Carta IV


Querido Justo:

En mi casa todo sigue igual.

El profeta se marchó, volvió a Galilea. No le he visto más desde aquella entrevista en una callejuela del Ophel. Sé que aún se quedó un tiempo en Judea, hasta que ocurrió la noticia de que Juan había sido encarcelado. Antipas, instigado por Herodías, esperó a que Juan emprendiera otra vez el camino de Tiberíades al Jordán y mandó tras él a sus soldados, que lo alcanzaron y prendieron. Lo encerraron en Maqueronte, una antigua fortaleza situada en las montañas del Moab, fronteriza con la tierra de los nabateos. En cierta ocasión Aristóbulo se defendió allí contra los romanos. Luego, en el mismo sitio donde estaba antes el castillo destruido por Gabinio, Herodes hizo construir otro enorme y de mal gusto, como todo lo suyo. La sombra de Nebo se extiende sobre sus muros. Estuve allí una vez. Según parece, es imposible apoderarse de aquel fuerte, a no ser por traición. Está construido sobre una roca que cae perpendicularmente sobre el mar, formando una pared elevadísima y vertical. Da vértigo asomarse a aquellos muros, más aún que cuando se llega a la esquina del pórtico de Salomón. Por los otros lados rodean el castillo profundos desfiladeros cubiertos de salvaje y exuberante vegetación, así como gran profusión de manantiales de agua caliente que exhalan un olor nauseabundo. Todo aquel paraje está como transido de terror. Seguro que por entre todas aquellas rocas pueden encontrarse huellas de garras diabólicas. Me imagino la infinidad de espíritus impuros que deben agolparse ahora en torno al profeta encerrado en su mazmorra. Les gustan los seres ingenuos y soñadores como él. Penetran en el corazón humano a través de unos labios soñadores, y una vez dentro, ya no hay remedio. No sirven para ahuyentarlos ni la «raíz de Salomón» ni el encantamiento más eficaz. Tan pronto se supo que Juan había sido encarcelado en Maqueronte, Jesús desapareció de Judea. Hizo bien. Cuando un profeta es eliminado, los otros no tardan en seguir su misma suerte. El ejemplo es contagioso en cuanto Juan fue encarcelado, los saduceos comenzaron a decir que lo mejor sería encarcelar también al profeta de Nazaret. Nosotros, en el Gran Consejo, le consideramos con cierta condescendencia. Hasta ahora no nos ha molestado demasiado y, en cambio, puede aún sernos útil: de sus ataques contra los saduceos tampoco tenemos por qué quejarnos…

Así pues, el profeta ha vuelto a su Galilea. Ha vuelto y continúa obrando milagros. Pienso en esto sin cesar y escucho ávidamente todas las noticias que me dan los que vienen de allá. La salud de Rut no ha experimentado la más ligera mejoría. El carro sigue precipitándose cuesta abajo. No puedo pensarlo, ni mirarlo, ni comentarlo por escrito y tampoco, ni por un instante, apartar de ello mi atención. Ahora todas las demás cuestiones son para mí solamente como un juego de sombras. Parecen importantes y, no obstante, ¡qué poca profundidad tienen! Fallan por la base. Sólo la enfermedad es realmente importante y se la advierte en el fondo de toda otra cuestión, como el poso en una vasija. Vivo, como, bebo, duermo, hablo con la gente, le sonrío, me sumo en profundos razonamientos, pero todo esto es inconsistente como el sueño. Todo es un sueño, excepto esta enfermedad. O, mejor dicho, también ésta lo es, porque ni en sueños logro librarme de ella. No sé cuándo me halla más indefenso si al martirizarme mientras duermo o cuando llega a pleno sol y en plena conciencia, implacable, como una espada sobre mi cabeza.

La enfermedad se infiltra muy adentro, quizás hasta la misma alma del hombre. Los médicos quieren sacarla de allí y le tienden redes. Pero no se deja atrapar. Se escabulle victoriosa de entre todas las trampas. Raramente se ensaña en los cuerpos débiles, miserables. Si los ataca, es sólo para darles un desdeñoso golpe de gracia. Su verdadero botín es el cuerpo joven, hermoso, floreciente. Convertir el tierno bracito de un niño en un hueso purulento en los codos y cubierto con colgajos de piel escamosa, he aquí su mayor triunfo.

El doctor Sabatai dice que las enfermedades son el vaho del infierno que los demonios esparcen por el mundo. Quizás está en lo cierto. Pero yo a veces pienso que todo ha sido creado por el eterno Adonai y, por tanto, todo lleva su señal. Las enfermedades también fueron creadas durante aquellos seis días. Satanás no puede hacer nada de la nada. Sólo procura estropear la obra del Altísimo…

Pero el profeta de Nazaret vence a las enfermedades. Lo hace con una asombrosa naturalidad, casi como sin darse cuenta. Ignoro hasta qué punto es verdad todo lo que la gente dice de él, pero voy a relatarte tres milagros suyos que me han contado recientemente. Apenas llegado a Judea —¡imagínate!—, atravesó Samaria y, por el camino, se paró en Sicar, donde se quedó varios días hablando con los samaritanos. Apenas llegado a Judea, digo, se fue a Caná, donde anteriormente había hecho aquel milagro un poco absurdo de cambiar el agua en vino. Allí salió a su encuentro un hombre de la corte de Antipas, medio griego y medio árabe, persona no muy honrada, según dicen. Quiso que el profeta bajara a Cafarnaúm para curar a su hijo atacado de unas fiebres maligna. Para encontrar apoyo entre la multitud repartió unos cuantos ases y ordenó que todos gritasen «¡Ayúdale, rabí! ¡Es un buen hombre! ¡Ayúdale! ¡Cúrale a su hijo!». Cuando Jesús entró en la ciudad, comenzaron todos a vociferar: «¡Ayúdale! ¡Ayúdale!». Él se paró y miró a la multitud. Frunció las cejas. Como aquel que trae un tesoro y la gente sólo le pide unas monedas, dijo: «Siempre exigís señales y milagros. ¿Sois incapaces de creer sin ellos?». Las gentes se callaron y quedaron con la boca abierta. Si al menos les hubiera dicho: «¿Por qué llamáis buen hombre a este desaprensivo?», o bien: «Gritáis así porque os ha dado dinero; callad, es un pagano…». ¡Pero no! Les reprendió porque pedían milagros. Como si no supiera que le siguen sólo por esto. Entonces se acercó el padre del muchacho y comenzó a suplicarle: «Ven, Señor; cura a mi hijo. Baja aprisa porque se está muriendo. El camino de bajada no es difícil. Te dejaré a la vuelta un asno para que no te canses subiendo. Ven, Señor…». El maestro le interrumpió: «Vuelve a tu casa, tu hijo vive», y emprendió de nuevo el camino, seguido por la multitud. El otro quedó anonadado. Seguía al nazareno, balbucía algo, le tiraba de las ropas. Luego, se paró, se rascó la cabeza, llamó a los suyos y se fue a casa. Al día siguiente volvió a Caná. Su hijo había sanado en el preciso momento en que Jesús había dicho: «tu hijo vive». ¿Comprendes, Justo? Lo curó diciendo una sola palabra, a la distancia de Caná a Cafarnaúm. No pronunció ningún encantamiento, ni siquiera tocó al chico. Simplemente dijo, como sin querer: «tu hijo vive»…, y al instante la fiebre desapareció. Quién sabe si entonces, cuando estábamos en el Ophel, no hubiera podido decir también, «está curada», y Rut se hubiese levantado. No hubiera sido necesario traerle a casa. Pero ¿sabía yo tener fe en él? Pasé por su lado en vano.

Hizo luego otro milagro. Fue en Acabara. Cuando pasaba por aquel pueblecito —siempre va de un lado para otro como si no pudiera quedarse fijo en un sitio (acaso lo hace porque los soldados de Antipas le van pisando los talones)— salió a su encuentro un leproso. ¡Un hombre con la cuttona descosida había entrado en la ciudad! ¿Qué debía hacerse ante semejante violación de la Ley? Esto sólo podía ocurrir en Galilea. En casos así, la Ley ordena reunir a un grupo de gente que a pedradas haga volver al impuro al desierto. Pero él se acercó al hombre del rostro vendado como si no lo viera. El desgraciado comenzó a gritar: «¡Rabí, cúrame! ¡Rabí, límpiame! He pecado, pero ahora hace ya mucho tiempo que sufro. ¡Cúrame! Si tú quieres puedes hacerlo…». Primero parecía como si no le oyera, pero después de las últimas palabras se paró. Le dirigió una mirada escrutadora. Alargó la mano, tocó al leproso y dijo: «Sí, lo quiero». La blanquecina piel de las manos del impuro se oscureció como si hubiera caído sobre ellas una sombra. El hombre las levantó, y con un brusco tirón se arrancó la venda que le cubría el rostro. Estaba como en fuego; las llagas se rellenaban de carne y las manchas desaparecían como lavadas por unas manos invisible, «¡Rabí!», exclamó, y cayó de rodillas. No pudo decir más porque le ahogaban el llanto, la risa y los gemidos. El profeta se inclinó sobre él y dijo: «Ve en paz. Coge dos gorriones, un trozo de madera de cedro, un hilo carmesí y una ramita de hisopo. Ve con esto a Kades y preséntate al sacerdote; que él confirme tu purificación. Luego deposita tu ofrenda como lo manda la Torah. No peques más y no cuentes quién te ha curado…».

De nuevo esta especie de indiferencia… Una sola palabra, «quiero», y hace desaparecer la enfermedad más horrible que existe. Y a continuación: «no lo cuentes». Como si quisiere decir: la cosa no tiene importancia, no hay de qué hablar. Pero, en tal caso, ¿qué hay que tenga importancia? Si curar enfermedades y padecimientos no es nada, ¿en qué se encierra el verdadero sentido de sus actos? Ya te he dicho que las palabras de este hombre abren como un precipicio. Suenan como palabras humanas corrientes, pero, una vez han sonado, ya no enmudecen. Al contrario, aumentan de sonoridad. Se llenan de ecos. Igual que sus actos. Curó a un hombre: esto basta; pero cuando se cura a muchos, este acto se asemeja a un alud de piedras que comienza a precipitarse por la ladera de una montaña. Puede él decir cien veces: «no lo cuentes», mas las piedras que bajan lo repiten sin cesar.

Y ahora el tercer milagro. Habiendo llegado a orillas del lago, a Cafarnaúm, que es su ciudad preferida desde que lo expulsaron de Nazaret (¡luego te lo contaré!), el profeta se fue a la sinagoga. Era sábado. Cuando el seliah terminó los salmos y se volvió hacia los reunidos para designar al que debía leer a los profetas, el nazareno levantó una mano. Con decidido ademán, subió al púlpito. El hasán le tendió el rollo de los profetas. Estaba a punto de comenzar el primer versículo cuando entre la multitud se dejó oír un grito salvaje. El que así gritaba era un endemoniado. Hoy en día el demonio se ha apoderado de muchos fieles seguidores de la Ley. Algunos experimentados soferim dicen que nunca se habían visto tantos endemoniados. La gente se apartaba del hombre, que se agitaba, rasgaba sus vestiduras y aullaba con la boca llena de espuma. «¡Márchate! ¡Vete!» —gritaba—. «¿A qué has venido? ¡Vete! ¡Quieres nuestra perdición! Te conozco; sé quién eres…»-

—¡Cállate! —exclamó Jesús.

Los ojos del poseído quedaron inmóviles. De su boca salía un ronco estertor y abundante saliva blanca. —¡Sal de él! —ordenó con voz sosegada. El hombre dio un alarido tan espantoso que la gente, despavorida, comenzó a abandonar la sinagoga. Se desplomó en el suelo, de cara al empedrado, con un ruido sordo. Lo sacudieron unas fuertes convulsiones y, con los dedos crispados, arrancaba las baldosas de piedra. Se retorcía, pero cada vez más despacio. Por fin todo su cuerpo se distendió y quedó inmóvil. Parecía como si hubiera muerto. En la sinagoga reinaba un silencio absoluto y todos estaban paralizados de miedo. Da pronto, el hombre levantó pesadamente la cabeza. Se incorporó apoyándose en las manos y fijó los ojos en el nazareno, que seguía de pie sobre el púlpito, con sus escritos en la mano. «¡Oh, Señor!», murmuró con la voz de una persona que ha pasado por una larga enfermedad. Se acercó a él a rastras. Sus labios buscaron la mano del profeta, mientras la multitud prorrumpía en gritos de asombro, admiración y entusiasmo.

¿Te das cuenta, Justo, del poder que tiene la palabra de este hombre? Decir «quiero» y curar a una persona, exclamar «sal» y derrotar al demonio, son muestras de un poderío que hasta ahora desconocíamos. Si es verdad que toda enfermedad es un ataque del demonio, estar poseído por él debe ser la peor de todas. Ya conoces las fantasías de nuestros médicos que se imaginan poder encontrar al fin alguna hierba o encantamiento que cure todos los males. El profeta de Nazaret ha encontrado algo por el estilo: sabe penetrar en el centro preciso de las cosas.

Pero ¿acaso hay varias clases de enfermedad? ¿Todas son un castigo? Últimamente leo mucho el libro de Job. ¿Por los pecados de quién estaría padeciendo Rut? No por los suyos, esto es seguro. ¿Será por los míos? El Altísimo sabe que le sirvo con todas mis fuerzas y que siempre he procurado hacerlo. Seguramente hay personas mejores y más piadosas que yo. Pero si yo, un fariseo, aún no soy bastante puro, ¿cómo debe ser un amhaares cualquiera o un pagano? ¿Por qué alguien debería pagar tan duramente por mis descuidos, cuando los familiares de tantos pecadores gozan de espléndida salud?

Las noticias de estos milagros llegan a Jerusalén desde todas partes. ¿Sabes quién es el que me ha contado más cosas? Ese Judas de Karioth que me guió a casa del profeta. Llegó a Jerusalén hace poco. Se mete por todas partes y tantea el terreno. Quizá lo envía el mismo Jesús para que trate de averiguar la opinión que tienen de él los hombres del Templo; o quizás el mismo Judas no está del todo seguro de si continuar al lado del maestro o volver a Bezetha. Es un hombrecillo curioso. Tiene la enfermedad del dinero. No sé qué sería de él si repentinamente se convirtiera en dueño de un gran tesoro. Seguramente esto le costaría la vida. Bastan unos denarios para producirle fiebre. Sólo al verlos le salen en las mejillas unas manchas rojizas y los ojos le brillan extrañamente. Judas odia a aquellos pescadores galileos que siguen también al profeta. Considera que todos son unos imbéciles. Pero ante el maestro siente un temor mezclado de admiración. Ya te dije que este pequeño tendero es bastante listo. Me confesó en cierta ocasión que, según él, el poder de Jesús es mayor que su habilidad para servirse del mismo. Cree que con un poder como el suyo podría hacerse algo mejor que enseñar a los toscos campesinos galileos la manera de amarse los unos a los otros. Pero no creo que Judas sepa lo que el profeta debería hacer. O quizá sí lo sabe, pero no quiere descubrirme todos sus pensamientos. Creo que hay en su corazón todo un mar de odios. Siendo así, nunca comprenderé por qué ha querido seguir al profeta de las palabras y los actos misericordiosos. Creo que lo único que le satisfaría sería desviar el poder del maestro hacia el camino de la venganza. Odia a los comerciantes que han contribuido a la ruina de su tienda, odia a los saduceos y a los levitas que le han aplastado con su oro, odia a la gente acaudalada, a la gente rica, a la gente feliz. Pero al mismo tiempo odia a los miserables como él. No hay que dejarse engañar por su humildad; es sólo un modo de actuar que desechará a la primera ocasión propicia. Su propio orgullo herido se rebela contra todo. Es curioso, pero a veces tengo la impresión de que este tendero, echado de su rincón de Bezetha por los competidores, lleva en su interior unos anhelos que sobrepasan con mucho a su pequeño cuerpo.

Fue Judas quien me contó la expulsión de Jesús de Nazaret. Nazaret tiene fama de ser un pueblo de aventureros, desaprensivos y estafadores. Cuesta imaginar que este hombre, sin duda alguna virtuoso y digno, haya pasado allá toda su infancia y juventud. Quizá si hubiese vivido entre gente distinta se hubieran manifestado antes sus asombrosas cualidades. Pero en Nazaret le descubrieron cuando ya se hablaba de él en toda Judea y Galilea. Volvió a su ciudad y ésta lo recibió con muestras de incredulidad. A nadie le gusta reconocer que no ha sabido ver lo que todos han visto. Los nazarenos se reunieron en la sinagoga y sus rostros expresaban mil dudas. Sólo en una cosa estaban de acuerdo: No sería poco lo que les tendría que mostrar este naggar, cuyos hermanos y hermanas estaban allá, entre ellos, y cuya madre se había colocado entre las mujeres, al otro lado de la reja. Llevaron a las puertas de la sinagoga unos cuantos enfermos. La gente, apretujada a la entrada, esperaba la llegada del profeta. Compareció éste al fin rodeado de sus discípulos. Pasó entre los enfermos como si no los viera. No curó a nadie… Entró en la sinagoga. Cuando llegó el momento de leer a los profetas se levantó del banco y subió al púlpito. Te estoy contando lo que me dijo Judas, pero me parece como si yo mismo estuviera viéndole desenrollar las tiras de pergamino y leer los versículos con su voz fuerte y sonora, tan llena de inflexiones. Le tocó leer a Isaías. Por su colorido y vivacidad, las profecías del hijo de Amós deben gustarle más que cualquiera otra. Comenzó a leer:

—«El Espíritu del Señor está sobre mí por esto me ungió, para que proclame la buena nueva a los pobres, lleve la salud a los necesitados, la libertad a los presos, abra los ojos a los ciegos, haga descender la gracia sobre los que sufren y anuncie a todos el año de la remisión y de la misericordia…».

Interrumpió la lectura y sus grandes ojos, oscuros como un mar tempestuoso, apartaron la mirada de los pliegos para posarla sobre la gente. ¡Cuán fácil resulta reconstruir los movimientos de este hombre aunque no se le haya visto más que una vez! Cuando dijo, con aquella fuerza que hace estremecer el corazón: «¡He aquí que hoy se ha cumplido esta Escritura ante vuestros ojos!», debió producirse en la sinagoga el más profundo de los silencios. La gente le miraba con los ojos muy abiertos. Ahora, pensaban, ocurrirán los milagros que todos esperamos y el profeta mostrará su poder como nunca hasta entonces. Le escuchaban conteniendo la respiración. Mas él continuó hablándoles con creciente violencia.

—¡Ciegos! —exclamaba—. ¡Ciegos y sordos! Se acerca la primavera y vosotros no salís con la simiente al campo; se acercan las lluvias y vosotros no recogéis las espigas maduras. ¡Ciegos! Queréis señales y no veis las señales. Queréis milagros y no os habéis dado cuenta del milagro. ¡He aquí las palabras que escucháis desde hace siglos! ¿Qué hacen vuestros pobres? ¿Es que no lloran de hambre y frío? Y vuestros presos, ¿acaso no sufren atados a sus cadenas? ¿Y los pecadores? Pecan más por ignorancia que por maldad. ¿Y el año de la remisión? ¿Dónde está el grano dejado en el campo para el pobre? ¿Dónde está el santo descanso? Sus palabras salían veloces, una tras otra. Los nazarenos le escuchaban con cierta humildad. Incluso movían sus cabezas como reconociendo la belleza de su lenguaje. Aquí y allá alguien comentaba: «Mira, mira, cómo habla. Es increíble que pueda ser el mismo naggar que durante tantos años hemos visto pulir madera en su taller…». Seguían esperando los milagros que vendrían después de las palabras. Pero cuando exclamó: «¡Ciegos! Esperáis la señal y la señal ya hace tiempo que os ha sido dada», se removieron impacientes en sus bancos. ¿Cómo? ¿No les quiere mostrar un milagro? Sintieron que ya estaban hartos de escuchar. ¡No faltaba más! También querían ver algo. Uno de ellos interrumpió al profeta gritando:

—¡Basta ya de palabras! ¡Haz un milagro! Se oyeron otras voces:

—¡Haz un milagro! ¡Un milagro! ¡Haz un milagro! ¿Oyes? ¡Ya has hablado bastante!

Los miraba fríamente… Digo mal. Él nunca mira con frialdad; pero cuando la gente le pide con insistencia algo que él no quiere o no puede otorgar, entonces su mirada se vuelve vidriosa e inmóvil, como la de una persona que intenta contener las lágrimas. Los miraba sosteniendo en las manos las quejas de Isaías. Ahora todos comenzaron a chillar a la vez: «¡Haz un milagro! ¡Basta ya de palabras! ¡Haz un milagro!».

¿Acaso sus hermanos gritaban también? Él continuaba de pie frente a toda aquella multitud vociferante. Si conoce a las personas debe saber que en semejante situación es siempre el histrión el que ha de ceder. Aquí entraba en juego el honor de Nazaret. Hubiera podido obrar un milagro y luego reprocharles de nuevo sus mentiras, su vileza, su falta de corazón. Le hubieran escuchado sumisos. Pero él les dijo todo lo que pensaba de ellos y luego no quiso hacer el milagro. ¿Acaso no podía? Cuando cura, añade a veces: «Tu fe te ha curado». Quizá para que el bien descienda sobre un hombre es necesario que haya una especial aceptación de este don por parte del que lo recibe; pero si no la hay, ¿puede el bien convertirse simplemente en un mal? Pero él continuaba impasible. Comenzaron a patear y vociferar:

—¡Un milagro! ¡Un milagro! ¡Queremos un milagro!

Él seguía callado, pero no bajaba del púlpito. Permitió que alborotaran durante largo rato, hasta que al fin levantó la mano para indicar que quería hablar. Al instante se hizo el silencio. Estaban seguros de su victoria. Esperaban que les preguntase con una sonrisa conciliadora: «¿Qué queréis, pues, que os haga?». Cada uno tenía preparadas mil peticiones. Le pedirían que cada nazareno, al salir, encontrase un cofre lleno de oro, que los campos de Nazaret comenzaran a producir cosechas diez veces más abundantes, que la fuente para la que hay qui ir hasta la falda de la montaña, manase en lo alto de la roca, que el ganado naciera más gordo y no enfermase nunca…

Pero él dijo:

—Me pedís un milagro. Exclamáis Has curado extranjeros: enseña ahora cómo curas a los tuyos. Nos han llegado noticias tuyas desde Cafarnaúm, desde Cana. No queremos ser menos que ellos. Haz aquí algo muy grande, más grande que en ningún otro lugar. Es esto lo que queréis, ¿verdad? Pero yo os digo: los mayores enemigos de un profeta son su patria, su casa y su familia. Recordad que en aquellos días de hambre el cuidado del profeta. Elías no le fue confiado a ninguna viuda israelita, sino a una fenicia de Sarepta. Y Eliseo mandó que se lavara siete veces en el Jordán, no los leprosos de Israel, sino un caudillo sirio…

Hasta a mí me parece oír el alboroto que se debió producir en la sinagoga después de aquellas palabras. Les había herido en lo vivo. La turba entera osciló como un bosque sacudido de pronto por una ráfaga de viento y se abalanzó sobre él. Dicen que cada nazareno lleva en su interior a un asesino. El profeta debía pagar dolorosamente sus insolentes palabras. Centenares de manos le agarraron. Le sacaron arrastrándole de la sinagoga y de la ciudad, aullando, silbando y vociferando. Detrás de las últimas casas de Nazaret se abre un hondo precipicio. Llevaron allí al profeta. Si le hubieran despeñado se hubiera roto los brazos y las piernas, e incluso hubiera podido matarse. Pero él, que hasta allí se había dejado arrastrar sin resistencia alguna, sacudió los brazos con fuerza y sus perseguidores cayeron como las hojas de otoño cuando se sacude el tronco del árbol. No tuvo que luchar con ellos. Bastó una sombra de resistencia para que la enfurecida pero cobarde turba diera un paso atrás. Un ser que obra milagros puede ser peligroso, y ellos estaban firmemente convencidos de que no había obrado ningún milagro sólo porque no había querido hacerlo y no porque no pudiera. Pasó entre ellos como si atravesara un agua turbia y se fue. Nadie intentó detenerle. Se quedaron inmóviles, con los dedos torcidos como garras y los labios entreabiertos a punto de dar un grito. Antes de alejarse, se volvió para mirarlos. Tenía esa mirada que yo llamo «fría». Quizá también había en ella extrañeza. Dejó de mirarles y se alejó sin prisa, solo. (Sus discípulos se habían dispersado entre las matas). Sus anchas espaldas estaban encorvadas como si cargaran con un gran peso. De nuevo se volvió. Desde lo alto veía toda Nazaret, esparcida sobre la ladera como huesos entre la hierba. Allí había pasado los años en que no era nadie. Hoy, cuando otras ciudades le abren sus puertas, su ciudad natal le repudia, le rechaza. Debía despreciarlos. Pero él, en vez de enojarse, se enterneció. Se cubrió el rostro con las manos y un temblor sacudió sus hombros. Estaba llorando, ¿te imaginas? ¿Qué le daba tanta tristeza? ¿El fin de su existencia gris entre gente miserable? Judas dice que estuvo largo rato llorando.

Se le ha visto llorar más de una vez. Él, que tiene tanto poder, llora viendo cómo los otros sufren y lloran. Es como si hubiera en él dos personas: una sabe que puede curar, pero no se da ninguna prisa para hacerlo; la otra parece robarle a la primera el poder de obrar milagros para hacer algo en contra del sentido común… Porque, sin duda alguna, parece mucho más sensato no curar y no mostrarse poseedor de un poder sobrehumano…

Jesús no curó a ningún enfermo de Nazaret, aunque todos estaban seguros de que precisamente entre ellos obraría sus mayores milagros. En otras partes no se lo pidieron y él había curado: allí lo esperaban, pero él, indiferente, pasó de largo. O quizás indiferente no. Habrás notado que más de una vez corrijo mis expresiones. Pero es que, si bien nuestro juicio sobre las otras personas resulta a menudo demasiado simple, siempre simplificamos en exceso nuestro juicio sobre él. En lugar de decir «pasó indiferente», debí haber dicho: «pasó simulando indiferencia». Pero la palabra «simular» tampoco es adecuada. El nunca simula nada: se deja llevar por sus sentimientos como nadie y a la vez siempre sabe dominarse como nadie. Es un hombre como todos nosotros: necesita comer, beber, dormir, amar, sufrir. No hay flaqueza humana que el no posea. Pero son sólo flaquezas. ¿No crees tú, Justo, que confundimos demasiado fácilmente flaqueza con pecado? Imaginamos que la virtud significa ausencia de flaqueza. Por otro lado, entre la flaqueza humana y el pecado existe una frontera parecida a la que separa la enfermedad de la muerte. No toda enfermedad termina en la muerte, no todo enfermo está condenado a morir. Hay un momento en el que sobreviene la crisis. Este momento es el más importante. La virtud no siempre está lejos de este punto. A veces se la encuentra al borde mismo. Precisamente allá donde más le cuesta aparecer.

Así pues, ya no está aquí el profeta de Nazaret. Recorre Galilea, cura, ahuyenta a los demonios y predica sus enseñanzas, que sólo hablan de amor y perdón. Yo me he quedado con mi Rut enferma y con mi inquietud, nacida de la idea de que él hubiera podido salvarla, mas yo no se lo pedí. Ni yo mismo sé por qué ha ocurrido así…

¿Y si fuera a buscarle?

Desde hace unos días me persigue la idea de que podría ir a su encuentro en Galilea y pedirle ayuda. ¿Crees que podría negármela? Es absurdo que pueda pensar siquiera en la posibilidad de una negativa considerando quién es él y quién soy yo. Ayer comuniqué este proyecto a Judas y él me animó mucho a que lo realizara. No sé qué espera ganar con ello, pero se ha vuelto en extremo solícito.

Pero ¿y si voy y él no quiere hacer nada por mí? El carro sigue precipitándose a una velocidad vertiginosa. ¡No, él no puede negármelo! Hace tantas cosas para los otros… Lo hace siempre igual, como si no le costara el menor esfuerzo. ¡Que salve a Rut! Si lo hace…

A decir verdad, ¿por qué cura? No es un médico que vea en ello su misión. Cura como a pesar suyo. Como si diera una señal. ¿Qué señal? ¡Qué importa qué señal sea ésa! ¡Que cure a mi Rut! ¡Que la cure! ¡Toda mi vida depende de esta curación!