Carta VI
Querido Justo:
Me pides que te diga en pocas palabras en qué consiste la doctrina del galileo. No sé si sabré hacerlo. No es una tarea fácil. Si me preguntaras qué quiere el maestro de Nazaret, podría contestarte con una sola palabra: todo. Esta es la verdad: exige de nosotros todo, absolutamente todo. Te imagino arqueando las cejas para darme a entender que no comprendes mis palabras. Estoy de acuerdo contigo, pero mira: a él también cuesta entenderle. La verdad que anuncia es tan simple en sus pormenores que hasta un niño la comprendería. Pero en su totalidad sobrepasa las posibilidades del entendimiento humano. Habla de un modo claro y transparente como si te condujera por un camino muy recto. Pero de pronto este camino se corta y a uno le parece que se cae en un abismo. Entonces dice: dame la mano, apóyate en mí, confía… cierra los ojos.
No hace mucho acudieron a verle unos discípulos de Juan, que andan por aquí perdidos como ovejas sin pastor; no han querido reunirse con los seguidores de Jesús y murmuran contra él como si estuvieran celosos de que esté en libertad mientras su maestro continúa encarcelado en la «fortaleza negra». Le preguntaron: «¿Cómo es que tus discípulos no ayunan?». Les contestó: «Cuando el esposo está de bodas no es el momento de ayunar. Pero llegará un día en que él marchará y entonces todos llorarán y se lamentarán. Nadie remienda una vieja simlah con tela nueva ni vierte vino nuevo en odres viejos…». Aparentemente, palabras sin sentido. Pero medítalas y comprenderás lo que yo he descubierto en ellas. La doctrina que nos ha traído no puede servir para remendar lo viejo. No completa nada, no sirve para nada ya existente. Forma una unidad en sí misma, es un todo. Quien quiera adoptarla debe tirar el manto viejo y desprenderse de los aires viejos. Debe procurarse un manto nuevo y nuevos pellejos.
Pero tú querías saber en qué consisten sus enseñanzas… Hace dos días Jesús cruzaba unos prados, en las afueras de la ciudad, rodeado por una inmensa multitud. El día era claro como siempre aquí. Por el cielo se deslizaba una única nube perdida, como una gran bola de algodón. A lo lejos se divisaba el lago color esmeralda, brillante y lleno de vida. Más allá, confundidas con el pardusco horizonte, blanqueaban las cumbres del Antilibano, cuyos contornos, dibujados en el aire con trazos blanquecinos, las lucían aparecer como separadas de su base. El gentío avanzaba produciendo un rumor como de un torrente de montaña. De pronto, todos se pararon. En aquel lugar la colina quedaba cortada por un talud rocoso. El nazareno escaló rápidamente el talud cubierto de hierba y apareció sobre nuestras cabezas, recortada su blanca silueta contra el azul del cielo y envuelta la cabeza en un halo de luz.
Las gentes, que ya le conocen, adivinaron que se disponía a hablarles y comenzaron a sentarse al pie de la colina o en las laderas. La hierba, las piedras, las rocas, todo desapareció bajo aquella masa humana. Él continuaba de pie en lo alto, esperando tranquilamente a que todos estuvieran sentados. Luego levantó la cabeza hacia el cielo y, por unos instante, pareció que sus labios se movían como si dijera algo, pero tan bajo que nadie pudo oírlo. ¡Cuánto reza! ¡Hasta parece extraño…! Lo hace muy a menudo, pero poco rato. Incluso no sé si se puede llamar oración a lo que hace: simplemente lanza unas palabras al aire y al instante vuelve de nuevo a la tierra. Aquella vez también: sacudió la cabeza, extendió los brazos y miró a la multitud.
Generalmente empieza con una hagadá. Cuenta alguna historia: había un rey, cierto labrador, un padre… Las gentes escuchan esta narración y mientras tanto la verdad, hábilmente disfrazada, penetra en sus corazones sin que ellos se den cuenta. Pero esta vez comenzó de otro modo. Dijo:
—La bendición del Altísimo para los simples, para los que creen, para los que tienen fe y para los pobres de espíritu. Ellos alcanzarán el reino de los Cielos…
Lo dijo con tanta gravedad que me pareció ver a un segundo Moisés bajando de la cumbre del Sinaí para anunciar los mandamientos recién recibidos. A decir verdad, aquello era como los puntos de un rescripto del César, en el que se enumera a las personas que han sido admitidas ante la presencia del emperador. Continuó:
—La bendición del Altísimo para los mansos y los pacíficos Ellos poseerán la tierra. La bendición del Altísimo para los pobres, para los que lloran, para los hambrientos, para los enfermos y para los presos. Sus sufrimientos terminarán y se convertirán en alegrías… La bendición del Altísimo para los perseguidos y para los que han padecido injusticias. La justicia del Señor les será otorgada…
Presté toda mi atención. Ahora, pensé, lo sabré todo. El maestro hablaba como si leyera un código de leyes. Pero los preceptos que enunciaba me parecieron muy singulares: no hablaban de culpa y de castigo, sino de virtud y de recompensa. Incluso de dos recompensas. ¿No te parece raro esto?: «la bendición del Altísimo para los que han padecido injusticia». Según ello, resultaría que el que ha sido injustamente tratado sólo por esto sería ya bienaventurado. Y, además, como por añadidura, se le hará justicia. Podría creerse que no hay en el mundo mejor provecho que haber padecido injusticia. ¡O bien estos que lloran! ¿Quién puede saber por qué llora un hombre? Quizá porque le ha correspondido un castigo merecido Pero él no hace distinción entre los que lloran. Según él, todo el que llora es bienaventurado y las lágrimas de todos se convertirán en alegrías. ¿No te parece que esto es querer simplificar demasiado las complicadas cuestiones de la vida? Pero escucha lo que dijo a continuación:
—La bendición del Altísimo para los misericordiosos. Ellos también obtendrán misericordia. La bendición del Altísimo para los que tengan el corazón limpio y libre de deseos. Ellos verán al gran Sebaoth. La bendición del Altísimo para los que hagan la paz, para los que devuelvan bien por mal dando pan a cambio de una piedra. Ellos serán llamados hijos de Sekiná…
Entonces vi claramente que estaba exponiendo como un segundo decálogo, las bases de su doctrina. Desde luego, era una hermosa recopilación. Pero ¡cuánta ingenuidad en ella! ¿De qué sirve prometer la bendición del Altísimo para los misericordiosos y los justos si no se anuncia a la vez un castigo para los egoístas y los ladrones? Seamos razonables: el mundo está lleno de maldad; junto a un número muy reducido de personas que han escogido el camino de servir al Eterno, hay millones y millones de amhaares que no cumplen los mandamientos y preceptos y una incalculable multitud de paganos impuros e idólatras.
Una doctrina tan bella debería ser vigilada como una piedra preciosa. Quien la profesase debería encontrarse bajo la protección de la ley. Moisés decía: «Quien trabaja en sábado, debe morir; a quien practica la magia, hay que matarlo; quien ofrece sacrificios a los dioses, debe morir; el buey que cornee a un esclavo, será muerto a pedradas y su amo pagará al amo del siervo treinta ciclos de plata…».
Él, por el contrario, abandona a los buenos a su propia suerte. ¡Tienen la bendición y esto ha de bastarles! Pero no les protege contra el mal. Porque, fíjate, coloca al mismo nivel a los buenos y a los desgraciados. «La bendición del Altísimo para los que lloran…». ¡Qué punto de vista tan singular! Comprendo que con lágrimas se pueda expiar una culpa y ganar con ello la bendición. Pero quien la haya recibido ya no debería llorar. ¿De qué serviría la bendición si tuviera que ir acompañada de lágrimas? Se va a Dios en busca del bien, como yo he seguido al galileo buscando la salud para Rut. ¿Qué clase de médico sería el que agravase aún la enfermedad de su paciente? Él parece tratar las virtudes y las desgracias como algo similar. Dice: «La bendición del Altísimo para los mendigos, para los presos, para los inválidos, para los enfermos…». Sólo hay una bendición para el enfermo: ¡la salud! ¡Quien no tiene salud tampoco tiene bendición alguna…! Pero creo que me he dejado llevar por las palabras. La cosa tampoco es tan sencilla. ¿Por qué yo no puedo obtener la bendición para mi Rut? Lo he ofrecido todo al Eterno Adonai, Si para mí no hay bendiciones, ¿quién las tendrá? ¿Alguien sólo por el hecho de ser mendigo? Yo hago limosnas, pago los diezmos, no escatimo ofrendas… ¡Ni Job dio más! «La bendición del Altísimo para los que lloran…». ¿Tú crees, Justo, que yo no lloro? Como un niño, como un niño pequeño lloro y sollozo, ¿yo no he de tener derecho a esperar justicia? ¿Y Rut a recibir la salud? ¡Por todo mi vida esta enfermedad! Si fuera verdad lo que él dice, yo tendría ya la bendición. ¡Cien bendiciones! Y, si las tuviera, la enfermedad hubiese desaparecido Pero no desaparece, y yo ni sé ya imaginarme qué sería si de pronto se fuera. Así, ¿qué? ¡Es un círculo vicioso!
Él tiene razón, quien desee aceptar su doctrina debe ponerse una simlah totalmente nueva. Ningún remiendo sirve. Al contrario: el vino nuevo reventaría los odres viejos. Hay que cambiar la manera de pensar, la manera de mirar al mundo, y hay que considerar como razonable algo que hasta entonces nos había parecido una locura. No sé por qué le sigo y qué espero. Con seguridad este nuevo odre equivale a ese nacer por segunda vez del que hablábamos aquella noche. Pero el hombre no muda de piel como las serpientes. Ha de continuar siendo él mismo y no lograrán cambiarle tan radicalmente na amenaza o una promesa. A mí siempre me parece que él exige demasiado.
Acabó con estas palabras:
—Le bendición del Altísimo para los que sufren por la justicia. Ellos alcanzarán el reino de los Cielos… Y a vosotros todos también os bendecirá —extendió los brazos hacia la multitud— cuando os odien, cuando os echen de las sinagogas, cuando os calumnien, cuando os persigan y os maten en mi nombre, como perseguían y mataban a los profetas. Entonces gozad, alegraos y esperad. Vosotros también seréis recompensados…
¿Esto es todo?, me preguntaras. Sí. Tengo la impresión que en este canto sobre las bendiciones él ha encerrado toda su doctrina. Digo canto porque era como un salmo. Habla de un modo extraordinariamente sencillo y quizá por esto sus palabras van transformándose, sin que nos demos cuenta, en un canto… ¿Acaso un canto no es siempre una manera artificial de hablar, compuesta con la única finalidad de divertir a las turbas? Querías que te explicara su doctrina. En lugar de hacerlo, te he ido citando sus palabras. ¿Te ha satisfecho esto? Supongo que no. Yo también hubiese preferido escuchar algo diferente, algo que tuviera más base y fuese menos turbador. Cuando le escucho, me parece como si el sol cayera verticalmente sobre mi cabeza desde un cielo radiante. He de confesarte que más de una vez me pregunto si no pretende destruir la Ley, como afirman los saduceos. Este odre viejo, ¿no quiere significar la Torah?
Él mismo asegura que no tiene la menor intención de abolir la Ley. Incluso ha dicho: «Mientras existan el cielo y la tierra no se cambiará una sola letra de las Escrituras. No he venido a destruirlas, sino a cumplirlas. Quien respete y siga la Ley encontrará su puesto en el reino de los Cielos, aunque sea un puesto bajo y secundario… Pero quien la cumpla será el más grande de todo el Reino…».
Cuando dice «cumplir» no parece referirse al simple cumplimiento de las prescripciones. Para él, «cumplir la Ley» significa encontrar en ella algún sentido oculto, profundo. Por ejemplo, elige la antigua prohibición de las Tablas del Señor «No matarás» y la explica así: «Quien se encolerice contra su hermano, es como si le matara. Quien le llame necio, será arrojado a la Gehenna». O bien recuerda el mandamiento «No cometerás adulterio», y añade: «Pero yo te digo: con sólo haber deseado a la mujer de otro, ya has cometido adulterio. Tu mujer es tu cuerpo. Si la abandonas, recuerda que tú serás el culpable de que ella se entregue a otro». A veces dice cosas inquietantes. Así, cierto día dijo: «Oísteis lo que mandó Moisés: si alguien golpea a otro y esto le cuesta la vida, debe pagarlo con su vida; ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, golpe por golpe… Pero yo os digo: si alguien te golpea en una mejilla, ofrécele también la otra; si alguien te roba la cuttona, dale tu simlah; si alguien te obliga a acompañarle, síguele y ve más lejos aún; si alguien te pide un préstamo e insiste en ello, dáselo aunque sepas que haces una limosna…».
¿Acaso esto no es exigir demasiado? Pero escucha algo más irritante aún. Ocurrió esta mañana precisamente. Entre la multitud que le rodeaba estaban las familias de aquellos galileos que fueron muertos por los romanos durante las últimas fiestas de la siega. Alguien mencionó aquel suceso y, naturalmente, en el acto se oyeron llantos y lamentaciones. Estos gritos conmovieron al maestro. ¡Si vieras cómo inclina hacia la gente su cabeza, que se vuelve de color de oro viejo, oscuro, cuando la iluminan los rayos de sol; si vieras sus ojos profundos, brillantes de compasión! Cuando alguien le habla de sufrimientos, parece sufrir más que el que lo cuenta. «Mi hijo…», sollozaba una mujer de rostro enjuto y surcado de arrugas como un bloque de arcilla resecada por el sol. «Mi marido…», decía una campesina joven y esbelta, con esa voz dura e incolora con la que revestimos el dolor. Los labios de Jesús temblaban. Suspiró y dijo de pronto a los que le rodeaban:
—¿Creéis, acaso, que su hijo o su marido habían pecado más que cualquiera de vosotros?
Se hizo un silencio lleno de asombro e inseguridad.
—No —sacudió la cabeza—, pero si no hacéis penitencia moriréis todos…
En sus palabras resonaba un grito de desesperación contenido. Bajo la ondulada barba, las mandíbulas se apretaron con fuerza. Pero entonces pareció como si le dominara otro pensamiento. Abrió mucho los brazos como siempre que quiere hablar a todos y para todos. Comenzó:
—¿Recordáis lo que está escrito en el Libro del Sacerdote? No desees la sangre de tu hermano, no le guardes rencor, no busques la venganza, y ámale como te amas a ti mismo. Pero yo os digo —su voz creció como el Jordán en época de lluvias—: Amad a todos vuestros enemigos y orad por los que os persiguen y os odian. ¿Qué recompensas esperáis recibir si amáis sólo a un hermano o a uno que os ama? Los paganos también lo hacen así. Pero vosotros sed diferentes: sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial…
Cuando oí esto, mi primer impulso fue abandonarle inmediatamente y volver a Jerusalén. ¿Qué conseguiré yendo por estos mundos en pos de un hombre cuyas palabras son como piedras? «Ofrécele la otra mejilla… ama a tus enemigos…». ¿Ama? ¿Quién puede amar a un pecador, a un hombre que nos está matando? ¿Es que puede hacerse algo de provecho cuando se ha adoptado esta actitud respecto a nuestros enemigos? Repito: el mundo está lleno de maldad, el bien no puede defenderse a sí mismo: sólo él no sabe verlo. Imagina que la verdad ha de vencer sólo porque es verdad. Desgraciadamente, no es así. Siempre se ha tenido que ayudar a la verdad. Siempre ha sido necesario imponerla a los hombres.
Si quisiéramos escucharlo, tendríamos que abandonar la enseñanza y comportarnos tal como querríamos que se comportaran los demás. Pero, a decir verdad, esto es lo que él hace. Cuando le observo de cerca, sé y siento que me ama tanto a mí como a un amhaares cualquiera de entre la multitud, un árabe, un romano, un griego o… ve a saber quién. ¡Y esto no es todo! Ama igualmente a un desconocido que a alguien muy próximo: a su madre, a sus discípulos, a sus hermanos y hermanas… Al decir «igualmente» quiero dar a entender que su amor por cada uno de nosotros es tan grande que no puede haber en él diferencias. Se ama más o menos cuando no se ama mucho. Pero su amor parece no tener límites. No puedo imaginármelo negándole algo a alguien. La gente le pide milagros como si fuera un préstamo que, evidentemente, jamás le devolverán. ¡Y él los otorga! Los otorga como a pesar suyo, como por querer estar de acuerdo con sus propias palabras. Pero habla sin cesar de la misericordia y bondad del Altísimo. Y todas las curaciones que realiza a diario son como signos visibles de esa verdad. Cura a los enfermos con el fin de demostrar que Adonai no puede comportarse de otro modo con los que han tenido fe en él. Parece decir: mira cómo es él: yo te he curado, ahora sabes qué puedes esperar de él. Por este signo deberías confiar en él… Pero ¿y si esta señal no le fuera necesaria a alguien? ¿Si alguien tuviera fe en el Eterno sin el testimonio de un milagro? Este pensamiento ha nacido en mí hoy y comienza a inquietarme. Es como si se me abriera una trampa bajo los pies. Has recibido la salud para que sepas que el Señor es misericordioso. Y cuando lo hayas creído, entonces, ¿qué?
¿Con qué derecho habla en nombre del Eterno? Su atrevimiento siempre me predispone mal. No puedo sufrir esta presunción suya. Hace unos días estuvimos con él en el pueblecito de Corozaím, muy cerca de Cafarnaúm. La gente le recibió con visible emoción, como todos por aquí: le llevaban a sus enfermos, le tiraban del manto y de los cordones, pues creen que con sólo tocar sus vestiduras o incluso su sombra, van a quedar curados. Y, en efecto, así ha ocurrido más de una vez… Escuchaban sus palabras, se golpeaban el pecho, se restregaban la nariz y se rascaban la cabeza como una persona que por fin se decide a hacer un pequeño sacrificio. Pero, cuando llegamos al pueblo por segunda vez, lo primero que vimos fue un cortejo nupcial que, después de dejar a la novia en casa del esposo, regresaba entre gritos desaforados a la casa de sus padres para continuar allí los festejos. De pronto, el maestro se paró enfurecido. Nunca se sabe qué hará o qué dirá; si sonreirá a un impuro rebaño de amhaares o arremeterá furiosamente contra ellos. Él, tan suave y silencioso, sabe tener también accesos de cólera. Dice entonces palabras duras como si le silbara sobre la cabeza el látigo de un camellero. Alzó la mano y la dejó caer con violencia como un profeta cuando lanza una maldición y exclamó:
—¡Ay de ti, Corozaím! Si Tiro y Sidón hubieran presenciado tantos milagros como tú, ya estarían expiando sus culpas entre llanto y cenizas. Por esto te digo: en el día del juicio mejor lo pasarán las ciudades fenicias que tú.
Llevado por el mismo impulso volvió la cara al camino por el que habíamos venido de Cafarnaúm, ciudad que parece amar tanto que hasta la gente la llama su ciudad. Exclamó:
—Y tú Cafarnaúm, ¿acaso te elevas hacia el cielo? No. El seol te arrastra. Eres peor que Sodoma. En verdad te digo que en el día del juicio mejor lo pasarán los hombres entre los que vivió Lot que tus habitantes…
Enmudecimos todos. Sólo Simón, con los brazos en jarras, nos miró a todos desde arriba. También los hijos de Zebedeo comenzaron a gritar: «¡Tiene razón! ¡Tiene razón! ¡Así pasará con los pecadores! ¡Se tratan con los paganos! ¡Han merecido un castigo! ¡Veréis, caerá sobre vosotros el fuego del cielo!». Yo miraba el rostro del nazareno. Cuando éste se encolerizó, tenía una expresión de dignidad ofendida como si alborotaran para insultarle a él personalmente. Pero cambió muy pronto. Se apagó el brillo de sus ojos. Ahora parecían la superficie de un pozo muy hondo que no se sabe si brilla por el frío o despide calor como las fuentes de Callirhoe. El tono enojado de su voz cedió de pronto. Lo que dijo a continuación era como la queja de una madre que llama a un hijo desobediente. La dirigió a sus discípulos «¡No sabéis de quién es vuestro espíritu…!». Luego siguió hablando a los habitantes de Corozaím.
—Venid a mí todos, todos los que sufrís y trabajáis duramente. Tomad mi yugo y llevadlo como yo, con humildad y en silencio. Si lo hacéis así no os faltará la alegría. Porque mi yugo no es una carga, es la felicidad…
¿La felicidad? La persona que ha recibido una bendición es feliz. «La bendición para los que lloran…» es una manera de decir sois felices porque lloráis…
Pero el que llora, ¿puede ser feliz? No, Justo, esta filosofía no es para mí. Yo lloro y no soy feliz. Sirvo al Señor, pero esto no me da la felicidad. Si Rut se pusiera buena… Pero no, quiero serte franco. Siento este dolor más adentro aún, como una flecha con la punta rota que se hubiera quedado clavada en no sé qué punto de mi interior. ¿Qué es lo que él nos ofrece? Todo es pura palabrería. Cuando me duele la cabeza, no puedo cambiar este dolor por un dolor de muelas aunque el de cabeza me parezca en ese momento el más molesto. Pero el ayuno es un dolor que nos buscamos nosotros mismos. ¿Por qué, pues, no puedo ofrecer todos mis ayunos a cambio de los sufrimientos de Rut?
«La bendición del Altísimo para los misericordiosos, para los pacíficos, para los que lloran…». Lo dice y no se le puede contradecir porque él mismo da testimonio de ello. Es misericordioso cuando se inclina sobre los que sufren y parece extender sobre ellos su poder. Él hace la paz: en esa indisciplinada y ruidosa pandilla de galileos nadie se pega, no surgen demasiadas peleas y cuando él habla todo queda en silencio, sólo se perciben suspiros anhelantes y fuertes latidos delos corazones. Él también llora; debe de hacerlo muy a menudo: aunque no lo demuestra, lo atestiguan los profundos surcos de sus frescas mejillas. Es pasible y sufre persecuciones. Posee todo lo que, según sus palabras, es signo de bendición y felicidad. Nosotros también sentimos esta bienaventuranza, que forma como una aureola alrededor de su cabeza cuando le da el sol. Pero no creas que es alguien muy extraordinario. Es un hombre como todos… Pero no, de nuevo he de contradecirme a mí mismo. No es esto. Irradia de él algo que no podemos definir, impalpable, pero evidente. No ha existido hombre alguno que haya hablado como él… Si nos habla de una fe tan grande en el Eterno que hasta parece una blasfemia es porque él mismo ha sentido esta fe.
—No viváis acongojados —repite a menudo pensando en qué comeréis o beberéis o de qué modo vestiréis. Mirad los pájaros: no hacen provisión de granos y, sin embargo, no se atormentan pensando en lo que ha de venir. Han tenido fe y por esto cada uno de estos gorriones, que se venden a un as la pareja, está en la mano del Señor. No os preocupéis pensando en el mañana. Bastantes preocupaciones tenéis hoy. Buscad el reino de Dios, buscadlo ante todo, con perseverancia, con obstinación, sin desmayo, y lo demás os será dado por añadidura. Vuestro Padre en el Cielo sabe que el hombre no puede vivir sin pan…
Su existencia es así, como la de un pájaro, sin preocuparse por el mañana aunque no sin una mira en el mañana. ¡Quién supiera vivir de este modo! Pero a personas como nosotros nos cuesta demasiado volvernos aunque sólo sea un poco inconscientes. Prevemos demasiado. Hoy vivimos ya en las tribulaciones del mañana. Si no llegan, ni siquiera nos damos cuenta, preocupados como estamos por otras nuevas. Vivimos constantemente angustiados: qué diremos cuando hagamos aquello y, cuando lo hayamos dicho, cómo nos comportaremos… ¡Cuántas mentiras inventamos, pensando que así será mejor, que así será más razonable! Más de una vez tiemblo al pensar qué sucederá si la enfermedad de Rut dura aún un año, dos… ¡Cómo nos atormentamos nosotros mismos!
Él vive ajeno a todo esto. Aunque sólo sonría, su sonrisa es más radiante que la sonora carcajada de otra persona. En su voz se siente vibrar a menudo el dolor, la pena, casi la desesperación. Pero más a menudo aún la alegría. Cuesta creerlo…, pero la tiene. Es una alegría extraña que resuena como el agua en lo hondo de la grieta de una roca. Podemos oírla siempre si nos acercamos y aguzamos el oído. Pero hay momentos en que el manantial salta hacia arriba a modo de surtidor y brilla al sol con todos los colores del arco iris. Cierto día exclamó: «¡Pedid! ¡Llamad! Todo el que pida recibirá; a todo aquel que llame le será abierta la puerta. Si has pedido un pescado, no se te dará una serpiente…». Al decirlo, el entusiasmo irradiaba de sus palabras. Parece tener una sola pena y une sola alegría: la pena de que los hombres puedan ser malos y la alegría, que lo compensa todo, de saber mayor la bondad del Altísimo que la maldad humana…
No hace mucho; cuando atravesábamos Cafarnaúm, se nos acercaron siete ancianos de la sinagoga para pedirle que curara a un hombre gravísimamente enfermo. Se trataba del siervo de un centurión romano, jefe de un manípulo destinado e guardar la frontera entre las tetrarquías de Antipas y Filipo. Según decían, el centurión estaba bien dispuesto hacia los fieles y, habiendo él mismo entrado a formar parte de «los que temen al Señor», contribuyó a la construcción de la sinagoga de Cafarnaúm. «Ayúdale, rabí —decían todos—; es un buen hombre…». Él contestó «Conducidme allá». Anduvimos por un camino entre negros cipreses, a orillas del mar, en dirección a la desembocadura del Jordán. Veíamos a Genesaret bañado en sol y toda la llanura al fondo del valle; en la superficie del agua danzaban unos reflejos de luz que parecían peces voladores. Los pescadores, con sus cuttonas y sus cufieh en la cabeza, tiraban afanosamente de las cuerdas para traer las redes hacia la rocosa orilla. Naturalmente, Simón, Juan y Santiago se animaron al verlos y comenzaron a aconsejar a gritos cómo debían hacerlo. Las manos y los pies se les iban solos hacia aquellas cuerdas y corchos, hacia aquella agua cruzada por corrientes frías y calientes. Siguieron al maestro, mas toda su naturaleza se quedó junto a aquellas barcas y aquellas redes: ¡Gente sencilla! Ni después de mil llamadas y avisos se hubieran decidido a abandonarlo todo. Hasta que cierto día él debió hablarles de ese modo irresistible. Conozco este episodio por lo que me contó Juan, hijo de Zebedeo. Este muchacho a veces se decide a hablar. Me dijo: «Ocurrió antes de la estación de las lluvias. El maestro hablaba a las gentes y, para evitar las apreturas, se subió a nuestra barca. Pero cuando ya el sol se había escondido tras el Carmelo y todos se habían marchado, dijo a Simón: “¡Echad las redes!”. Habíamos pasado toda la noche en el mar, sin haber pescado nada. Dos días antes habíamos tenido un fuerte temporal y los peces se habían alejado de la orilla. Ahora sabíamos que tampoco íbamos a pescar nada; las olas batían contra la orilla con demasiada furia. Pero Simón dijo: “¡Puesto que el rabí lo manda, partamos…!”. Nos hicimos a la mar. Cuando echamos las redes, ya las primeras manchas de la noche flotaban sobre la superficie. Comenzamos a golpear con palos el fondo de la embarcación. “¡Los corchos se mueven; hay peces!”, exclamó Simón. Seguimos adelante y nos pusimos a tirar de las redes. A pesar de que éramos cuatro, la red ni siquiera se movió. Como si estuviera clavada al fondo. “¡Más fuerte, mas fuerte, muchachos!”, gritó Simón, y él mismo se puso a tirar con todas sus fuerzas. Pero fue inútil. Por suerte, estaba cerca la barca de un amigo. Todos los que iban con él agarraron las cuerdas por el otro lado. Sin embargo, tardamos en sacar la red. Andrés gritó: “¡Se están rompiendo las cuerdas!”. Era verdad, se nos rompían en las manos. Simón, pegado a la borda con todo su corpachón, procuraba hacer de contrapeso. Gimió entre dientes: “¡Perderemos la red…!”. Hubiera sido una pérdida desastrosa. No poseíamos ningún ahorro y nunca hubiéramos podido comprar otra. Jadeábamos e igualmente jadeaban los de la otra barca. “¡Ahora sí!”, exclamó Andrés. “¡Más, más! ¡Más fuerte!”, nos decía Simón. Ahora la red realmente subía. El agua entre nuestras barcas comenzó a bullir. Apenas nos quedaban fuerzas. De pronto, sobre la negra superficie apareció, como una roca que surgiese del mar, una masa plateada de peces. ¡Cuántos había! Nunca, rabí, he visto nada parecido. Solos, jamás hubiéramos podido arrastrarlos todos hasta la orilla. Pero nos ayudaron gentes de otras embarcaciones. Cuando oímos el choque de la barca contra las piedras del fondo, ya un oscuro atardecer lo había envuelto todo. El maestro estaba en la orilla. Simón se abrió paso, saltó de la barca al agua y en unos cuantos saltos ganó también la orilla. Vi cómo se lanzaba a los pies del maestro. Tú le conoces y sabes lo impulsivo que es. Exclamó: “¡Apártate de mí, rabí!, no soy sino un pescador…”. Pero el maestro sonrió, le tocó la cabeza con la mano y dijo: “No importa…”. Apoyó con fuerza las manos en los hombros de Simón y añadió: “A partir de ahora serás pescador de hombres…”. Entonces —y al decirlo Juan sonrió con melancolía— lo abandonamos todo…».
Luego torcimos a la izquierda para llegar al puente sobre el río, ya que la casa de aquel centurión está en Julias. A medio camino vimos que se nos acercaba un jinete a caballo. Al vernos se paró y descabalgó. Iba vestido con una corta túnica roja de soldado, un pesado cinturón del que colgaba un sable y unas cáligas de piel atadas a las pantorrillas. En la mano sostenía el emblema de su cargo: una varilla de cepa. Su rostro, rasurado, tenía una expresión de seriedad. Se quedó a un lado del camino. Esperaba, muy rígido, a que el nazareno llegara hasta él. Cuando le tuvo cerca dobló una rodilla y la apoyó en el suelo. Mantenía la cabeza baja y una masa oscura de pelo rizado le tapaba el rostro. Jesús se detuvo.
—Éste es el centurión a cuya casa nos dirigimos —le susurró el hasán.
Mientras tanto el soldado se había levantado, pero su cabeza continuaba inclinada y tenía las manos juntas. Habló en griego con ese duro acento de los bárbaros del Norte:
—No te molestes, Señor… Al saber que venías he salido a tu encuentro para decirte que no soy digno de que seas mi huésped y hables conmigo, ni de que yo te sirva… Ya sé —continuó—; basta que tú lo digas para que mi siervo quede curado. Eres como el tribuno que manda a un soldado: ve allá o haz aquello, y el soldado obedece…
Se hizo un gran silencio. El centurión continuaba con la cabeza baja, a la sombra de un árbol. Los negros ojos del nazareno se fijaban en el soldado de un modo extrañamente penetrante. Diría que con inquietud… Parecía estar esperando algo con gran tensión.
—Vete, pues —dijo de pronto—. Has creído y ha sido como tú querías…
Tampoco ahora el centurión levantó la cabeza. Con un rígido movimiento de soldado dobló la rodilla y se inclinó muy abajo, como si quisiera tocar con los labios el borde de la simlah del maestro. Luego se levantó, enderezando todo el cuerpo. Sólo entonces pude ver su rostro, joven aún, resplandeciente de alegría. Este hombre se había contentado con la palabra en vez de la obra. Vaciló, como si no supiera qué hacer: si correr adonde estaba el caballo, o caer otra vez de rodillas. De pronto levantó la mano e hizo un saludo militar al maestro de Nazaret, como a un general. Se fue a paso rápido hacia el caballo y montó de un salto. Tiró con tanta fuerza de las riendas que el corcel se encabritó. Dio media vuelta y comenzó a subir la cuesta. Todavía se volvió una vez y levantó la mano. Luego se lanzó al galope con un seco golpear de los cascos sobre el empedrado del camino.
Nos quedamos mirándole mientras se alejaba. Cuando la silueta de caballo y jinete desapareció en la lejanía, Jesús se volvió hacia nosotros. Te he hablado ya de su alegría. Nunca la había vista tan patente. Se podría pensar que un manantial secreto había brotado en el corazón de este hombre. Sacudió ligeramente la cabeza, como si se extrañara o dudara de algo. Dijo en voz baja, casi para sí mismo:
—Aún no he encontrado aquí una fe como la suya…
Los ojos del maestro se alzaron lentamente. Vi que, por encima de nuestras cabezas, miraba el lago, parecido a una enorme forminge cruzada por la plateada cuerda del Jordán, los montes de Galaad, cobrizos y pardos, y las orillas galileas cubiertas por una infinita gama de verdes… De pronto añadió:
—Sí; en verdad os digo que vendrán gentes de oriente y occidente y se apoderarán del reino…
En su voz la alegría resonaba como las campanitas de las ovejas en el aire cristalino de la mañana. Pero, de súbito también, la empañó una tristeza como la niebla que aparece con las primeras lluvias.
—Los hijos del reino —concluyó en voz baja— serán arrojados a las tinieblas…
No comprendimos sus palabras. Pasó entre nosotros y comenzó a descender hacia el mar. Le seguimos. Mientras bajaba, yo iba pensando: se podría creer que hay en él dos personas: una se alegra por la llegada de extraños, la otra llora porque los hijos de la heredad podrían verse privados de ella.
Él lo quiere todo a la vez… Comprendí esto de pronto y fue como si un rayo hubiera caído sobre la tranquila superficie del lago.
Él lo quiere todo… Ésta es, Justo, su doctrina sobre los bienaventurados que son felices y lloran y sobre este reino que está lleno de prójimos y extraños. En verdad, no sé por qué le sigo… ¿Por qué y para qué?
Pero sabe que aquel siervo del centurión quedó curado a la misma hora en que él había dicho: «ha sido…».