Carta XV


Querido Justo:

Judas estaba en lo cierto: este hombre provoca su destino. ¿Qué quiere lograr obrando así? ¿Por qué se obstina en crearse enemigos? Si mal no recuerdo, ya te dije en otra ocasión que en el Gran Consejo se han acordado contra él las medidas más severas. Y poco faltó para que ayer las cumplieran… La brusca decisión de nuestros haberim me cogió tan desprevenido que no supe cómo salir en su defensa. ¡Le salvó un incidente imprevisto!

En el último día de las fiestas apareció entre la multitud como una nube que surge de pronto, no se sabe de dónde, sobre un cielo despejado. Yo estaba entonces, pensativo, entre la muchedumbre que se había reunido en la sinagoga al lado de la sala de la Piedra Cuadrada y allí, escuchando sabias enseñanzas, esperaba la salida de la procesión. De pronto oí su voz. Conocería esta voz entre millones de otras voces. Es fuerte, sonora, mantenida en una sola nota, pero no monótona, ni seca o indiferente; vibran en ella un sinfín de sentimientos como la superficie de un lago que se colorea con mil tonalidades distintas cuando la iluminan los primeros rayos del sol matutino. ¿Sabes de alguien que no diga nunca una palabra superflua? Yo no conozco a nadie así. Cada uno de nosotros más de una vez habla porque sí, para decir algo. Pero en él toda palabra, aun la más insignificante, tiene el peso de una roca. Llega hasta el fondo, golpea y produce un eco. Y si no lo produce es porque este fondo no es sino un viscoso cenagal. Pero incluso entonces… Sí, este eco siempre se deja oír, más fuerte o más débil, más rápido o más lento…

Comenzó a abrir el rollo mientras la gente murmuraba: «¡Es él! ¡Es él! El profeta de Galilea. El que cura, resucita y libra de los demonios… Es él a quien quieren matar…». Oí también estas últimas palabras. ¿De modo que entre los amhaares también se habla de su muerte? Pero él no parecía inquietarse por nada. Comenzó a leer el salmo con calma, acentuando cada palabra:

Tú que juzgas extrañamente, ¡escúchanos!

Autor de nuestra salvación,

Esperanza de la tierra y de las aguas,

Tú que afirmas las montañas con su fortaleza

Y mueves los mares que se agitan a tu contacto,

¡sálvanos!

Las naciones tiemblan al contemplar tus milagros.

El mundo se ha alegrado de oriente a poniente

Porque has cubierto de dones la tierra

y has apagado su sed.

Has sembrado el trigo que ha crecido exuberante.

Has traído la lluvia y has llenado las espigas.

Tus campos han dado ricas cosechas,

Los prados están verdes

y las ovejas tienen donde pacer.

Devolvió el rollo al basan y miró todas aquellas caras que le observaban atentamente.

—«Tú que juzgas extrañamente…» —repitió. ¿Sabéis cómo es la justicia del Altísimo? Escuchad. Cierto día, un hombre que tenía muchas viñas se fue muy temprano al mercado para contratar a unos braceros que le ayudaran a recoger las uvas. Acordaron que su jornal sería de un denario al día. Cuando el sol ya estaba muy alto sobre los montes del Moab, hacia la hora tercia, el mismo propietario fue por segunda vez al mercado y contrató a otros braceros prometiendo luego pagarles lo que fuera justo. Volvió a hacer lo mismo a la sexta y a la nona. Al anochecer, cuando ya oscurecía sobre la puerta del mar Grande, a la hora undécima, el hombre fue de nuevo al mercado, donde encontró a gente desocupada que nadie había contratado y que estaba allí jugando, disputándose y quejándose de su suerte. Les dijo: “Id todos a mi viña”. Y fueron, unos aprisa y contentos, otros despacio porque el estar ociosos les había vuelto holgazanes. Al llegar la noche, a la hora de dar la paga, el propietario les reunió a todos delante de su casa….

Siempre que quiere poner un ejemplo habla de cosas que ocurren a nuestro alrededor. Muchos de los que se apretujaban entre la multitud poseían viñas y antes de las fiestas habían tenido que pasar cuentas con sus braceros; otros, en cambio, pertenecían a la enorme multitud de jornaleros que no poseen más que sus manos y venden su fuerza para tener con que comprar pan para sus hijos. Sus palabras tienen la cualidad de retener totalmente la atención de quien las escucha. Entre el gentío sólo se oían respiraciones precipitadas y ruido de pisadas que se iban acercando cada vez más hacia la puerta.

—… El propietario, al dar la paga, comenzó por los que habían llegado los últimos —siguió diciendo el maestro—. Dio a cada uno un denario y ellos se fueron colmándole de bendiciones y cantando de alegría. Luego pagó a los que había contratado a la hora nona, a la sexta y a la tercia y también les dio un denario a cada uno. Los primeros, que habían trabajado todo el día, creyeron que recibirían más. Pero ellos también recibieron sólo un denario por cabeza. Entonces comenzaron a murmurar y no quisieron aceptar le paga. El amo se extrañó y preguntó: «¿Por qué murmuráis? ¿Es que os he hecho agravio? ¿No habíamos convenido un denario al día?». «Sí, pero ¿por qué los otros también han recibido un denario? Nosotros hemos trabajado durante toda la jornada. Hemos sudado y nos hemos cansado. Hemos llenado todo el lagar. Los otros, en cambio, sólo nos han ayudado a pisar la uva. ¡Esto no es justo!». «Pero yo os prometí un denario y vosotros estuvisteis de acuerdo. Un denario es una paga justa y buena. ¿Podéis negármelo?». «No, no has sido avaro», contestaron. «Un denario por un día de trabajo es una buena paga…». «Entonces, ¿por qué no lo tomáis y os vais cantando a casa como los otros?». «Porque no está bien que ellos hayan recibido lo mismo que nosotros. Ellos no se han cansado. Han pasado el día tumbados a la sombra de una palmera y luego, sólo durante una hora, han pisado unas pocas uvas… ¡Y les has dado tanto dinero! ¡Has obrado mal e injustamente!…». «¿He obrado injustamente porque he sido bueno?», preguntó el amo. «¿No estaba en mi derecho al mostrarme liberal con un hombre que había venido a mi viña a última hora? ¿No puedo hacer con lo mío lo que me parece? La envidia os ha mordido como un escorpión. Pero la viña es mía y mío es el fruto que habéis cogido. Para cada uno de vosotros tengo una buena paga y se la daré a cada uno porque así me place hacerlo. Coged vuestro dinero y marchad en paz. Bienaventurados los pobres de espíritu que no desean riquezas. Se puede tener mucho dinero y quedarse pobre, se puede no poseer nada y tener un corazón de rico. Marchaos antes de que me enoje… Ved, ésta es la justicia del Altísimo. Justicia misericordiosa para la que los primeros sean los últimos y los últimos, incluso aquellos que han ido por fuerza, sean los primeros… Pero ¿por qué estos últimos son agradecidos mientras que los primeros, aunque hayan estado todo el tiempo en la casa del Padre, no creen que deban agradecerle nada?»-

Movió la cabeza como si él fuera aquél propietario y nosotros todos los jornaleros descontentos. Alguien me dio un empujón. Volví la cabeza y vi a Judas. El pálido rostro del antiguo mercader expresaba enojo. Parecía como si se hubiera sentido aludido por el mashal del maestro y su contenido le hubiera herido en el mismo corazón. Me hizo un guiño significativo. «¿Ves, rabí? ¿De veras que él…?». Pero sus últimas palabras, dichas en un susurro, fueron ahogadas por el alboroto que se produjo entre la turba de los oyentes. La parábola, aunque no todos la entendieron, provocó la admiración general. La gente movía la cabeza y se decía: «¡Qué sabio! ¡Es un verdadero profeta! ¿Dónde ha aprendido todo esto? ¿De quién? ¿Quién fue su maestro?».

—¿Os maravillan mis palabras? —oí decir al maestro. Se había quedado en el púlpito como si aún quisiera añadir algo—. ¿Os preguntáis de dónde vienen y quién fue mi maestro? —Debió de oír sus exclamaciones y quiso contestarles como si fuera necesario hacerlo—. Sí, esta doctrina no es mía. Tengo un maestro —continuó—. El que busca su propia gloria habla de sí mismo. Pero yo no la quiero. Busco la gloria del que me lo ha enseñado todo y me ha enviado aquí. Repito sus palabras y vosotros sabéis que son verdaderas. Moisés, cuando anunciaba la Ley, hablaba como yo. ¡Pero ninguno de vosotros quiere escucharle!

—¿Ninguno? —exclamé a pesar mío.

—¿Ninguno? —gritaron varias voces enojadas. La gente se indignó—. ¿Qué dices? —comenzaron a gritarle de todas partes—. ¿Que no queremos obedecer la Ley? ¿Cómo te atreves a decirlo? ¿Quién te ha dado permiso para juzgarnos? ¡Somos fieles israelitas! Cumplimos las prescripciones. ¿Por qué has dicho esto? Les hizo callar.

—No obedecéis la Ley —repitió severamente—. Y por esto queréis matarme.

Se produjo un corto silencio, pero luego unas voces exclamaron:

—¿Nosotros? ¿Nosotros queremos matarte? ¿Te has vuelto loco? ¿Quién quiere matarte?

El resto de la gente callaba observando a los que gritaban y al maestro. Mientras unos negaban haber abrigado nunca malas intenciones con relación a él, los otros debían de recordar las amenazas que se le habían hecho.

—Vosotros —dijo, imperturbable—. Vosotros —repitió con tristeza como si se quejara a alguien—. ¿Y por qué? ¿Porque hace dos años curé a un hombre en sábado? ¿No circuncidáis vosotros en sábado alegando que deseáis ganar con ello una nueva alma para Israel? ¿Y la vida de un hombre? ¿No os parece bastante importante? Juzgad con justicia si tengo o no razón…

La sinagoga se llenó de rumores. Ahora todos hablaban a la vez y gritaban a cual más fuerte.

—¿Qué dice? ¡Es un loco! ¡Un poseído! ¿Quién es este hombre? ¡Violó el sábado! Entonces, ¿no recordáis?, en la fuente de las Ovejas… ¡Y lo sigue violando! ¡Es un mínimo! Decían que este Jesús moriría si se atrevía a venir a Jerusalén. Pero viene aquí, habla con insolencia y no teme a nadie… ¡Hay que echarle y lapidarle! ¡Pero si es el Mesías! ¡No, es un mínimo! ¡Milagros como éstos sólo los puede obrar un Mesías! ¡No puede ser el Mesías! Las Escrituras dicen que el Mesías no se sabe de dónde vendrá, mientras todos sabemos que éste es galileo…

Sobre todo aquel griterío se elevó su voz como el grito de un pájaro en medio de la tormenta.

—Sabéis bien quién soy y de dónde vengo. Confiad en mí, creedme. Veis que no hablo de mí y no digo mi propia enseñanza. Os traigo la palabra de Aquel que vosotros no conocéis. Pero yo le conozco porque vengo de su parte.

—¿Oís? —exclamó una voz entre la turba—. ¡Dice que lo manda el Altísimo! ¡Blasfema!

—¡Blasfemas! —repitieron varias voces.

Vi a un grupo de fariseos que se abrían paso entre la gente gritando airadamente.

—¡Blasfema! ¡Hay que lapidarle! ¡Blasfema!

—Pero ha hecho tantos milagros… —objetó alguien.

—¡Blasfema, blasfema! ¡Lapidadle! —gritaban otros.

De nuevo sentí sobre mi hombro la mano de Judas.

—¿Ves, rabí, ves? —me susurraba febrilmente el mercader al oído—. ¿Ves?… ¿No te lo decía? ¡Quiere que le maten y a todos nosotros con él! Se ha acobardado y ha perdido su fuerza. Nos ha traicionado, ya te lo decía… Me llamó ricacho… —En su excitación me pellizcó el brazo como si quisiera arrancarme un trozo de carne—. ¡Yo un ricacho! —Soltó una carcajada sarcástica, llena de odio—. ¿Lo oyes? Así nos paga nuestra fidelidad…

Al final no entendí nada porque sus palabras acabaron siendo un gorgoteo de saliva. Además, en la sinagoga todos gritaban y no se podían distinguir bien las palabras.

—¡Blasfema! ¡Lapidadle!

—¡Hay que echarle! ¡Echadle!

Los que gritaban así no deseaban ver la sangre del maestro.

—¿Queréis expulsarme? —le oí exclamar ahora. La gente se calló para poder oírle mejor mientras él movía la cabeza como si se compadeciera de todos ellos—. No voy a estar mucho tiempo entre vosotros… Y cuando me marche, en vano me buscaréis, porque allí donde yo vaya vosotros no podéis entrar… Moriréis con vuestros pecados…

—¿Qué está diciendo? —comenzaron a gritar de nuevo. Cada vez le entendían menos.

—¿Adónde quiere ir? ¡Quiere matarse! —gritó una voz que me pareció ser la de Judas.

—¿O es que quiere ir con los goim? —preguntó otro.

—¡Quiere darles pan otra vez! ¿Qué está diciendo?

Las preguntas se cruzaban en el aire.

De pronto, un hombre se paró ante el público y, levantando la cabeza, preguntó directamente al maestro:

—¿Tú quién eres?

Le reconocí y un mal presentimiento me asaltó como un escalofrío por la espalda. Aquel hombre pequeño, de frente despejada y mirada penetrante, es uno de los jefes de la guardia del Gran Consejo de los fariseos. Se llama Gadi. Vi también que le seguían unos cuantos guardias con porras. No cabía la menor duda; nuestros haberim habían decidido obrar pronto y sin miramientos. Podían permitírselo. Pilatos no había venido para las fiestas y el hegémona Sarcus había sido sobornado. Estaba seguro de que la multitud concentrada en la sinagoga no habría salido en defensa del maestro, y la gente de la ciudad ni siquiera sabía que él hubiera llegado a Jerusalén. La sorpresa de todos fue enorme.

—¿Quién eres? —repitió el pequeño guardia, como impaciente por recibir respuesta.

El rostro del maestro tampoco ahora expresaba inquietud o inseguridad. ¿Acaso no se daba cuenta exacta del peligro que le estaba amenazando? Sin apresurarse en contestar, fijó sus ojos negros, hondos y tranquilos, en los inquietos ojuelos del que le interrogaba.

—Yo soy el principio… —dijo al fin. Levantó la cabeza y envolvió con su mirada a toda la multitud concentrada en la sinagoga—. Pero vosotros habéis rechazado este principio —siguió—. Por esto sólo cuando me levantéis en alto os convenceréis de que soy el que soy y que mis palabras son las palabras del Padre… Yo hago lo que él desea… y él no me abandona…

Calló un momento. Ya nadie gritaba. Todos se quedaron con los ojos y la boca muy abiertos, mirándose interrogativamente, moviendo las cabezas y encogiéndose de hombros. Ahora ya no entendían nada. El menudo guardia se rascó la oreja, perplejo. ¿Qué querrá decir con esto? ¿De qué está hablando? ¿Qué significa «soy el principio?». ¿El principio de qué? Una idea cruzó como una ráfaga por mi mente: seguro que quiere decir el principio de algo nuevo. El mundo en el que yo vivía antes de conocerle era un mundo viejo. Todo en él era conocido: el amor y el odio, la miseria y la riqueza… Él ha traído algo totalmente nuevo que comenzó con él. ¿Acaso sus palabras significan esto precisamente? Pero, en este caso, ¿es que anuncia algo o a alguien que aún ha de venir?

—Así pues, ¿quién eres tú? —repitió el guardia.

Vi cómo se humedecía sus resecos labios con la punta de la lengua. Pero el maestro no le contestó. Levantó los brazos en alto (parecía el sacerdote que dentro de poco y con el mismo movimiento de brazos iba a entrar por la puerta de la Fuente con el cántaro de plata) y comenzó a hablar con ese tono suyo de voz tan peculiar, en el que no se sabe qué es lo que domina, si la súplica o el mandato.

—Quien de vosotros esté sediento, que venga a mí. Yo le daré de beber.

Tras los muros de la sinagoga se oyó de pronto un sonido de trompetas, flautas y pífanos y las primeras palabras del himno:

¡Aleluya!

Alabad todos al Señor.

Alabad su nombre.

Bendito sea por los siglos de los siglos;

Alabado sea por los siglos de los siglos,

De levante a poniente.

Al oír el himno, la multitud se movió, impaciente. Era hora de salir para tomar parte en la procesión. Pero las palabras del maestro les ataban extrañamente a él. Siguió diciendo:

—Si alguno de vosotros tiene sed, que crea en mí y su sed se apagará. Un río de agua viva saldrá de su corazón… ¿No recordáis ya la promesa de Ezequiel? Allí donde llegue este torrente, todo ser revivirá…

Pero la gente, cada vez más atraída por la música y los cantos que llegaban de fuera, comenzó a abandonar la sinagoga. Sólo un pequeño grupo quedó escuchando al maestro. Los guardias se quedaron en un rincón comentando algo en voz baja y mirando a todos lados. Me inquieté porque supuse que querrían aprovechar aquel momento para prender al maestro. Pero ellos, después de decidir algo, salieron también. Respiré, aliviado. El peligro que le amenazaba me había retenido en aquel lugar. Ahora me sentía liberado. Dejé de escucharle y me dirigí hacia la salida, pensativo.

Pero algo me seguía oprimiendo el corazón. La escena que acababa de presenciar me había confirmado mucho de lo que Judas me había dicho. Él, realmente, parece querer desafiar el peligro. Antes hablaba de un modo claro, sencillo, suave. Ahora habla como si quisiera que todos se pusieran en contra de él. Esto me deprimió. Me pareció que había terminado de hablar y apreté el paso. No sentía deseos de hablar con él. Temía que si me decía algo, yo tendría que referirme a Rut… ¿Qué sucedería si me dijera: «¿Por qué no me lo dijiste antes?»? ¡No, no! Lo pasado, pasado está y no hay que pensar siquiera en que hubiese podido suceder de otro modo. Puesto que no se puede hacer retroceder el tiempo, más vale no hablar de ello…

En cambio, decidí que, en cuanto terminaran los festejos, iría al Gran Consejo para tratar de averiguar lo que se está tramando allí contra el maestro.

Salí a pleno sol, guiñando los ojos, y me junté al cortejo que bajaba hacia Siloé agitando ramos y cantando:

He aquí la puerta del Eterno,

La puerta de los justos.

Gracias por habernos escuchado

Y haber querido salvamos.

La piedra desechada por el albañil

Se ha convertido en el nuevo cimiento.

El Altísimo lo ha hecho;

Hemos visto el milagro con nuestros propios ojos…

¡Oh, Señor, sálvanos!

¡Oh, Señor, hosanna!

En el Gran Consejo estaban reunidos todos los más ilustres haberim.

Cuando entré, todos rodeaban en círculo al rabí Jonatán bar Azziel, que a grandes voces regañaba a un hombre postrado a sus pies. Reconocí en él a Gadi, el jefe de la guardia.

—¡Necio! ¡Perro! ¡Impuro! —gritaba el sabio doctor—. ¿Cómo has osado? ¿No te dije bien claro lo que debías hacer? Espera y verás lo que te has ganado. ¡Te liquidaremos a ti y a toda tu familia! ¡Perro miserable! —Nunca había visto al gran doctor en tal estado de excitación—. ¿Así me pagas los favores que te he hecho? —Sin poder dominarse dio un puntapié en la boca del postrado servidor—. ¡Perro maldito! Yo te enseñaré a no cumplir las órdenes! ¿No ves, miserable amhaares, quiénes somos nosotros? Nadie en Judea puede seguir vivo si nosotros decidimos que ha de morir. ¡Miserable! ¡Desgraciado! ¡Eras un muerto de hambre cuando te tomamos a nuestro servicio y morirás de hambre cuando te echemos de él!

El hombre trató de acercar sus labios a las sandalias del rabí. Pero éste le dio otro puntapié en la boca.

—¡Ahora gimes! —gritó—. ¡Pero antes te atreviste a contravenir nuestras órdenes!

—Gracia, ilustrísimo, santo señor, gracia… —gritaba el guardia.

—¿Pides gracia, perro sarnoso? Explica a todas las ilustres personas aquí reunidas por qué no lo has traído.

—No pude, excelentísimo rabí…, no pude.

—¿No pudiste? ¿Por qué? ¿Logró escapar? ¿Pidió a la multitud que le defendiera?

—No, no —gimió el infeliz—. No hizo nada. Pero nosotros no nos atrevimos.

—¡No os atrevisteis! ¿Habéis oído? —Jonatán se volvió, indignado, hacia los haberim—. ¡No se atrevieron! Les tuvo sin cuidado contravenir nuestras órdenes, pero, en cambio, no se atrevieron a coger por el pescuezo a este mínimo y traerle aquí.

—¿Le ordenaste que lo hicieran? —pregunté yo.

Se volvió bruscamente y me miró con sus ojuelos que despedían fuego. Tuve la impresión de que una parte de la furia desencadenada en él por Gadi se vertió en las palabras que me dirigió a mí.

—¿Ah, eres tú, Nicodemo? —e intentó dulcificar el tono de su voz—. Desde luego, se lo he ordenado: Todos lo hemos ordenado. Y lo mismo hubieras hecho tú si hubieses sabido lo que este hombre ha vuelto a decir. —Los labios le temblaban como si estuviera a punto de llorar. Se acercó a mí—. ¿Sabes qué ha dicho? —exclamó—. ¿Sabes? Ha compuesto una hagadá. Es tu especialidad, rabí, así que podrás apreciarla en todo su valor… Dijo que dos hombres fueron a orar al Templo: uno era fariseo y el otro publicano. Pero ¿sabes cuál de los dos era el justo? ¡El publicano! ¡Precisamente el publicano porque oró humildemente! Mientras que el fariseo no hizo sino vanagloriarse de sus virtudes. Es evidente que no ocurre así. ¿Por qué, pues, él lo cuenta? ¡Para sembrar el odio! ¡Para que la gente revuelva contra nosotros! ¡Lo que él quiere es una rebelión! No es ningún profeta, sino un vulgar agitador. No observa el descanso del sábado ni las reglas de pureza y ahora quiere levantar las masas contra nosotros. Ya en Galilea decía a la gente que no se dejara engañar por nosotros… ¿Y por todo esto hemos de alabarle, protegerle y dejar que nos siga atacando? ¡Sí, ordené que la guardia le trajera aquí! ¡Un hombre así no debe andar suelto! Si los sagrados cargos sacerdotales no estuvieran en manos de unos desaprensivos, ya haría tiempo que estaría encerrado. Pero ¿qué les importa a ellos que alguien ataque la verdadera fe y las prescripciones salvadoras? ¡A ellos sólo les importa el oro, nada más! Ellos mismos traicionan la Ley. He mandado que le traigan aquí. Se lo he ordenado a éste. —Señaló con el dedo al hombre postrado en el suelo—. Y ha vuelto con las manos vacías. ¡No se ha atrevido a coger por el pescuezo al profeta de Galilea! ¡No se ha atrevido! ¿Por qué no te has atrevido?

—¡Oh, ilustrísimo!… —gemía el guardia ¡Oh, ilustrísimo!… Yo… él… Nunca ha hablado nadie como este hombre…, nunca… de veras…

—¿Nadie? ¿Nunca? —Jonatán hablaba con irónico desprecio—. ¿Ninguno de los ilustres y sabios rabinos? ¿Sólo ese mínimo, precisamente? —Llamó a los criados—. Sacad de aquí a este necio y a ver si unos palos le aclaran el entendimiento. Dadle treinta y nueve azotes, ni uno más ni uno menos. Pero golpead fuerte. Luego, que os pague diez denarios de multa…

—¡Piedad, piedad!… —gritó el hombre, sollozando—. ¿De dónde sacaré tanto dinero? Mis hijos morirán de hambre…

—Así criarás mejor a los que vengan después —contestó fríamente Jonatán.

Se mandó traer un recipiente y un jarro de agua. Durante un buen rato se estuvo lavando las puntas de los dedos bajo un chorro plateado. Mientras tanto sacaron de la sala al guardia, que seguía gimiendo y sollozando. Jonatán se secó las manos en una blanca toalla de hilo y dijo:

—Se nos ha escapado… ¡Si no fuera por este estúpido, ya habríamos terminado can él para siempre! ¡Pero le cogeremos! No le queda mucho tiempo de vida…

—Así, ¿queríais matarle, rabí? —pregunté con cierta ingenuidad.

Entonces comprendí que el maestro se había salvado de un gran peligro.

—No, sólo quería acariciarle… —contestó lentamente, mirándome con los ojos entornados.

—Nuestra ley —dije, y la voz me tembló de indignación— exige que la persona culpable sea interrogada y juzgada a conciencia…

Jonatán no contestó. En las comisuras de sus ojos leí un profundo desprecio, vi que a duras penas dominaba su enojo. En cambio, el rabí Joel dijo de improviso:

—¡Tú no le defiendas, insigne rabí! —exclamó—. ¡No le defiendas! —El gran penitente por los pecados de Israel temblaba de indignación—. ¿Quizá tú, Nicodemo, también te has hecho galileo desde que fuiste allí con él? ¡Tú no le defiendas!

—En vez de defenderle —dijo el rabí Johanaan ben Zakkai—, harías mejor en coger los libros sagrados y leer un poco. Recordarías que Judea es la madre de los profetas y que de Galilea sólo salen maleantes.

—Sí, más vale que leas la Tora —repitió otro.

Los doctores, puestos en semicírculo, me observaban todos con mirada penetrante. Bajo la capa de fingida cordialidad, sentía la frialdad de aquellas miradas como el contacto de unos cuchillos sobre la piel desnuda. Sentí un escalofrío en la espalda, el corazón me dio un brusco salto en el pecho y me encontré mal, como si fuera a perder el conocimiento. Pero me dominé fingiendo indiferencia. Sin añadir palabra alguna, abandoné la sala.

Al día siguiente el maestro estaba bajo el pórtico de Salomón rodeado de sus discípulos y un grupo de oyentes. Cuando me acerqué, me sonrió amablemente. Dijo:

—Te saludo, amigo; el Altísimo sea contigo…

Nunca me había llamado de este modo, y su sonrisa también me pareció diferente: más cercana a mí, más próximo a mí mismo… Sentí que él debía ya de saber todo lo referente a Rut. Claro que alguien podía habérselo dicho. Pero comprendió mi dolor mejor que nadie. Otros preguntan o expresan su compasión con frases hechas. Él no me dijo nada. Y comprendí que no preguntaría nada. Otros, al verme, ponen una cara de tristeza como si quisieran hacerme creer que han sentido mucho esta muerte. Él, en cambio, me sonrió con verdadera alegría… Como si a los dos nos ligara un secreto: el hechizo de una amistad que nadie más conoce. Y, cosa rara, aquella sonrisa no me fue penosa. La sentí sobre mí como un chorro de agua fresca en un día de calor. ¿Qué significa esta sonrisa? ¿Alegría? ¿Alegría de qué? ¿De que Rut haya muerto y de un modo tan horrendo? Quise rebelarme, pero no pude… ¿Por qué sonríe? Siempre sospeché que no se siente del todo feliz cuando cura a la gente y que lo sería si alguien se acercara y no quisiera ser curado…

Mi llegada interrumpió su predicación. No sé de qué estaba hablando, pero debía de haber dicho algo muy impresionante porque la gente, a su alrededor, estaba muy pensativa, ceñuda y con los dedos hundidos en las barbas o la cabeza apoyada en la mano. Todos los discípulos estaban allí. Miré sus rostros y me pareció leer en ellos una expresión de inseguridad y temor. Algo ha cambiado, pensé. Ya no recuerdan en nada a aquellos ruidosos amhaares, tan insoportables por su firme convencimiento de que, gracias a su maestro, se convertirían en los amos del mundo.

De pronto oí a Simón. Antes de abrir la boca carraspeó y frunció las cejas con tanta fuerza, que se le destacaron dos grandes venas en las sienes. Preguntó con miedo, como quien sondea temeroso el fondo en el que ha quedado embarrancada su barca:

—Entonces, si tal es la condición del hombre con respecto a la mujer…, es mejor, ¿verdad?, no casarse…

—No, Pedro. —Por primera vez oí que le llamaba por su nuevo nombre—. Hay quienes son eunucos ya en el vientre de su madre; otros fueron castrados por los hombres; pero hay también quienes se castraron a sí mismos para alcanzar el reino. Pero no temas el que sea capaz de esto, séalo…

Pero el gran pescador no parecía aún convencido. Con brusquedad en la voz, casi con desesperación, exclamó:

—¿Cómo puede vivir un hombre sin mujer, sin hijos y sin amor?

¿Qué les habrá exigido ahora?, pensé. No me gusta Simón. Pero su intranquilidad era comprensible. Para seguir al maestro había abandonado su casa, su mujer, sus hijos. Quizá ni tuvo tiempo de despedirse de ellos. Pero no ha renunciado a ellos para siempre. Aunque cierto día el maestro dijo que nadie dejara el arado… «Pero ¿qué más exige ahora?», repetí en mi interior. El maestro dijo suavemente:

—Hay cosas que el hombre no puede hacer ni comprender siquiera. Pero para el Eterno no hay nada imposible.

Su mirada pasó del rostro de Simón, crispado por el esfuerzo, a los rostros angustiados de los otros discípulos, se deslizó sobre ellos como el dedo de un músico sobre las cuerdas de una cítara y se fijó en mí. De nuevo sentí sobre mí su mirada, que es como un rayo de sol, como la más delicada de las caricias.

—Creedme —dijo—; aquello lo recibirá cien veces, y además la vida eterna…

De nuevo sonrió y la congoja desapareció de sus rostros como desaparecen las sombras de la noche al contacto de un rayo de luz. Ellos son superficiales y se les puede consolar con cualquier cosa. Pero reconozco que también en mí produjeron sus palabras una inmensa alegría. ¿Conoces esta sensación? No ha ocurrido nada, pero de pronto sentimos que el corazón late de un modo distinto y el mundo parece diferente. De nuevo sentí un deseo de rebelarme. Es fácil decir, protesté en mi interior, que una vez lo hayamos dado todo volveremos a recibirlo aumentado cien veces. ¡No quiero cien como Rut…! Sólo quiero que vuelva ella… ¡Pero no volverá! Esto no son sino palabras…, me repetí varias veces. Pero al levantar los ojos, vi que él seguía mirándome, y ya no sentí más deseos de rebelarme.

De repente llegó hasta nosotros un vivo rumor de pasos y voces. La gente venía en tropel en nuestra dirección. Volví a sentirme intranquilo; recordé las amenazas del rabí Jonatán. También los discípulos se asustaron y sus ojos comenzaron a moverse inquietos como si buscaran dónde esconderse. Al frente del grupo iban varios jóvenes fariseos. Pero no vi ninguna guardia. Aquella muchedumbre conducía a alguien. Vi sus brutales movimientos y oí los gritos con que querían obligar a este alguien a que anduviese más de prisa. Los que rodeaban al maestro recularon instintivamente. Él continuó sentado, impasible, con la cabeza alta y la misma acogedora sonrisa de antes.

El gentío se detuvo ante él. Uno de los haberim se adelantó un poco y se inclino burlonamente ante el maestro. Comprendí que, más que para atacarle, venían con la intención de divertirse un poco a costa del profeta de Galilea.

—Te saludo, rabí. Mira a quién te hemos traído. Los del grupo se separaron y empujaron hacia delante a una mujer. Estaba casi desnuda y apretaba convulsivamente contra su pecho un pedazo roto de sábana. Aunque, a fuerza de golpes, ya casi no le quedaba colorete en las mejillas y aunque de sus ennegrecidas pestañas caía una cortina de negras lágrimas, no era difícil adivinar cuál había sido su delito. Temblaba. Le habían arrancado un pendiente y le resbalaba de la oreja un hilito de sangre. Bajó la cabeza como si quisiera hundirla entre los hombros y dirigía de uno a otro una mirada asustada. Parecía implorar a cada uno un poco de piedad, prometiéndolo todo a cambio. No se sabía qué la aterrorizaba más: la deshonra o la amenaza de una muerte infame. Sus maltratados pies, con las uñas pintadas de un rojo chillón, hollaban nerviosamente la tierra. Sus ojos, que parecían buscar en todas partes un modo de salvarse, se posaron en el maestro. Al principio se apartaron de él, asustados, quizá su sonrisa le pareció una burla más de aquellos que, por motivos incomprensibles para ella, habían convertido las caricias de momentos antes en despiadados golpes. De nuevo se encogió como un erizo. Pero a poco aventuró otra tímida mirada. Era evidente que desconocía al hombre que estaba sentado ante ella al pie de una columna. Pero algo debió sorprenderle en su aspecto porque bajó los ojos e hizo un movimiento de brazos como si quisiera cubrir con ellos su desnudez.

El joven fariseo volvió a hablar con voz firme y segura.

—Es una adúltera, rabí. La hemos sorprendido en el acto de pecar.

—¿Qué queréis de mí? — preguntó el maestro. —Queremos que la juzgues. ¿Qué hemos de hacer con ella?

Yo no acababa de comprender cuál era la finalidad de toda aquella escena. De todos modos se trataba, sin duda, de una trampa para coger al maestro; esta intención se leía clara en los rostros de los jóvenes haberim.

—¿Qué os manda hacer Moisés?

El maestro hablaba tranquilamente, y su suave y plácida mirada descansaba en la mujer como si no le molestara su aspecto. Ella debía sentir esta mirada sobre sí, porque seguía con la cabeza baja y los brazos cruzados, llena de vergüenza.

—¿Moisés? ¡Oh, conocemos la ley! —El fariseo se rió seguro de sí mismo—. La Tora dice: quien cometa adulterio con la mujer de otro debe morir, él y la adúltera… Esta mujer ha cometido adulterio y debe ser lapidada según la Ley. ¿Tú qué dices a esto?

Se inclinó sonriendo astutamente sobre el maestro, sentado al pie de la columna. Ahora me pareció comprender en qué consistía la trampa que le tendían. Ellos conocen su gran misericordia. Querían ponerle en evidencia y demostrar que sus principios son contrarios a la Ley.

—¡Debe morir! —gritaron varios hombres—. ¡Hay que lapidarla!

—¡Si, lapidadla! ¡Debe morir! ¡Inmunda! —En la voz que oía a mi lado vibraba un odio vivo. Me volví y con gran sorpresa descubrí que era la de Judas. El discípulo de Karioth tenía los puños cerrados y los labios como si fuera a escupir. Parecía como si quisiera lanzarse sobre la mujer—. ¡Que muera! —replicó.

—Así, ¿estás de acuerdo en que hay que apedrearla como a un perro? —preguntó el fariseo.

En su voz se notaba el desengaño. No había acudido allí para escuchar una confirmación de lo que manda la Tora. La mujer, al oír aquello, tembló todavía más. Pero no hizo el menor ademán implorando piedad. Sólo noté que sus rodillas se doblaban.

El maestro se levantó lentamente. Cuando estaba sentado parecía pequeño e insignificante. Pero al erguirse su cabeza se elevó sobre las de todos. ¡Cómo sabe cambiar! Su suave bondad se trocó en mayestática gravedad. Ahora era alguien ante quien la gente retrocedió respetuosamente unos pasos.

—¿Has dicho —comenzó despacio— que, según la Ley, el adúltero debe morir junto con la adúltera? Quien, pues, de vosotros esté sin pecado lance una piedra sobre ella…

Pareció como si de pronto sus negros ojos despidieran chispas. No estalló, pero su mirada cayó inflexible sobre los hombres que le rodeaban. Éstos dieron otro paso atrás. Algunos tenían ya una piedra en la mano, mas ahora las escondieron apresuradamente entre los pliegues de su cuttona. Dieron todos otro paso hacia atrás. Entre la multitud y el maestro quedó un espacio vacío en el que sólo estaba la mujer, parecida a una estaca clavada entre piedras.

No añadió nada más. Se inclinó, se arrodilló y, sobre la losa de piedra cubierta de polvo rojizo, al lado mismo de los pies de la pecadora, escribió algo con un dedo. La palabra quedó allí sólo unos instantes, porque la brisa que soplaba aquel día sobre la ciudad borró las letras escritas sobre la arena. Logré aún leer: «Tú también has cometido adulterio». Alguien retrocedió entre la multitud y desapareció; era el joven fariseo. El maestro escribió otra frase que de nuevo decía «Has cometido adulterio». Y otro de los que estaba más cerca dio la vuelta y desapareció también. El dedo, largo y delicado, seguía marcando signos. Las palabras se seguían una tras otra; unas veces lograba leerlas, otras veces no. Pero después de cada una alguien más se esfumaba. Otros marchaban también como no queriendo leer las acusaciones a ellos dirigidas. El corro de gente disminuía sin cesar. Muchos de los que llevaban una piedra en la mano se desprendían de ella disimuladamente. El maestro siguió escribiendo. Era como si lo hiciera sobre el agua: las palabras se borraban solas y desaparecían. Pero el instante que duraban era suficiente…

Al final no quedó ninguno de los acusadores. Sólo Judas continuaba allí con los puños apretados y palabras llenas de odio en los labios. Hasta entonces el maestro no había levantado la cabeza. Pero ahora la levantó. Su rostro, tan plácido aquel día, se había oscurecido como si lo hubiera cubierto una parte del polvo en el que escribía los pecados de la gente. Pareció llamar con la mirada a Judas. Le miraba con una tristeza infinita. Pero él siguió con la misma actitud de encarnizada obstinación. Entonces se inclinó y de nuevo escribió algo.

No logré leer las palabras. Pero en los ojos del discípulo de Karioth apareció el miedo como en un animal cogido en la trampa. Sus crispados puños se abrieron. Miró en torno suyo para ver si alguien había leído lo que el maestro había escrito, se retiró con disimulo y se escondió detrás de la columna.

Esperé ver qué sucedería a continuación.

El maestro seguía arrodillado, con el dedo apoyado en la losa. Pero ya no escribía. Levantó lentamente la cabeza. Su rostro era de nuevo sereno y bondadoso. Miró a la mujer y ella, al instante, comenzó a llorar silenciosamente. Sollozaba con el rostro contraído, sin poder cubrírselo con las manos porque sostenía el pedazo de sábana. Por sus mejillas llenas de colorete resbalaban de nuevo las lágrimas. No miraba al maestro. Apretaba contra el pecho su barbilla, temblorosa, y bajaba cada vez más la frente. Las lágrimas, sucias y negras, caían sobre el polvo rojizo y sus pies desnudos.

—No llores —le dijo afablemente—. Nadie te ha condenado…

Su llanto se hizo aún más desgarrador.

—Pero tú… tú… tú…

—Tampoco yo te condeno —le sonrió dulcemente—. Ve y en adelante no peques más.

Siguió llorando cada vez más bajo; luego dio una vuelta despacio y se fue. Él la siguió largo rato con la mirada, como sosteniéndola en su paso. Todos nos quedamos en silencio. Su dedo rozó de nuevo la losa cubierta de polvo rojizo, en la que escribió, pensativo, unos signos. Al mirarlos más detenidamente vi que eran palabras. Siguió escribiendo, aprisa, sobre la superficie que la brisa alisaba sin cesar. Me pareció leer: «… dijo: ¡no iré!, pero luego se arrepintió y fue a cumplir la voluntad del Padre. En cambio, el otro dijo: ¡iré!, pero no fue. ¿Por qué no vas, después que te he llamado tantas veces?».

¿O acaso me pareció que había escrito esto? ¿A quién iban dirigidas aquellas palabras? Se borraron y desaparecieron. El viento se las llevó. Él mismo, como queriendo dar a entender que había terminado, alisó la arena con la palma de la mano. Todos seguíamos callados. No sé por qué, pero de pronto una inquietud se despertó en lo más profundo de mi corazón. Era una inquietud suave, sin sacudidas, sin desesperación. Tenía algo que, a la vez, se me mostraba radiante como la esperanza… ¿Para quién había escrito ¿por qué no vas?, pensé?. ¿Y dónde ha de ir este alguien? ¿Adónde le llama?

Pero acaso no había escrito nada de esto. Sin decir nada, se levantó y se fue seguido de sus discípulos. Sentí como si despertara de un sueño. Reinaba una gran calma; sólo el viento, silbando suavemente, cruzaba los rayos de sol que caían como un velo sobre el valle del Cedrón y las negras laderas del monte de los Olivos. ¿Y si no lo hubiera escrito?, me repetía yo, asomado a la balaustrada sobre el precipicio. ¡Qué hombre tan extraño! Nunca dice si desea o manda algo. Lo pide todo tímidamente, como un mendigo atemorizado. O bien escribe sobre la arena palabras que el viento borra al instante. ¡Y a pesar de todo, cuesta tanto negarle algo!