifás, tuvo que romper toda relación con el procurador. Comprendí que mi amigo, al que todo aquel asunto le traía sin cuidado, sólo quería irritar al nasi. Jonatán contestó con irónica cortesía:
—No, no han sido comprobados. Nadie se preocupó de hacerlo. Según nos han dicho, todos se quedaron tan extasiados ante aquel… milagro, que a nadie le pasó siquiera por la cabeza que toda aquella historia pudiera ser un vulgar engaño. Me refiero, claro está, a los amhaares. Porque es evidente que el ilustre rabí Nicodemo habrá conservado su sano juicio y no se habrá dejado influir por la ingenua historia del despertar de un muerto…
—Soy fariseo, Jonatán —interrumpí al nasi—. Creo en la resurrección…
La sala, que hasta entonces había escuchado en silencio, sacudió su sopor: los reunidos comenzaron a murmurar en voz baja. De los bancos de nuestros haberim se elevaron voces irritadas:
—¿Qué dices. Nicodemo? También nosotros creemos en la resurrección y somos fariseos. Pero la gente resucitará en el último día. La hará resucitar el Altísimo y no un pecador cualquiera. ¿De qué estás hablando? Él no puede resucitar a nadie.
—Pero, a pesar de todo —les contesté—, él ha hecho resucitar a Lázaro. Ya entonces decían que tenía ese poder. Pero esta vez lo he visto con mis propios ojos.
Después de estas palabras se produjo un silencio interrumpido sólo por algunos susurros. Jonatán extendió los brazos y me dirigió otra vez su burlona sonrisa.
—Puesto que el rabí Nicodemo lo ha visto…
—No es verdad —exclamó de pronto el rabí Jonatán, hijo de Azziel—. ¡Nicodemo no lo ha visto! Ya sé que no miente —se corrigió—. Pero, sin duda alguna, fue víctima de una alucinación.
—¿También son víctimas de una alucinación todos los que ven a Lázaro en el Templo y en el mercado? —observó de nuevo José—. Yo mismo le vi precisamente ayer.
De nuevo se produjo un silencio denso, lleno de ira.
—Sí, es verdad… —dijo por fin el hijo de Azziel con dificultad, como quien ha de ceder—. Lázaro anda y cuenta a todos su resurrección. Es posible que todo fuera un engaño, como ha dicho el ilustre nasi. Pero, engaño o no, este asunto ha de terminar de una vez. Este galileo ya ha provocado bastantes disturbios Después de este milagro todos le seguirán. Sé lo que últimamente se dice en la ciudad. ¿Queréis tener mañana una guerra con los romanos?
—¡Claro que no! —dijo Caifás—. El ilustre rabí Jonatán tiene razón. Hace bien en hablar así. Nadie de nosotros quiere la guerra. Una guerra ahora sería nuestra perdición.
—¡Hay que terminar con este mínimo! —exclamó el rabí Eleazar.
—Sí, terminemos con él. Según he oído, vosotros, ilustres rabinos —Caifás se dirigió hacia nosotros—, le habéis sorprendido en más de una ocasión predicando falsas enseñanzas. No hay nada más fácil. Basta que un hombre a vuestras órdenes tire la primera piedra y que la tire bien… Basta que corra un poco de sangre para que los otros también la tiren…
—No se puede hacer esto —dijo Jonatán, hijo de Azziel.
—¿Por qué?
—Más de una vez nuestra gente echó mano de las piedras… y no logró nada. Él es astuto y tiene muchos amigos. Sobre todo ahora.
—Pues hagámosle venir aquí, condenémosle a recibir cuarenta azotes y prohibámosle quedarse en la ciudad. Que vuelva a su Galilea.
—Ahora es ya demasiado tarde —y la voz del rabí Joel resonó como el ronco canto de un gallo viejo—. ¡Demasiado tarde! ¡Él ya ha enseñado a la gente a pecar y a descuidar las sagradas abluciones! ¡Debe morir!
—Sí —afirmó el rabí Jonatán con sequedad y dureza—. ¡Debe morir!
—No tengo nada que oponer a esto —dijo Jonatán, el nasi, encogiéndose de hombros con indiferencia—. Sabéis, que por su culpa he sufrido grandes pérdidas. Ahora nadie espera el milagro en el estanque de las Ovejas… Es un hombre peligroso en todos los conceptos. Pero meditemos un instante sobre un punto. Si le condenamos a muerte sin más, nuestra sentencia tendrá que ser aprobada por Pilatos. Y Pilatos, ya le conocéis, hará todo lo posible por oponerse…
—Quizá sería mejor —observó Jehudá, hijo de Azziel— que arreglásemos este asunto con los sicarios…
—¡No, no! —exclamó su hermano, el rabí Jonatán, con obstinación. El rostro del presidente del Gran Consejo tenía una expresión de odio—. ¡No! Sería capaz de escabullirse también de las manos de los sicarios. Hay que matarle y destruir su doctrina. Ha de ser juzgado y sufrir una muerte ignominiosa, a la vista de todos…
—Pero Pilatos… —insistió el nasi.
—Quizá José podría encargarse de esto… —propuso alguien.
—¡No contéis conmigo! —resonó la voz estentórea de José—. No estoy dispuesto a negociar con la muerte de nadie. ¡Soy comerciante, no asesino!
—Eres demasiado comerciante, José —observó Eleazar con mordacidad.
—Y tú eres ¿demasiado qué? —replicó mi amigo.
—¡Callad! —exclamó el nasi, golpeando el suelo con su vara—. ¡No disputéis! Yo también considero que José no debería encargarse de este asunto. Con ello no haríamos sino demostrarle a Pilatos que esta muerte nos interesa. Pilatos se ha hartado de engullir oro, pero aún no lo ha digerido y no le contentaríamos con poco.
—¡Perro impuro! —rugió Caifás, que desde el incidente con el acueducto se sulfura cada vez que alguien menciona a Pilatos.
—¿Qué hacer, pues? —preguntó el rabí Jonatán, hijo de Azziel.
—¡Este hombre debe morir! —repitió con insistencia—. Nuestro plan…
—Lo recordamos —aseguro el otro Jonatán, interrumpiéndole.
—El nasi está pensando sólo en la clase de muerte que se merece este hacedor de milagros… —dijo Caifás, con aire conciliador.
—Aún no ha sido juzgado —me atreví a decir.
Mis palabras provocaron cierta reacción. Pero el nasi se hizo cargo en seguida de la situación.
—Desde luego —dijo, fijando los ojos en mí y sonriendo con ironía—. Desde luego, rabí Nicodemo. Primero hay que prenderle y juzgarle. Juzgarle bien y con justicia. —Y, dirigiéndose a los bancos de los fariseos, añadió—: Para esto, ante todo, hay que saber dónde se encuentra. Anunciad en todas las sinagogas que le estamos buscando. Fijemos una recompensa para el que nos indique su paradero…
—Pero no demasiado grande —objetó Caifás. Y añadió, mientras acariciaba con los dedos las piedras preciosas incrustadas en el santo hosen—: Una recompensa excesiva convierte al perseguido en alguien demasiado importante. Fijemos una recompensa pequeña. Por ejemplo, unos treinta siclos, lo que se pide por un esclavo que ha sido corneado por el buey del vecino. Con esto bastará… No intimidemos al hombre que venga a entregárnosle. Seguro que será algún amhaares maloliente.
—El ilustrísimo sumo sacerdote tiene absoluta razón —observó el nasi.
—Y luego, ¿qué? —preguntó Eleazar, impaciente. — erá cuestión de meditarlo —le contestó aquél—. Quizá se podría provocar un pequeño motín.
—¡Otro motín! —exclamaron, descontentos, varios jóvenes fariseos—. ¿Para que de nuevo toda Jerusalén se vea apaleada? Pero el mismo hijo de Azziel le hizo callar diciendo:
—¡Silencio, por favor! ¡No os irritéis! El palo es un buen maestro. Si no fuera por estos palos, nuestro odio hacia los romanos acabaría oxidándose. Aún pueden sernos útiles… Bueno, ya meditaremos sobre la clase de muerte que merece este mínimo. ¡Porque es evidente que ha de morir!
—Ha de morir —repitieron con dureza varias voces de nuestros haberim.
Pensaba que la sesión iba a terminarse aquí cuando de pronto el rabí Jonatán, hijo de Azziel, se levantó y se dirigió a Caifás.
—Tú, ilustrísimo, inauguras hoy un nuevo año de tu poder. Seguro estoy que recuerdas el privilegio que te está reservado para el día de hoy…
Me sorprendieron aquellas palabras y el modo servil con el que el rabí Jonatán hablaba a su enemigo. Desde el día de aquella protesta común contra Pilatos algo ha cambiado en las relaciones entre nuestros haberim y los saduceos.
—Hoy —siguió diciendo Jonatán— puedes profetizar ante las sagradas piedras Urim y Tummim. Te llamamos y le pedimos que profetices. Di que este pecador debe morir…
—¿Para qué preguntar? —le interrumpió el rabí Eleazar. Vi que a los otros haberim tampoco les gustaba aquella salida del jefe de la secta—. ¿Para qué preguntar? Todos sabemos que él es peligroso y que debe morir…
—¿Para que preguntar? —repitieron otras voces.
Yo tampoco comprendía aquella inconsciencia del rabí Jonatán. «Está tentando al Altísimo», pensé. Pero al mismo tiempo me di cuenta de que si la profecía contestaba «no», nadie osaría levantar la mano sobre el Maestro. Jonatán se había dejado arrastrar por su odio. Voces cada vez más numerosas gritaban: «¿Para qué preguntar?». Pero el gran doctor movió obstinadamente la cabeza.
—Que las sagradas piedras hablen, te lo pido, ilustrísimo.
—Lo pides… —dijo Caifás con expresión de perplejidad—. Lo pides… ¿Sólo tú, rabí, lo pides? ¿Para qué invocar la voz del Altísimo en un asunto de tan poca importancia?
—¡Yo también lo pido! —exclamé bruscamente.
Estaba seguro de salvar con ello al Maestro: el Altísimo no puede hablar en favor de la injusticia. Allí se estaba tramando un crimen contra un inocente y él debía protegerle. Odio a Caifás, pero sé que cuando le toque hacerlo profetizará como sumo sacerdote. En momentos así, el Eterno habla incluso por boca de un pecador. ¡Que hable! Se hará evidente para todos que el Maestro es una persona enviada por él. Que le proteja con su poder, puesto que yo no puedo hacer nada.
—Como queráis…
Caifás abrió los brazos, cediendo a disgusto. No sentía el menor deseo de hacer aquella profecía y miraba a todos lados esperando que alguien le librara de ella. Pero todos en la sala perdieron la cabeza y no supieron cómo oponerse a nuestra petición. El sumo sacerdote seguía nerviosamente con los dedos las costuras del hosen. Se daba perfecta cuenta de que, fuera cual fuera la contestación de la profecía, habría de ponerle en una situación embarazosa: le obligaría a buscar el asentimiento de Pilatos para cumplir la sentencia, o bien le convertiría en guardián de la vida de una persona considerada desde aquel momento inviolable, pero a la que él creía peligrosa… Pero ya no podía retroceder. El sumo sacerdote debe profetizar cuando lo piden dos miembros del Sanedrín.
—Como queráis… —repitió, y nos miró de nuevo a todos.
Ni siquiera Jonatán, el nasi, tan hábil siempre, supo sugerirle ninguna solución. Nuestros haberim quedaron sin saber qué decir frente a aquellas súbitas palabras del cabeza del Gran Consejo.
—Rogad —dijo Caifás— para que el Señor nos envíe su respuesta a través de mí…
Abrió los brazos, inclinó la cabeza y comenzó a recitar la fórmula de la profecía:
—¡Oh, Adonai, Sabaoth, Sekiná! Envíame tu señal, a mí, tu sumo sacerdote, al que te has dignado llamar a tu servicio. Envíame la señal y responde: ¿Es necesario, para el bien de tu nación escogida, que este hombre muera? Danos la señal. Pongo ahora mi mano dentro del sagrado hosen. Siento bajo mis dedos las dos piedras sagradas Urim y Tummim. No sé cuál es la negra ni cuál es la dorada. Pero que la que he cogido sea tu respuesta. Si es Urim, querrá decir que has contestado «no» a mi pregunta. Si es Tummim, es que has contestado «sí». ¡Oh, Adai, Sabaoth, Sekiná! ¡Siete veces santo! ¡Te invoco! ¡He escogido la piedra! ¡La saco ahora de la bolsa sagrada! He aquí la señal del Altísimo. ¡Mirad!
Abrió su gordezuela mano; la gente se alzó de los bancos y rodeó al sacerdote.
—¡Tummim! ¡Tummim! —estallaran de pronto los gritos de todos. Me quedé anonadado—. ¡Tummim!, oía a mi lado ¡El Señor lo ha dicho! ¡Él ha de morir!
¿Qué significa esto, Justo? Contéstame pronto, ¿qué puede significar esta profecía? ¿Es cierto que ha de morir? ¡Qué insospechadas consecuencias ha traído aquella resurrección! En seguida avisé a Lázaro y le mandé decir que previniera al Maestro. Nuestras haberim siguen pensando en la manera de prenderle. En todas las sinagogas se ha leído la orden de entregarle. Y mientras tanto él sigue, como si nada, en Betania. Y Lázaro me invita a que vaya…
Pero iré a pesar de todo… En cuanto vuelva, te escribiré. Pero tú, sin esperar mi carta, contéstame qué piensas de todo esto.