Carta XII
Querido Justo:
Pasó el invierno, la primavera, y ha llegado el verano. Un verano seco, caluroso, inhumano como siempre. Pero yo no me doy cuenta de nada. El ardor del mediodía no me dobla como a una palmera. No veo nada a mi alrededor. Vivo como si no viviese: soy todo dolor…
¿Recuerdas, Justo, cuántas veces te he escrito que ya no podía soportar más estos continuos cambios en la salud de Rut? Hoy aquellos tiempos casi me parecen felices. Después de cada recaída podía tener medio día o un día entero de descanso. Podía recuperar las fuerzas perdidas. Ahora todo esto pertenece al pasado. La enfermedad ha entrado en otra fase; ya no hay mejoría sino un constante empeoramiento… Antes, el carro que bajaba por la pendiente disminuía a veces la velocidad; hoy corre cada vez más de prisa… Este ímpetu me paraliza la respiración; me tambaleo como un hombre que ha perdido el equilibrio…
¿No valdría más confesar abiertamente que ya no podré ayudarla en nada, que debe morir?
¡Qué palabra tan horrible! Sólo al oírla siento escalofríos. Si ella tuviera que morir… Pero ¿por qué? ¿Por qué? Querría gritar ¡Non lo permitiré! No murió cuando la peste mataba diariamente a centenares, a millares de personas. El Altísimo la libró de ello como libró a aquellos campesinos israelitas que Nabucodonosor precipitó en un horno encendido. ¡Cuánto se lo agradecí entonces! Pero él no necesitaba nuestro agradecimiento… La salvó entonces para matarla ahora… ¡No, no lo he dicho! Ella vive aún, ¿comprendes, Justo? Vive aún. ¡Y vivirá! ¡Yo tengo fe en él, de verdad la tengo!… ¿Qué hacer para tener más fe aún? Repito sin cesar el salmo: «Tú eres mi refugio y mi torre de fortaleza… Tú me cubres con las plumas de tus alas… A tu lado no temo al miedo de la noche ni a la flecha enemiga que llega en la oscuridad, ni a la enfermedad que hiere en pleno día…». Cierro los ojos y digo con toda la sinceridad de que soy capaz: confío, confío, confío… pero haz que cuando abra los ojos ella esté mejor… Ya ni siquiera le pido que se cure, pido sólo que sea como antes… Pero abro los ojos y todo sigue igual. Su rostro desfigurado, más pálido a cada momento, más irreconocible… ¡Oh, Rut! ¡Rut! ¡No te vayas! Quiero tener fe… Nunca creí que fuera capaz de amar tanto, que se pueda llegar a amar tanto, con todo nuestro ser… Pero ella se va… Cada día está más cambiada, más lejana… Está tan distinta… Desaparece como un sueño que el día va borrando de la memoria. ¿Qué aspecto tenía cuando aún sabía sonreír? ¡Rut! Rut! ¡Oh, Adonai…!
No le he visto durante un año entero. No vino para las fiestas de la siega, ni para la Chanuca, ni para la semana de Pascua. Creo saber el motivo de ello: sus enemigos aumentan constantemente. Si bien los saduceos ya se han calmado un poco, ahora es todo el Gran Consejo, quien desearía tenerle entre sus garras. Cada día, en la sala de la Piedra Cuadrada, escuchan, rechinando los dientes, las palabras de Jesús que les repite la gente enviada para seguirle. Él realmente parece hacer todo lo posible para estar en guerra con nosotros. Cuando alguien le preguntó por qué él y sus discípulos no observan las reglas de la pureza, contestó a los haberim que había entre la multitud:
«Todas las mikwoth son invención vuestra y vosotros las habéis colocado más alto que los mandamientos del Señor. Ya lo dijo el nabí Isaías: hay personas que honran al Altísimo con los labios, pero sus corazones sólo aman la riqueza, la gloria, el poder, la habilidad… No con oraciones en voz alta es como más se honra al santo Sekiná…
»Y no basta lavar por fuera el cuerpo o el plato… La suciedad no viene del exterior y no es ella la que mancha. Es del corazón de donde salen las impurezas y cubren toda la persona. ¿Por qué no enseñáis a la gente cómo lavar estas impurezas? ¿Les habéis aconsejado que fueran con Juan? No, queréis que os escuchen sólo a vosotros y que os canten vuestras alabanzas. Exigís que os respeten, que os llamen “rabí”, aunque hay un solo maestro verdadero: el Mesías; o bien os hacéis llamar “padre”, cuando sólo hay un Padre, que está en los cielos. Habéis cargado sobre las almas de los hombres un peso superior a sus fuerzas, pero no queréis compartirlo con ellos. ¡Por eso sed malditos, vosotros que habéis cerrado la puerta y tirado la llave para que nadie más pueda entrar! ¡Sed malditos, vosotros que maltratáis a las viudas y pesáis minuciosamente las ofrendas de comino, pero sois avaros en ofrecer vuestro corazón! ¡Sed malditos, sepulcros blanqueados, que seguiréis apestando cuando se os quite la cal! ¡Sed malditos los que ensalzáis a los profetas, pero no recordáis ni una sola de sus enseñanzas! ¡Ciegos, guías de ciegos! ¡Habéis matado a todo aquel que os ha sido enviado! ¡Sed malditos los que no veis un camello aun cuando sabéis ver un mosquito…!».
Son palabras terribles. Aunque fueran dichas una sola vez, equivalen a una guerra declarada. Entre él y el Gran Consejo no puede existir ahora más que odio. Osó atacar a los maestros en presencia de toda una muchedumbre de amhaares. Dicen que aún añadió: «Escuchad lo que ellos os enseñan, pero no obréis como ellos…». La multitud estaba de su parte. Ahora ya no hay salvación para él…
Pero yo… sigo sin poder considerarle un enemigo. Debería odiarle… Y, por añadidura, estas maldiciones… Desgraciadamente, yo mismo conozco la falsedad y los pecados de varios de nuestros haberim. Pero ¿por qué hablar de esto públicamente? Él quiere, y con razón, que los hombres tengan los corazones puros, no sólo las manos. Mas ¿quién sabe si obligando a la gente a cumplir muchas prescripciones de pureza no se facilita al pecador el camino de la virtud? Él siempre me ha parecido poco práctico. En todo caso prefiero un fariseo que observe la pureza, aunque sólo sea exteriormente, a un amhaares con el corazón tan cargado de pecados como el cuerpo de suciedad. Él lo quiere todo… Por otro lado, dejando que se acerque a él toda esta chusma compuesta de pecadores, publicanos y meretrices, da muestras de contentarse con bien poco… ¿Dónde está, pues, la lógica de su actuación?
Te estaba escribiendo esta carta cuando oí frente a la puerta un ruido de pasos. Me volví y vi con sorpresa que era Judas de Karioth.
—¿Qué haces aquí? —pregunté—. ¿Venís todos?
Continúo abrigando la secreta esperanza de que él, a pesar de todo, vendrá y la curará. Pero Judas me dio una respuesta negativa con la cabeza y examinó toda la habitación con una mirada inquieta, como queriendo asegurarse de que no había allí nadie más. De puntillas, sin hacer el menor ruido, se acercó a mí. Nunca como entonces me recordó a una rata asustada. Pero aquella rata pegada a la pared estaba dispuesta a morder. De debajo de la habitualmente cobarde apariencia de mi visitante surgía una llama de ira y desesperación. Se llevó el dedo a los labios para indicarme silencio. Incluso sus movimientos dejaron de ser los comedidos movimientos del tendero de Bezetha: ahora eran duros, bruscos, provocadores. De momento no pude adivinar si había venido para hablarme o para amenazarme. De pronto se me ocurrió que quizás el maestro había sido hecho prisionero. Olvidando que me había pedido silencio exclamé:
—¿Le han prendido?
—¡Chis! —Casi me puso el dedo en los labios para hacerme callar—. ¡Silencio! ¿Por qué levantas la voz, rabí? ¿Porqué toda la casa ha de saber que estoy aquí? —Se quedó un momento en silencio, lleno de miedo y enojo al mismo tiempo—. No, aún no le han prendido. Pero le cogerán mañana o pasado. Ahora ya no se les escapará. Es el final…
—¿El final de qué? —pregunté, más sorprendido por su comportamiento que por sus palabras.
—De todo —abrió los brazos con ademán de desesperación—, de todas nuestras esperanzas…
—¡Ha traicionado! —Dos grandes dientes le brillaron sobre el labio inferior, igual que los de una rata.
—¿Ha traicionado? —Cada vez entendía menos las palabras de Judas—. ¿A quién ha traicionado?
—¡A nosotros! A nosotros, a los hombres, a todos… —Hablaba con exageración, como solía hacer cuando en el mercado acusaba a un vecino que le hacía, según él, una injusta competencia—. Se ha mostrado cobarde… —Como todo cobarde, acusaba a los otros de cobardía—. No quiere aceptar la lucha…
—No entiendo ni una palabra de lo que estás diciendo —le dije—. Siéntate y cuéntamelo todo desde el principio. Puedes estar tranquilo porque nadie va a entrar.
A pesar de mis palabras, miró de nuevo a todos los rincones. Se sentó en un taburete, con las piernas muy abiertas. Mechones de cabellos relucientes en forma de rizos le caían sobre las mejillas. Observé que, cuando yo hablaba, su rostro expresaba miedo, y cuando comenzaba a hablar él, el miedo se transformaba en odio.
—Bien, voy a contártelo, rabí —dijo. Se golpeó las rodillas con el puño—. ¿No te he dicho siempre, rabí, que si él quisiera lo podría todo? Tiene un poder como ningún otro hombre ha poseído jamás. ¿Has oído aquello que hizo no hace mucho? ¿Lo de dar de comer a miles de personas?
En la sala de la Piedra Cuadrada había oído contar una fantástica historia según la cual el maestro, en Decápolis, había alimentado milagrosamente a toda una multitud de goim, pero entonces no lo creí. Recuerdo que en cierta ocasión él dijo: «No vayáis con los paganos ni con los samaritanos…, id con los hijos de Israel… El Hijo del Hombre ha venido para encontrar lo que se había perdido en la nación elegida…». También dijo: «No penséis en lo que vais a comer…».
—¿Vas a hablarme de cuando dio de comer a los impuros de Decápolis? —pregunté.
—Esto fue la segunda vez —contestó—. Pero la primera dio de comer a los fieles. Estaba entonces a orillas del mar, cerca de Betsaida. Pasaba por allí una enorme multitud de peregrinos que iban a Jerusalén para la Pascua. Al verle se pararon para escuchar sus enseñanzas. Les habló durante todo el día, hizo curas y volvió a predicar. Al llegar la noche le dijimos: «Es muy tarde, no sigas; te han estado escuchando todo el día y ahora deben de estar hambrientos. Que vayan a las aldeas vecinas a comprarse pan». Contestó como si le hubiera importunado nuestra intervención: «Dadles de comer vosotros». Sabía que en aquel solitario lugar no había ni una sola tienda.
Además, ¡cuánto pan hubiéramos tenido que comprar para dar de comer a todos! Nosotros, como de costumbre, no teníamos ni un as. El necio de Felipe calculó que para aquella multitud se hubieran necesitado panes de cebada por valor de unos doscientos denarios como mínimo. ¡Doscientos denarios! ¡Nuestra bolsa nunca había contenido semejante suma! Nos quedamos sin saber qué hacer. Él siguió predicando. Tú sabes, rabí, que le gusta poner a las personas en un aprieto y, cuando ya no saben cómo actuar, entonces él les da una solución completamente inesperada…
—Sí —murmuré—, sé algo de esto. —Era una observación acertada.
—Por fin terminó de hablar —siguió diciendo Judas— y nos llamó. “¿Qué tenéis”, preguntó, “para poder dar a la gente?”. Hubiera podido creerse que se burlaba de nosotros. Andrés dijo: “Marcos lleva en su cesta cinco panes pequeños y dos peces… Pero con ello no tenemos bastante ni para nosotros…”. Como si no hubiera oído esta observación, dijo: “Haced que la gente se siente en grupos de cincuenta para poder hacer las partes más fácilmente…”. Decidí impedir que la cosa siguiera adelante: estaba seguro de que saldría mal. “Rabí”, le interrumpí, “deja que se vayan. ¿Qué les daremos? Con cinco panes para tanta gente no hay ni para empezar… Creerán en tu promesa y luego se molestarán y se reirán de ti…”. Pero él repitió con firmeza: “Haced que se sienten…”. Simón, que hace todo lo que él desea, se puso a gritar a la multitud. Les prometió pan en nombre del maestro. Sentí deseos de huir. Estaba seguro de que luego tendríamos que cargar con las consecuencias de no haber cumplido lo prometido. Él obra maravillas, pero no suponía que en aquella ocasión tuviera intención de hacer un milagro tan extraordinario. ¡Mayor aún que el de Caná! Mandó a Marcos que se acercara y cogió de su cesta el pan y los peces. ¿Recuerdas, rabí, que él nunca come sin antes haberle compartido todo con los más próximos? Igual hizo entonces: partía cada pan y nos lo daba diciendo que a su vez lo repartiéramos entre los demás… ¡Aquello fue maravilloso! Cuando partí mi trozo comprendí que cada una de aquellas partes podía ser partida de nuevo, otra vez y otra, hasta el infinito. Yo partía un pan por la mitad y las mitades resultaban iguales que el pan entero; podían volver a partirse por la mitad y así sucesivamente… No comprendo cómo pudo ser… Con cada pedazo ocurría lo mismo. El pan crecía en la mano. Los pedazos, al llegar a manos de la gente, se volvían grandes como panes enteros. Quien se lo comía todo se quedaba sin él, pero, si lo partía, de cada parte podía hacer cien, doscientos, mil nuevos panes de cebada. Lo mismo acontecía con los peces. La gente, al principio no comprendió que allí estaba sucediendo algo que no había ocurrido nunca hasta entonces. Pero pronto entre los reunidos se levantó un murmullo de sorpresa y admiración. Comían y hablaban y una vez saciados armaron una tremenda algarabía. Pero su admiración no podía compararse con la nuestra. Yo me sentía como fulminado por un rayo. Comprendí que al fin él se nos había mostrado en todo su poder. Ahora, pensé, tiene que ocurrir lo que todos estamos esperando. Puesto que él puede multiplicar indefinidamente el pan, sabrá hacer lo mismo con oro, tierra y armas… ¿Quién entonces podrá vencerle? Nosotros, en cambio, venceremos a todos. El griterío de la gente se convirtió en un verdadero alboroto cuando él mandó recoger las sobras, con las que se llenaron doce enormes cestos, los más grandes que se pudieron encontrar entre los reunidos.
»Mientras todos comían, él se quedó sentado entre nosotros, en lo alto de la colina, y comió también. Parecía cansado y contento. Pero cuando la gente se levantó y comenzó a aclamarle, su rostro denotó inquietud. Nos llamó precipitadamente a su lado. “Coged las barcas y marchad ahora mismo hacia la otra orilla. ¡Apresuraos!”. “¿Y tú, rabí?”, preguntó Simón. “No os preocupéis por mí. Subid a las barcas. ¡Pronto!”. “Ahora no nos marcharemos”, intervine yo. “Has hecho hoy tu milagro más grande. Todo este gentío y nosotros queremos honrarte como es debido…”. Pareció muy contrariado y exclamó. “¡Calla! ¡Marchad ahora mismo!”. Los otros también se resistían a obedecer: “Déjanos quedar, rabí. La gente quiere honrarte”. La multitud, saciada ya, se nos iba acercando en medio de crecientes ovaciones. Él parecía terriblemente asustado. “Marchaos ahora mismo. ¿Cuántas veces habré de repetíroslo? ¡Id, marchaos ya!”. Nos lo pedía, nos lo ordenaba; a toda costa quería apartarnos de él. Nunca le había visto tan excitado. Nos asustó aquella brusquedad atemorizada. Cedimos; comenzamos a retirarnos de mala gana. “Al menos deja que yo me quede contigo…”, le susurré en voz baja. “Ésos son unos necios amhaares, pero yo he vivido en la ciudad…”. Me interrumpió, enojado: “¡Tú debes ser el primero en marchar!”.
»Bajamos y llegamos a la rocosa playa. El agua estaba negra y parecía espesa. Desatamos la embarcación. En la ladera, por encima de nuestras cabezas, se veía una gran mancha blanca como si fuera nieve: era la gente que le había rodeado. Su griterío caía sobre el lago, resbalaba sobre su ondulada superficie como cuando se tira una piedra plana, y volvía en forma de eco desde las rocas de Galaad. “¿Y si volviéramos…?”, propuso Tomás. “Volvamos”, insistí yo.
»Comprendí que una circunstancia como aquélla no volvería a producirse. La gente le fuerza a menudo a hacer un milagro. ¿Por qué nosotros no podíamos intentarlo también? ¡Así terminaría de una vez aquella espera de algo que cada uno de nosotros podría hacer en su momento! “La gente lo proclamará rey”, intenté persuadirles. “Él convertirá una espada en mil. Podremos vengar las humillaciones recibidas…”. “¡Volvamos, volvamos!”, repitieron los otros. Estaba seguro de haber ganado la partida. Saqué una pierna por la borda. Pero en aquel momento Simón, con un fuerte golpe de remo, apartó la barca de la orilla. “¡No!”, exclamó. “El maestro nos ha ordenado marchar”. “Eres un necio”, grité. “Un día nos estará agradecido por haberle forzado a…”. Por toda contestación hizo silbar un remo sobre mi cabeza. “¡El necio eres tú!”, dijo. “Miradlo; quiere saber más que el mismo rabí. ¡Haz lo que él manda y no te hagas el listo!”. ¿Qué podía contestarle a esto? Este soteh es fuerte como un toro; hubiera podido tirarme al agua y ahogarme como a un cachorro. Estay seguro de que lo hubiera hecho sin la menor vacilación. Su opinión prevaleció. Nadie se atrevió a decir ni media palabra más sobre la vuelta. Andrés, Jaime y Juan recogieron los remos, obedientes. Navegábamos contra el viento y contra las grandes olas que azotaban la proa. Yo seguí diciendo, casi llorando de rabia impotente: “Sois unos necios, unos necios. Si hoy le hubiéramos forzado, se hubiese mostrado a todos tal como es. ¡Necios! Mañana seríamos nosotros los amos de Israel y no esos ricachos de la ciudad alta. ¡Necios, cobardes antihéroes, dignos sólo de tratar con animales y pescado podrido…”! Resollaban en la obscuridad, pero nadie dijo nada. Perdí los estribos. “¡Asnos, ovejas sin voluntad, necios!”, les eché a la cara, envuelta por el lienzo de la noche. “¡Perros con los rabos entre las piernas! ¡Vaya grupo de imbéciles que se ha buscado el maestro!”. Cegado por la rabia y la desesperación iba dando puñetazos en la borda.
»Mientras tanto, el negro espacio nos había engullido. Ya no veíamos la colina ni los millares de blancas simlah. El vocerío de todos aquellos hombres aún nos perseguía, aumentando o disminuyendo de intensidad, pero se hacía menos fuerte a medida que nos íbamos apartando. Y no a causa de la distancia, sino porque la gente había dejado de gritar. ¿Era el viento, cada vez más fuerte, lo que había apagado el entusiasmo de los peregrinos? ¿O es que, pensé, habrá prometido ponerse al frente de ellos al día siguiente y ahora les ha mandado descansar? Pero ¿por qué nos había alejado a nosotros? Sólo nosotros le hemos sido fieles desde el principio. Dejé de gritar e insultar. Me quedé sumido en tristes meditaciones. Seguimos navegando en medio del gran silencio que nos envolvía como un sudario. No veíamos las estrellas, pero sabíamos que en algún lugar su paso marca el transcurso de las horas nocturnas. El viento soplaba con creciente fuerza. La nave se balanceaba cada vez más. Grandes olas de blancas crestas venían contra nosotros desde la lejana orilla. El agua saltaba por la borda al interior de la barca. Un fuerte viento silbaba y gemía, luchando con el mástil y las cuerdas que lo sostenían. Parecía como si resonaran en el aire millares de pisadas rápidas y precipitadas. ¿Recuerdas, rabí, aquella noche de tormenta en la que por poco naufragamos todos? Esta vez el viento no era tan violento, pero soplaba con obstinación, aumentando su fuerza por momentos. Por fin no pudimos avanzar más: remando con todas nuestras energías apenas si lográbamos mantenernos en el mismo punto. Las manos, doloridas de tanto remar, se nos hinchaban y entumecían. Los que no movían los remos sacaban agua de la barca. La noche seguía pasando por el cielo mate, hora tras hora… Forzado a desarrollar una actividad constante dejé de pensar en lo que había ocurrido y en lo que hubiera podido ocurrir. No pensaba en nada. Tenía la frente mojada por el sudor y las olas que me salpicaban el rostro. Mi abrigo y mi cuttona estaban completamente empapados y me dolía la nuca de tanto inclinarme hasta el fondo de la barca para vaciar agua. Entre el rugido del viento me llegaban de vez en cuando los gritos de Simón y la cansada respiración de los remeros.
»Concentrada toda mi atención en mi trabajo, no me di cuenta de nada hasta que oí un grito salido de todas las bocas a la vez. Al principio la visión no me pareció nada de particular: pensé que la luna, al reaparecer, había derramado sobre la movida superficie del agua un haz de rayos temblorosos que formaban ante ella un camino como un mosaico de plata. Pero en el acto comprendí que la luna no podía estar sobre la misma superficie del agua y, además, no podía avanzar hacia nosotros por un camino plateado. Lo que primero parecía un disco luminoso resultó ser una grandiosa figura humana que venía andando o volando sobre la superficie del agua, extrañamente tranquila e indiferente a la agitación constante de las olas que se inmovilizaron al contacto con sus plantas. Comenzamos a gritar de miedo; unos se cubrieron la cabeza con el manto, otros cayeron de rodillas. La aparición siguió avanzando como si no nos viera. Llegó junto a nosotros. Los que remaban dejaron caer los remos, algunos de los cuales fueron arrastrados por el agua. Las olas nos empujaban y luchaban por volcar la embarcación. Estábamos a punto de zozobrar. Pero en aquel momento la muerte nos atemorizaba menos que aquella aparición.
»De pronto oímos a nuestro lado una voz humana. ¡Una voz tan familiar! Sus apalabras fueron más fuertes que nuestro temor. Asomamos la cabeza por la borda llenos de perplejidad. Le vimos a él avanzando por el camino plateado; las olas se habían dormido bajo sus pies. Nuestro miedo desapareció y se transformó en una salvaje y alborozada alegría. Felipe daba palmadas, mientras los otros le llamaban y pedían que se acercara. De pronto Simón saltó por la borda. Nos quedamos mudos de sorpresa. Le vimos dirigirse hacia el maestro, los brazos en alto, con el paso inseguro del hombre que intenta andar después de una larga enfermedad. Le miraba a los ojos; estaba ya casi a su lado… En aquel montante llegó una gran ola que quedó suspendida al borde mismo del sendero de plata. Simón dio un grito y al instante se hundió en el agua. El maestro se inclinó hacia él, le tendió una mano y le dijo unas palabras. A continuación avanzó blandamente hacia la barca como si aquel mar enfurecido fuese un prado de tierna hierba, llevando junto a sí a Simón, que se agarraba convulsivamente a su brazo. Le ayudó a pasar por la borda y luego entró él. Le hicimos sitio y caímos todos de rodillas. Ninguno se acordaba ya de que el viento soplaba enfurecido y las olas se debatían contra nuestra embarcación… Además, todo se tranquilizó en seguida. Con la velocidad de una flecha, sin haber tocado siquiera los remos, nos encontramos frente a la orilla opuesta y bañados por la luz del nuevo día… Ante nuestros ojos aparecía Cafarnaúm, acariciado por los primeros rayos del sol…».
Me pareció raro que Judas hablara de este modo. Siempre le consideré un hombre insensible a la belleza y al sentimiento. Pero después de haber hablado así se estremeció como si quisiera librarse de un contacto desagradable. En su rostro, que unos instantes antes expresaba algo parecido a una emoción, se leían ahora disgustos, decepción, enojo y desesperación. Soltó una seca carcajada.
—¿Ves, rabí? —torció los labios. Entonces, incluso a mí, todo me pareció luz, alegría, paz… —Añadió entre dientes—. Existe una sola alegría. Pero él… —Y se encogió de hombros desdeñosamente.
—Todo lo que acabas de contar —le interrumpí— es asombroso. ¿Quién es él, Judas?
Estaba tan impresionado por sus palabras que le formulé esta pregunta como si mi interlocutor fuera un sabio saferim y no un simple tendero de Bezetha.
—¿Quién es él? —repitió mi pregunta despacio como si masticara cada palabra—. Espera, rabí, a que te lo cuente todo. ¿Quién es él…? Aquel día, cuando desembarcamos, yo tenía una respuesta para esta pregunta. Él quiso que descansáramos, pero yo no podía dormir. Pensaba precisamente en esto, en quién es él. Por la tarde nos llamó y fuimos a la sinagoga. Tú la conoces, ¿verdad, rabí? Es un edificio sólido, reciamente construido. Debió costar mucho dinero… Para todo hay dinero, menos para nosotros… La sinagoga estaba atestada de gente; era aquella misma multitud que él había alimentado milagrosamente. Después de habernos embarcado nosotros, él logró escabullirse de entre ellos. Pero le buscaron y encontraron en Cafarnaúm. Ya en el atrio, le rodearon todos. Querían saber cuándo y cómo había atravesado el lago. No les quiso contestar. Severamente, como si hubieran merecido este reproche, les dijo: “Me buscáis porque habéis recibido pan. Buscad otra clase de pan; cuando lo encontréis ya nunca volveréis a estar hambrientos”. “¿Dónde lo podremos comprar?”, preguntaron. Él contestó: “Creed en mis palabras y lo tendréis…”. Al oírlo me acerqué más. Renació en mí la esperanza de que al fin llegaría el momento en que se le podría coger de la mano y obligarle a actuar. “Danos una señal de que tus palabras son verdaderas”, pedía la gente. “Moisés, en varias ocasiones, mandó a nuestros padres el maná del cielo. Haz otro milagro con el pan…”. “Tenéis razón”, murmuré. “Él puede hacerlo. Y lo hará con tal que se lo pidáis”. Parecía escucharles a disgusto. Dijo al fin, con tono displicente: “No fue Moisés quien envió el maná al desierto, sino vuestro Padre. Hoy os da de nuevo un pan que es la vida misma…”. “Dinos, pues, dónde buscarlo”, exclamaban. “¿Es el pan que tú nos has dado? Dánoslo otra vez para que volvamos a probarlo”. Vi que apretaba los labios y cerraba los ojos, ¿sabes, rabí?, como una persona que se obstina en una idea fija. Al fin dijo con voz dura: “Yo soy este pan…”. La gente se echó hacia atrás: estas palabras chocaron a todos desagradablemente. Él siguió hablando como si quisiera desconcertarles más aún: “Aquél a quien yo me dé nunca volverá a tener hambre…”. No lo entendían. Se miraban unos a otros y se encogían de hombros. “Veo que no queréis creerme”, exclamó. “Pero yo he bajado del cielo para que ninguno de vosotros muera”. Todos se pusieron a gritar: “¿Qué? ¿Qué dice? ¿Qué ha dicho? ¿Del cielo? ¿De qué cielo? ¿Piensa que aquí nadie le conoce? ¿Que nadie sabe quién es? ¡Si es el hijo de José, el naggar! Y su madre vive en Betsaida. ¿Por qué dice que él es el pan? ¿Se ha vuelto loco?”. Pero él les hizo callar a todos con un grito: “¡Basta de alboroto! Nadie llegará a mí si el Padre no se lo concede antes. Pero vosotros tenéis las palabras del Padre y deberíais saber cómo se llega a mí. En verdad os digo”, ya conoces, rabí, su manera de hablar cuando quiere fijar algo en la memoria de sus oyentes, “en verdad os digo que quien ha creído en mí ha encontrado la vida eterna. Si, es verdad. Yo soy el pan. Vuestros padres comieron el maná, pero han muerto: mas quien coma de mí no morirá”.
»Después de esto todos se pusieron a gritar a la vez, llenos de ira e indignación, y se burlaron de él. ¿Qué dices? ¿Qué cuentos te estás inventando? ¿Quién habla de comer carne humana? ¡Te has vuelto loco! Sí, pan del cielo, ¿verdad? ¿Y qué más? ¡Loco! ¡Loco! ¿Cómo quieres que te comamos? ¿Crudo o asado?
»La admiración y respeto que sentían por él después de aquel milagro se había derrumbado como una pared de arcilla. Yo estaba en lo cierto al creer que aquél había sido el momento oportuno. A no ser por aquellos necios, se le hubiera podido forzar a actuar. Ahora ya era demasiado tarde. Se burlaban y reían de él. Y precisamente en Cafarnaúm, que era llamada “su ciudad”, y donde antes escucharon tanto sus palabras. Los gritos de “¡Loco! ¡Soteh! ¡More!” resonaban bajo el techo de la sinagoga adornada con motivos vegetales. En vano el rosh-hakeneseth intentó defenderle. Él no aceptaba ninguna defensa. En lugar de callarse seguía hablando con una rara obstinación, como si deseara perderlo todo: “En verdad os digo que quien no coma de mi cuerpo y no beba de mi sangre no resucitará. Porque sólo mi sangre es la bebida verdadera y sólo mi cuerpo es el pan verdadero…”.
»En otro lugar, después de estas brutales palabras, se le hubiera expulsado de la sinagoga. Pero en Cafarnaúm tiene de su parte a Jairo y a varios de los más ancianos, y por esto la gente se contentaba con escupirle a los pies y marcharse. Decían: “¡Basta de escuchar tonterías! ¿Qué significan estas palabras incomprensibles? ¡Dejemos a este perturbado!”.
»Quedamos a su lado solamente nosotros y un pequeño grupo de personas que lo acompañaban siempre y se consideran discípulos suyos. Pero él, como si no tuviera bastante con haber defraudado a los otros, se volvió hacia los que quedaban. “¿Os habéis escandalizado?”, preguntó. “¿Y luego? ¿Luego qué ocurrirá? El Espíritu es lo que vivifica, no el cuerpo. Pero mis palabras son Espíritu… También entre nosotros hay quien no cree en mí…”, suspiró.
»Miré a todos. Unos y otros de los asiduos oyentes encogiese de hombros y se marchaba. El grupito que le rodeaba era como un puñado de nieve puesta sobre una piedra al sol. ¿Por qué obró de aquel modo? ¿Qué pretende? ¿Que se crea en él? ¿Que él es el pan del que todos podrán comer hasta saciarse sin que nunca llegue a faltar? Yo creía y sigo creyendo que si él lo quisiera podría cambiar la faz del mundo… ¡Pero no lo quiere!».
—¿Lo crees así? —pregunté a Judas.
—¡Estoy seguro de ello! — exclamó con energía. La ira, como una espuma, cubrió de nueva sus palabras y sus pensamientos. —Te lo repito, rabí se ha mostrado cobarde y nos ha traicionado. Pero aún no te lo he contado todo. Escucha y me darás la razón.
Hablaba con violencia, estaba excitado y se olvidó de la prudencia que me había recomendado al llegar. Siguió contando:
—Al salir de la sinagoga no quedábamos a su lado más que nosotros doce. Él iba delante, cabizbajo, triste, deprimido, sin decir palabra. Quizá comenzaba a darse cuenta del resultado de sus insensatas palabras. La gente de la calle gritaba al verle: «¡El loco! ¡Pan del cielo! ¡Soteh!».
»De pronto se volvió hacia nosotros y nos dijo, con un susurro que me pareció un grito: “¡Venid!”. En seguida, inmediatamente, sin preguntar dónde ni por qué, marchamos y abandonamos Cafarnaúm. Nos condujo a través de Gishala a la región de Tiro, entre los paganos. Nos perdimos entre los goim como una aguja en un pajar. Estoy seguro de que él comprendió que había perdido y huyó, atemorizado por el peligro que se cernía sobre él. ¿Acaso hasta entonces no había comprendido que este peligro le acechaba en todas partes? Durante los años anteriores habíamos errado de un lugar para otro como una manada de animales perseguidos. Pero ésta era una huida causada por el miedo. Huía sin perder un instante, ciego de terror. Dormíamos bajo el cielo raso y, si comparecíamos entre la gente, era sólo durante el tiempo indispensable para comprar pan o, mejor dicho, para mendigarlo, porque no poseíamos ni una moneda. Pocas veces logramos obtener nada. Los siriofenicios odian a los israelitas. Por esto casi siempre estábamos hambrientos. Él, como si no lo viese, nos hacía seguir andando sin descanso. Retrocedía, escogía caminos secundarios y parecía como si quisiera borrar sus huellas ante alguien que le estuviese persiguiendo. No se detuvo a predicar ni hizo milagros… Sólo curó al hijo de una pagana que no quería apartarse de él a pesar de que se había negado a cumplir su ruego. Después de unos días de vagabundeo, volvimos a Galilea. Fuimos rodeando en silencio todas las grandes ciudades para pasar inadvertidos. Apenas si tuve tiempo de visitar a la mujer del filiarca Chuz, que me dio unos denarios para que no pasáramos tanta hambre. En Decápolis los paganos supieron su llegada y llevaron en masa a sus enfermos para que él los curara. Hizo muchos milagros, les habló y alimentó milagrosamente. Los impuros comieron hasta saciarse de siete panes y aún llenamos cuatro cestas con las sobras. ¡Mientras tanto, nosotros continuábamos con los estómagos vacíos! ¡No muestra ni asomo de sentido común! Alimenta a los desconocidos y a los suyos les hace pasar hambre y fatigas. Me dolían terriblemente los pies de tanto andar. Su miedo se me contagió también a mí. Subimos a una barca y nos fuimos a Betsaida. Hizo una visita relámpago a la ciudad; fue a saludar a su madre, curó a un ciego… Éste fue su último milagro. Comencé a creer que su poder estaba declinando ya. Anteriormente curaba e incluso resucitaba diciendo una sola palabra. Esta vez tuvo que mojar los ojos del ciego con saliva, como si fuera un mago, y cuando le preguntó: “¿Ves bien?”, el ciego contestó que no veía muy claramente. Dijo: “Veo personas que parecen árboles…”. Sólo después de tocarle los ojos por segunda vez el hombre vio bien. Yo me iba llenando de presentimientos cada vez más negros…
»Ni siquiera pasamos la noche en Betsaida: aquella misma tarde, al anochecer, nos fuimos hacia el Norte. Anduvimos, siguiendo el Jordán, por un sendero entre rocas que se iba empinando progresivamente. Durante el camino habló mucho con nosotros. Pero observé que no nos decía nada nuevo. Repitió antiguas hagadás y masalas y nos las volvió a explicar. Ya no me quedaba la menor duda de que algo había cambiado… Como si hubiera agotado sus fuerzas con aquellos dos grandes milagros. Ahora era como un hombre que se sabe próximo a la muerte y no desea sino asegurar lo que ha hecho durante su vida. Teníamos los pies ensangrentados de andar sobre rocas; el hambre nos había debilitado y sufríamos atrozmente de calor. El lago Meron quedó a nuestras espaldas y entramos en un valle lleno de fango. Nos siguió conduciendo siempre hacia el Norte. Por fin llegamos a una región hermosa y agradable surcada por unos hondos desfiladeros por donde el Jordán pasa en forma de estrecho y plateado torrente, saltando por encima de unas enormes roas negras. Reinaba allí un frescor delicioso. Entre las ramas de los olivos, de los sicomoros y de los álamos se oían cantar millares de pajarillos. Desde lo hondo nos llegaba el rumor del agua. A veces, por entre el ramaje, asomaba la cumbre del Hermón aún cubierta por manchas de nieve. Por fin el maestro moderó el ritmo de su huida. Nos permitió descansar entre la hierba verde y jugosa, o bien sentarnos sobre las rocas junto al rumoroso torrente. Él se alejaba y durante horas enteras se entregaba a la oración. Ahora rezaba más incluso que antes. ¿Acaso pedía al Altísimo que le devolviera el poder perdido? Le observé con detenimiento. Me parecía intranquilo y muy triste… ¡Ellos son los culpables de todo! Por su culpa él no es nadie a estas horas. Ya nada cambiará: como hasta ahora, gobernarán Sión los ricos, sacerdotes y saduceos…».
Estoy seguro de que tuvo que hacer un esfuerzo para no añadir: «y los fariseos».
—Siguiendo el bosque, dejamos a un lado Paneas, que ahora es la capital del tetrarca y se llama Cesarea. En las afueras de la ciudad hay una roca muy grande de la cual mana una fuente. Hay también en la roca un agujero negro y hondo, como una entrada que condujese al mismo infierno. Los goim echan allí flores y afirman que honran así a su dios. Con cierta aprensión y algunos incluso con miedo, pasamos bajo la roca. Pero él se detuvo allí precisamente. Aquel día aún no nos había dirigido la palabra: anduvo solo, apartado de nosotros, pensativo y ensimismado. Entonces nos llamó a su lado y nos interrogó como si no hubiera para hacerlo ningún sitio sino aquél, que parecía la entrada al templo infernal de una divinidad pagana. «¿Quién cree la gente que soy yo?». Nos miramos todo, «¡Hemos oído últimamente tantas versiones distintas! Los siervos de Antipas dicen que es Juan resucitado y que esto lo cree el mismo tetrarca. Otros dicen que es Elías, otros que Jeremías o Ezequías». Se lo repetimos y él nos escuchó cabizbajo, con los ojos fijos en el agua que salía de la roca. De pronto alzó la vista. Sus ojos estaban inquietos, ardientes. Nos miró como una persona cuyo destino depende de las palabras que va a oír. Me pareció que todo él temblaba. Nos envolvió a todos con una mirada, sin fijarse en nadie en particular. Pero me pareció que era más bien a mí a quien se dirigió. Dijo con voz seca, cortante, lanzándonos las palabras como si fuéramos un recipiente cuya resistencia quisiera de este modo probar: «Y vosotros, ¿quién creéis que soy?».
»Repito: tuve la impresión de que lo preguntaba más a mí que a los otros. Al fin y al cabo, soy el único de sus discípulos que posee experiencia de la vida y un cierto conocimiento del mundo…, ¿verdad? Pero ¿qué podía contestarle yo? Si me lo hubiera preguntado entonces, allí, a orillas del mar, después del milagro de los panes, mi respuesta hubiera sido inmediata. Entonces tuve el convencimiento de que era el Mesías. ¡Pero un Mesías no desfallece antes de lograr la victoria definitiva! ¡Un Mesías no sabe qué es la derrota! Después de todo lo que había ocurrido últimamente, después de aquella huida, ¿podía aún decirle que era un gran hacedor de milagros? Es verdad, había obrado dos milagros magníficos… pero con ellos su poder había terminado. Y fuera de estos milagros, ¿quién es él? Nadie… Aquella pregunta estaba fuera de lugar. ¿Es que también desea que nosotros le abandonemos? Los otros discípulos permanecían silenciosos; tampoco sabían qué contestar. Sentí cómo su mirada se volvía de fuego. De pronto resonó la honda voz de Simón. Aquel necio, como si no se hubiera dado cuenta de todo lo ocurrido últimamente, exclamó: “¡Tú eres el Mesías y el hijo del Altísimo!”».
Judas carraspeó y con un movimiento nervioso se pasó los dedos por la desaliñada barba. Escuché con redoblada atención. No sin sorpresa sentí que mi corazón latía apresuradamente.
—Se produjo un gran silencio —continuó diciendo— porque entre nosotros jamás se habían pronunciado palabras como aquéllas. No sabía si le reprendería, aunque él mismo las había provocado, o si, por el contrario, le complacerían. Su mirada se apartó de nosotros y descansó en el rostro de Simón. El hijo de Jonás, alto y corpulento, estaba con la boca abierta, sonriendo tontamente como si quisiera cubrir con ello su turbación. Me pareció que de pronto desaparecían del rostro del maestro todos los temores, inquietudes y penas que últimamente habían ensombrecido sus facciones. La alegría se extendió por ellas como se extiende el fuego que prende en un puñado de hierba seca. Cuando él sonríe todo parece sonreír al mismo tiempo. Es como si el mundo entero fuera distinto… Alzó las manos y las apoyó sobre la cabeza de Simón. «La bendición del Altísimo descienda sobre ti. Simón».
Hablaba despacio, con gravedad, pero a la vez con una alegría que apenas lograba disimular.
»No por ti mismo acabas de decir lo que has dicho; es mi Padre quien le lo ha revelado. Por eso le daré hoy otro nombre. A partir de ahora te llamarás Kefa (roca): sobre ella edificaré mi reino y las puertas de la Gehenna nunca podrán vencerlo. Voy a darte las llaves para que puedas abrirlo y cerrarlo según quieras. Lo que abras en la tierra, quedará abierto allí en el cielo, y lo que cierres aquí en la tierra, quedara cerrado en el cielo…
—¡Qué promesa! —exclamé—. ¡Y a quién se la dio!
—¿Verdad, rabí? —repitió conmigo—. ¡Un soteh, un amhaares…! ¡Él le ha hecho el primero después de sí mismo! Pero no será un reino muy grande el que él quiere construir. ¡Si muriera ahora lo formaríamos sólo nosotros doce, y aun no todos! Porque yo no me quedaría ni una hora bajo las órdenes de Simón-Kefa. ¡Vaya roca! ¡Un necio y un pecador! Ninguna secta sobreviviría a sus fundadores si se buscaran sucesores como él.
—Cierto —asentí—. Sólo tú podrías ser su jefe. A pesar de su enojo esbozó una sonrisa.
—¡Supongo que desde aquel momento —dije— Simón se habrá vuelto insoportablemente orgulloso!
—¡Oh! —Soltó una carcajada amarga y maliciosa a la vez—. Veo que lo conoces bien, rabí. Aquel mismo día discutió ya con el nuestro. Pero quiero terminar de contártelo todo… Cuando aún no habíamos reaccionado después de aquel nombramiento, el maestro se sentó en la hierba entre nosotros y nos dijo que ahora debía ir a Jerusalén, donde los soferim, los sacerdotes y los ancianos le matarán…
—¿Le matarán? —exclamé—. Creo que exageras… Pero quizás estés en lo cierto. Aquí todos le odian después de aquella cura en el estanque de las Ovejas. Incluso los mendigos… Creo que no te he dicho que, desde aquel milagro suyo, el agua no ha vuelto a hervir. La gente ha perdido la esperanza de que vuelva a moverse nunca más. Ya no se ven aquellas multitudes bajo los pórticos. Y Jonatán ha perdido una buena fuente de ingresos, porque sus criados cobraban dos ases por cabeza de todos los enfermos que esperaban allí a que el agua se moviera. Pero si cree que aquí le amenaza la muerte, que no venga. En Galilea y en Traconítide le será más fácil esconderse…
—Él dice que debe venir aquí y que es necesario que sufra. Dijo: «¿De qué le serviría a un hombre poseer el mundo entero si al mismo tiempo se perdiera a sí mismo?».
—¿No crees que se ha vuelto loco? —exclamé—. El que muera nunca podrá obtener nada…
—Tú mismo ves, rabí, que algo malo ha ocurrido con él. —Judas sacudió las manos por encima de su cabeza—. Incluso nuestro archisabio jefe, Kefa, ha comprendido que todo esto carece de sentido. Pero, como que ahora se siente tan importante, se llevó al maestro a un lado para demostrarle allí, cara a cara, la insensatez de sus palabras. Pero el maestro, así que le hubo escuchado, le gritó severamente: «¡Fuera! ¡Vete! ¡Fuera con tus tentaciones, satanás…!». Sólo después de un rato, como si hubiera reflexionado un poco, añadió: «No sabes distinguir lo que viene de Dios y lo que viene de los hombres…». Volvió a nuestro grupo y continuó: «¡Escuchadme, hijos! Quien de vosotros quiera seguirme, debe coger su cruz y llevarla como yo la llevo…».
—Otra vez la cruz —dije más para mí mismo que para Judas.
—Habla de ella constantemente —afirmó—. La cruz, la cruz. ¡Qué reino será el que tenga semejante emblema! Claro que, según dice, resucitará. E incluso dijo que moriremos hasta que no le veamos venir de nuevo en toda su gloria.
—Es un consuelo bien pobre e inseguro —murmuré. Sentí lo mismo que debe de sentir Judas: una tristeza hondísima que quita todo deseo de vivir. Mi obsesión por la enfermedad de Rut, que había olvidado momentáneamente absorto por la narración, volvió a mí aumentada aún por esta tristeza. El mundo me pareció lúgubre como en un día de crudo invierno. Súbitamente perdí el interés por todo—. ¿Cómo reaccionaron a esto los discípulos? —pregunté aún.
—Perdieron el ánimo —respondió Judas—. Se movían y miraban unos a otros, asustados. Sí, es bien poco consuelo estar esperando un milagro cuando su poder ya no existe y quizá no volverá jamás… Me estuve preguntando si no sería mejor dejarlo y marcharme. Los otros, te lo juro, querían hacer lo mismo. Él se dio cuenta. Preguntó: «¿Vosotros también queréis dejarme?». Entonces habló Simón, esta vez con humildad y timidez: «¿Adónde hemos de ir y con quién, puesto que hemos creído que tú, rabí, eres el Mesías?». En sus palabras no habla entusiasmo. El maestro apoyó la cabeza en las manos y de nuevo me pareció triste, inquieto, dolorido, como antes de aquella conversación al pie de la roca del dios pagano. «Sí», dijo en voz baja, «sólo he escogido a doce, pero también entre ellos está el demonio…». Yo lo oí y asimismo debió de oírlo Simón, porque bajó la cabeza. Sin duda comprendió que se refería a él…
—Así pues, os marchasteis —dije.
—No —respondió—. Ellos, si se hubieran marchado realmente, no habrían sabido adónde dirigir sus pasos. Yo tampoco le he abandonado. Volveré y lo observaré todo… Quizá recupere su poder. Pero entonces le cogeré de la mano y… ¡Aquellos necios no podrán impedírmelo por segunda vez!
Se marchó de mi casa tal como había llegado: sin hacer ruido, con precaución, como una rata. Volvió a su maestro, en el que había perdido la confianza, y yo volví a la enfermedad ante la que me sentía totalmente desarmado… El mundo ahora es para mí como un día nublado y lluvioso, uno de esos días que llegan después de la Hanuka… Si él ha perdido ya la facultad de curar, ¿dónde podré encontrar salvación para Rut?