Carta XI


Querido Justo:

He seguido tu consejo. Me he levantado antes del amanecer para salir de casa temprano. El tiempo no era muy alentador: durante la noche había soplado un viento huracanado y caído una lluvia densa y fría mezclada con nieve. Cuando me asomé a la azotea, me envolvió una helada ráfaga que me hizo estremecer. Todo estaba blanco. La nieve, al fundirse, resbalaba por las paredes formando unos pequeños hilitos de agua. Decidí aplazar la salida. Pero entonces recordé que, según me habían contado, cuando ellos, hace años, emprendieron el viaje a la ciudad real, el tiempo era tan malo como hoy. Pensé que, si quería encontrarlo todo tal como había estado entonces, debía ponerme en marcha sin pérdida de tiempo, a pesar de ese cielo frío e inhóspito. Eres tú. Justo, quien me ha enseñado que si realmente se desea descubrir algo, hay que abandonar la actitud del hombre que lo mira todo de lejos; si se quiere conocer a alguien, hay que seguir sus huellas, no cuando el sol ya las ha borrado, si cuando aún son profundas en la nieve. ¿Ves, querido maestro, cómo recuerdo cada uno de tus consejos?

Cogí, pues, el bastón, me envolví en mi simlah y, después de rezar las oraciones matinales, salí de casa. Las calles estaban desiertas. Sólo el viento las recorría como un perro sin amo, excitado y hambriento. Los pies se me helaron ya antes de llegar al palacio. Ahora está deshabitado, pero entonces se estaba muriendo en él aquel monstruo. Le consumía la fiebre, no podía dormir. Dicen que por la noche andaba por el palacio aullando como un chacal en noche de luna. Invocaba los nombres de los hijos de Mariamme, a quienes había mandado ahogar, y el de Feroras, aquel hermano al que mandó envenenar también por exceso de amor salvaje. Mataba a todos a su alrededor, mataba con pasión, con verdadero frenesí; como si con ello pudiera evitar que ellos le traicionaran. Se cuenta que, en cierta ocasión, escribió al César: «Los mato porque podrían dejar de amarme. Y yo quiero que me amen, que estén alegres cuando yo lo estoy y lloren cuando yo lloro…». Augusto le tenía por loco y mandó al legado de Siria para que fiscalizara los asuntos de Judea, como si el país estuviera ya bajo el poder romano. Por esto Quirinio ordenó el censo general sin preguntarle siquiera al rey su parecer. La gente quedó muy sorprendida cuando le fueron leídos los apógrafos. Es sabido que al anunciar los otros censos hubo mucha oposición e incluso se llegó a verter sangre. Pero entonces a nadie se le ocurrió luchar. La gente se puso en camino de mala gana. El tiempo era parecido al de hoy: por entre la blanca niebla surgían las cumbres nevadas de las montañas y los caminos estaban intransitables a causa del lodo, fríos y resbaladizos. Hundiéndose en él hasta las rodillas, cruzaban el país caravanas enteras de hombres maldiciendo a los romanos y a Herodes. Rara vez se veía a una mujer. El censo no las incluía a ellas y en un tiempo como aquél sólo acompañaba a su hombre alguna jovencita enamorada o alguna que de ningún modo podía quedar sola.

Pero aquellos dos emprendieron el camino juntos. No dejé de pensar en ellos desde que salí por la puerta de taifa y comencé a andar por las laderas de la montaña del Mal Consejo. Me sentía helado, y a cada paso me parecía que el frío aumentaba. Sobre las laderas del lado norte se veían aún manchas de nieve, de las que bajaban unos negros y tortuosos torrentes de agua parecidos a una serpiente cuando sale del nido. El camino iba ganando altura lentamente. El viento me azotaba el rostro con miles de gotitas heladas. De tan fríos, dejé de sentir los dedos de los pies. Me dolía la nuca. De vez en cuando unas fuertes ráfagas me impedían la respiración. Entonces me quedaba encogido y no me era posible pensar en nada. En cuanto el viento disminuía un poco mi pensamiento volvía a ellos.

No debió de ser un viaje agradable para una mujer que tenía que dar a luz aquella misma noche. No se si fue montada en un asno o si a causa de su extrema pobreza tuvo que hacerlo a pie, apoyada sólo en su compañero. Mas, tanto si fue a pie como si no, pensé, tuvo que sobreponerse a su debilidad. Pero podía hacerlo. Siendo la madre de un gran hacedor de milagros, acaso ella misma también supiera hacerlos. Pero la gente de Nazaret afirma que durante muchos años los tres llevaron una vida completamente normal. Antes, esto me parecía incomprensible. Ahora comienzo a comprenderlo. Puesto que un profeta —¡me cuesta llamarle el Mesías!— ha de aparecer como un hombre ya maduro, es natural que durante su infancia se vea forzado a encubrir su misión. Pero aunque no lo muestre, posee un poder del que puede servirse cuando lo desee. El que hoy cura a las gentes es seguro que de niño nunca estuvo enfermo. Igualmente ella, su madre, es probable que no sintiese el tremendo miedo de toda mujer ante los primeros dolores… ¡Quién sabe! A lo mejor, durante el camino, tampoco sintió el azote del viento, quizá sus pies no se helaron al contacto con el agua fría de los charcos: quizá tampoco sintió luego ese dolor que llega a oleadas. El sufrimiento y la miseria debieron de ser para ella sólo una apariencia que encubría la próxima gloria. Los viajeros, al cruzarse con ellos, se preguntarían si aquel par de caminantes que avanzaban penosamente, casi agotadas sus fuerzas, llegarían a alguna posada antes del anochecer. Pero al pensarlo apretarían el paso preocupados sólo de que a ellos mismos no les faltara albergue. Aunque, ¿es cierto que a aquella mujer apenas le quedaban fuerzas para seguir andando? No, no: seguramente no fue así. En su interior debían actuar ya los manantiales de su poder. Debía saber que no desfallecería a medio camino, que no se encontraría mal antes dé tiempo, que lograría llegar a un lugar donde poder dar a luz cómodamente. Además, aunque hubiera estado débil, sabría que nada malo iba a ocurrirle. ¡Y todo, incluso lo más horrible, no parece tan malo cuando se sabe que terminará bien!

Llegué al punto más elevado del camino, a partir del cual comenzaba la bajada. El viento soplaba allí con una tremenda intensidad. Se extendía ante mí un valle largo y abierto que se perdía en la lejanía. Al otro lado, sobre una pequeña llanura situada entre una cadena de colinas, se encontraba Belén. La ciudad aparecía enclavada entre dos salientes rocosos de la montaña como un condenado entre sus dos guardianes. Al poco rato, el viento disminuyó, pero, en cambio, comenzó a nevar. El aire se llenó de blancos copos que caían lentos y pesados y desaparecían apenas tocaban la tierra.

Llegue al pueblecito cansado, helado y hambriento. Sólo deseaba una cosa: sentarme cerca de algún fuego. Me abandonaron las fuerzas para seguir buscando las huellas ajenas. Me sentí enojado conmigo mismo y censuré mi propia conducta. Me preguntaba por qué había dejado mis ocupaciones, mis meditaciones sobre las Escrituras y la composición de hagadás. En lugar de malgastar tiempo y energía caminando con aquel frío hacia un pueblucho cuyo pasado era una cosa bien muerta ya, hubiera hecho mejor quedándome junto a un buen fuego, meditando las palabras del Eterno. Esto es lo más importante, o al menos lo es para mí. Sentí que mi enojo se dirigía contra él como si él me hubiera ordenado ir al lugar de su nacimiento en aquella mañana fría y desapacible. En mi cabeza, cubierta hasta la frente por la capucha, nació la idea de que si él fuera realmente el Mesías facilitaría el viaje a todo aquel que quisiera seguir sus pasos. Sería una señal de que lo es…

Junto al camino, antes de llegar a las otras casas, había una posada. Entré. El interior era como todos: un patio circular rodeado de pórticos. Estaba vacío. El centro, destinado a los animales de carga, parecía un estanque: estaba lleno de agua mezclada con barro y estiércol. Bajo el pórtico había un fuego protegido por una estera y junto a él se balanceaba, dormitando, el que debía de ser el dueño de la posada, porque al verme se levantó en seguida y me saludó con amabilidad.

—El Altísimo sea contigo, caminante.

—Y a ti te proteja siempre —contesté.

—Que vuelvas sano y salvo de cada viaje.

—Que tu casa te sea siempre grata.

—El ángel te proteja contra los bandidos y los impuros.

—Que tus arcas nunca estén vacías.

Me senté al lado del fuego y sentí un agradable calorcito. El posadero me ofreció vino, pan, queso y aceitunas. Se quejó del tiempo, de los romanos y de los impuestos. Cuando me quité el manto y vio que era fariseo, comenzó a llamarme «rabí». De las tejas del pórtico caía el agua en abundancia, pero aquel ruido no me parecía desagradable ahora que tenía un buen fuego para calentarme. Mi mal humor se desvaneció. Al contrario, me sentí muy complacido de estar allí y de poder al fin llegar a saber la verdad.

—Escucha —dije al posadero—, ¿hace tiempo que eres dueño de esta posada?

Contestó que había pertenecido a su padre e incluso a su abuelo. Yo lo había supuesto ya.

—¿Has oído hablar de Jesús de Nazaret?

Asintió con la cabeza y dijo:

—Sí, rabí, he oído hablar de él. Es un profeta. Antes eran dos, pero a uno de ellos, Juan, le hizo matar el tetrarca Antipas.

—¿Es verdad —al decirlo no se por qué me tembló la voz— que este Jesús nació aquí, en Belén?

—Sí —contestó de prisa—, nació aquí, en nuestra posada.

Le observé detenidamente. Tenía unos ojos negros y brillantes y una barba espesa que le llegaba hasta la mitad del pecho. Se notaba que se había criado en un ambiente de casa de huéspedes, en un lugar donde se cruzan noticias de todo el mundo. No tuve que forzarle para que hablase. Se puso a contar sin esperar a que yo le preguntara más cosas, Hacía muchos años (él aún no había nacido), llegó allí, hacia el atardecer, una pareja de caminantes. La posada estaba completamente llena de gente y no había sitio para albergar a los recién llegados. El padre de Margalos (así se llamaba el actual posadero), primero no quería dejarlos entrar. Pero pronto ocurrieron hechos que demostraron que aquellas personas sabían obrar grandes milagros. Las paredes de la posada se agrandaron para que todos pudieran caber; la nieve mezclada con lluvia dejó de caer y comenzó a hacer calor como en el mes de tamuz; sobre la ciudad apareció una extraña estrella con cola que señalaba la posada de su padre. Al ver todos estos prodigios, les hicieron pasar y les cedieron el mejor sitio al lado del fuego. Todos los viajeros y los huéspedes deseaban servirles y honrarles. La mujer estaba encinta. Aquella misma noche dio a luz un hijo. Todas las mujeres de la posada la atendieron. Bañaron y fajaron al niño, que era hermoso como ningún otro en la tierra. Al nacer ya sabía hablar. Se vio en seguida que había venido al mundo un gran profeta. El niño crecía rápidamente como un joven tallo de morera y al cumplir un año ya sabía más cosas que un chico de quince. Hizo muchos milagros. Al ver que su madre debía cargar, cada día, desde le fuente que está al pie de la montaña, con un cántaro lleno de agua, golpeó una piedra con el pie y de la roca viva manó un manantial. Siguió manando mientras sus padres estuvieron en Belén. Cuando decidieron marchar a Galilea, el niño tocó con la mano la cadena que dividía el patio y ésta se transformó en una cascada de denarios y estateros que fueron cayendo al suelo. Los padres pudieron comprar toda una caravana de asnos para volver cómodamente a su tierra.

—¡Mientes, mientes! —dijo una voz. Escuchando la narración del hombre no me había dado cuenta de que se había acercado a nosotros una mujer vieja con un cántaro en la cabeza. Bajo la cuttona que llevaba atada a la cintura aparecían sus delgadas piernas, con las venas a flor de piel, cubiertas de barro hasta más arriba de los tobillos.

—¡Mientes! —repitió con voz seca y cortante, apretando con fuerza los labios, que se rodearon de una red de pequeñas arrugas.

—¿A qué has venido, madre? —le preguntó Margalos, dando evidentes muestras de descontento. Pero se calló y volvió la cabeza.

—He venido porque he querido venir —refunfuñó la vieja—: ¡y tú no mientas! No haces sino mentir y mentir…

—Así, ¿no era verdad lo que tu hijo me estaba contando? —pregunté—. ¿Cómo fue, entonces?

Nunca dirijo la palabra a una simple amhaares, pero aquella vez mi curiosidad fue más fuerte. La mujer debió de quedar muy sorprendida de que yo le hablara porque se quedó callada un buen rato. Antes de contestar se acercó un poco. Se mantuvo ante mí erguida con su cántaro apoyado en el hombro, como un soldado ante su jefe, con la lanza levantada. Comenzó con voz insegura.

—Si me permites, rabí, voy a contártelo todo. No es verdad nada de lo que mi hijo te ha dicho. El cree que contando mentiras entretiene mejor a sus huéspedes. Pero es un necio…

Carraspeó. No se había desatado la cuttona y seguía enseñando sus delgadas piernas, cansadas, cubiertas de barro rojizo.

—La cosa ocurrió así… —empezó—. Hacía un día como hoy. Igual, igual. Nevaba, todo estaba cubierto de barro, los camellos y los asnos temblaban de frío y tenían el pelo enmarañado y mojado. Habían llegado muchísimos viajeros. Era por causa de aquel censo… Al llegar la noche la posada estaba llena de animales y los hombres dormían uno al lado de otro.

»Me cansé terriblemente. Estaba extenuada. Mi marido no cesaba de gritarme que fuera a buscar agua, o moliera grano, o cuidara de los camellos. Mi Judas, mi hijito pequeño, lloraba en mis brazos porque el cansancio me había secado el pecho. Sólo deseaba que llegara de una vez la noche y que toda aquella gente, que no hacía sino hablar y comer, se fuera por fin a dormir. Entonces se me acercó un hombre. Debía de haber llegado en aquel momento porque llevaba la ropa muy mojada. En voz baja, como si allí todos no hablaran a grito pelado, produciendo una insoportable algarabía, me preguntó si podía darles alojamiento a él y a su esposa. Me explicó que acababan de llegar, que estaban muy cansados, que la mujer se había encontrado mal durante el camino y que esperaba dar a luz de un momento a otro. Yo estaba como loca de cansancio. Grité con toda mi voz: “¡No. aquí no hay sitio! Buscad otra posada. ¿No ves lo lleno que está todo esto?”. Intentó explicarme que ya habían recorrido todo el pueblo y que nadie había querido acogerles. “Si quisierais tener un poco de caridad y la gente intentara estrecharse un poco”, continuó diciendo con aquel suave tono de voz, “seguramente se encontraría aún un rinconcito para mi esposa… Yo puedo quedarme fuera”. Estas palabras acabaron de irritarme. Con su puño menudo, Judas me golpeaba el pecho del que ya no salía nada… Los hombres, a mi alrededor, hablaban y gritaban como locos. Con su estúpida jactancia masculina amenazaban a los romanos. Entre todo aquel griterío oí la voz de mi marido que me llamaba; probablemente quería que fuera de nuevo a buscar agua a la fuente. Al pensar que otra vez me haría bajar allí de noche y con aquel frío, sentí que la rabia me ahogaba. Comencé a gritar como si aquel hombre me hubiera hecho algo: “¡Fuera, fuera marcha de aquí! ¿Oyes? ¡Aquí no hay sitio para ti ni para tu mujer! ¡Fuera!”.

»Debí de gritar mucho, porque mi marido me oyó y se acercó. Estaba encantado con el movimiento que reinaba en la posada; conversaba con los recién llegados, escuchaba sus relatos y contaba a otros viajeros los sucesos que había oído. “¿Por qué le gritas así a este honrado caminante?”, preguntó. No podía soportar aquella amabilidad suya de tendero. Consideraba que había que mostrar respeto a todo recién llegado. Claro, él no se cansaba, el sólo hablaba y luego recogía el dinero por la comida y la cama. Me asusté al pensar que sería capaz de ceder mi jergón, en el que yo estaba soñando desde hacía horas, a la mujer de aquel hombre. Estallé de nuevo. “¡Que se vaya! ¡No tenemos más sitio! ¿Quieres que sirva a este mendigo? ¡Si es un desgraciado que no tiene con qué pagar el hospedaje! ¡Mírale bien!”. La expresión de inquietud que apareció en el rostro del hombre me confirmó lo acertado de mi suposición. Debía de ser realmente muy pobre. Grité más aún buscando con ello mi propio provecho: “¡Conozco a la gente así! Ahora pide pan y fuego y luego no hará sino lamentarse… ¡Échale de aquí! ¡Que se vayan él y su mujer!”.

»Mis palabras produjeron el efecto deseado. La amable expresión de mi marido cambió radicalmente. Pero aquel par debió darle lástima porque llamó al hombre aparte y se puso a hablar con él. El otro insistía y rogaba señalando a su mujer. A unos pasos de él estaba su compañera. Apoyaba todo su cuerpo contra uno de los postes que sostienen el techo. Precisamente contra éste, rabí… Sus pies estaban sucios de barro como los míos ahora. Su abrigo, empapado de agua, yacía en un charco. Se oprimía el pecho con sus manos amoratadas. Su tez había adquirido un tono terroso, entornaba los ojos y se mordía los labios. Se notaba que se le estaba acercando la hora. Pero yo comencé a gritar de nuevo porque me parecía que mi marido iba a ceder y les ofrecería mi cama. Casi estaba dispuesta a saltar sobre ellos y golpearles como me estaba golpeando mi Judas. Mi marido se encogió de hombros y se rascó la cabeza. A no ser por mis gritos, hubiera acabado por dejar que se quedaran en algún rincón. El hombre seguía implorando, señalando a la mujer, que luchaba con su dolor sin pronunciar palabra. Con un movimiento de cabeza mi marido les indicó la puerta de le posada. “Venid, os voy a encontrar algo…”, dijo. La mujer, doblada en dos, avanzaba agarrándose a cada poste que encontraba. El hombre iba a su lado, mirando con temerosa esperanza la cara de mi marido. Éste les acompañó hasta la verja, les señaló una dirección y les dijo algo. Salieron. El hombre rodeó a su mujer con el brazo y la condujo lentamente.

»No pude acostarme hasta mucho después. Aún tuve que servir a más gente, cocer tartas, acarrear agua y cuidar de los camellos. Todos me llamaban a la vez, me daban prisas, me insultaban así que tardaba un poco. Lloraba de rabia impotente. Judas, hambriento, se había dormido sobre mi hombro. Mi marido, por el contrario, andaba satisfecho entre la gente, escuchaba sus conversaciones y aceptaba todo el vino que le ofrecían. Silbaba alegremente y hacía sonar las monedas que llenaba en una bolsa de cuero sobre la barriga. Pasando por mi lado, dijo: “He dejado que aquella gente se instalara en la cueva, detrás del pesebre… Allí no sopla tanto el viento”. Yo solté entre dientes: “Hubiera sido mejor echarles de aquí y aun perseguirles con los perros. ¡Mendigos descarados!”. “¿Qué bicho te ha picado hoy?”, dijo él bonachonamente. “¡Pobre gente! La mujer está a punto de dar a luz. Podrías ir a verla…”. “¿Sí?, ¿y qué más”?, exclamé. “¡Que se las componga ella sola! ¿Voy a ocuparme de cada pordiosero que pase por aquí? Quien quiera críos…”. La cólera me salía de la garganta a borbotones, como sangre. “Veo que eres muy caritativo hoy para los vagabundos sin un as”. Me separé de él porque de nuevo alguien pedía un cubo para los camellos.

»Por fin, ya muy entrada la noche, la gente terminó de hablar y comer y se dispuso a descansar. La posada se llenó de ronquidos. Mi marido dormía a mi lado; había cedido su yacija a un viajero que se la pagó a buen precio. Cuando vino a la mía olía asquerosamente a vino. Era repugnante… Se durmió contento y satisfecho. Me empujó a un lado y él se quedó repantigado en el centro. En lo que quedaba de jergón tenía que dormir Judas. Para mí ya no había sitio: me quede en el suelo. A pesar de mi fatiga sobrehumana, no podía dormirme. Me quedé con los ojos abiertos, temblando, de frío. En el patio, los camellos, arrodillados, gemían y tosían. Paró de llover. Luego vino la helada, que endureció el agua en los charcos. Cesó el ruido del agua que caía de la azotea…».

—¿De modo que las paredes de vuestra posada no se agrandaron? —pregunté, impaciente—. ¿Y no hubo ninguna estrella que señalara este lugar?

Se encogió de hombros y contestó sin levantar la vista:

—Las mujeres como yo no tenemos tiempo para fijarnos en estas cosas. Contemplar las estrellas es asunto de hombres…

Aunque había hablado bastante rato, no se quitó el cántaro del hombro.

—Pero luego oí decir —añadió después de una pausa— que, en efecto, apareció una estrella. Me lo contó Simje, el hijo de Tadeo. Dicen que también se oyeron voces y cantos. Los encontré cuando salían de la cueva… Fui allí porque no podía dormir. Recordé lo que yo había sufrido al dar a luz… Cogí un cacharro con agua caliente, un poco de aceite, algunos trapos… Me costó salir de la posada, pues el suelo estaba atestado de hombres dormidos. Tenía que pasar entre ellos con cuidado. Uno me cogió por una pierna… ¡Como si no tuviera bastante con haberme pasado el día entera sirviéndoles a todos! Por suerte no levantó la voz. En la cueva que mi marido había mencionado recogimos nuestros animales: dos cabras, un buey y un asno. Había allí un pesebre hecho con un tronco vaciado. Por la abertura de la cueva salía una claridad que iluminaba el camino. Antes de entrar en ella oí llorar al niño. Había nacido antes de que yo llegase. La mujer estaba arrodillada junto al pesebre y hablaba al recién nacido en voz baja. Debe de parecerte raro que en seguida, después de dar a luz, pudiera levantarse y moverse. Pero nosotras, las mujeres que hemos de trabajar duramente, sabemos que cuando no hay otro remedio las fuerzas nos han de venir de donde sea. Su marido había encendido fuego en un rincón. Pero el humo no tenía por dónde salir y llenaba por completo la cueva. El niño lloraba porque aquel humo denso le irritaba los ojos y la madre lloraba inclinada sobre él…

»Al verme se asustó. Quizá pensó que iba a echarles de allí. Pero al comprender que había ido con intención de ayudarla, su temor se convirtió en alegría. Fue afectuosa conmigo como si no recordara que había sido yo quien los había echado de la posada. Le fui útil. Ella era joven e inexperta. Tuve que enseñarle todo: cómo se baña al niño, cómo se le da d pecho, cómo se le envuelve en pañales… Tampoco había nada con que envolver al pequeño; la bolsa de viaje de su madre estaba casi vacía. Después de bañarle tuvimos que ponernos a lavar. Intenté mecer un poco al niño. El humo le entraba en los ojos y en la garganta. No cesaba de llorar. Le canté canciones, las mismas que solía cantarle a Judas. Por fin su llanto se convirtió en sollozo, lo cual era señal de que se estaba durmiendo. Lo deposité en el pesebre. A mí también me escocían los ojos y me dolía la cabeza como si llevara una cuerda anudada a la frente. Aún ordeñé la cabra para que la madre pudiera beber un poco de leche caliente. Cuando me disponía a salir, la mujer se acercó y me dijo: “Gracias, hermana…”. Me abrazó y apoyó su mejilla contra la mía. Estaba mojada de lágrimas; lloraba y reía al mismo tiempo. “Gracias”, me susurró al oído. “Él te lo devolverá…”. Creí que se refería al marido, que seguía añadiendo leña al fuego. Me ardían las sienes. Pero al salir me envolvió una oleada de aire puro, seco, refrescante. Me apoyé en una roca. La noche tocaba a su fin, envuelta en unos ligeros vapores blanquecinos. La escarcha brillaba sobre la hierba. Presentía que el día que estaba comenzando volvería a ser terriblemente agitado, sin un momento para reposar. No me imaginaba cómo iba a aguantarlo después de una noche sin dormir. Pero, en lugar de volver y procurar dormir un poco, me quedé apoyada en aquella roca, respirando a pleno pulmón el aire puro de la noche.

»Entonces fue cuando vi al viejo Timeo, que venía acompañado de sus dos hijos y unos cuantos pastores más. Daban un cierto respeto con sus cayados en la mano y sus cuchillos en el cinto. “¿Eres tú, Sara?”. Al verme bien vino hacia mí. “¿Es verdad que en la cueva donde guardáis los animales ha nacido un niño?”. Me quedé helada de miedo. A pesar de su aspecto, Timeo es un hombre pacífico. Pero entonces me pareció que tras sus palabras se escondía una amenaza. ¿Vendrían acaso con intención de dañar a aquella gente que yo no había dejado entrar en la posada? ¿Un niño? ¿Qué puede importarles a unos pastores del llanto de aquel niño, hijo de unos pobretones, que había nacido en una cueva destinada a albergar animales? “¡No! ¡No!”, me apresuré a contestar. Creí que mi mentira les detendría. Pero ellos, no dando crédito a mis palabras, fueron hacia la cueva. Quise cortarles el paso. Me puse a gritar, “¿Qué estáis tramando? ¡No os dejaré pasar! Es una pobre gente… No dejaré que les hagáis nada malo. Si lo que queréis es dinero, aquí tengo dos denarios… No es mucho, pero…”. “Eres necia, Sara”, me soltó Timeo en plena cara, con profundo desdén. Me cogió de los hombros y me apartó del camino. Entró en la cueva seguido de sus compañeros. Sólo Simje se paró un momento y me contó en dos palabras lo de la estrella, la voz y la claridad. Pero no le creí. Sin escuchar el final de sus explicaciones seguí a los otros. Al entrar vi que se habían quedado a la puerta, intimidados, contemplando el techo bajo de la cueva, lleno de goteras. El día, que se introducía al mismo tiempo que ellos, les iba descubriendo todos los rincones. La mujer, al verles, se levantó rápidamente, asustada. Se quedó de pie con el niño en los brazos, apretándolo contra su pecho. Así se quedaron todos, inmóviles, unos frente a otros: ella y ellos. Luego oí la voz de Timeo. Con gran asombro vi que se arrodillaba y entregaba a la mujer, como si fuera un tesoro de incalculable valor, una blanca bola de queso fresco. Los otros también se arrodillaron. Al verlo, el rostro de la joven madre comenzó a cambiar de expresión. Parecía no comprender aún el significado de aquel homenaje nocturno que le era ofrecido por unos hombres desconocidos de aspecto feroz, envueltos en pieles de cordero. Pero a todo aquel que mira sonriendo a nuestro hijo le hemos de contestar con una sonrisa… Se adelantó un paso. Como un sacerdote que antes de sacrificar la víctima la muestra al pueblo, así ella, sobre sus brazos extendidos, mostró niño a los pastores…

—¿Es verdad que era hermoso y sano? —pregunté.

—Un niño siempre es hermoso —contestó—. Pero no era muy sano, lloraba a menudo, y cuando él lloraba también lo hacía su madre. Era menudito, como los niños que llegan al mundo antes de tiempo. Su madre no siempre podía criarlo y el niño más de una vez pasó hambre. Tuvieron que quedarse varios días en la cueva hasta que la posada se vació un poco y pudieron pasar a ella. Debido al frío que hacía, la delicada piel del niño se cortó y le escocia mucho. Muchos días después, aún tenía los ojos enfermos a causa del humo…

—Tu hijo me ha dicho que se desarrollaba mucho más de prisa que un niño corriente.

Se encogió de hombros.

—Se desarrollaba como hubiera hecho cualquier otro niño en su situación. Era el niño de unos padres pobres nacido en un sitio frío donde pasaba hambre y sufría incomodidades…

—¿Por qué no se le procuraron mejores condiciones? —pregunté—. Puesto que sabía hacer milagros… Si él mismo, con un solo golpe del pie, hizo manar de la roca un manantial…

—¿Un manantial? Mi hijo te ha mentido, rabí. A menudo toqué sus pies con mis propias manos. Eran rosados, delicados como los pies de todo niño y sensibles al dolor. Si hubiera golpeado con ellos una roca se hubiese lastimado y habría llorado. Su madre cuidaba de que no se lastimara. No, no hizo manar ningún manantial en la cima de la colina. Su madre, igual que todas nosotras, bajaba cada día a buscar agua allí al fondo…

—¿Y aquel dinero que salió de la cadena?

—¡También esto es mentira! —exclamó—. ¡Qué mentirosa sabe ser la lengua de un hombre ocioso! Dinero… Cuando iban a marcharse de aquí, su padre me entregó un denario diciendo que no podía darme más porque no tenía, pero que si lo deseaba estaba dispuesto a hacerme algún utensilio, puesto que era naggar, y entendía en carpintería. Le dije que me hiciera una mesa y me la hizo. Aquí la llenes, rabí, a tu lado…

Miré. Era una mesa sólida como las que suelen tener los campesinos ricos, pero mejor terminada.

—¿Es esto todo lo que sabes sobre el nacimiento de Jesús de Nazaret? —pregunté al final.

—Esto es todo, rabí.

—¿Estuvo aquí alguna otra vez?

—No, nunca. He oído sólo que anda por Galilea y predica…

Se acercaba la noche; decidí quedarme a dormir en la posada y volver a Jerusalén a la mañana siguiente. La mujer se fue, y aún la oí trajinar ocupada en distintos trabajos caseros.

Margalos, que debía de estar avergonzado por las palabras de su madre, no decía nada y, sentado a mi lado, se limitaba a canturrear algo. La oscuridad invadía el solitario patio. Ya bien entrada la noche llegó a la posada una pequeña caravana de vendedores ambulantes que iban del Hebrón a Damasco. Me mantuve alejado de ellos; me parecieron gente impura. Además, la noche, oscura y húmeda, y aquel lugar desconocido en el que me sentía tan solo, me llenaron de pensamientos tristes. Pensé en Rut… En el fondo, toda mi vida se reduce a un constante temor por ella… Vi que la vieja salía de la posada. Le pregunté:

—¿Vas quizás en dirección a la cueva? Me gustaría verla.

—Ven conmigo, rabí.

Soplaba un siento fuerte, pero una parte del cielo estaba ya limpia de nubes, y aparecían las estallas. La mujer llevaba una lamparita de aceite cuya llama protegía con una mano. Me condujo hasta una pared rocosa en la que había una abertura. Entramos. La cueva olía a animales y a paja húmeda. La mujer levantó la lámpara. El pesebre, hecho de un tronco vaciado, estaba apoyado en dos soportes de madera. Sobre él resoplaba un buey de labranza.

—Es aquí… —dijo.

—Es aquí… —repetí.

La paja estaba podrida. El pesebre era duro y poco hondo. En un ángulo había un montón de basura y excrementos de animales. Sólo el más mísero ser de la tierra, pensé, ha podido nacer en semejante abandono. Aquél no era un lugar para un descendiente de David, para un profeta, para un Mesías.

Me sentí más triste aún. Tenía la impresión de que aquel bajo techo se había bajado hasta mí y me oprimía la frente con su peso. La llamita de la lámpara se consumía temblorosa y las sombras, como murciélagos asustados, se debatían contra las paredes de la cueva. El buey rumiaba y la saliva de su boca caía a gotas dentro del pesebre. La vieja no decía nada. Una vez más miré aquel interior y salí al aire libre. El viento seguía silbando y parecía como si luchara en la oscuridad con algún arbusto invisible.

—Escucha —dije a la mujer—: dijiste que tenías entonces un hijo, un niño pequeño. Me parece incluso que lo llamabas Judas. ¿No es ése con quien he estado hablando?

—No —contestó.

Anduvimos en silencio un trecho más. Después de una pausa, agregó con voz sorda:

—Judas murió…

—¿Fue entonces…? —pregunté con palabra vacilante. Recordé de pronto y vi como en un cuadro los acontecimientos de aquellos tiempos—. Fue entonces cuando aquel monstruo mandó matar a todos los niños de Belén. Parece increíble que él haya logrado escapar a la espada de los mercenarios tracios.

—Sí —continuó la mujer—, le mataron los soldados del rey cuando buscaban al pequeño Jesús…

—Buscaban al pequeño Jesús… —respondí. Me pareció que había encontrado un nuevo eslabón de una cadena que iba saliendo lentamente de las tinieblas—. Así pues, ¿le buscaban a él?

—Sí, a él: preguntaban por él. Pero ellos lograron huir la noche anterior. Los soldados no querían creerlo. Amenazaban, advertían y luego, para asegurarse de que no se les escapara, mataron a todos los niños…

—De modo que lo perdiste por causa de él… —dije entre dientes.

No contestó. Sentí que me invadía una nueva oleada de disgusto, casi de odio, contra aquel hombre cuya verdad había venido a descubrir aquí. Comencé a hablar con enojo.

—¡Pues no te pagaron mal los cuidados que les dispensaste…! ¡Seguramente hoy te arrepientes de no haberles echado también de la cueva, a la nieve y al frío!, ¿verdad?

—No… —dijo—. Su contestación fue apenas perceptible, como si viniera de muy lejos—. Lo que siento es haber sido mala y poco caritativa con ellos. Me paré y, casi con rabia, le dije:

—Pero por su culpa ha muerto tu hijo. ¿O es que no le querías? —Solamente suspiró—. Si ellos no hubieran venido aquí —continué con violencia—, vuestros hijos no hubieran sufrido las consecuencias. ¡Él se salvó, pero varios niños tuvieron que pagarlo con sus vidas! ¡La vida de los niños tiene un valor incalculable!—exclamé. Dejé de pensar en su hijo y mi pensamiento se concentró en ella. El viento me levantaba la simlah—. ¿Era necesario que aquello ocurriera? —añadí, como si discutiese con alguien que no fuera aquella mujer—. ¿Por qué cura y resucita a unos y, en cambio, a otros les deja morir por su causa? ¡Los niños no deberían morir! —Y, dirigiéndome de nuevo a la vieja, terminé bruscamente—: ¡Yo, en tu lugar, les odiaría! Me eché el manto el brazo y seguí hacia la posada. La mujer anduvo a mi lado y, cuando nos acercábamos ya a la verja, dijo:

—No soy sino una pobre amhaares, simple e ignorante… ¿Qué puedo saber yo? ¿Por qué iba a odiarles? Yo fui mala con ellos y no me lo tuvieron en cuenta. Fueron tan buenos conmigo… Nadie nunca me ha sonreído como lo hiciera aquella mujer y aquel niño… Me tendía los bracitos. ¡Quién sabe! Acaso Judas también hubiera muerto. Acaso se hubiese ahogado en un pozo o hubiera muerto de fiebres. En todo está la voluntad del Altísimo… ¿Qué puedo saber yo, pobre e ignorante? ¿Dices que por su culpa murieron nuestros niños? Pero ahora dicen que él cura, resucita, expulsa demonios y dice cosas muy hermosas… Es como si mi Judas hubiese ayudado a que él pudiese ahora hacer todo esto…

¿Qué podía contestarle? Entré en la posada, me eché sobre la cama e intenté dormirme. Pero el sueño tardó en venir. Por encima del tejado del pórtico vi aparecer las estrellas, una a una. Mi excitación se convirtió en tristeza. Sé por qué estoy triste. De nuevo no he podido hallar lo único cuyo descubrimiento podría darme la paz y la felicidad. ¿Quién es él, Justo? ¿Por qué unas veces obra milagros y otras veces no? ¡Si su victoria pudiera ser también mi victoria y la de Rut!… Pero esta victoria parece más una derrota mía, de Rut, de él…